Daenerys (3)

Los bailarines centelleaban al moverse, con cuerpos esbeltos y afeitados cubiertos de aceite. Las antorchas encendidas volaban girando de mano en mano al ritmo de los tambores y la flauta. Cada vez que dos antorchas se cruzaban en el aire, una chica desnuda daba una voltereta entre ellas. Las llamas arrancaban destellos aceitosos de extremidades, pechos y nalgas.

Los tres hombres lucían una erección. Su excitación resultaba excitante, aunque a Daenerys Targaryen le parecía cómica a la vez. Eran de la misma estatura, con piernas largas y abdomen liso, con los músculos tan definidos que parecían labrados. Hasta sus rostros parecían iguales…, cosa bastante extraña, dado que uno tenía la piel oscura como el ébano; el segundo, blanca como la leche, y el tercero brillaba como el cobre bruñido.

«¿Pretenden inflamarme?». Dany se acomodó entre los cojines de seda. Sus inmaculados, apoyados en las columnas, parecían estatuas, con los cascos rematados en púas y los rostros lampiños inexpresivos, a diferencia de los hombres que seguían íntegros. Reznak mo Reznak tenía la boca abierta, y los labios le brillaban húmedos ante el espectáculo. Hizdahr zo Loraq charlaba con el hombre que tenía al lado, pero no apartaba los ojos de las bailarinas ni un momento. El rostro feo y grasiento del Cabeza Afeitada era tan adusto como siempre, pero no se perdía detalle.

Resultaba más difícil imaginar las ensoñaciones de su invitado de honor. El hombre de rostro blanco y afilado que compartía con ella la mesa principal estaba radiante con su túnica de seda color tostado bordada con hilo de oro; la calva le brillaba a la luz de las antorchas mientras se comía un higo a mordiscos menudos, precisos, elegantes. En la nariz de Xaro Xhoan Daxos centelleaban ópalos cada vez que giraba la cabeza para seguir los movimientos de los bailarines.

En su honor, Daenerys se había puesto un vestido qarthiense, un depurado diseño de brocado violeta cuyo corte le dejaba el pecho izquierdo al descubierto. La cabellera de oro y plata le caía sobre el hombro y le llegaba casi hasta el pezón. La mitad de los presentes la había observado a hurtadillas; Xaro, no.

«En Qarth era igual. —No era esa la forma de dominar al príncipe mercader—. Pero tengo que dominarlo como sea». Había llegado de Qarth en la galeaza Nube Sedosa, con una escolta de trece galeras. Su flota era la respuesta a una plegaria. El comercio de Meereen se había reducido hasta desaparecer desde que ella pusiera fin a la esclavitud, pero Xaro tenía la capacidad de devolverlo a la vida.

Los tambores sonaron con más fuerza, y tres chicas saltaron sobre las llamas y giraron en el aire. Los danzarines las sujetaron por la cintura y las bajaron hacia sí. Dany observó con atención cómo las mujeres arqueaban la espalda y enroscaban las piernas en torno a sus compañeros, que las penetraban al ritmo de la música de flautas. No era la primera vez que presenciaba esos actos, ya que los dothrakis se apareaban tan abiertamente como sus yeguas y sementales, pero sí era la primera vez que presenciaba la lujuria al son de la música. Sentía el rostro acalorado.

«Es por el vino —se dijo. Se dio cuenta de que estaba pensando en Daario Naharis. Su mensajero había llegado aquella mañana: los Cuervos de Tormenta volvían de Lhazar. Su capitán volvía a ella, portador de la amistad de los hombres cordero—. Comida y comercio —se recordó—. No me ha fallado ni me fallará. Daario me ayudará a salvar mi ciudad». La reina ansiaba ver su rostro, acariciar su barba de tres puntas, contarle sus problemas… Pero los Cuervos de Tormenta estaban aún a muchos días de distancia, más allá del paso Khyzai, y ella tenía que gobernar su reino.

El humo remoloneaba entre las columnas violáceas. Los danzarines se arrodillaron con la cabeza gacha.

—Habéis estado espléndidos —les dijo Dany—. Pocas veces había presenciado tanta elegancia, tanta belleza. —Hizo un gesto a Reznak mo Reznak, y el senescal se apresuró a acudir a su lado; tenía la arrugada piel de la cabeza perlada de sudor—. Acompañad a nuestros amigos a los baños para que se refresquen, y aseguraos de que no les falten comida ni bebida.

—Será un honor para mí, magnificencia.

Daenerys le tendió la copa a Irri para que se la volviera a llenar. El vino era dulce y fuerte, con la fragancia de las especias orientales, mucho mejor que los aguados caldos ghiscarios que había estado bebiendo en los últimos tiempos. Xaro examinó con atención la fuente que le ofrecía Jhiqui y seleccionó un caqui. La piel anaranjada de la fruta hacía juego con el coral que le adornaba la nariz. Le dio un mordisco y frunció los labios.

—Está ácido.

—¿Tal vez mi señor prefiera algo más dulce?

—La dulzura empalaga. La fruta ácida y las mujeres ácidas son lo que da sabor a la vida. —Volvió a morder el caqui, masticó y tragó—. Daenerys, mi bella reina, no hay palabras para describir el placer que siento al estar de nuevo en vuestra presencia. De Qarth partió una niña, tan hermosa como extraviada. Entonces temí que aquel barco la transportara hacia su perdición; pero ahora la veo aquí, en su trono, señora de una antigua ciudad, con un poderoso ejército nacido de sus sueños.

