La Doncella Tímida avanzaba a tientas por la niebla, como un ciego por un pasillo que no conociera bien. La septa Lemore estaba rezando; la neblina amortiguaba su voz y la hacía parecer baja, acallada. Grif paseaba por la cubierta, y bajo la capa de piel de lobo, la cota de malla tintineaba sin cesar. De cuando en cuando se llevaba la mano a la espada solo para comprobar que aún le colgaba al costado. Rolly Campodepatos se encargaba de la pértiga de estribor, y Yandry de la de babor, mientras que Ysilla llevaba el timón.
—Este lugar no me gusta nada —masculló Haldon Mediomaestre.
—¿Os da miedo un poquito de niebla? —se burló Tyrion; pero lo cierto era que había mucha, mucha niebla.
En la proa de la Doncella Tímida, Grif el Joven llevaba la tercera pértiga para apartar la barcaza de los obstáculos que iban surgiendo de la niebla. Habían encendido fanales en proa y popa, pero la niebla era tan densa que el enano solo veía una luz que flotaba delante de él y otra que lo seguía. La misión que le habían encomendado era cuidar del brasero para que no se apagara.
—Esta niebla no es normal, Hugor Colina —insistió Ysilla—. Apesta a brujería, como sabríais si tuvierais nariz con que olerla. Más de una embarcación ha desaparecido aquí, desde barcazas y navíos pirata hasta grandes galeras fluviales. Vagan por la niebla sin rumbo, en busca de un sol que los esquiva, hasta que el hambre o la locura acaban con ellos. El aire está lleno de espíritus inquietos, y dentro del agua hay almas en pena.
—Ahí veo una —comentó Tyrion.
A estribor, surgida del lecho lodoso del río, había aparecido una mano suficientemente grande para aplastar el barco. Solo las yemas de dos dedos sobresalían de la superficie, pero cuando la Doncella Tímida pasó junto ellos, Tyrion alcanzó a ver el resto de la mano ondulante bajo las aguas, así como un rostro blancuzco que miraba hacia arriba. Hablaba con tono despreocupado, pero no estaba tranquilo. Aquel lugar tenía algo de maligno; olía a muerte y desolación.
«Ysilla tiene razón. Esta niebla no es natural. —En aquellas aguas medraba algo maléfico que también impregnaba el aire—. No me extraña que los hombres de piedra se vuelvan locos».
—No os burléis —advirtió Ysilla—. Los muertos que susurran detestan a los vivos por su calidez, y siempre están buscando almas condenadas que se les unan.
—No creo que tengan mortajas de mi talla. —El enano removió las brasas con el atizador.
—El odio no es lo que motiva a los hombres de piedra, o no tanto como el hambre. —Haldon Mediomaestre se había cubierto la boca y la nariz con una bufanda amarilla que le amortiguaba la voz—. En estas nieblas no crece nada que un hombre en su sano juicio quiera comer. Los triarcas de Volantis envían una galera río arriba con provisiones tres veces al año, pero los barcos de ayuda suelen llegar tarde, y a veces transportan más bocas que comida.
—Debe de haber peces en el río —apuntó Grif el Joven.
—Yo no me comería un pez que saliera de estas aguas —replicó Ysilla.
—Y sería buena idea no respirar esta niebla —aportó Haldon—. Nos rodea la Maldición de Garin.
«La única manera de no respirar la niebla es no respirar».
—La Maldición de Garin no es más que la psoriagrís —dijo Tyrion. Aquella enfermedad atacaba sobre todo a los niños, y más en climas húmedos y fríos. La carne afectada se tornaba rígida, se calcificaba y se resquebrajaba, aunque según había leído, el avance se podía detener con barros, cataplasmas de mostaza y baños de agua casi hirviendo, según los maestres, o con oraciones, sacrificios y ayuno, en opinión de los septones. La enfermedad acababa por remitir, dejando a sus jóvenes víctimas desfiguradas pero con vida. En una cosa sí estaban de acuerdo maestres y septones: los niños que llevaban la marca de la psoriagrís no padecerían nunca la enfermedad en su forma más rara y mortífera, y tampoco su temible prima, la veloz peste gris—. Por lo que se dice, la culpa es de la humedad. Lo que hay en el aire son humores malignos, no maldiciones.
