Tyrion (4)

Durante largo rato no se movió: se limitó a yacer sobre el montón de sacos viejos que hacía las veces de cama, y a escuchar el viento entre los cabos y el susurro del río contra el casco.

La luna llena pendía sobre el mástil.

«Me sigue río abajo para vigilarme, como un ojo inmenso. —Pese a la calidez de las pieles polvorientas con que se cubría, el hombrecillo sintió un escalofrío—. Lo que me hace falta es una copa de vino. O una docena». Pero la luna se apagaría antes de que el cabronazo de Grif le permitiera saciar su sed. Lo obligaba a beber agua, así que estaba condenado a noches de insomnio y días de temblores y sudor.

El enano se incorporó y se sujetó la cabeza entre las manos.

«¿He soñado?». No le quedaba ni el más leve recuerdo. Las noches nunca habían sido generosas con Tyrion Lannister, que dormía mal hasta en el más mullido lecho de plumas. En la Doncella Tímida tenía que dormir en el altillo de la cabina, con un rollo de cuerda a modo de almohada. Se encontraba mejor allí que en la abarrotada bodega del barco; el aire era más fresco, y los sonidos del río, más agradables que los ronquidos de Pato. Tanta comodidad tenía un precio, claro: la cubierta era dura, y se despertaba rígido y entumecido, con calambres y dolores en las piernas.

De hecho, en aquel momento le dolían intensamente, y tenía las pantorrillas duras como palos. Se las amasó con los dedos para aliviar el dolor, pero cuando se levantó tuvo que apretar los dientes.

«Tengo que bañarme». La ropa de niño que llevaba olía a rayos, igual que él. Los demás se bañaban en el río, pero hasta entonces había preferido no acompañarlos. En los bajíos había visto tortugas capaces de partirlo en dos de un bocado. Pato las llamaba quebradoras. Además, Tyrion no quería que Lemore lo viera desnudo.

Había una escalerilla de madera para bajar del altillo. Tyrion se puso las botas y descendió hacia la cubierta de popa, donde estaba Grif envuelto en una capa de piel de lobo, junto a un brasero de hierro. El mercenario se encargaba de montar guardia toda la noche, por lo que se levantaba cuando el resto del grupo se iba a dormir y se retiraba al amanecer.

Tyrion se acuclilló a su lado y se calentó las manos sobre las brasas. En la orilla cantaban los ruiseñores.

—Pronto se hará de día —comentó a Grif.

—No tan pronto como me gustaría. Tenemos que ponernos en marcha ya.

Si de Grif hubiera dependido, la Doncella Tímida habría seguido navegando río abajo también de noche, pero Yandry e Ysilla se negaban a poner en peligro su barcaza en la oscuridad. El Alto Rhoyne estaba lleno de troncos sumergidos y a la deriva capaces de destrozar el casco de la Doncella Tímida. Pero Grif no quería excusas; lo que quería era llegar a Volantis.

Los ojos del mercenario no dejaban de moverse, siempre escudriñando la oscuridad en busca de… ¿De qué?

«¿Piratas? ¿Hombres de piedra? ¿Cazadores de esclavos?». El enano sabía que el río era peligroso, pero Grif no le parecía inofensivo en absoluto. Le recordaba a Bronn, solo que Bronn tenía el negro sentido del humor propio de un mercenario, cosa de la que Grif carecía por completo.

—Mataría por una copa de vino —masculló Tyrion.

Grif no respondió. «Morirás antes de obtenerla», parecían decir sus ojos claros. Tyrion había cogido una borrachera monumental la primera noche que pasó a bordo de la Doncella Tímida, y al día siguiente se despertó con una pelea de dragones dentro de la cabeza. Grif lo miró vomitar por la borda de la barcaza.

—Se acabó la bebida para vos.

—El vino me ayuda a dormir —había protestado Tyrion.

«El vino ahoga mis sueños», podría haberle dicho.

—Pues no durmáis —fue la implacable respuesta de Grif.

Hacia el este, las primeras luces del amanecer aclaraban el cielo sobre el río. Las aguas del Rhoyne cambiaron poco a poco del negro al azul para hacer juego con el pelo y la barba del mercenario. Grif se levantó.

—Los demás se levantarán pronto. Quedáis al mando de la cubierta.

A medida que se iba silenciando el canto de los ruiseñores, el de las alondras ocupaba su lugar. Las garcetas chapoteaban entre los juncos de la orilla y dejaban sus huellas en los bancos de arena. Las nubes parecían llamear: rosadas y violeta, pardas y doradas, perladas y azafrán… Una tenía forma de dragón. «Tras haber contemplado el vuelo de un dragón, un hombre ya puede quedarse en su casa y cuidar de su jardín satisfecho —había escrito alguien—, porque no hay mayor maravilla en este mundo». Tyrion se rascó la cicatriz y trató de recordar al autor de la frase. Últimamente pensaba mucho en los dragones.