«No —pensó ella—, nacido de la sangre y del fuego».

—Me alegra que hayáis venido, Xaro. Me congratulo de volver a veros, amigo mío. —«No confío en vos, pero os necesito. Necesito a vuestros Trece; necesito vuestros barcos; necesito vuestro comercio».

Durante siglos, Meereen y sus ciudades hermanas, Yunkai y Astapor, habían sido los ejes del tráfico de esclavos, el lugar donde los khals dothrakis y los corsarios de las Islas del Basilisco vendían a sus prisioneros al resto del mundo, que acudía allí a comprarlos. Poco podía ofrecer Meereen a los comerciantes si no había esclavos. El cobre abundaba en las colinas de Ghis, pero ya no era tan valioso como en los tiempos en que el bronce gobernaba el mundo. Los cedros que otrora crecieran a lo largo de la costa ya no existían; cayeron bajo las hachas del Antiguo Imperio o fueron consumidos por el fuegodragón cuando Ghis se enfrentó en guerra a Valyria. Desaparecidos los árboles, la tierra se abrasó bajo el sol ardiente y el viento la dispersó en espesas nubes rojizas.

«Esas calamidades fueron lo que transformó a mi pueblo en esclavista», le había dicho Galazza Galare en el templo de las Gracias. «Y yo seré la calamidad que transforme a estos esclavistas en personas», se juró Dany.

—Tenía que venir —dijo Xaro con tono lánguido—. Hasta la lejana Qarth me llegaron ciertos rumores que me inspiraban temor. Al oírlos no pude contener las lágrimas. Se dice que vuestros enemigos han prometido gloria, riquezas y un centenar de esclavas vírgenes al hombre que os mate.

—Los Hijos de la Arpía. —«¿Cómo lo sabe?»—. Por las noches hacen pintadas en las paredes, y degüellan a libertos honrados mientras duermen. Cuando sale el sol se esconden como cucarachas. Tienen miedo de mis bestias de bronce. —Skahaz mo Kandaq había creado el cuerpo de guardia que le había pedido, compuesto a partes iguales por libertos y cabezas afeitadas meereenos. Patrullaban la ciudad día y noche con capuchas oscuras y máscaras de bronce. Los Hijos de la Arpía habían amenazado con una muerte terrible a cualquier traidor que se atreviera a servir a la reina dragón, así como a sus parientes y amigos, así que los hombres del Cabeza Afeitada se ocultaban el rostro tras chacales, búhos y otras bestias—. Tendría motivos para temer a los Hijos si me encontraran por las calles, pero solo si fuera de noche y yo estuviera desnuda y desarmada. Son unos cobardes.

—El cuchillo de un cobarde puede matar a una reina con tanta facilidad como el de un héroe. Dormiría más tranquilo si supiera que la delicia de mi corazón había conservado a su lado a sus feroces señores de los caballos. Cuando estabais en Qarth había tres que nunca os perdían de vista. ¿Adónde han ido?

—Aggo, Jhoqo y Rakharo siguen a mi servicio. —«Está jugando conmigo». Pero ella también sabía jugar—. Cierto es que solo soy una niña y no entiendo de estas cosas, pero hombres de más edad y sabiduría me han dicho que para controlar Meereen tengo que controlar las tierras adyacentes, desde el oeste de Lhazar hasta el sur de las colinas yunkias.

—Esas tierras no tienen valor para mí. Vuestra persona, sí. Si algo malo os sucediera, este mundo perdería su sabor.

—Mi señor es muy bondadoso al preocuparse tanto, pero estoy bien defendida. —Dany hizo un gesto hacia el lugar donde aguardaba Barristan Selmy, con una mano en el puño de la espada—. Lo llaman Barristan el Bravo. Dos veces ya me ha salvado de asesinos.

Xaro echó un vistazo desinteresado a Selmy.

—¿Barristan el Viejo, decís que se llama? Vuestro caballero oso era más joven y os amaba con devoción.

—No quiero hablar de Jorah Mormont.

—Por supuesto. Era un hombre burdo y peludo. —El príncipe mercader se inclinó sobre la mesa para rozarle los dedos—. Hablemos pues de amor, sueños y deseo, y de Daenerys, la mujer más hermosa de este mundo. Vuestra mera visión me embriaga.

—Si estáis embriagado, echadle la culpa al vino. —Dany conocía bien la exagerada obsequiosidad de Qarth.

—Ningún vino me nubla la visión tanto como vuestra belleza. Mi mansión me parece desierta como una tumba desde la partida de Daenerys, y todos los placeres de la Reina de las Ciudades me saben a ceniza. ¿Por qué me abandonasteis?

«Huí de tu ciudad porque temía por mi vida».

—Era hora de partir. En Qarth no me querían.

—¿Quiénes? ¿Los Sangrepura? Les corre agua por las venas. ¿Los Especieros? Tienen requesón en vez de cerebro. Y los Eternos están muertos. Tendríais que haberme aceptado como esposo. Creo recordar que pedí vuestra mano; que incluso llegué a suplicaros.

—Solo cincuenta veces —bromeó Dany—. Os rendisteis demasiado pronto, mi señor. Porque tengo que casarme; todo el mundo está de acuerdo.

—Una khaleesi debe tener un khal —señaló Irri al tiempo que volvía a llenarle la copa a su reina—. Lo sabe todo el mundo.