—Los conquistadores tampoco creían en la maldición, Hugor Colina —dijo Ysilla—. Los hombres de Volantis y Valyria colgaron a Garin en una jaula dorada y se burlaron de él, que no paraba de llamar a su madre para que los destruyera. Pero durante la noche, las aguas se alzaron y los ahogaron a todos, y desde aquel día no han encontrado la paz. Ellos, que fueron señores del fuego, yacen ahí abajo, en el río. Su aliento frío se alza desde el cieno para crear estas nieblas, y su carne es ya tan pétrea como sus corazones.
A Tyrion le picaba a rabiar el muñón de la nariz. Se rascó con energía.
«Puede que la vieja tenga razón. Este lugar no es bueno, me siento como si estuviera otra vez en aquel retrete, viendo morir a mi padre». Si tuviera que pasarse la vida en aquella sopa gris mientras la carne y los huesos se le convertían en piedra, él también se volvería loco.
—Que se atrevan a venir a molestarnos. —Por lo visto, Grif el Joven no compartía su aprensión—. Les mostraremos de qué estamos hechos.
—Estamos hechos de sangre y hueso, a imagen del Padre y la Madre —intervino la septa Lemore—. Nada de alardes ni vanaglorias, os lo suplico. El orgullo es un pecado espantoso. Los hombres de piedra también eran orgullosos, y el más orgulloso de todos fue el Señor de la Mortaja.
El calor de las brasas ardientes tornaba rojo el rostro de Tyrion.
—¿De verdad existe ese Señor de la Mortaja? ¿O es otro cuento?
—El Señor de la Mortaja gobierna estas nieblas desde los tiempos de Garin —respondió Yandry—. Hay quien dice que se trata del propio Garin, que se levantó de su tumba de agua.
—Los muertos no se levantan —insistió Haldon Mediomaestre— y nadie vive mil años. Pero sí, existe un Señor de la Mortaja. Ya ha habido como veinte. Cuando muere uno, otro ocupa su lugar. El que hay ahora es un corsario de las Islas del Basilisco que pensó que en el Rhoyne conseguiría mejor botín que en el mar del Verano.
—Eso mismo tenía entendido yo —dijo Pato—, pero hay otra versión que me gusta más, la que dice que no es como los demás hombres de piedra, sino que era una estatua hasta que una mujer gris salió de la niebla y lo besó con unos labios fríos como el hielo.
—¡Basta! —ordenó Grif—. ¡Silencio todos!
—¿Qué ha sido eso? —cuchicheó la septa Lemore.
—¿Qué? —Tyrion solo veía niebla y más niebla.
—Algo se ha movido. He visto ondas en el agua.
—Una tortuga, seguro —comentó Grif el Joven alegremente—. Una quebradora de las grandes, nada más.
Clavó la pértiga un poco más adelante para esquivar un obelisco verde.
La niebla se les pegaba al cuerpo, fría y húmeda. Un templo sumergido sobresalía en la oscuridad. Yandry y Pato se apoyaron en sus pértigas y maniobraron con energía para pasar junto a una marmórea escalera de caracol que surgía del lodo y se interrumpía bruscamente en el aire. Más allá había otras formas apenas entrevistas: chapiteles semiderruidos, estatuas sin cabeza, árboles con raíces más grandes que su barcaza…
—Esta fue una vez la urbe más hermosa del río, y también la más rica —comentó Yandry—. Chroyane, la ciudad festiva.
«Demasiado rica, demasiado hermosa —pensó Tyrion—. No es prudente tentar a los dragones». La ciudad sumergida los rodeaba.