—Buenos días, Hugor. —La septa Lemore había salido ataviada con la túnica blanca que se ceñía a la cintura con una trenza de siete colores. El pelo le caía por los hombros—. ¿Qué tal habéis dormido?

—A rachas, mi señora. He vuelto a soñar con vos.

«Pero soñaba despierto». Al no poder conciliar el sueño, se puso una mano entre las piernas y se imaginó a la septa encima de él, con los pechos oscilando.

—Sin duda habrá sido un sueño perverso, porque sois un hombre perverso. ¿Queréis rezar conmigo y pedir perdón por todos vuestros pecados?

«Solo si rezamos al estilo de las Islas del Verano».

—No, pero dadle un beso con lengua de mi parte a la Doncella.

La septa se echó a reír y se dirigió a la proa de la barcaza. Tenía por costumbre bañarse en el río todas las mañanas.

—Es obvio que el nombre del barco no lo pusieron en vuestro honor —le dijo Tyrion al ver cómo se quitaba la túnica.

—La Madre y el Padre nos hicieron a su imagen, Hugor. Debemos enorgullecernos de nuestro cuerpo, porque es obra de los dioses.

«Los dioses debían de estar muy borrachos cuando llegó mi turno. —El enano contempló a Lemore mientras se metía en el agua, un espectáculo que siempre le provocaba una erección. La idea de despojar a la septa de su casta túnica blanca y abrirle las piernas era maravillosamente pecaminosa—. La inocencia expoliada», pensó…, aunque Lemore no era ni mucho menos tan inocente como parecía. Tenía en la tripa unas marcas que solo podían ser fruto de un embarazo.

Yandry e Ysilla se habían levantado con el alba y estaban muy ajetreados. Mientras revisaba los aparejos, Yandry echaba una mirada de cuando en cuando a la septa Lemore. Ysilla, su morena y menuda esposa, no parecía darse cuenta: echó unas astillas al brasero de la cubierta de popa, removió las brasas con una pala ennegrecida y empezó a preparar la masa para las galletas del desayuno.

Lemore volvió a la cubierta de la barcaza, y Tyrion saboreó el espectáculo del agua que le corría entre los pechos y de la piel dorada y brillante a la luz de la mañana. Pasaba de los cuarenta y era más atractiva que bonita, pero seguía resultando muy grata a la vista.

«Lo mejor en la vida es estar borracho, y lo segundo mejor es estar salido», decidió. Lo hacía sentir vivo.

—¿Habéis visto esa tortuga, Hugor? —Preguntó la septa mientras se escurría el agua del pelo—. La grande crestada.

A primera hora de la mañana era cuando más tortugas se veían. Durante el día se sumergían en las profundidades o se ocultaban en las ensenadas, pero salían a la superficie con los primeros rayos de sol. A algunas les gustaba nadar junto a la barcaza. Tyrion había llegado a distinguir una docena de especies diferentes: grandes, pequeñas, de concha plana, de orejas rojas, de caparazón blando y quebradoras, marrones, verdes, negras, con zarpas y astadas, y tortugas cuyo hermoso caparazón rugoso lucía espirales de oro, jade y nácar. Algunas eran tan grandes que habrían podido soportar el peso de un hombre. Según Yandry, los príncipes rhoynar las utilizaban para cruzar el río. Tanto él como su esposa procedían del Sangreverde: eran dos huérfanos dornienses que habían vuelto a la madre Rhoyne.

—Pues me he perdido la crestada. —«Estaba concentrado en la mujer desnuda».

—Lo siento por vos. —Lemore se puso la túnica por la cabeza—. Sé que si os levantáis tan temprano es solo por la esperanza de ver tortugas.

—También me gusta ver salir el sol. —Era como contemplar a las doncellas que salían desnudas de las aguas: unas eran bellas y otras no tanto, pero todas llegaban cargadas de promesas—. Reconozco que las tortugas tienen sus encantos. No hay nada que me guste tanto como ver un par de hermosas… conchas.

La septa Lemore se echó a reír. Al igual que todos los que viajaban en la Doncella Tímida, ella también guardaba secretos. Pues bien, por él podía quedárselos.

«No quiero conocerla; quiero follármela». Ella lo sabía, desde luego. Mientras se colgaba del cuello el cristal que la identificaba como septa y lo cobijaba entre sus pechos, lo atormentó con una sonrisa.