—¿Debería proponéroslo de nuevo? —se preguntó Xaro—. No, esa sonrisa la conozco bien. Reina cruel es aquella que juega con el corazón de los hombres. Los humildes mercaderes como yo no somos más que guijarros bajo vuestras sandalias enjoyadas.

Una lágrima solitaria le corrió por la mejilla blanca, pero Dany lo conocía demasiado bien para conmoverse. Los qarthienses eran capaces de derramar lágrimas a voluntad.

—Venga ya, dejadlo. —Cogió una cereza de un cuenco y se la tiró a la nariz—. Puede que sea una niña, pero no soy tan tonta como para casarme con un hombre que encuentra más seductora una fuente de fruta que mi pecho desnudo. Ya he visto en qué bailarines os fijabais.

Xaro se secó la lágrima.

—Supongo que en los mismos que vuestra alteza. Ya veis: somos muy parecidos. Si no queréis tomarme como esposo, me daré por satisfecho con ser vuestro esclavo.

—No quiero esclavos. Os libero.

La nariz enjoyada era un blanco de lo más tentador. En aquella ocasión, Dany le tiró un albaricoque. Xaro lo atrapó en el aire y le dio un mordisco.

—¿Cuándo comenzó esta locura? ¿Tendría que alegrarme de que no liberarais a mis esclavos cuando erais mi invitada en Qarth?

«Entonces no era más que una reina mendiga, y tú eras Xaro de los Trece —pensó Dany—. Y a ti, lo único que te interesaba eran mis dragones».

—Tratabais bien a vuestros esclavos; parecían satisfechos. No se me abrieron los ojos hasta que llegué a Astapor. ¿Sabéis cómo hacen a los inmaculados, cómo los entrenan?

—Con crueldad, seguro. Cuando un herrero fabrica una espada mete la hoja en el fuego, la golpea con un martillo y la introduce en agua helada para templar el acero. Para obtener el sabor dulce de la fruta hay que regar el árbol.

—Este árbol se regó con sangre.

—¿Y de qué otra manera se puede hacer un soldado? Vuestro esplendor ha disfrutado con mis bailarines. ¿Os sorprendería saber que todos son esclavos, criados y entrenados en Yunkai? Han estado bailando desde que aprendieron a caminar. ¿Cómo, si no, se puede obtener tal perfección? —Tomó un trago de vino y le dio vueltas en la boca—. También son expertos en todas las artes eróticas. Había pensado en regalárselos a vuestra alteza.

—Sí, por favor. —Dany no se sorprendió en absoluto—. Los liberaré.

El hombre acusó el golpe con una mueca.

—¿Y qué harían con la libertad? Tanto os daría regalarle una cota de malla a un pez. Están hechos para bailar.

—¿Quién los hizo? ¿Sus amos? Tal vez vuestros bailarines preferirían ser albañiles, panaderos o granjeros. ¿Se lo habéis preguntado?

—Y tal vez vuestros elefantes preferirían ser ruiseñores. Las noches de Meereen estarían pobladas de barritos y no de trinos dulces; vuestros árboles se doblarían bajo el peso de enormes pájaros grises. —Xaro suspiró—. Daenerys, delicia mía, bajo ese hermoso seno late un corazón tierno…, pero aceptad el consejo de una cabeza más vieja y sabia. Las cosas no siempre son lo que parecen. Las cosas que parecen malas a veces son buenas. Por ejemplo, la lluvia.

—¿La lluvia? —«¿Me toma por idiota, o cree que soy una niña?».

—Maldecimos la lluvia cuando nos cae encima, pero sin ella nos moriríamos de hambre. Hace falta lluvia en el mundo…, igual que hacen falta esclavos. No, no pongáis esa cara; es verdad. La prueba la tenéis en Qarth. En cuestión de arte, música, magia, comercio…, en todo lo que hace que los hombres estén por encima de las bestias, Qarth sobresale del resto de la humanidad, igual que vos estáis por encima de todos en la cúspide de esta pirámide… Pero abajo, la grandeza de la Reina de las Ciudades reposa sobre los hombros de los esclavos y no sobre ladrillos. Pensadlo bien: si no queda hombre que no tenga que escarbar en el barro para buscar comida, ¿habrá alguno capaz de levantar la vista para contemplar las estrellas? Si todos tenemos que deslomarnos para construir una choza, ¿quién edificará los templos para mayor gloria de los dioses? Para que unos hombres sean grandes, otros deben ser esclavos.

Era demasiado elocuente para ella. Dany no tenía otra respuesta que la rabia que sentía en el estómago.

—La esclavitud no es lo mismo que la lluvia —replicó—. Me ha llovido encima y me han vendido. No es lo mismo. Ninguna persona puede ser propiedad de otra.

Xaro se encogió de hombros con gesto lánguido.

—Cuando desembarqué en vuestra hermosa ciudad, en la orilla del río tropecé casualmente con un hombre, un hombre que en otros tiempos estuvo en mi casa como invitado, un comerciante que trataba con especias raras y vinos selectos. Estaba desnudo de cintura para arriba, enrojecido por el sol, desollado; parecía que cavaba un hoyo.

—Una zanja, para traer agua con que regar los sembradíos. Hemos pensado en plantar legumbres, y requieren agua.

—Qué amable por parte de mi viejo amigo ofrecerse a cavar zanjas. Y qué raro, conociéndolo. ¿O será que no se le permitió elegir? No, cómo va a ser eso. En Meereen no hay esclavos.

—A vuestro amigo se le paga con comida y alojamiento. —Dany se sonrojó—. No puedo devolverle sus riquezas. En Meereen hacen más falta legumbres que especias raras, y las legumbres requieren agua.

