Cuando despertó estaba a solas, y la litera se había detenido. En el lugar que ocupaba Illyrio solo quedaba un montón de cojines aplastados. El enano tenía la garganta seca y rasposa. Había soñado… ¿qué había soñado? No lo recordaba. En el exterior, varias voces hablaban en un idioma que le resultaba desconocido. Tyrion sacó las piernas por entre las cortinas y saltó al suelo para encontrarse con el magíster Illyrio, que estaba junto a los caballos con dos jinetes mucho más altos que él. Ambos vestían casaca de cuero desgastado bajo la capa de lana marrón oscuro, pero tenían la espada envainada; el gordo no estaba en peligro.
—Tengo que mear —anunció el enano.
Anadeó para cruzar el camino, se soltó los calzones y vació la vejiga contra un matorral espino. Le llevó un buen rato.
—Al menos mea bien —señaló una voz.
Tyrion sacudió las últimas gotas y volvió a anudarse la ropa.
—Mear es el menor de mis talentos. Tendríais que verme cagar. —Miró al magíster Illyrio—. ¿Conocéis a estos dos, magíster? Parecen forajidos. ¿Voy a por el hacha?
—¿A por el hacha? —se regocijó uno de los corpulentos jinetes, un hombretón de barba descuidada y pelo anaranjado—. ¿Habéis oído eso, Haldon? ¡El hombrecito quiere pelear con nosotros!
Su acompañante era mayor e iba afeitado, con lo que destacaban sus rasgos austeros. Llevaba el pelo recogido en la nuca.
—Los hombres de pequeño tamaño tienen que demostrar su valor con baladronadas improcedentes —afirmó—. Dudo mucho que pueda matar a un pato.
—Que venga ese pato. —Tyrion se encogió de hombros.
—Si insistís…
El jinete miró a su barbudo acompañante, que desenvainó una espada bastarda.
—Yo soy Pato, boquita de letrina.
«Qué chistosos los dioses».
—Había pensado en un pato más pequeño…
El hombretón no pudo contener una carcajada ronca.
—¿Habéis oído, Haldon? ¡Quiere un pato más pequeño!
—Yo me conformaría con uno más silencioso. —El tal Haldon examinó a Tyrion con fríos ojos grises antes de volverse de nuevo hacia Illyrio—. ¿Nos habéis traído baúles?
—Y mulas para transportarlos.
—Las mulas son demasiado lentas. Tenemos caballos de carga; les pondremos los baúles. Encargaos, Pato.
—¿Por qué Pato tiene que ocuparse de todo? —El hombretón volvió a envainar la espada—. ¿De qué os ocupáis vos, Haldon? Quién es el caballero, ¿vos o yo? —Pese a sus protestas, fue a ocuparse del equipaje que cargaban las mulas.
—¿Cómo se encuentra nuestro muchacho? —preguntó Illyrio mientras ataban los baúles con correas. Tyrion contó seis: eran de roble, con abrazaderas de hierro. Pato los levantaba con facilidad y se los echaba al hombro.
—Ya está tan alto como Grif. Hace tres días tiró a Pato a un pesebre.
—No me tiró. Hice como que me caía para que se riera.
—Pues fue todo un éxito —replicó Haldon—. Incluso yo me partí de risa.
—En un baúl hay un regalo para el chico: jengibre confitado. Siempre le ha gustado mucho. —Illyrio parecía extrañamente triste—. Pensé que podría seguir con vosotros hasta Ghoyan Drohe. Un banquete de despedida antes de que partáis río abajo…
—No tenemos tiempo para banquetes, mi señor —dijo Haldon—. Grif quiere que nos pongamos en marcha en cuanto regresemos. Nos han llegado noticias, todas malas. Se ha visto a dothrakis al norte del lago Daga; por lo visto eran jinetes del viejo khalasar de Motho, y Khal Zekko no anda lejos; está en el bosque de Qohor.
El gordo dejó escapar un sonido grosero.