Yandry izó el ancla, cogió una de las largas pértigas que reposaban contra el altillo y apartó la barcaza de la orilla. Dos garzas levantaron la cabeza cuando la Doncella Tímida empezó a avanzar río abajo. Yandry se dirigió al timón mientras Ysilla volteaba las galletas. Puso una sartén de hierro en el brasero, y encima, unas lonchas de panceta. Unos días preparaba galletas con panceta, y otros, panceta con galletas. Una vez cada quince días, con suerte, había pescado. Aquel no era un día de suerte.

Cuando Ysilla dio media vuelta, Tyrion cogió una galleta del brasero y escapó justo a tiempo de su temible cuchara de madera. Estaban mucho más ricas calientes, cuando chorreaban miel y mantequilla. El olor de la panceta frita no tardó en sacar a Pato de la bodega. Olfateó por encima del brasero, recibió el correspondiente cucharazo de Ysilla y se dirigió a popa para mear por la borda. Tyrion anadeó para reunirse con él.

—Esto sí que es digno de verse —bromeó mientras vaciaban la vejiga—. Un enano y un pato aumentando considerablemente el caudal del caudaloso Rhoyne.

Yandry soltó un bufido despectivo.

—A la madre Rhoyne no le hace ninguna falta vuestra agua, Yollo. Es el río más grande del mundo.

—Basta y sobra para ahogar a un enano, eso seguro. —Tyrion se sacudió las últimas gotas—. Pero el Mander es igual de ancho, igual que el Tridente en la desembocadura. Y el Aguasnegras es más profundo.

—Aún no conocéis el río. Esperad y veréis.

La panceta se puso crujiente y las galletas se doraron. Grif el Joven subió a cubierta, bostezando.

—Buenos días a todos.

El muchacho era más bajo que Pato, pero su porte desgarbado indicaba que aún no había terminado de crecer.

«Con pelo azul o sin él, este chaval lampiño podría tener a la doncella que se le antojara de entre todas las de los Siete Reinos. Lo mirarían a los ojos y se derretirían». Grif el Joven tenía los ojos azules, pero los de su padre eran claros, y los suyos, muy oscuros. A la luz de las velas se volvían negros, y durante el ocaso parecían violeta. Además tenía las pestañas tan largas como una mujer.

—Huelo a panceta —comentó al tiempo que se sentaba para ponerse las botas.

—A panceta buena —apuntó Ysilla—. A sentarse.

Les sirvió el desayuno en la cubierta de popa, donde obligó a Grif el Joven a atiborrarse de galletas al tiempo que asestaba cucharazos en la mano de Pato cada vez que intentaba coger más panceta. Tyrion apartó dos galletas, las rellenó de panceta y le llevó una a Yandry, al timón. Después ayudó a Pato a izar la vela latina de la Doncella Tímida. Yandry los llevó hasta el centro del río, donde la corriente era más fuerte. La Doncella Tímida era una barcaza excelente, con tan poco calado que podía subir hasta por el afluente menos caudaloso y pasar sobre bancos de arena en los que habrían encallado navíos más grandes, y con la vela izada y la ayuda de la corriente podía alcanzar una velocidad muy razonable. Según Yandry, eso suponía la diferencia entre la vida y la muerte en los tramos altos del Rhoyne.

—Más allá de los Pesares no ha habido ley desde hace mil años.

—Tampoco ha habido gente, por lo visto.

En las orillas se veían ruinas dispersas, en su mayoría columnas de mampostería cubiertas de enredaderas, musgo y flores, pero no había ningún otro indicio de presencia humana.

—No conocéis el río, Yollo. Puede haber un barco pirata al acecho en cualquier afluente, y los esclavos fugados suelen buscar refugio en las ruinas. Los cazadores de esclavos rara vez se aventuran tan al norte.

—Ya me gustaría ver a algún cazador de esclavos, en vez de tanta tortuga.

Como no era un esclavo fugado, Tyrion no tenía nada que temer de los cazadores, y no le parecía probable que ningún pirata fuera a tomarse la molestia de atacar una barcaza que iba río abajo. Las mercancías de valor ascendían desde Volantis.

Cuando se acabó la panceta, Pato dio un golpecito a Grif el Joven en el hombro.

—Ya va siendo hora de magullaros un poco. Hoy toca con espadas.

—¿Con espadas? —Grif el Joven sonrió—. Me gustan las espadas.

Tyrion lo ayudó a vestirse para el combate con calzones gruesos, jubón acolchado y una vieja armadura de acero muy mellada. Ser Rolly se puso la cota de malla y las prendas de cuero endurecido. Ambos se calaron el yelmo y sacaron espadas largas embotadas del arcón de las armas. Se enfrentaron con enérgicos golpes en la cubierta de popa, ante la mirada de todo el grupo.