—¿También pondréis a mis bailarines a cavar zanjas? Mi dulce reina, cuando mi amigo me vio, se puso de rodillas y me suplicó que lo comprara como esclavo y me lo llevara a Qarth.

Se sintió como si la hubiera abofeteado.

—Pues compradlo.

—Si eso os complace… Al él lo complacería, eso es seguro. —Le puso una mano en el brazo—. Estas son verdades que solo os contará un amigo. Cuando llegasteis a Qarth como mendiga, os ayudé, y ahora he atravesado muchas leguas y mares tormentosos para ofreceros mi ayuda de nuevo. ¿Hay algún sitio donde podamos hablar con franqueza?

Dany sentía la calidez de sus dedos.

«En Qarth también era cálido —recordó—, hasta que llegó el día en que dejé de serle útil». Se puso en pie.

—Venid.

Xaro la siguió entre las columnas, hacia los anchos peldaños de mármol que llevaban a sus habitaciones privadas, en la cúspide de la pirámide.

—Oh, mujer bella entre las bellas —dijo Xaro cuando empezaron a subir—, oigo el sonido de pisadas a nuestras espaldas. Alguien nos sigue.

—¿Acaso tenéis miedo de mi anciano caballero? Ser Barristan ha jurado guardar mis secretos. —Llegaron a la terraza desde la que se divisaba la ciudad. La luna llena flotaba en el cielo negro sobre Meereen—. ¿Damos un paseo? —Dany se cogió de su brazo. El aroma de las flores que se abrían durante la noche impregnaba el aire—. Me habéis hablado de ayuda. Lo que más necesito es comercio. Meereen tiene sal para vender, y también vino…

—¿Vino ghiscario? —Xaro puso cara de desagrado—. El mar nos proporciona toda la sal que necesitamos en Qarth, pero aceptaré de buena gana todas las aceitunas que queráis venderme, y también aceite de oliva.

—No puedo ofreceros nada. Los esclavistas quemaron los árboles. —Durante siglos, los olivos habían crecido a lo largo de las playas de la bahía de los Esclavos, pero los meereenos les habían prendido fuego a medida que avanzaba el ejército de Dany, convirtiéndolo todo en un yermo ennegrecido—. Estamos plantando más, pero tardan siete años en empezar a dar fruto, y treinta en ser productivos de verdad. ¿Queréis cobre?

—Es un metal hermoso, pero tan voluble como una mujer. En cambio, el oro… El oro es sincero. Qarth os pagará mucho oro a cambio de esclavos.

—Meereen es una ciudad libre de hombres libres.

—Es una ciudad pobre que antes era rica. Una ciudad hambrienta que antes estaba ahíta. Una ciudad ensangrentada que antes era pacífica.

Las acusaciones la hirieron, porque contenían demasiada verdad.

—Meereen volverá a ser una ciudad rica, ahíta y pacífica, y también libre. Si queréis esclavos, acudid a los dothrakis.

—Los dothrakis toman esclavos; los ghiscarios los entrenan. Para llegar a Qarth, los señores de los caballos tendrían que transportar a sus cautivos a través del desierto rojo. Morirían cientos, tal vez miles, y sobre todo, muchos caballos, por lo que ningún khal se arriesga. Luego hay otra cosa: Qarth no quiere ningún khalasar en las cercanías de su muralla. Todos esos caballos… ¡Qué peste! No os ofendáis, khaleesi.

—El olor de los caballos es honorable. Más de lo que se puede decir de algunos grandes señores y príncipes mercaderes.

—Hablemos con sinceridad, Daenerys, como los amigos que somos —Xaro hizo caso omiso de la pulla—. No conseguiréis que Meereen vuelva a ser una ciudad rica, ahíta y pacífica. Solo la conduciréis a su destrucción, igual que sucedió en Astapor. ¿Sois consciente de que hubo una batalla en los Cuernos de Hazzat? El Rey Carnicero tuvo que retroceder a su palacio, con sus nuevos Inmaculados pisándole los talones.

—Todo el mundo lo sabe. —Ben Plumm el Moreno le había hecho llegar la noticia con dos de sus segundos hijos—. Los yunkios han comprado más mercenarios, y dos legiones del Nuevo Ghis luchan junto a ellos.

—Dos que pronto serán cuatro, y luego diez. Se ha visto a emisarios yunkios camino de Myr y Volantis; van a contratar más espadas. La Compañía del Gato, los Lanzas Largas, los Hijos del Viento. Se dice que los sabios amos cuentan también con los servicios de la Compañía Dorada.

En cierta ocasión, su hermano Viserys había celebrado un banquete con los capitanes de la Compañía Dorada, con la esperanza de que apoyaran su causa. Se comieron su comida, escucharon sus súplicas y se rieron de él. Por aquel entonces, Dany no era más que una niñita, pero aun así lo recordaba.

—Yo también tengo mercenarios.

—Dos compañías. Los yunkios os atacarán con veinte si hace falta. Y no estarán solos: Tolos y Mantarys se han aliado con ellos.

Una noticia aciaga, en caso de que fuera digna de crédito. Daenerys había enviado delegaciones a Tolos y a Mantarys con la esperanza de encontrar en el oeste aliados que compensaran la enemistad de Yunkai en el sur. Sus emisarios no habían vuelto.

—Meereen ha firmado una alianza con Lhazar.

A Xaro le pareció divertidísimo.