—Zekko visita Qohor cada tres o cuatro años. Los qohorienses le dan una saca de oro y vuelve a poner rumbo al este. En cuanto a Motho, sus hombres están tan viejos como él, y su número mengua cada año. La verdadera amenaza es…
—… Khal Pono —terminó Haldon—. Por lo que se dice, Motho y Zekko huyen de él. Según los últimos informes, Pono se encuentra cerca del nacimiento del Selhoru con un khalasar de treinta mil personas. Grif no quiere arriesgarse a que nos atrapen mientras cruzamos el río, en caso de que Pono decida arriesgar el Rhoyne. —Haldon lanzó una mirada en dirección a Tyrion—. ¿A vuestro enano se le da tan bien cabalgar como mear?
—El enano sabe montar —interrumpió Tyrion antes de que el señor del queso respondiera por él—, pero cabalga mejor con una silla especial y un caballo que conozca. Por cierto, también se le da bien hablar.
—Ya se nota. Soy Haldon, el sanador de nuestro pequeño grupo. Los demás me llaman Mediomaestre. Mi compañero es ser Pato.
—Ser Rolly —corrigió el hombre corpulento—. Rolly Campodepatos. Cualquier caballero puede armar caballero a quien quiera, y Grif me armó a mí. ¿Y vos, enano?
—Yollo, se llama Yollo —intervino Illyrio a toda prisa.
«¿Yollo? Suena a nombre de mono». Peor aún, era un nombre pentoshi, y saltaba a la vista que Tyrion no lo era.
—En Pentos me llaman Yollo —se apresuró a aclarar para arreglarlo de la mejor manera posible—, pero mi madre me llamó Hugor Colina.
—¿Qué sois? ¿Un pequeño rey o un pequeño bastardo? —preguntó Haldon.
Tyrion comprendió que haría mejor en tener cuidado con Haldon Mediomaestre.
—Todo enano es un bastardo a ojos de su padre.
—No me cabe la menor duda. Bueno, Hugor Colina, respondedme a lo siguiente. ¿Cómo mató al dragón Urrax Serwyn del Escudo Espejo?
—Se le acercó oculto tras el escudo. Hasta que Serwyn le clavó la lanza en el ojo, Urrax solo vio su propio reflejo.
—Esa historia se la sabe hasta Pato —replicó Haldon, en absoluto impresionado—. ¿Sabríais decirme el nombre del caballero que intentó utilizar la misma estratagema con Vhagar durante la Danza de los Dragones?
—Ser Byron Swann. —Tyrion sonrió—. Le salió mal y acabó asado…, solo que el dragón se llamaba Syrax, no Vhagar.
—Me temo que os equivocáis. En La Danza de los Dragones: Relato verídico, el maestre Munkun dice que…
—… que se llamaba Vhagar. El gran maestre, que no maestre, se equivocaba. El escudero de ser Byron vio morir a su señor y así se lo relató a la hija de este. En su carta dice que fue Syrax, la dragona de Rhaenyra, cosa que tiene mucho más sentido que la versión de Munken. Swann era hijo de un señor marqueño, y Bastión de Tormentas defendía la causa de Aegon. Quien montaba a Vhagar era el príncipe Aemond, hermano de Aegon. ¿Por qué iba a querer matarla Swann?
—Procurad no caeros del caballo. —Haldon apretó los labios—. Si os caéis, más os vale volver a Pentos por vuestra cuenta. Nuestra tímida doncella no espera por hombre ni por enano.
—Las doncellas tímidas son mis favoritas. Después de las viciosas. Decidme, ¿adónde van las putas?
—¿Tengo cara de putañero?
—No se atreve —rio Pato, burlón—. Lemore lo obligaría a rezar para pedir perdón, el chico querría apuntarse, y Grif le cortaría la polla y se la haría tragar.
—Es razonable —apuntó Tyrion—; a un maestre no le hace falta la polla.
—Pero Haldon solo es medio maestre.
—Ya que el enano os parece tan divertido, cabalgaréis con él, Pato —bufó Haldon.
Hizo dar media vuelta a su montura. Pato tardó un momento en terminar de amarrar los baúles de Illyrio al lomo de los tres caballos de carga, y cuando acabó, Haldon ya había desaparecido. Aquello no pareció preocuparlo. Montó a caballo, agarró a Tyrion por el cuello del jubón y lo sentó ante él.
