Hediondo (1)

La rata chilló cuando la mordió, y se retorció frenética entre sus manos, ansiosa por escapar. La barriga era lo más tierno. Arrancó la deliciosa carne con los dientes, y la sangre caliente le corrió por los labios. Estaba tan buena que los ojos se le llenaron de lágrimas. Su estómago rugió, y tragó. Al tercer mordisco, la rata había dejado de debatirse, y él estaba casi satisfecho.

Fue entonces cuando oyó voces al otro lado de la puerta de la mazmorra.

Se quedó inmóvil al instante, sin atreverse ni a masticar. Tenía la boca llena de sangre, carne y pelo, pero no se atrevía a tragar ni a escupir. Escuchó aterrado el susurro de las botas y el tintineo de las llaves, rígido como la piedra.

«No —pensó—, no, por favor, dioses, ahora no, ahora no. —Había tardado tanto en cazar la rata…—. Si me descubren, me la quitarán y se lo dirán a lord Ramsay, y me hará daño».

Sabía que lo mejor sería esconder la rata, pero tenía tanta hambre… Hacía dos días que no comía nada, tal vez tres. Allí abajo, a oscuras, no era fácil saberlo. Tenía los brazos y las piernas flacos como juncos, pero el vientre hinchado, hueco, y le dolía tanto que no le dejaba dormir. Cada vez que cerraba los ojos se acordaba de lady Hornwood. Tras la boda, lord Ramsay la había encerrado en una torre y la había dejado morir de hambre. Al final, la mujer se había comido sus propios dedos.

Se acuclilló en un rincón de la celda, con su trofeo aferrado bajo la barbilla. La sangre le corría por las comisuras de los labios mientras mordisqueaba la rata con los pocos dientes que le quedaban, intentando tragar tanta carne como fuera posible antes de que se abriera la puerta de la celda. Estaba correosa, pero tan suculenta que creyó que se pondría enfermo. Masticó, tragó y se sacó los huesecillos de los agujeros de las encías, allí donde le habían arrancado los dientes. Le resultaba doloroso tragar, pero tenía tanta hambre que no podía parar.

Los sonidos se acercaban cada vez más.

«Por favor, dioses, que no venga a por mí. —Había más celdas, más prisioneros; a veces los oía gritar a pesar de los gruesos muros de piedra—. Las mujeres siempre gritan más. —Chupó la carne cruda y trató de escupir un hueso de pata, pero apenas tuvo fuerza para hacerlo asomar por encima del labio y se le quedó enredado en la barba—. Marchaos —rogó—, marchaos, pasad de largo, por favor, por favor».

Pero las pisadas se detuvieron justo cuando el sonido era más fuerte, y las llaves tintinearon justo ante su puerta. La rata se le escurrió de las manos; se limpió los dedos ensangrentados en los calzones.

—No —murmuró—. ¡Nooo!

Rascó la paja del suelo con los talones en un intento desesperado de encajarse en la esquina, de fundirse con las húmedas paredes de piedra fría.

Lo más espantoso fue el sonido de la llave al girar en la cerradura. Cuando la luz le dio de pleno en la cara, lanzó un grito y tuvo que taparse los ojos con las manos; si se hubiera atrevido, se los habría arrancado. Tenía la cabeza a punto de estallar.

—No, por favor, lleváosla, pero a oscuras, por favor.

—No es él —dijo una voz de muchacho—. Míralo; nos hemos equivocado de celda.

—La última de la izquierda —replicó el otro chico—. Y esta es la última celda de la izquierda, ¿no?

—Sí. —Pausa—. ¿Qué dice?

—Me parece que no le gusta la luz.

—¿Te gustaría a ti si tuvieras esas pintas? —Escupió a un lado—. ¡Y qué peste! Voy a vomitar.

—Ha estado comiendo ratas —apuntó el segundo muchacho—. Mira.

—Es verdad, qué bueno. —El primero se echó a reír.