—Los señores dothrakis tienen un nombre para los lhazarenos: hombres cordero, porque cuando los esquilan, lo único que hacen es balar. No es lo que se dice un pueblo muy marcial.

«En cuestión de amigos, un cordero es mejor que nada».

—Los sabios amos deberían tomar ejemplo. Perdoné una vez a Yunkai; no lo haré dos veces. Si se atreven a atacarme, arrasaré su Ciudad Amarilla hasta los cimientos.

—Y mientras arrasáis Yunkai, Meereen se rebelará. No cerréis los ojos ante el peligro que se cierne sobre vos, Daenerys. Vuestros eunucos son buenos soldados, pero su número es escaso para enfrentarse a los ejércitos que enviará Yunkai contra vos cuando caiga Astapor.

—Mis libertos… —empezó Dany.

—Los esclavos de cama, los carniceros y los obreros no ganan batallas.

Dany solo podía esperar que estuviera equivocado. Los libertos no tenían formación de guerreros, pero había organizado en compañías a todos los hombres en edad de luchar, y Gusano Gris los estaba entrenando como soldados.

«Que piense lo que quiera».

—Olvidáis que tengo dragones.

—¿De verdad? En Qarth era raro veros sin un dragón en el hombro… pero ahora observo que vuestro hombro está tan hermoso y desnudo como vuestro precioso seno.

—Mis dragones han crecido, pero no mis hombros. Ahora están lejos, cazando. —«Perdóname, Hazzea». Se preguntó hasta qué punto estaría informado Xaro, qué rumores le habrían llegado—. Preguntad si no a los bondadosos amos de Astapor. —«Vi los ojos derretidos de un esclavista corriéndole por las mejillas»—. Decidme la verdad, viejo amigo: si no es para comerciar, ¿para qué habéis venido a verme?

—Quería traerle un regalo a la reina de mi corazón.

—Decidme. —«Es una trampa».

—El regalo que me suplicasteis en Qarth: barcos. En la bahía hay trece galeras. Son vuestras si las queréis. Os he traído una flota para que os lleve a vuestro hogar, a Poniente.

«Una flota». Era mucho más de lo que podía esperar, de modo que, por supuesto, sintió desconfianza. En Qarth le había ofrecido treinta barcos, pero a cambio de uno de sus dragones.

—¿Qué pedís a cambio de esos barcos?

—Mi ansia de poseer dragones ha desaparecido. Rumbo hacia aquí, mi Nube Sedosa hizo escala en Astapor para proveerse de agua, y vi lo que habían hecho. Esos barcos son vuestros, mi dulce reina. Trece galeras con sus correspondientes remeros.

«Trece. Por supuesto». Xaro era uno de los Trece. Sin duda había convencido a sus compañeros para que cada uno aportara un barco. Conocía demasiado bien al príncipe mercader para creerlo capaz de sacrificar trece naves propias.

—Tengo que meditarlo. ¿Puedo inspeccionar esas naves?

—Os habéis vuelto desconfiada, Daenerys.

«Desde luego».

—Me he vuelto inteligente, Xaro.

—Inspeccionadlas a vuestro gusto. Cuando estéis satisfecha, juradme que volveréis a Poniente de inmediato y los barcos serán vuestros. Jurádmelo por vuestros dragones, por vuestro dios de siete rostros, por las cenizas de vuestros padres, y marchaos.

—¿Y si prefiero esperar un año, o dos, o tres?

Una expresión de pesadumbre nubló el rostro de Xaro.

—Eso me entristecería mucho, delicia mía…, porque, aunque ahora parecéis joven y fuerte, no viviréis tanto tiempo. No. Aquí no.

«Con una mano me ofrece la miel y con la otra me enseña el látigo».

—Los yunkios no son tan temibles.

—No todos vuestros enemigos están en la Ciudad Amarilla. Tened cuidado con los hombres de corazón frío y labios azules. No hacía ni quince días que habíais abandonado Qarth cuando Pyat Pree partió con tres de sus compañeros para buscaros en Pentos.

Aquello le pareció más divertido que amenazador.

—Menos mal que me desvié, ¿no? Pentos está a medio mundo de Meereen.

—Cierto —tuvo que reconocer—, pero más tarde o más temprano les llegarán noticias de la reina dragón que se encuentra en la bahía de los Esclavos.

—¿Qué pretendéis? ¿Que tenga miedo? Viví con miedo catorce años, mi señor. Tenía miedo todos los días al despertar y todas las noches al acostarme…, pero todos mis miedos ardieron el día en que salí del fuego. Ahora solo tengo miedo de una cosa.

—¿De qué, mi dulce reina?

—Solo soy una niña ignorante. —Dany se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla—. Pero no tanto como para contestaros. Mis hombres examinarán esos barcos, y después os responderé.

—Como vos digáis. —Le rozó el pecho desnudo—. Permitid que me quede para intentar persuadiros —susurró.

Durante un momento se sintió tentada. Tal vez los bailarines habían excitado sus sentidos.

«Podría cerrar los ojos e imaginarme que es Daario». Un Daario imaginado sería menos peligroso que el verdadero, pero desechó la idea.

—No, mi señor. Os lo agradezco, pero no. —Dany se liberó de su abrazo—. Tal vez otra noche.

—Tal vez otra noche.

Su boca aparentaba tristeza, pero en sus ojos se veía más alivio que decepción.