Una forma indefinida aleteó sobre ellos en la niebla, con alas blancuzcas y correosas. El enano estiró el cuello para ver mejor, pero la criatura desapareció tan deprisa como había aparecido. Poco después divisaron otra luz flotante.
—¡Barco! —Se oyó una voz tenue a través de las aguas—. ¿Quiénes sois?
—La Doncella Tímida —respondió Yandry también a gritos.
—La Rey Pescador ¿Río arriba o abajo?
—Abajo. Pieles, miel, cerveza y sebo.
—Arriba. Cuchillos, agujas, encaje, lino y vino especiado.
—¿Hay noticias de la Antigua Volantis? —inquirió Yandry.
—Guerra —fue la respuesta.
—¿Dónde? —gritó Grif—. ¿Cuándo?
—Cuando cambie el año —fue la respuesta—. Nyessos y Malaquo van de la mano, y los elefantes llevan rayas.
La voz se fue esfumando a medida que la otra embarcación se alejaba y la luz se atenuaba hasta desaparecer.
—¿Os parece buena idea hablar a gritos en medio de la niebla con barcos que no vemos? —preguntó Tyrion—. ¿Y si llegan a ser piratas?
Habían tenido mucha suerte en ese sentido: en todo el descenso desde el lago Daga, siempre de noche, ningún pirata los había visto y mucho menos atacado. En cierta ocasión, Pato había divisado un casco que, según él, era el de Urho el Sucio. Pero la Doncella Tímida navegaba a contraviento, y Urho, en caso de que se tratara de él, no mostró el menor interés.
—Los piratas no entran en los Pesares —señaló Yandry.
—¿Elefantes con rayas? —inquirió Grif—. ¿Qué quería decir con eso? Illyrio ha pagado al triarca Nyessos tanto como para comprarlo ocho veces.
—¿En oro o en queso? —bromeó Tyrion.
—A menos que vuestro próximo chiste sirva para despejar esta niebla, mejor os lo metéis por donde os quepa —le recriminó Grif.
«Sí, padre —estuvo a punto de responder Tyrion—. Me estaré callado. Gracias. —No sabía gran cosa de los volantinos, pero le daba la sensación de que tigres y elefantes tenían buenos motivos para hacer causa común si el enemigo eran los dragones—. Puede que el quesero no haya calculado bien la situación. Se puede comprar a un hombre con oro, pero para asegurar su lealtad hacen falta acero y sangre».
El hombrecillo volvió a remover las brasas para que ardieran mejor.
«Esto no me gusta. No me gusta esta niebla, no me gusta este lugar y Grif no me cae precisamente bien». Conservaba las setas venenosas que había cogido en la mansión de Illyrio, y había días en que estaba tentado de colárselas a Grif en la cena. Lo malo era que Grif apenas probaba bocado.
Pato y Yandry empujaron con las pértigas, Ysilla giró la caña del timón, y Grif el Joven desvió la Doncella Tímida para apartarla de una torre semiderruida cuyas ventanas los contemplaban como ojos negros y ciegos. La vela de la barcaza colgaba pesada, inerte. Las aguas eran cada vez más profundas, y llegó un momento en que no tocaban fondo con las pértigas. Por suerte, la corriente seguía llevándolos río abajo, hasta que…
Lo único que alcanzó a ver Tyrion fue una figura gigantesca que surgía del río, arqueada y ominosa. Al principio creyó que era una colina que se alzaba sobre un islote boscoso, o una roca colosal cubierta de musgo y helechos, oculta hasta entonces por la niebla. Pero cuando la Doncella Tímida se acercó, aquello fue cobrando forma. En la orilla había una fortaleza de madera podrida e invadida por la vegetación, adornada por esbeltos chapiteles quebrados en su mayoría, como lanzas rotas. Por doquier había torres sin tejado que apuñalaban el cielo a ciegas. Pasaron junto a salones, pasillos, contrafuertes elegantes, arcos delicados, columnas acanaladas, terrazas y enrejados.