«Tuve que comérmelas». Las ratas lo mordían cuando dormía; le roían los dedos de las manos y los pies, y hasta la cara, así que cuando conseguía atrapar una, no dudaba. Comer o ser comido: eran las únicas opciones.

—Es verdad —murmuró—. Es verdad, es verdad, me la he comido. Ella se me estaba comiendo a mí, por favor…

Los chicos se acercaron más, haciendo crujir la paja bajo los pies.

—Háblame —le dijo uno, el más menudo, un chico flaco pero avispado—. ¿Recuerdas quién eres?

El miedo le subió burbujeante por la garganta y solo pudo emitir un gemido.

—Háblame. Dime tu nombre.

«Mi nombre. —Ahogó un grito en la garganta. Le habían enseñado su nombre, se lo habían enseñado, sí, se lo habían enseñado, pero hacía mucho y ya no lo recordaba—. Si lo digo mal, me quitará otro dedo, o algo peor, me…, me…». No quería pensar en eso, no quería pensar en eso. Sentía pinchazos en la mandíbula, en los ojos; el corazón le galopaba.

—Por favor —chilló con voz aguda, débil. Parecía que tuviera cien años. Tal vez los tuviera. «¿Cuánto tiempo llevo aquí?»—. Marchaos —murmuró entre los dientes rotos, entre los dedos rotos, con los ojos cerrados para protegerse de aquella espantosa luz brillante—. Por favor, llevaos la rata si queréis, no me hagáis daño.

—Hediondo —dijo el chico más corpulento—. Te llamas Hediondo, ¿recuerdas?

El grande era el que llevaba la antorcha. El menudo tenía la anilla con las llaves de hierro.

«¿Hediondo?». Las lágrimas le corrieron por las mejillas.

—Me acuerdo. Me acuerdo. —Abrió la boca y volvió a cerrarla—. Me llamo Hediondo. Rima con fondo.

En la oscuridad no le hacía falta tener nombre, así que era fácil olvidarlo.

«Hediondo, Hediondo, me llamo Hediondo». No era el nombre que le habían puesto al nacer. En una vida anterior había sido otra persona, pero allí, en aquel momento, se llamaba Hediondo. Se acordaba.

También recordaba a los muchachos. Iban vestidos con jubones de lana a juego, los dos gris plata con ribete azul oscuro. Los dos eran escuderos, los dos tenían ocho años y los dos se llamaban Walder Frey. Walder el Pequeño y Walder el Mayor. Solo que el grande era el Pequeño, y el pequeño era el Grande, cosa que a ellos les hacía mucha gracia y a todos los demás les resultaba sumamente confuso.

—Os conozco —susurró entre los labios agrietados—. Sé cómo os llamáis.

—Tienes que venir con nosotros —dijo Walder el Pequeño.

—Su señoría te necesita —aportó Walder el Mayor.

El miedo se le clavó como un cuchillo.

«No son más que niños —pensó—. Son dos críos de ocho años. —Sin duda sería capaz de vencerlos, por débil que estuviera. Podría quitarles la antorcha y las llaves, arrebatarle a Walder el Pequeño el puñal que llevaba al cinto, escapar—. No, no, es demasiado fácil. Es una trampa. Si intento escapar, me quitará otro dedo, me quitará más dientes».

Ya había tratado de huir en otra ocasión. Había sido hacía años, o eso le parecía, cuando aún le quedaban fuerzas, cuando aún se sentía capaz de plantar cara. Aquella vez, las llaves las llevaba Kyra. Le dijo que las había robado, que había una poterna sin vigilancia.

—Llevadme a Invernalia, mi señor —le suplicó, pálida y temblorosa—. Yo no sé ir, no puedo escapar sola. Venid conmigo, por favor.

Eso había hecho. El carcelero estaba borracho como una cuba, desmayado en un charco de vino con los calzones por los tobillos. La puerta de la mazmorra estaba abierta y la poterna sin vigilancia, tal como ella había dicho. Esperaron hasta que la luna se ocultó tras una nube antes de salir del castillo y vadear el río de las Lágrimas, resbalando por las piedras y medio congelados por la corriente. Al llegar al otro lado, la había besado.