Cuando luchaban con martillo o hacha roma, la corpulencia y la fuerza bruta de ser Rolly doblegaban enseguida a su pupilo. A espada, los combatientes estaban más igualados. Ninguno de los dos había cogido escudo aquella mañana, de manera que todo el entrenamiento consistía en golpes y paradas a lo largo y ancho de la cubierta. Los sonidos del combate resonaban en todo el río. Grif el Joven consiguió asestar más golpes, aunque los de Pato eran más fuertes. Al cabo de un rato, el hombretón empezó a cansarse y sus golpes se volvieron algo más lentos, más bajos. Grif el Joven los paró todos y lanzó un furioso ataque que hizo retroceder a su adversario. Cuando llegaron a popa, el muchacho entrelazó su espada con la de Pato y lo empujó con el hombro, haciéndolo caer al río.

El hombretón salió a la superficie escupiendo y maldiciendo, y pidió a gritos que lo pescaran antes de que una tortuga quebradora se le comiera las partes pudendas. Tyrion le arrojó un cabo.

—Los patos deberían nadar un poco mejor —comentó mientras Yandry y él subían al caballero a la Doncella Tímida.

Ser Rolly agarró a Tyrion por el cuello del jubón.

—¡A ver qué tal nadan los enanos! —se burló al tiempo que lo tiraba de cabeza al Rhoyne.

El enano rió el último; se le daba aceptablemente bien nadar, y nadó… hasta que empezó a tener calambres en las piernas. Grif el Joven le tendió una pértiga.

—No sois el primero que intenta ahogarme —dijo a Pato mientras se vaciaba de agua una bota—. Mi padre me tiró a un pozo cuando nací, pero era tan feo que la bruja del agua que vivía allí abajo me escupió de vuelta a la superficie.

Se quitó la otra bota y dio una voltereta lateral por la cubierta, salpicándolos a todos.

—¿Dónde habéis aprendido a hacer eso? —rio Grif el Joven.

—Me enseñaron los titiriteros —mintió—. Mi madre me quería más que a ninguno de sus otros hijos, porque como era tan pequeño… Me dio pecho hasta los siete años. Eso ponía muy celosos a mis hermanos, así que me metieron en un saco y me vendieron a una compañía de titiriteros. Intenté huir, y el jefe de la compañía me cortó media nariz; así no tendría más remedio que ir con ellos y aprender a ser divertido.

La verdad era bastante diferente. Su tío le había enseñado unas cuantas piruetas cuando tenía seis o siete años, y Tyrion había aprendido con entusiasmo. Se pasó medio año dando volteretas alegremente por todo Roca Casterly, haciendo sonreír a septones, escuderos y criados por igual. Hasta Cersei se rió en un par de ocasiones al verlo.

Todo terminó bruscamente el día en que su padre regresó de un viaje a Desembarco del Rey. Aquella noche, durante la cena, Tyrion quiso sorprenderlo recorriendo sobre las manos la mesa principal en toda su longitud. Lord Tywin no se mostró nada satisfecho.

—Los dioses te hicieron enano; ¿es necesario que también seas bufón? Naciste león, no mono.

«Y ahora estás muerto, padre, así que daré tantas volteretas como quiera».

—Tenéis talento para hacer sonreír a los demás —le dijo la septa Lemore mientras Tyrion se secaba los pies—. Deberíais dar las gracias al Padre, que otorga dones a todos sus hijos.

—Cierto es —reconoció con una sonrisa.

«Y cuando muera, haced el favor de enterrarme con una ballesta, para que pueda darle las gracias al Padre por sus dones, igual que se las di a mi padre terrenal».

Aún tenía la ropa empapada tras el involuntario chapuzón, y la tela se le pegaba a los brazos y las piernas de la manera más incómoda. Mientras Grif el Joven se sentaba con la septa Lemore para que lo instruyera en los misterios de la fe, Tyrion se quitó las prendas mojadas y se puso otras secas.

Cuando volvió a cubierta, Pato lo recibió a carcajadas, lo que resultaba comprensible. Aquel atuendo no podía ser más cómico. Llevaba un jubón dividido a lo largo: el lado izquierdo era de terciopelo violeta tachonado de bronce, y el derecho, de lana amarilla con flores bordadas en verde. Los calzones estaban divididos de manera similar: la pernera derecha era verde, y la izquierda, de rayas rojas y blancas. Uno de los cofres que había enviado Illyrio estaba lleno de ropa de niño, polvorienta pero de buena factura. La septa Lemore había cortado cada prenda en dos partes y había cosido las mitades intercambiadas, para hacer rudimentarios disfraces de bufón. Grif se había empecinado en que Tyrion la ayudara a cortar y coser. Sin duda pretendía que fuera una experiencia humillante, pero Tyrion disfrutó con la aguja, y la compañía de Lemore siempre era grata, a pesar de su manía de reprenderlo cada vez que blasfemaba.