«Si fuera un dragón, podría ir volando hasta Poniente —pensó cuando estuvo a solas—. No necesitaría a Xaro ni sus barcos. —Se preguntó cuántos hombres podrían viajar en trece galeras. Para ir de Qarth a Astapor con su khalasar solo había necesitado tres, pero aquello fue antes de que se procurase ocho mil inmaculados, un millar de mercenarios con sus caballos y una vasta horda de libertos—. ¿Y qué voy a hacer con los dragones?».

—Drogon —dijo en un susurro quedo—, ¿dónde estás? —Durante un momento casi le pareció verlo surcar el cielo, ocultando las estrellas con sus alas negras. Se volvió hacia la oscuridad, hacia las sombras donde Barristan Selmy aguardaba en silencio—. En cierta ocasión, mi hermano me enseñó un acertijo ponienti. ¿Quién lo oye todo pero no escucha nada?

—Un caballero de la Guardia Real. —La voz de Selmy era solemne.

—¿Habéis oído la oferta de Xaro?

—Sí, alteza. —El anciano caballero hacía lo imposible por no mirarle el pecho desnudo mientras hablaba con ella.

«Ser Jorah no habría apartado la vista. Me amaba como mujer; en cambio, Selmy solo me ama como reina». Mormont había resultado ser un espía; informaba sobre ella a sus enemigos de Poniente, pero también le daba buenos consejos.

—¿Qué opináis de su propuesta? ¿Y de él?

—De él no tengo buena opinión. Pero de esos barcos… Con esos barcos podríamos estar en casa antes de fin de año.

Dany nunca había tenido un hogar. En Braavos hubo una casa con la puerta roja, pero nada más.

—Temo a los qarthienses hasta cuando llegan con regalos, sobre todo si son mercaderes de los Trece. Puede que esas naves tengan la madera podrida, o…

—Si no estuvieran en buenas condiciones, no habrían podido llegar desde Qarth —señaló ser Barristan—, pero vuestra alteza ha sido muy inteligente al pedir que le permitan inspeccionarlos. En cuanto amanezca llevaré al almirante Groleo, a sus capitanes y a cuarenta de sus mejores marineros a examinar esas galeras. Las revisaremos palmo a palmo.

—Sí, adelante. —Era un buen consejo.

«Poniente. Mi casa». Pero si se marchaba, ¿qué sería de su ciudad?

«Meereen no ha sido nunca tu ciudad —le pareció oír a su hermano en un susurro—. Tus ciudades están al otro lado del mar, en tus Siete Reinos, donde te aguardan tus enemigos. Naciste para llevarles la sangre y el fuego».

Ser Barristan se aclaró la garganta.

—Ese hechicero del que hablaba el mercader…

—Pyat Pree. —Trató de recordar su rostro, pero solo consiguió visualizar los labios. El vino de los hechiceros se los había vuelto azules. Lo llamaban color-del-ocaso—. Si los conjuros pudieran matarme, ya estaría muerta. Reduje su palacio a cenizas. —«Drogon me salvó cuando iban a sorberme la vida. Drogon los quemó a todos».

—Será como decís, alteza, pero me mantendré atento de todos modos.

—Ya lo sé. —Le dio un beso en la mejilla—. Acompañadme, volvamos al banquete.

A la mañana siguiente, Dany despertó tan llena de esperanza como cuando llegó a la bahía de los Esclavos. Pronto, Daario estaría de nuevo a su lado, y juntos zarparían hacia Poniente.

«A casa». Una de sus jóvenes rehenes le llevó el desayuno. Era una niña regordeta y tímida llamada Mezzara, cuyo padre gobernaba la pirámide de Merreq. Dany le dio un abrazo alegre y un beso.

—Xaro Xhoan Daxos me ha ofrecido trece galeras —comentó a Irri y Jhiqui mientras la vestían para ir a la corte.

—El trece es mal número, khaleesi —musitó Jhiqui en el idioma dothraki—. Lo sabe todo el mundo.

—Lo sabe todo el mundo —corroboró Irri.

—El treinta me gustaría más —asintió Daenerys—. Y el trescientos, más todavía. Pero con trece podemos llegar a Poniente.

Las dos muchachas dothrakis cruzaron una mirada.

—El agua venenosa está maldita, khaleesi —dijo Irri—. Los caballos no la pueden beber.

—No pensaba beberla —les aseguró Dany.

Aquella mañana solo había cuatro demandantes. Lord Ghael, como siempre, fue el primero en intervenir, y parecía aún más lastimero que de costumbre.

—Esplendor —dijo postrándose en el suelo de mármol a sus pies—, los ejércitos yunkios han caído sobre Astapor. ¡Os lo suplico, acudid al sur con todos vuestros ejércitos!

—Ya le dije a vuestro rey que esta guerra era una locura —le recordó Dany—. No me prestó atención.

—Lo único que quería Cleon el Grande era acabar con los malvados esclavistas de Yunkai.

—Cleon el Grande es esclavista.

—Sé que la Madre de Dragones no nos abandonará cuando más la necesitamos. Prestadnos a los Inmaculados para que defendamos nuestra muralla.

«¿Y quién defendería la mía?».

—Muchos de mis libertos fueron esclavos en Astapor. Puede que algunos quieran acudir en auxilio del rey Cleon, pero serán ellos quienes lo decidan; para eso son libres. Di la libertad a Astapor; a vosotros os corresponde defenderla.

—Entonces, estamos perdidos. Nos disteis la muerte, no la libertad. —Ghael se puso en pie de un salto y le escupió a la cara.

Belwas el Fuerte lo agarró por el hombro y lo estampó contra el suelo con tal fuerza que Dany oyó como se le rompían los dientes. El Cabeza Afeitada habría llegado mucho más lejos, pero ella lo detuvo.