—Nos has salvado —le dijo.

«Estúpido. Estúpido».

Todo había sido una trampa, un juego, una broma cruel. A lord Ramsay le gustaba cazar, y sus presas favoritas eran las de dos patas.

Corrieron toda la noche por el bosque oscuro, pero con la salida del sol les llegó el sonido de un cuerno lejano entre los árboles, junto con los ladridos de una jauría.

—Deberíamos separarnos —dijo a Kyra cuando sintieron que los perros estaban demasiado cerca—. No pueden seguirnos a los dos.

Pero la muchacha estaba enloquecida de pánico, y se negó a apartarse de él, aunque le juró que reuniría un ejército de hijos del hierro y volvería a buscarla si era a ella a quien seguían.

Los atraparon en menos de una hora. Un perro lo derribó a él y otro mordió a Kyra en la pierna cuando trataba de arrastrarse colina arriba. Los demás los rodearon ladrando, gruñendo y lanzándoles dentelladas cada vez que se movían, y los retuvieron allí hasta que Ramsay Nieve y sus cazadores llegaron a ellos. Por aquel entonces aún era un bastardo, no un Bolton.

—Ah, aquí estáis. —Les sonrió desde la silla de montar—. Me ofendéis, ¿qué manera de despediros es esta? ¿Tan pronto os habéis cansado de mi hospitalidad? —Fue entonces cuando Kyra le tiró una piedra a la cabeza. Falló por un palmo, y Ramsay sonrió—. Habrá que castigarte.

Hediondo recordó la mirada de terror y desesperación en los ojos de Kyra. Nunca le había parecido tan joven como en aquel momento, casi una niña, pero no podía hacer nada para ayudarla.

«Ella nos puso en sus manos —pensó—. Si nos hubiéramos separado, como le dije, uno de nosotros podría haber escapado».

El recuerdo hacía que le costara respirar. Se apartó de la antorcha con los ojos llenos de lágrimas.

«¿Qué querrá de mí esta vez? —Pensó, desesperado—. ¿Por qué no me deja en paz? Esta vez no he hecho nada, esta vez no, ¿por qué no me dejan en paz aquí, a oscuras?». Había cogido una rata, una rata gorda y caliente, una rata estupenda…

—¿No deberíamos lavarlo? —preguntó Walder el Pequeño.

—Al señor le gusta que apeste —respondió Walder el Mayor—. Por eso le puso Hediondo.

«Hediondo. Me llamo Hediondo, rima con hondo. —Tenía que recordarlo a toda costa—. Sirve, obedece y recuerda quién eres, y no volverá a pasarte nada malo. Me lo prometió, el señor me lo prometió». Aunque hubiera querido resistirse, no tenía fuerzas: se las habían drenado con hambre; se las habían arrancado junto con la piel. Cuando Walder el Pequeño lo obligó a levantarse y Walder el Mayor le hizo un ademán con la antorcha para que saliera de la celda, obedeció con la docilidad de un perro. Si hubiera tenido rabo, lo habría metido entre las piernas.

«Si hubiera tenido rabo, el Bastardo me lo habría cortado. —El pensamiento lo asaltó sin que pudiera evitarlo, malvado, peligroso. El señor ya no era ningún bastardo—. Bolton, no Nieve». El niño rey del Trono de Hierro había otorgado legitimidad a lord Ramsay, y junto con ella, el derecho de utilizar el apellido de su padre. Cada vez que alguien lo llamaba Nieve le recordaba su origen bastardo, y la ira lo cegaba. Hediondo no debía olvidarlo. Ni su nombre, sobre todo no debía olvidar su nombre. Se le fue de la cabeza un instante, y aquello lo asustó tanto que tropezó en los empinados peldaños de la mazmorra, se desgarró los calzones contra la piedra y se hizo sangre. Walder el Pequeño tuvo que acicatearlo con la antorcha para que volviera a ponerse en pie y caminara.