«Si Grif quiere hacerme pasar por bufón, le seguiré la corriente». Sabía que, allá donde estuviera, lord Tywin Lannister contemplaría aquello con horror, y eso hacía la situación mucho más llevadera.

Su otra obligación no tenía nada de bufonesco.

«Pato tiene la espada; yo tengo pluma y pergamino». Grif le había ordenado que recogiera por escrito todo cuanto supiera sobre los dragones. Era una tarea considerable, pero el enano le dedicaba tiempo todos los días, garabateando tan bien como podía, sentado con las piernas cruzadas en el altillo de la cabina.

Era mucho lo que Tyrion había leído sobre dragones a lo largo de los años. La mayor parte de esos relatos eran patrañas sin la menor credibilidad, y los libros que le había proporcionado Illyrio no eran los que él habría querido. Lo que le habría venido de maravilla era el texto íntegro de Los fuegos del Feudo Franco, la historia de Valyria narrada por Galendro. Pero en Poniente no se conocía ningún ejemplar completo, y hasta en el de la Ciudadela faltaban veintisiete pergaminos.

«Seguro que en la Antigua Volantis tienen una biblioteca. Puede que encuentre un ejemplar mejor allí, siempre que halle la forma de atravesar la Muralla Negra y llegar al centro de la ciudad». Mucho menos esperanzado se sentía en el caso de Dragones, anfipteros y guivernos. Historia antinatural, del septón Barth. Barth, hijo de un herrero, llegó a mano del rey durante el reinado de Jaehaerys el Conciliador. Sus enemigos decían de él que tenía más de brujo que de septón, y Baelor el Santo, nada más ocupar el Trono de Hierro, ordenó que se destruyeran todos sus escritos. Diez años atrás, Tyrion había leído un fragmento de la Historia antinatural que, al parecer, se le había escapado a Baelor el Bienamado, pero tenía serias dudas de que la obra de Barth hubiera atravesado el mar Angosto. Y desde luego, era aún más improbable que encontrara el menor rastro del tomo fragmentario anónimo y ensangrentado cuyo título para unas veces Sangre y fuego, y otras, La muerte de los dragones; se decía que el único ejemplar existente se custodiaba bajo llave en una cripta de la Ciudadela.

Cuando el Mediomaestre apareció bostezando en cubierta, el enano se afanaba en plasmar en el pergamino todo lo que recordaba sobre los hábitos de apareamiento de los dragones, asunto sobre el que Barth, Munkun y Thomax tenían puntos de vista ciertamente distintos. Haldon se dirigió a popa para mear contra el ondulante reflejo del sol en el agua.

—¡Yollo! ¡Al anochecer llegaremos a la confluencia con el Rhoyne! —gritó el Mediomaestre.

—Me llamo Hugor. —Tyrion levantó la vista del pergamino—. A Yollo lo llevo en calzones. ¿Queréis que lo saque a jugar?

—Mejor no; podríais asustar a las tortugas. —La sonrisa de Haldon era afilada como la hoja de un puñal—. ¿Cómo dijisteis que se llamaba la calle de Lannisport donde habíais nacido?

—Era un callejón, no se llamaba de ninguna manera. —A Tyrion le provocaba un placer cáustico improvisar anécdotas de la pintoresca vida de Hugor Colina, también llamado Yollo, un bastardo de Lannisport.

«Las mejores mentiras son las que se condimentan con una pizca de verdad». El enano sabía que su manera de hablar era propia de Poniente, y de alguien de alcurnia para más señas, así que Hugor debía de ser hijo ilegítimo de algún señor. Lo de Lannisport era porque conocía aquella ciudad mejor que Antigua o Desembarco del Rey, y además porque la mayoría de los enanos, hasta los que procedían de un entorno más agreste, acababan en las ciudades. En los pueblos y en el campo no había ferias ambulantes con monstruos ni espectáculos de titiriteros. Lo que sobraba eran pozos donde ahogar gatitos recién nacidos, terneros de tres cabezas y bebés como él.

—Ya veo que os empeñáis en emborronar pergaminos, Yollo. —Haldon se ató la lazada de los calzones.