Todo ruinas, todo desolación, todo muerto.
Allí, el musgo gris crecía espeso, cubriendo las piedras caídas y colgando como un manto de todas las torres. Las enredaderas negras se colaban por ventanas, puertas y arcos, y subían por los altos muros de piedra. La niebla ocultaba tres cuartas partes del palacio, pero a Tyrion le bastaba y le sobraba con lo que había atisbado para saber que el bastión de aquella isla había sido diez veces mayor que la Fortaleza Roja y cien veces más bello. Sabía muy bien qué lugar era aquel.
—El palacio del Amor —susurró.
—Ese nombre le daban los rhoynar —apuntó Haldon Mediomaestre—, pero hace mil años que es el palacio del Pesar.
Las ruinas resultaban tristes de por sí, pero las hacía más tristes aún el saber qué habían sido.
«Aquí hubo risas —pensó Tyrion—. Hubo jardines con flores de colores vivos y fuentes que centelleaban doradas al sol. Esos peldaños resonaron con las pisadas de los amantes, y bajo esa cúpula caída se sellaron con un beso incontables matrimonios. —Volvió a pensar en Tysha, que durante tan pocos días había sido su señora esposa—. Fue Jaime —pensó desconsolado—. Era sangre de mi sangre; era mi hermano mayor, el alto, el fuerte. Cuando yo era pequeño me traía juguetes, aros de barril, tacos de madera y un león tallado. Me regaló mi primer poni y me enseñó a montarlo. Cuando me dijo que te había comprado para mí, no dudé de él, ¿qué motivo tenía? Él era Jaime, y tú, una chica que interpretaba su papel. Me lo había temido desde el principio, desde la primera vez que me sonreíste y me dejaste tocarte la mano. Si ni mi propio padre me quería, ¿por qué ibas a quererme tú, si no fuera por el oro?».
A través de los largos dedos grises de la niebla oyó de nuevo el sonido vibrante de la ballesta, el gruñido de lord Tywin cuando la saeta lo acertó en el bajo vientre, el restallido de sus posaderas contra la piedra cuando se sentó para morir. «Al lugar de donde vienen las putas», le había dicho. «¿Y dónde queda eso, padre? —quería preguntarle Tyrion—. ¿Adónde fue Tysha?».
—¿Nos queda mucha niebla que aguantar?
—En una hora o así saldremos de los Pesares —respondió Haldon Mediomaestre—. En adelante será como un viaje de placer. En el bajo Rhoyne hay una aldea en cada meandro, con huertos, viñedos y campos de cereales dorados por el sol, pescadores en el río, baños calientes y vinos dulces. Selhorys, Valysar y Volon Therys son ciudades amuralladas tan grandes que bien podrían ser de los Siete Reinos. Lo primero que voy a…
—Hay una luz a proa —les advirtió Grif el Joven.
«Será la Rey Pescador o cualquier otra barcaza», se dijo Tyrion, que también la había visto. Pero sabía que no era cierto. La nariz le picaba tanto que se la rascó con furia. La luz se fue haciendo más brillante a medida que la Doncella Tímida se aproximaba. Lo que de lejos parecía una estrella de luz tenue que los llamaba en mitad de la niebla se transformó pronto en dos luces, luego en tres: una hilera de fanales que brillaban en el agua.
—El puente del Sueño —apuntó Grif—. Seguro que en el ojo hay hombres de piedra. Algunos empezarán a aullar cuando nos acerquemos, pero no creo que nos molesten. La mayoría de los hombres de piedra son pobres desgraciados débiles, torpes y descerebrados. Cuando se acerca su fin pierden la razón por completo, y es entonces cuando más peligrosos resultan. Ahuyentadlos con las antorchas si hace falta, pero no dejéis que os toquen bajo ningún concepto.