Fuera, en el patio, la noche se cerraba alrededor de Fuerte Terror y la luna llena se alzaba sobre las murallas orientales del castillo. Su luz blanca proyectaba en el suelo helado las sombras de las altas almenas triangulares, como una hilera de colmillos negros afilados. El aire era frío y húmedo, y estaba cargado de olores casi olvidados.

«El mundo —se dijo Hediondo—. Así huele el mundo. —No sabía cuánto tiempo había estado abajo, en las mazmorras, pero había sido al menos medio año—. O más. ¿Y si han sido cinco años, o diez, o veinte? ¿Me daría cuenta? ¿Y si me he vuelto loco y ha pasado la mitad de mi vida? —No, era imposible. No podía haber sido tanto tiempo. Los niños seguían siendo niños. Si hubieran pasado diez años, ya serían hombres. Tenía que aferrarse a aquel pensamiento—. No puedo dejar que me vuelva loco. Puede quitarme los dedos de las manos y los pies; puede sacarme los ojos y cortarme las orejas, pero no puede arrebatarme la sesera si no se lo permito».

Walder el Pequeño abría la marcha con la antorcha en la mano, y Hediondo lo acompañaba dócilmente, seguido por Walder el Mayor. En las perreras, los perros ladraron a su paso. El viento soplaba en el patio y traspasaba la tela desgastada de los sucios harapos con que iba vestido, poniéndole la piel de gallina. El aire nocturno era gélido y húmedo, pero no vio ni rastro de nieve, aunque sin duda se acercaba el invierno. Hediondo se preguntó si seguiría vivo cuando llegaran las nevadas.

«¿Cuántos dedos me quedarán en las manos? ¿Cuántos dedos me quedarán en los pies? —Levantó una mano y se sobresaltó al ver lo blanca y flaca que la tenía—. Piel y huesos. Tengo manos de anciano». Tal vez se hubiera equivocado con lo de los niños. ¿Y si no eran Walder el Pequeño y Walder el Mayor, sino hijos de los niños a los que había conocido?

El gran salón estaba casi a oscuras y lleno de humo. Las antorchas ardían en hileras a derecha e izquierda, y a modo de candelabros las sostenían las manos de esqueletos humanos que sobresalían de la pared. Las vigas estaban ennegrecidas por el humo, y más allá, el techo abovedado desaparecía entre las sombras. Los densos olores del vino, la cerveza y la carne asada impregnaban el aire. El estómago de Hediondo rugió, y la boca se le hizo agua.

Walder el Pequeño le dio un empujón para que avanzara a lo largo de las mesas donde comían los hombres de la guarnición. Todos los ojos estaban clavados en él. Los mejores sitios, cerca del estrado, estaban ocupados por los favoritos de Ramsay, los Bribones del Bastardo: Ben Huesos, el viejo que cuidaba de los adorados terrenos de caza de su señoría; Damon, al que llamaban Damon Bailaparamí, rubio y aniñado; Gruñón, que había perdido la lengua por no cuidarse de sus palabras cerca de lord Roose; Alyn el Amargo; Desollador; Polla Amarilla. Más al fondo, en la zona de los sirvientes, había otros hombres a los que conocía de vista, aunque no de nombre: espadas juramentadas, sargentos, soldados, carceleros y torturadores. Pero también había desconocidos, rostros que no había visto nunca. Unos fruncieron la nariz a su paso, mientras que otros se rieron al verlo.

«Invitados —pensó Hediondo—. Su señoría ha invitado a sus amigos para que yo los divierta». Sintió un escalofrío de terror.