—Basta —dijo al tiempo que se limpiaba la mejilla con una punta del tokar—. Nadie ha muerto nunca de un escupitajo. Lleváoslo.

Lo sacaron a rastras por los pies, dejando a su paso una estela de sangre y dientes rotos. Dany se habría deshecho de buena gana del resto de los demandantes, pero seguía siendo su reina, de modo que los escuchó e hizo lo posible por impartir justicia.

Aquella misma tarde regresaron el almirante Groleo y ser Barristan tras inspeccionar las galeras. Dany reunió a todo el consejo para que oyera su informe. Acudió Gusano Gris en representación de los Inmaculados, y Skahaz mo Kandaq por las Bestias de Bronce. Sus jinetes de sangre estaban lejos, así que Rommo, un arrugado jaqqa rhan, sería la voz de sus dothrakis. A los libertos los representaban los capitanes de las tres compañías que había creado Dany: Mollono Yos Dob por los Escudos Fornidos, Symon Espalda Lacerada por los Hermanos Libres y Marselen por los Hombres de la Madre. Reznak mo Reznak se situó junto a la reina, y Belwas el Fuerte, detrás de ella, con los enormes brazos cruzados ante el pecho. No le iba a faltar asesoramiento.

Groleo era el hombre más desdichado del mundo desde que Dany hizo pedazos su barco para construir las máquinas de asedio con que tomaron Meereen. Había tratado de consolarlo nombrándolo lord almirante, pero ambos eran conscientes de que era un honor sin sentido; la flota meereena había zarpado hacia Yunkai cuando el ejército de Dany se aproximaba a la ciudad, de manera que el viejo pentoshi era un almirante sin naves. Pero en aquel momento, bajo la barba quemada por el salitre, sonreía con una sonrisa que la reina no le había visto nunca.

—¿Los barcos son seguros? —preguntó esperanzada.

—Razonablemente seguros, alteza. Son viejos, es evidente, pero en su mayor parte están bien conservados. El casco de la Princesa Sangrepura está carcomido; preferiría que no perdiera de vista la tierra. La Narraqqa necesita timón y aparejos nuevos, y algunos remos de la Lagarto Rayado están muy gastados, pero se pueden aprovechar. Los remeros son esclavos, pero si les ofrecemos un sueldo decente, la mayoría se quedará con nosotros. Lo único que saben hacer es remar. Y si alguno prefiere marcharse, siempre podemos sustituirlo por otro hombre de mi tripulación. La travesía hasta Poniente es larga y ardua, pero en mi opinión, con estos barcos podemos llegar.

Reznak mo Reznak dejó escapar un gemido.

—Entonces era verdad. Vuestra adoración tiene intención de abandonarnos. —Se retorció las manos—. En cuanto os marchéis, los yunkios devolverán el poder a los grandes amos; pasarán por la espada a todos los que os hemos servido con lealtad; violarán y esclavizarán a nuestras hermosas mujeres, a nuestras hijas doncellas.

—A las mías no —gruñó Skahaz el Cabeza Afeitada—. Antes las mataré con mis propias manos. —Se palmeó el puño de la espada.

Dany se sintió como si el golpe se lo hubiera dado a ella en la cara.

—Si teméis lo que pueda sucederos, venid conmigo a Poniente.

—Vaya adonde vaya la Madre de Dragones, los Hombres de la Madre la seguirán —anunció Marselen, el hermano que le quedaba a Missandei.

—¿Cómo? —preguntó Simón Espalda Lacerada, que debía su nombre a una maraña de cicatrices, recuerdo de los latigazos que había sufrido cuando era esclavo en Astapor—. Con trece barcos no hay ni para empezar. No bastaría ni con un centenar.

—Los caballos de madera son malos —protestó Rommo, el viejo jaqqa rhan—. Los dothrakis cabalgarán.

—Unos pueden ir caminando a lo largo de la orilla —propuso Gusano Gris—. Las naves tendrían que seguir nuestro ritmo y reabastecer a la columna.

—Así solo podríais llegar hasta las ruinas de Bhorash —dijo el Cabeza Afeitada—. Más allá, los barcos tendrían que desviarse hacia el sur por Tolos y la isla de los Cedros y rodear Valyria, mientras que la tropa continuaría hasta Mantarys por el antiguo camino del Dragón.

—Ahora lo llaman camino del Demonio —puntualizó Mollono Yos Dob. Con sus manos sucias de tinta y su panza, el comandante de los Escudos Fornidos tenía más aspecto de escriba que de soldado, pero era listo como pocos—. Muchos moriríamos.

—Quienes quedaran en Meereen envidiarían esa muerte tan sencilla —gimió Reznak—. A nosotros nos harán esclavos o nos echarán a las arenas. Todo será como antes o peor.

—¿Acaso no tenéis valor? —Espetó Barristan—. Su alteza os liberó de las cadenas. Ahora os toca a vosotros afilar la espada y defender vuestra libertad cuando se marche.

—Valientes palabras; lástima que vengan de alguien que tiene intención de embarcar hacia el ocaso —le replicó Simón Espalda Lacerada—. ¿Volveréis la vista atrás cuando muramos?

—Alteza…

—Magnificencia…

—Adoración…

—¡Basta! —Dany golpeó la mesa—. No abandonaremos a nadie a su suerte. Sois mi pueblo. —Los sueños de tener un hogar, de tener amor, la habían cegado—. No abandonaré Meereen para que sufra el mismo destino que Astapor. Siento decirlo, pero Poniente tendrá que esperar.