—Puede que ni siquiera nos vean —apuntó Haldon Mediomaestre—. La niebla nos ocultará hasta que estemos casi junto al puente, y antes de que se den cuenta de que estamos aquí ya habremos pasado de largo.
«Ojos de piedra no ven», pensó Tyrion. Sabía que, en su forma letal, la psoriagrís empezaba en las extremidades: un cosquilleo en la yema de un dedo, una uña del pie que ennegrecía, pérdida de sensibilidad… A medida que el entumecimiento ascendía por la mano o pasaba del pie a la pierna, la carne se volvía rígida y fría, y la piel del enfermo adoptaba un tono grisáceo semejante al de la piedra. Tenía entendido que había tres buenas formas de curar la psoriagrís: el hacha, la espada y el machete. Sabía que la amputación del miembro afectado detenía el progreso de la enfermedad a veces, pero no siempre. Más de un hombre había sacrificado un brazo o un pie solo para ver como el otro se le ponía gris. Cuando se llegaba a ese punto ya no quedaba esperanza. La ceguera era lo más habitual cuando la piedra alcanzaba el rostro, y en las últimas etapas, la maldición se adentraba en el cuerpo y afectaba a los músculos, los huesos y los órganos.
El puente se iba agrandando ante ellos. El puente del sueño, lo había llamado Grif, pero aquel sueño había saltado en pedazos. Los arcos de piedra blancuzca se perdían en la niebla, desde el Palacio del Pesar hasta la orilla occidental del río. La mitad se había derrumbado bajo el peso del musgo gris y las gruesas enredaderas negras que salían del agua. La madera del ancho puente estaba carcomida, pero algunos fanales que marcaban el camino seguían encendidos. Cuando la Doncella Tímida estuvo más cerca, Tyrion divisó las siluetas de los hombres de piedra que se movían cerca de la luz, arrastrando los pies sin rumbo en torno a los fanales como lentas polillas grises. Unos estaban desnudos; otros, envueltos en sudarios. Grif desenvainó la espada.
—Yollo, encended las antorchas. Tú, chico, llévate a Lemore a su camarote y quédate con ella.
—Lemore sabe ir sola a su camarote. —Grif el Joven miró a su padre, impertérrito—. Quiero quedarme.
—Hemos jurado protegeros —le dijo Lemore con voz amable.
—No necesito ninguna protección. Sé manejar la espada tan bien como Pato; soy medio caballero.
—También eres medio mocoso —replicó Grif—. Venga, obedece.
El joven soltó un par de maldiciones entre dientes y tiró la pértiga contra la cubierta. El sonido levantó ecos escalofriantes en la niebla, y durante un momento fue como si muchas pértigas cayeran a su alrededor.
—¿Por qué tengo que huir y esconderme? Haldon se queda, igual que Ysilla. ¡Hasta Hugor!
—Sí, pero es que yo soy tan pequeño que puedo ocultarme detrás de un pato.
Tyrion puso media docena de antorchas en los carbones del brasero y cuidó de que prendieran los trapos empapados en aceite.
«No mires al fuego», se dijo. Las llamas le impedirían ver en la oscuridad.
—Sois un enano —replicó Grif el Joven, despectivo.
—Habéis descubierto mi secreto, sí —convino Tyrion—. Abulto la mitad que Haldon, y a nadie le importa un pedo de titiritero si vivo o muero. —«Y a mí menos todavía»—. En cambio, vos… Vos lo sois todo.
—Enano —intervino Grif—, os tengo advertido que…
Un aullido trémulo les llegó de la niebla, tenue, agudo. Lemore dio media vuelta, temblorosa.
—Que los Siete nos amparen. —El puente destruido estaba a media docena de pasos. El agua batía contra sus pilares como la espuma en la boca de un loco. Quince varas por encima, los hombres de piedra gemían y mascullaban bajo un fanal vacilante. La mayoría no prestó atención a la Doncella Tímida; tanto habría dado que fuera un tronco a la deriva. Tyrion agarró la antorcha con más fuerza y se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento.