—Agarraos bien al pomo y no os pasará nada. La yegua tiene un trote muy tranquilo, y el camino del Dragón es suave como el culo de una doncella.
Ser Rolly cogió las riendas con la mano derecha y la traílla con la izquierda, e hizo que el caballo emprendiera el trote.
—¡Os deseo buena fortuna! —les gritó Illyrio mientras se alejaban—. Decidle al chico que siento mucho no poder asistir a su boda. Me reuniré con vosotros en Poniente, lo juro por las manos de mi amada Serra.
Cuando Tyrion Lannister perdió de vista a Illyrio Mopatis, el magíster estaba de pie junto a su litera, con su túnica de brocado y los enormes hombros caídos. A medida que aumentaba la distancia y la nube de polvo lo ocultaba, el señor del queso parecía casi pequeño.
Pato dio alcance a Haldon Mediomaestre quinientos pasos más adelante, y cabalgaron juntos desde allí. Tyrion, con las cortas piernas colgando a los lados, se aferró al pomo y se resignó a las ampollas, los calambres y las magulladuras que no tardarían en llegar.
—¿Qué harían con nuestro enano los piratas del lago Daga? —preguntó Haldon.
—No sé. ¿Estofado de enano? —sugirió Pato.
—El peor es Urho el Sucio —le confió Haldon—. Puede matar a un hombre con tan solo su hedor.
—Menos mal que no tengo nariz. —Tyrion se encogió de hombros.
—Si nos encontramos a lady Korra en su Dientes de Bruja, pronto perderéis otras partes —sonrió Haldon—. La llaman Korra la Cruel. La tripulación de su barco está formada por hermosas doncellas que castran a todo varón que capturan.
—Aterrador. Estoy a punto de mearme en los calzones.
—Ni se os ocurra —amenazó Pato.
—Como digáis. Si nos encontramos con esa tal lady Korra, me pondré una falda y le diré que soy Cersei, la famosa belleza barbuda de Desembarco del Rey.
Pato no pudo contener la carcajada.
—Sois un hombrecito muy gracioso —bufó Haldon—. Se dice que el Señor de la Mortaja otorgará una dádiva a cualquiera que lo haga reír. Puede que Su Alteza Gris os elija para adornar su corte de piedra.
Pato miró a su compañero, intranquilo.
—No gastéis bromas sobre él —amonestó Pato, intranquilo—. Estamos muy cerca del Rhoyne; tiene oídos en todas partes.
—Sois un pato muy precavido —reconoció Haldon—. Os pido disculpas, Yollo. No os pongáis tan pálido; solo era una broma. El Príncipe de los Pesares no otorga su beso gris a la ligera.
«Su beso gris». La sola idea hizo que se le pusiera la carne de gallina. La muerte ya no resultaba aterradora para Tyrion Lannister, pero la psoriagrís era otra cosa.
«El Señor de la Mortaja no es más que una leyenda —se dijo—, tan real como el fantasma de Lann el Astuto que, según dicen, hechiza los pasillos de Roca Casterly». Pese a todo, no dijo una palabra. Su repentino silencio pasó desapercibido, porque Pato empezó a contarle su vida. Según le explicó, su padre había sido armero en Puenteamargo, así que él nació acompañado por el sonido del acero y jugó con espadas desde muy pequeño. Se convirtió en un muchacho corpulento y atractivo que llamó la atención de lord Caswell, quien le ofreció un puesto en su guarnición. Pero él siempre había aspirado a más. Había visto al enclenque hijo de Caswell convertirse en paje, luego en escudero y por último en caballero.
—Era un mierdecilla flacucho que no servía para nada, pero el viejo señor tenía cuatro hijas y solo un hijo, así que estaba prohibido decir una sola palabra en su contra. En el patio, durante los entrenamientos, los otros escuderos ni se atrevían a ponerle un dedo encima.
—Pero vos no erais tan timorato, claro. —Tyrion veía claramente el rumbo que tomaba la historia.