En la mesa del estrado, el Bastardo de Bolton ocupaba el asiento de su señor padre y bebía de su jarra. Había dos ancianos sentados con él, y Hediondo supo al instante que se trataba de señores. Uno era flaco y de ojos severos, con la barba blanca muy larga y un rostro duro como la escarcha del invierno. Su jubón de piel de oso estaba grasiento y muy usado; debajo llevaba una cota de malla, incluso durante la cena. El otro señor también era delgado, pero tan contrahecho como erguido el primero: tenía un hombro mucho más alto que el otro, y se encorvaba sobre la hogaza vaciada como un buitre sobre la carroña. Sus ojos eran grises y codiciosos, y su barbita bifurcada, una mezcla de nieve y plata. Solo le quedaban unos mechones de pelo blanco en el cráneo lleno de manchas, pero la capa que vestía era suave y de calidad, de lana gris ribeteada con piel de marta negra, sujeta al hombro con una estrella radiante forjada en plata batida.

Ramsay iba de negro y rosa: botas negras, cinturón negro a juego con la vaina de la espada y chaleco de cuero negro sobre un jubón rosa con forro de seda roja visible entre los cortes del tejido. En su oreja derecha brillaba un granate tallado en forma de gota de sangre. Sin embargo, pese a lo espléndido de su atavío, seguía carente de atractivo: corpulento, cargado de hombros y con unas carnes que apuntaban a un futuro de obesidad. Tenía la piel rosada llena de manchas, la nariz aplastada, la boca pequeña y el pelo largo, oscuro, seco. Sus labios eran gruesos, pero lo primero que se veía de él eran los ojos. Eran los ojos de su señor padre: pequeños, juntos, extrañamente claros. Había quien decía que eran gris fantasma, pero en realidad no eran de un color concreto, sino más bien como esquirlas de hielo sucio.

Al ver a Hediondo, se humedeció los labios y sonrió.

—Ah, aquí está. Mi apestoso viejo amigo. —Giró la cabeza hacia el comensal contiguo—. Hediondo ha estado conmigo desde que yo era niño. Mi señor padre me lo regaló como prueba de afecto.

Los dos señores se miraron.

—Tenía entendido que vuestro sirviente había muerto —dijo el de los hombros encorvados—. Que lo habían asesinado los Stark.

—Como dicen los hombres del hierro, lo que está muerto no puede morir, sino que se alza de nuevo, más duro, más fuerte —comentó lord Ramsay con una risita—. Igual que Hediondo. Aunque hay que reconocer que apesta a tumba.

—Apesta a heces y vómito rancio. —El señor de los hombros encorvados tiró a un lado el hueso que había estado royendo y se limpió las manos con el mantel—. ¿Hay algún motivo para que nos castiguéis con su presencia mientras comemos?

El otro señor, el anciano de la espalda erguida y la cota de malla, escudriñó a Hediondo con sus ojos de pedernal.

—Miradlo de nuevo —dijo al primero—. Ha encanecido y ha perdido arroba y media, pero no es ningún criado. ¿Os habéis olvidado de él?

El señor encorvado lo miró con más atención y soltó un bufido de sorpresa.

—¿Ese? No es posible. ¿El pupilo de Stark, el que no paraba de sonreír?

—Ya no sonríe tanto —confesó lord Ramsay—. Me temo que le he roto unos cuantos de esos dientes tan blancos y bonitos que tenía.

—Habríais hecho mejor en cortarle el cuello —apuntó el de la cota de malla—. A un perro que se vuelve contra su amo hay que desollarlo.

—Y lo he desollado —le aseguró Ramsay—. Un poquito por aquí, un poquito por allá…

—Sí, mi señor. He sido malo, mi señor. He sido insolente y… —se humedeció el labio y trató de recordar qué más había hecho. «Sirve y obedece, y te permitirá vivir y conservar todas las partes del cuerpo que te quedan. Sirve, obedece y recuerda tu nombre. Hediondo, Hediondo, rima con sabihondo»—,… y malo, y…

—Tienes sangre en la boca —señaló Ramsay—. ¿Has vuelto a morderte los dedos, Hediondo?

—No. No, mi señor, os juro que no.