Y de pronto se encontraron bajo el puente, entre paredes blancas cubiertas por densos tapices de fungosidad grisácea que se cernían amenazadores a ambos lados, golpeados por las aguas furiosas. Durante un momento pareció que iban a estrellarse contra el pilar de la derecha, pero Pato maniobró con la pértiga y volvieron al centro del canal, y al poco pasó el peligro.
Tyrion apenas había tenido tiempo de respirar profundamente cuando Grif el Joven lo agarró por el brazo.
—¿Qué queréis decir con eso de que lo soy todo?
—Si los hombres de piedra se hubieran llevado a Yandry, o a Grif, o a nuestra adorable Lemore… Bueno, los habríamos llorado y habríamos seguido adelante. Pero si os hubiéramos perdido a vos, todo se habría ido al garete y todos estos años de conspiraciones entre el quesero y el eunuco habrían caído en saco roto, ¿no os parece?
—Sabe quién soy. —El muchacho miró a Grif.
«Y si no lo sabía, ahora lo sé». La Doncella Tímida ya estaba a buena distancia corriente abajo del puente del Sueño. Lo único que quedaba de él era una luz cada vez más lejana a popa, y hasta aquella desaparecería enseguida.
—Sois Grif el Joven, hijo de Grif el mercenario —siguió Tyrion—. O puede que seáis el Guerrero encamado. Permitidme que os vea mejor. —Levantó la antorcha para iluminar el rostro de Grif el Joven.
—Dejadlo, o lo lamentaréis —amenazó Grif.
—El pelo azul hace que vuestros ojos parezcan azules también —continuó Tyrion, haciendo caso omiso del mercenario—. Eso es bueno. Y el relato de cómo os lo teñíais en memoria de vuestra difunta madre tyroshi fue tan conmovedor que casi me hizo llorar. Pero si fuera más curioso, me preguntaría para qué necesita el hijo de un mercenario que una septa impura lo instruya en la fe, o que un maestre sin cadena le enseñe historia y lenguas. Si fuera más listo, me picaría la curiosidad el hecho de que vuestro padre os haya buscado un caballero errante para que os entrene en el uso de las armas, en lugar de mandaros de aprendiz a las compañías libres. Es casi como si quisieran manteneros oculto mientras os preparan para… ¿Para qué? Eso es lo que no alcanzo a dilucidar, pero ya se me ocurrirá algo. Eso sí, he de reconocer que tenéis unos rasgos muy nobles para ser un niño muerto.
—¡No estoy muerto! —protestó el joven, enrojeciendo.
—¿Cómo que no? Mi señor padre envolvió vuestro cadáver en una capa carmesí y os depositó junto a vuestra hermana al pie del Trono de Hierro, a modo de obsequio para el nuevo rey. Los que tuvieron el valor de levantar la capa dijeron más adelante que os faltaba media cabeza.
El muchacho dio un paso atrás, confuso.
—¿Vuestro señor…?
—… padre. Sí. Tywin de la casa Lannister. No sé si habéis oído hablar de él.
—¿Lannister? Vuestro padre…
—… ha muerto. Por mi mano. Así que, si vuestra alteza así lo desea, podéis llamarme Yollo o Hugor, pero sabed que nací Tyrion de la casa Lannister, hijo legítimo de Tywin y Joanna, ambos muertos por obra mía, dicho sea de paso. Todo el mundo os dirá que soy un parricida, un Matarreyes y un mentiroso, y es verdad… Pero claro, somos un grupito de mentirosos, ¿no es así? Vuestro presunto padre, por ejemplo. Grif, ¿eh? —El enano soltó una risita—. Dad gracias a los dioses de que Varys la Araña forme parte de la trama; a ese portento sin polla no lo habríais engañado ni por asomo. «No soy ningún señor —dice su señoría—, no soy ningún caballero». Vale, y yo no soy ningún enano. No basta con decir algo para que sea cierto. ¿Quién mejor para educar al hijito del príncipe Rhaegar que el mejor amigo del príncipe Rhaegar, Jon Connington, otrora señor de Nido del Grifo y mano del rey?