—No todos podemos ser medio maestres. —A Tyrion le dolía la mano. Dejó la pluma y flexionó los dedos regordetes—. ¿Otra partidita de sitrang? —El Mediomaestre siempre lo derrotaba, pero era una forma como otra cualquiera de pasar el rato.

—Esta tarde. ¿Queréis estar con nosotros durante la lección de Grif el Joven?

—¿Por qué no? Alguien tendrá que corregiros cuando os equivoquéis.

La Doncella Tímida contaba con cuatro camarotes. Yandry e Ysilla compartían uno; Grif y Grif el Joven, otro, mientras que la septa Lemore y Haldon tenían camarotes individuales. El del Mediomaestre era el mayor de los cuatro. Una pared estaba forrada de estanterías y cubos llenos de pergaminos antiguos. En otra había estantes de ungüentos, hierbas y pócimas. Los rayos de luz dorada atravesaban el ondulado cristal amarillo del ojo de buey. El mobiliario comprendía un catre, un escritorio, una silla y un taburete, así como el tablero de sitrang del Mediomaestre, con sus piezas de madera tallada.

La primera parte de la clase se dedicaba a los idiomas. Grif el Joven hablaba la lengua común como si lo hubieran amamantado con ella, y dominaba el alto valyrio, los dialectos vulgares de Pentos, Tyrosh, Myr y Lys, y el lenguaje comercial de los marineros. El volantino era tan nuevo para él como para Tyrion, así que ambos aprendían cada día unas cuantas palabras mientras Haldon les corregía los errores. El meereeno era aún más complicado: también tenía raíces valyrias, pero las ramas estaban llenas de injertos del áspero idioma del Antiguo Ghis.

—Para hablar bien el ghiscario hay que meterse una abeja por la nariz —se quejó Tyrion. Grif el Joven se echó a reír.

—Otra vez —fue la única respuesta del Mediomaestre.

El muchacho obedeció, aunque en esa ocasión puso los ojos en blanco al ritmo del ceceo.

«Tiene mejor oído que yo —hubo de reconocer Tyrion—, pero me juego lo que sea a que yo tengo la lengua más flexible».

Después de los idiomas llegaba la geometría. El muchacho no tenía tanta disposición para esa asignatura, pero Haldon era un maestro paciente, y Tyrion también resultaba útil. Los maestres de su padre en Roca Casterly le habían enseñado los misterios de cuadrados, círculos y triángulos, y recordarlos le había costado mucho menos de lo que imaginaba. Cuando llegó la hora de la historia, Grif el Joven empezaba a impacientarse.

—La última vez estuvimos hablando de Volantis —le dijo Haldon—. ¿Podéis explicarle a Yollo la diferencia entre un tigre y un elefante?

—Volantis es la más antigua de las Nueve Ciudades Libres, y la primera hija de Valyria —empezó el muchacho con tono aburrido—. Después de la Maldición, los volantinos se consideraron herederos del Feudo Franco y gobernantes legítimos del mundo, pero no se pusieron de acuerdo sobre la manera de poner en práctica ese dominio. La Antigua Sangre era partidaria de la espada, mientras que los mercaderes y prestamistas optaban por el comercio. Se enfrentaron por el control de la ciudad, y las dos facciones fueron conocidas como los tigres y los elefantes, respectivamente.

»Los tigres ocuparon el poder durante casi un siglo tras la Maldición de Valyria, y el éxito los acompañó durante cierto tiempo. Una flota volantina tomó Lys; un ejército volantino capturó Myr, y durante dos generaciones, las tres ciudades se gobernaron desde dentro de la Muralla Negra. Esta situación llegó a su fin cuando los tigres trataron de devorar Tyrosh. Pentos entró en guerra del lado tyroshi, junto con el Rey de la Tormenta ponienti. Braavos le cedió a un exiliado lyseno cien navíos de guerra; Aegon Targaryen voló desde Rocadragón a lomos del Terror Negro, y tanto Myr como Lys se rebelaron. La guerra convirtió las Tierras de la Discordia en un erial, y liberó del yugo a las dos ciudades. No fue la única derrota que sufrieron los tigres: la flota que enviaron para hacerse con Valyria desapareció en el mar Humeante. Qohor y Norvos se libraron de los tigres en el Rhoyne cuando las galeras de fuego combatieron en el lago Daga. Los dothrakis atacaron desde el este para echar a los aldeanos de sus chozas y a los nobles de sus haciendas, hasta que entre el bosque de Qohor y los manantiales del Selhoru solo quedaron ruinas y hierbajos. Tras un siglo de guerra, Volantis había quedado deshecha, arruinada y despoblada, y fue entonces cuando se alzaron los elefantes. Desde entonces ocupan el poder. Hay años en que los tigres eligen a un triarca y hay años en que no, pero nunca más de uno, de modo que los elefantes llevan trescientos años gobernando la ciudad.