En cierta ocasión, Hediondo había tratado de arrancarse un dedo a mordiscos para que dejara de dolerle después de que se lo desollaran, lord Ramsay jamás se limitaba a cortarle un dedo a nadie; prefería desollárselo y dejar que la carne expuesta se secara, se agrietara y se pudriera. A Hediondo lo habían azotado, cortado y torturado en el potro, pero no había dolor más espantoso que el del desuello. Era un dolor que podía volver loco a cualquiera, y nadie lo resistía mucho tiempo. Más tarde o más temprano, la víctima gritaba: «Basta ya, por favor, basta ya, que deje de doler, ¡cortádmelo!», y lord Ramsay le concedía su deseo. Era un juego, y Hediondo había aprendido las reglas, como podían atestiguar sus manos y sus pies, pero en aquella ocasión las había olvidado y trató de poner fin al dolor él mismo, con los dientes. A Ramsay no le gustó nada, y a Hediondo le costó otro dedo del pie.

—Me he comido una rata —murmuró.

—¿Una rata? —Los ojos claros de Ramsay brillaron a la luz de las antorchas—. Todas las ratas de Fuerte Terror pertenecen a mi señor padre. ¿Cómo te atreves a comerte una sin mi permiso?

Hediondo no supo qué decir, de manera que no dijo nada. Si decía algo y se equivocaba, le costaría otro dedo del pie, o peor, de la mano. Ya había perdido dos dedos de la izquierda y el meñique de la derecha, pero en el pie derecho solo el meñique, mientras que en el izquierdo solo le quedaban dos dedos. A veces Ramsay comentaba en broma que habría que equilibrarlo.

«Mi señor no lo dice en serio —trataba de convencerse—. No quiere hacerme daño, él mismo me lo dijo, solo me hace daño cuando le doy motivos». Su señor había sido muy bondadoso y compasivo. Por algunas de las cosas que Hediondo había dicho antes de aprender cuál era su lugar, cuál era su nombre, habría podido desollarle la cara.

—Esto se está haciendo aburrido —dijo el señor de la cota de malla—. Matadlo de una vez y acabemos.

—Eso echaría a perder la celebración, mi señor. —Lord Ramsay le llenó la jarra de cerveza—. Tengo una buena noticia para ti, Hediondo. Voy a casarme. Mi señor padre me trae a una Stark, a una de las hijas de lord Eddard, Arya. Te acuerdas de la pequeña Arya, ¿verdad?

«Arya Entrelospiés —estuvo a punto de decir— y Arya Caracaballo. —Era la hermana pequeña de Robb, de pelo castaño, rostro alargado, flaca como un palo y siempre mugrienta—. Sansa era la bonita». Hubo un tiempo en que creyó que lord Eddard Stark lo casaría con Sansa y lo aceptaría como hijo, pero solo eran ilusiones de niño… en cambio, Arya…

—Me acuerdo de ella. De Arya.

—Será la señora de Invernalia, y yo su señor.

«No es más que una chiquilla».

—Sí, mi señor. Felicidades.

—¿Estarás a mi lado cuando contraiga matrimonio, Hediondo?

—Si mi señor lo desea… —titubeó.

—Claro que sí, claro que sí.

Dudó de nuevo, temiendo que se tratara de otra trampa cruel.

—Sí, mi señor. Si a vos os complace, para mí será un honor.

—En ese caso tendremos que sacarte de esa horrible mazmorra. Habrá que lavarte y restregarte a base de bien; darte ropa limpia y comida. ¿Qué tal unas gachas? ¿Te apetecen? ¿Y un pastel de guisantes con mucha panceta? Tengo que encomendarte una tarea, y para servirme tienes que recuperar las fuerzas. Porque sé que quieres servirme.

—Sí, mi señor. Más que ninguna otra cosa. —Sintió un escalofrío—. Soy vuestro Hediondo. Por favor, permitid que os sirva. Por favor.

—Ya que me lo pides con tanto entusiasmo, ¿cómo voy a negártelo? —Sonrió Ramsay Bolton—. Parto hacia la guerra, Hediondo. Y tú cabalgarás conmigo, para ayudarme a traer a casa a la doncella que es mi prometida.