—Callaos. —La voz de Grif era insegura.
A babor apareció una enorme mano de piedra bajo la superficie. Asomaban dos dedos.
«¿Cuántos de estos habrá? —se preguntó Tyrion. Una gota de sudor frío le corrió por la espalda y lo hizo estremecer. Los Pesares los acompañaban. Al escudriñar la niebla vio un chapitel derruido, un héroe sin cabeza, un viejo árbol caído con las raíces asomando por la cúpula y las ventanas de unas ruinas—. ¿Cómo es que todo esto me resulta tan familiar? —Ante ellos, una escalera de caracol de mármol rosa salía de las aguas oscuras formando una elegante espiral que se interrumpía bruscamente a cuatro varas por encima de ellos—. No. Es imposible».
—Ahí delante —susurró Lemore con voz trémula—. Una luz.
Todos miraron. Todos lo vieron.
—La Rey Pescador —dijo Grif—. O bien otra barcaza de ese estilo. —Volvió a desenvainar la espada.
Nadie pronunció palabra. La Doncella Tímida se dejó llevar por la corriente. Habían tenido arriada la vela desde que entraron en los Pesares, de modo que solo podía ir adonde la arrastrara el río. Pato observaba con atención, con la pértiga bien agarrada. Al cabo de un rato, Yandry también dejó de empujar. Todos los ojos estaban fijos en la luz distante. A medida que se iba acercando se convirtió en dos luces, y luego en tres.
—El puente del Sueño —dijo Tyrion.
—Inconcebible —dijo Haldon Mediomaestre, atragantándose—. Lo hemos dejado atrás. Los ríos solo discurren en una dirección.
—La madre Rhoyne discurre como quiere —musitó Yandry.
—Los Siete nos amparen —gimió Lemore.
Sobre ellos, los hombres de piedra empezaron a aullar, y unos cuantos los señalaron.
—Haldon, llevaos abajo al príncipe —ordenó Grif.
Era demasiado tarde; la corriente los tenía prisioneros y avanzaban de manera inexorable hacia el puente. Yandry clavó la pértiga para evitar que se estrellaran contra un pilar, y el impulso los desvió contra un tapiz de musgo gris claro. Tyrion sintió los zarcillos que le acariciaban el rostro, suaves como los dedos de una puta. Oyó un golpe a sus espaldas, y la cubierta se inclinó de manera tan repentina que estuvo a punto de perder el equilibrio y caer por la borda.
Un hombre de piedra había saltado a la barcaza.
Cayó encima del atillo con un golpe tan fuerte que la Doncella Tímida se balanceó, y rugió una palabra en un idioma que Tyrion no conocía. Tras él cayó otro hombre de piedra, este junto a la caña del timón. Los desgastados tablones de la cubierta se astillaron con el impacto, e Ysilla dejó escapar un grito.
Pato, que era quien estaba más cerca de ella, no perdió el tiempo echando mano a la espada: blandió la pértiga y golpeó al hombre de piedra en el pecho para tirarlo al agua, en la que se hundió sin emitir un sonido.
Grif atacó al segundo en cuanto saltó a cubierta, y lo hizo retroceder con la espada en la mano derecha y la antorcha en la izquierda. Cuando la corriente arrastró a la Doncella Tímida bajo el puente, sus sombras se proyectaron contra las musgosas murallas. El hombre de piedra intentó ir hacia popa, pero Pato le cortó el camino con la pértiga. Cuando trató de dirigirse a proa, Haldon Mediomaestre agitó la antorcha ante él para obligarlo a retroceder, de modo que no le quedó más remedio que caminar hacia Grif. El capitán lo esquivó y su espada relampagueó, y saltaron chispas cuando el acero mordió la carne gris calcificada del hombre de piedra, pero un brazo cayó a cubierta. Grif apartó de una patada el miembro amputado. Yandry y Pato se habían acercado con las pértigas, y entre los dos obligaron a la criatura a saltar a las aguas negras del Rhoyne.