—Muy bien —asintió Haldon—. ¿Quiénes son los triarcas actuales?

—Malaquo es tigre, y Nyessos y Doniphos son elefantes.

—¿Qué lección nos enseña la historia de Volantis?

—Que si se quiere conquistar el mundo, más vale tener dragones.

Tyrion no pudo contener una carcajada. Más tarde, cuando Grif el Joven subió a cubierta para ayudar a Yandry con las velas y las pértigas, Haldon preparó el tablero de sitrang para echar una partida. Tyrion lo observó con sus ojos dispares.

—El chico es listo; lo estáis educando bien. Duele reconocerlo, pero ni la mitad de los señores de Poniente son tan leídos: idiomas, historia, canciones, sumas… Menudo potaje para un hijo de mercenario.

—En las manos adecuadas, un libro puede ser tan peligroso como una espada —señaló Haldon—. Esta vez, tratad de ponérmelo más difícil, Yollo. El sitrang se os da tan mal como las acrobacias.

—Espero a que os confiéis —replicó Tyrion. Empezaron a colocar las piezas a ambos lados de la pantalla divisoria de madera—. Creéis que me habéis enseñado a jugar, pero las apariencias engañan. Puede que aprendiera del mercachifle, ¿no os habéis parado a pensarlo?

—Illyrio no juega al sitrang.

«No —pensó el enano—, juega al juego de tronos, y ni Grif ni Pato ni tú sois más que piezas que moverá adonde quiera y sacrificará cuando le convenga, igual que sacrificó a Viserys».

—Entonces, la culpa la tenéis vos. Es cosa vuestra.

—Os echaré de menos cuando los piratas os corten el cuello, Yollo —rio el Mediomaestre.

—¿Dónde están esos famosos piratas? Empiezo a creer que os los habéis inventado Illyrio y vos.

—Abundan más en el tramo que va desde Ar Noy hasta los Pesares. Por encima de Ar Noy, los qohorienses dominan el río, y por debajo de los Pesares lo dominan las galeras de Volantis, pero el tramo intermedio es de los piratas. El lago Daga está lleno de islotes con cuevas escondidas y fortalezas secretas donde se ocultan. ¿Estáis preparado?

—¿Para vos? No os quepa duda. ¿Para los piratas? Ya no estoy tan seguro.

Haldon retiró la pantalla, y cada uno estudió la distribución de apertura del otro.

—Estáis aprendiendo —apuntó el Mediomaestre.

Tyrion estuvo a punto de coger su dragona, pero se lo pensó mejor. En la última partida la había movido demasiado pronto y la había perdido ante un trabuquete.

—Si al final nos encontramos con esos fabulosos piratas, puede que me una a ellos. Les diré que me llamo Hugor Mediomaestre. —Movió su caballería ligera hacia las montañas de Haldon.

—Hugor Medioseso os quedaría mejor.

—Me basta con la mitad de la sesera para rivalizar con vos. —Tyrion movió la caballería pesada para defender la ligera—. ¿Queréis apostar sobre el resultado?

—¿Cuánto? —inquirió el Mediomaestre con una ceja arqueada.

—No tengo monedas. Nos jugaremos nuestros secretos.

—Grif me cortaría la lengua.

—¿Qué pasa? ¿Tenéis miedo? Yo en vuestro lugar también lo tendría.

—Me derrotaréis al sitrang cuando me salgan tortugas del culo. —El Mediomaestre movió sus lanceros—. Acepto la apuesta, hombrecito.

Tyrion extendió la mano hacia su dragona.

Pasadas tres horas enteras, el hombrecillo salió por fin a cubierta para vaciar la vejiga por la borda. Pato estaba ayudando a Yandry con la vela, mientras Ysilla se hacía cargo del timón. El sol brillaba bajo, cerca de los juncales que crecían a lo largo de la orilla occidental, y el viento empezaba a soplar.

«Daría lo que fuera por un pellejo de vino», pensó el enano. Tenía calambres en las piernas después de tanto estar sentado en el taburete, y la cabeza le daba vueltas hasta el punto de que casi cayó al río.

—¿Dónde está Haldon? —le preguntó Pato.

—Se ha acostado, no se siente muy bien. Le están saliendo tortugas del culo.

Se alejó del desconcertado caballero y subió por la escala que llevaba al altillo. Hacia el este, las nubes negras se arremolinaban tras una isla rocosa. La septa Lemore se le unió.