—Pero tenemos que aceptar esos barcos, magnificencia. Si rechazamos el regalo… —protestó Groleo, consternado.

Ser Barristan hincó una rodilla en tierra ante ella.

—Poniente os necesita, mi reina. Aquí no os quieren, pero en Poniente, los hombres acudirán en bandadas en cuanto vean vuestro estandarte; os seguirán los grandes señores, los nobles caballeros. «¡Ha venido! —se anunciarán a gritos con alegría—. ¡La hermana del príncipe Rhaegar ha vuelto a casa por fin!».

—Si tanto me aman, me esperarán. —Dany se levantó—. Reznak, haced venir a Xaro Xhoan Daxos.

Recibió al príncipe mercader a solas en la sala de las columnas, sentada en su banco de ébano, sobre los cojines que ser Barristan le había proporcionado. Llegó acompañado de cuatro marineros qarthienses que transportaban sobre los hombros un tapiz enrollado.

—Traigo otro regalo para la reina de mi corazón —anunció Xaro—. Lleva en las criptas de mi familia desde que la Maldición cayó sobre Valyria.

Los marineros depositaron el tapiz en el suelo y lo desenrollaron. Era viejo, polvoriento, descolorido… y gigantesco. Dany tuvo que ponerse al lado de Xaro para interpretar el dibujo.

—¿Un mapa? Es muy hermoso.

El tapiz cubría la mitad del suelo. Los mares eran azules; las tierras, verdes, y las montañas, negras y marrones. Las ciudades aparecían representadas en forma de estrellas tejidas con hilo de oro o plata.

«No está el mar Humeante —advirtió—. Valyria no era todavía una isla».

—Ahí podéis ver Astapor, Yunkai y Meereen. —Xaro señaló tres estrellas de plata situadas junto al azul de la bahía de los Esclavos—. Poniente está… por ahí abajo. —Hizo un gesto vago con la mano en dirección al fondo de la estancia—. Girasteis hacia el norte cuando deberíais haber seguido hacia el sur y el oeste para cruzar el mar del Verano, pero gracias a mi regalo, no tardaréis en volver a vuestro lugar. Aceptad mis galeras con el corazón lleno de gozo y poned rumbo hacia el oeste.

«Ojalá pudiera».

—Mi señor, acepto de buena gana esos barcos, pero no puedo prometeros lo que me pedís. —Le cogió la mano—. Dadme las galeras con su tripulación y os juro que Qarth contará con la amistad de Meereen hasta que se apaguen las estrellas. Permitidme que las dedique al comercio y os entregaré una generosa parte de los beneficios.

La sonrisa alegre de Xaro Xhoan Daxos se borró de sus labios.

—¿Qué me estáis diciendo? ¿Insinuáis que no vais a marcharos?

—No puedo.

Las lágrimas desbordaron los ojos del hombre y le corrieron a ambos lados de la nariz, junto a las esmeraldas, las amatistas y los diamantes negros.

—Les aseguré a los Trece que prestaríais oídos a mi sabiduría. Me pesa descubrir que estaba equivocado. Aceptad esos barcos y marchaos, o moriréis entre gritos. No sabéis cuántos enemigos os habéis granjeado.

«Conozco a uno y lo tengo delante ahora mismo, derramando lágrimas falsas». Aquello la entristeció.

—Cuando fui a la Sala de los Mil Tronos para suplicar por vuestra vida a los Sangrepura argumenté que solo erais una niña —continuó Xaro—, pero Egon Emeros el Exquisito se levantó y me dijo: «Es una niña estúpida, demente, no escucha, y es demasiado peligrosa para que le permitamos seguir con vida». Cuando vuestros dragones eran pequeños, eran portentos. Adultos son la muerte, la destrucción, una espada llameante que pende sobre el mundo. No se les permitirá crecer lo suficiente para aparearse. Y a vos tampoco. —Se secó las lágrimas—. Tendría que haberos matado en Qarth.

—Fui vuestra invitada; compartí vuestra carne e hidromiel —le replicó—. En recuerdo de lo que hicisteis por mí, esta vez os perdonaré vuestras palabras, pero no oséis volver a amenazarme.

—Xaro Xhoan Daxos no amenaza —replicó él con frialdad—. Xaro Xhoan Daxos promete.

—Igual que yo. —Su tristeza se había convertido en rabia—. Y ahora os prometo que si no os habéis marchado de Meereen antes de que salga el sol, averiguaremos si las lágrimas de un mentiroso son capaces de apagar el fuegodragón. Abandonad mi presencia, Xaro. Ahora mismo.

El hombre se marchó, pero dejó allí su mundo. Dany volvió a sentarse en el banco y dejó vagar la mirada por el mar de seda azul, hasta el lejano Poniente.

«Algún día», se prometió.

Al día siguiente, la galeaza de Xaro se había marchado, pero el «regalo» seguía en la bahía de los Esclavos. De los mástiles de las trece galeras qarthienses pendían largos gallardetes rojos que ondeaban al viento. Cuando Daenerys ocupó su lugar en la corte, un emisario de la flota la estaba esperando. Sin pronunciar palabra, puso a sus pies un cojín de seda negra sobre el que reposaba un solitario guante manchado de sangre.

—¿Qué quiere decir esto? —exigió saber el Cabeza Afeitada—. Un guante ensangrentado…

—… significa guerra —dijo la reina.