La Doncella Tímida ya había salido de debajo del puente roto.
—¿Los hemos echado a todos? —jadeó Pato—. ¿Cuántos nos han atacado?
—Dos —respondió Tyrion, tembloroso.
—Tres —corrigió Haldon—. Detrás de vos.
El enano dio media vuelta y lo vio. Se había destrozado una pierna al saltar, y bajo la tela podrida de los calzones y la carne gris que cubrían asomaba el hueso blanco astillado salpicado de sangre parduzca, pero aun así avanzó hacia Grif el Joven. Aunque tenía la mano gris y rígida, la sangre le rezumó entre los nudillos cuando trató de cerrar los dedos para agarrarlo. El chico lo miraba inmóvil, como si él también fuera de piedra. Tenía la mano en el puño de la espada, pero no parecía recordar para qué.
Tyrion le dio una patada en la pierna para derribarlo y saltó sobre él al tiempo que agitaba la antorcha contra la cara del hombre de piedra para hacerlo retroceder, tambaleándose sobre la pierna destrozada al tiempo que se defendía de las llamas con las rígidas manos grises. El enano anadeó hacia él, amenazándolo con la antorcha, apuntándole a los ojos con ella.
«Un poco más, venga, solo un paso más, otro. —Estaban en la borda cuando la criatura contraatacó, cogió la antorcha y se la arrebató de las manos—. Mierda puta», pensó Tyrion.
El hombre de piedra tiró la antorcha al río, y se oyó un siseo cuando las aguas negras apagaron las llamas. Entonces aulló. Era de las Islas del Verano: la mandíbula y buena parte de la mejilla ya estaban petrificadas, pero la carne que aún no se había tornado gris era negra como la medianoche. La piel se le había agrietado y roto cuando había agarrado la antorcha, y le sangraban los nudillos, pero no parecía darse cuenta. Tyrion pensó que al menos había un aspecto positivo: la psoriagrís era mortal, pero indolora.
—¡A un lado! —le gritó alguien, muy lejos.
—¡El príncipe! ¡Hay que proteger al chico! —gritó otra voz.
El hombre de piedra avanzó a trompicones, con las manos extendidas.
Tyrion se lanzó contra él con un hombro por delante.
Fue como estrellarse contra el muro de un castillo, solo que tenía por cimientos una pierna destrozada. El hombre de piedra cayó hacia atrás, arrastrando a Tyrion consigo. Se alzó una columna de agua cuando atravesaron la superficie, y la madre Rhoyne los engulló a los dos.
El frío repentino golpeó a Tyrion como un martillo. Sintió como una mano de piedra le buscaba el rostro mientras se hundían, y otra se le cerraba entorno al brazo para arrastrarlo hacia la oscuridad. Cegado, con la nariz llena de río, ahogándose y cada vez más hundido, pataleó, se retorció y luchó por liberarse de los dedos que le aferraban el brazo, pero no cedían. El aire se le escapó de la boca en burbujas. El mundo se fue tornando cada vez más negro. No podía respirar.
«Ahogarse no es la peor manera de morir. —Y lo cierto era que había muerto hacía mucho, en Desembarco del Rey. Lo único que quedaba de él era su espectro, un fantasma pequeño y vengativo que había estrangulado a Shae y le había clavado una saeta de ballesta en el bajo vientre al gran lord Tywin. Nadie lloraría al ser en que se había convertido—. Seré el fantasma de los Siete Reinos —pensó mientras se hundía—. No me quisieron vivo; que me teman muerto».
Abrió la boca para maldecirlos a todos, y el agua negra le llenó los pulmones mientras caía la oscuridad en su derredor.