—¿Percibís la tormenta que flota en el aire, Hugor Colina? Eso que tenemos delante es el lago Daga, donde acechan los piratas. Y más allá están los Pesares.

«Los míos, no. Los míos los llevo encima allí donde vaya. —Pensó en Tysha y se preguntó adónde iban las putas—. Puede que a Volantis, ¿por qué no? Tal vez la encuentre allí. No hay que perder la esperanza». ¿Qué le diría cuando la viera? «Perdona que dejara que te violaran, es que creía que eras una puta. ¿Podrás perdonarme? Quiero volver a nuestra casita, a los tiempos en que éramos marido y mujer».

Dejaron atrás la isla. Tyrion contempló las ruinas que se alzaban a lo largo de la orilla oriental: muros inclinados, torres caídas, cúpulas desmoronadas e hileras de columnas de madera podrida, calles anegadas de barro y cubiertas de musgo violáceo…

«Otra ciudad muerta, y esta es diez veces más grande que Ghoyan Drohe». Se había convertido en residencia de las tortugas, las enormes quebradoras. El enano las vio tomar el sol: eran colinas pardas y negras con una cresta dentada en el centro del caparazón. Unas pocas vieron la Doncella Tímida y se sumergieron, provocando ondulaciones. No era buen lugar para tomar un baño.

Justo en aquel momento, por entre los arbolillos retorcidos y los lodazales que eran las calles, atisbó el brillo plateado del sol en el agua.

«Un afluente —supo al instante—; desemboca en el Rhoyne. —Las ruinas se hacían más altas a medida que se estrechaba la franja de tierra, hasta que la ciudad terminó en un cabo donde se alzaban los restos de un palacio colosal de mármol rosado y verde, con cúpulas y escaleras de caracol semiderruidas que aún se erguían inmensas sobre una galería cubierta. Tyrion divisó más tortugas quebradoras dormitando en atracaderos con capacidad para medio centenar de barcos. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de dónde estaba—. Eso fue el palacio de Nymeria, y las ruinas son lo único que queda de Ny Sar, su ciudad».

—¡Yollo! —le gritó Yandry—. ¡Decidme otra vez lo de esos ríos de Poniente tan grandes como la madre Rhoyne!

—Estaba equivocado —le respondió—. No hay río en los Siete Reinos que tenga la mitad de anchura que este.

El río que acababa de unirse al primero era casi idéntico al que habían recorrido hasta entonces, y solo ese era casi tan ancho como el Mander o el Tridente.

—Esto es Ny Sar, donde la madre se reúne con Rhoyne, su hija salvaje —explicó Yandry—, pero no llegará a la máxima anchura hasta haberse reunido con otras hijas. En el lago Daga entra Qhoyne, la hija oscura, cargada del oro y el ámbar del Hacha y de piñas del bosque de Qohor. Más al sur, la madre se encuentra con Lhorulu, la hija sonriente de los Campos Dorados. En la unión estaba antes Chroyane, la ciudad festiva, donde las calles eran de agua y las casas de oro. El río discurre después hacia el sudeste durante muchas leguas hasta que llega reptante a Selhoru, la hija tímida, que oculta su cauce entre juncos y meandros. Allí, la madre Rhoyne es tan ancha que desde el centro no se divisan las orillas. Ya lo veréis, mi pequeño amigo.

«Lo veré», estaba pensando el enano cuando divisó una ondulación a unos siete pasos del bote. Estaba a punto de decírselo a Lemore cuando su causante salió a la superficie, agitando las aguas de tal manera que la Doncella Tímida se sacudió.

Era otra tortuga, una tortuga astada gigantesca, con el caparazón verde oscuro lleno de manchas marrones, algas y moluscos de agua dulce. El animal alzó la cabeza y bramó, con un rugido ronco más sonoro que el de cualquier cuerno de guerra que Tyrion hubiera oído en su vida.

—¡Nos ha bendecido! —Gritó Ysilla con la cara llena de lágrimas—. Nos ha bendecido, nos ha bendecido.

Pato ululaba de alegría, igual que Grif el Joven. Haldon subió a cubierta a ver el motivo de tanta agitación, pero era demasiado tarde: la tortuga gigante había vuelto a desaparecer bajo las aguas.

—¿A qué viene tanto jaleo? —preguntó el Mediomaestre.

—Una tortuga —le explicó Tyrion—. Una tortuga más grande que esta barcaza.

—¡Era él! —Exclamó Yandry—. ¡Era el Viejo del Río!

«¿Por qué no? —Pensó Tyrion con una sonrisa—. El nacimiento de un rey siempre va acompañado de dioses y portentos».