—Mi padre me hizo una espada larga para celebrar mi decimosexto día del nombre —prosiguió Pato—, pero a Lorent le gustó tanto que se la quedó, y el imbécil de mi padre nunca se había atrevido a negarle nada. Cuando protesté, Lorent me dijo a la cara que mi mano estaba hecha para sostener un martillo, no una espada. Así que cogí un martillo y me harté de darle golpes; le rompí los brazos y la mitad de las costillas. Después de aquello tuve que salir por piernas del Dominio. Crucé el mar para unirme a la Compañía Dorada y fui aprendiz de herrero unos años, hasta que ser Harry Strickland me aceptó como escudero. Cuando Grif envió un mensaje río abajo diciendo que necesitaba a alguien que entrenara a su hijo en el uso de las armas, Harry me mandó a mí.
—¿Y Grif os armó caballero?
—Un año después, sí.
Haldon Mediomaestre esbozó una sonrisa.
—Contadle a nuestro amiguito cómo os ganasteis vuestro nombre, venga.
—Para ser un caballero no basta con el nombre que se obtuvo al nacer —insistió el hombretón—. Y …Bueno, cuando me armó caballero estábamos en un prado, y pasó volando una bandada de patos… ¡Eh, no os riáis!
Poco después del anochecer se apartaron del camino para descansar en un patio abandonado y lleno de hierbajos, junto a un viejo pozo de piedra. Tyrion se bajó de un salto para masajearse las pantorrillas y aliviar los calambres, mientras Pato y Haldon abrevaban a los caballos. Entre las losas crecían hierba dura de color pardo y retoños de árboles, y más allá se alzaban los muros de lo que en otros tiempos había sido una gran mansión de piedra. Tras ocuparse de los animales, los jinetes compartieron una sencilla cena a base de cerdo en salazón y alubias blancas frías, que regaron con cerveza. A Tyrion le pareció un agradable cambio tras los suculentos platos que había compartido con Illyrio.
—Esos baúles que os hemos traído… —empezó mientras masticaban—. Al principio creía que eran oro para la Compañía Dorada, pero luego vi como ser Rolly se cargaba uno al hombro. Si estuviera lleno de oro, no le habría resultado tan fácil.
—Son armaduras. —Pato se encogió de hombros.
—También vestimenta —aportó Haldon—. Ropa cortesana para todo nuestro grupo: lanas finas, terciopelos, capas de seda… No se puede presentar uno ante la reina vestido con andrajos, ni con las manos vacías. El magíster ha tenido la amabilidad de proporcionarnos los regalos más adecuados.
El amanecer los encontró de nuevo a caballo, trotando hacia el este bajo un manto de estrellas. El viejo camino valyrio brillaba ante ellos como una larga cinta de plata que serpenteara entre bosques y valles. Durante un rato, Tyrion Lannister se sintió casi en paz.
—Lomas Pasolargo tenía razón. Este camino es una maravilla.
—¿Lomas Pasolargo? —inquirió Pato.
—Un escriba que murió hace mucho —apuntó Haldon—. Se pasó la vida recorriendo el mundo y escribiendo sobre las tierras que visitaba. Tiene dos libros: Maravillas y Maravillas creadas por el hombre.
—Un tío mío me los regaló cuando era pequeño —asintió Tyrion—. Los leí hasta que se cayeron a pedazos.
—«Los dioses crearon siete maravillas; los mortales, nueve» —citó el Mediomaestre—. Qué blasfemo, el hombre mortal; mira que superar por dos a los dioses… Pero bueno, así están las cosas. Los caminos de piedra de Valyria estaban entre las nueve maravillas de Pasolargo. En quinto lugar, si mal no recuerdo.
—Cuarto —corrigió Tyrion, que de niño se había aprendido de memoria las dieciséis maravillas. A su tío Gerion le hacía gracia subirlo a la mesa durante los banquetes para que las recitara.
«Y a mí también me gustaba, anda que no. Estar allí de pie, entre los mendrugos, observado por todos y demostrando qué gnomo más listo era». Durante años había soñado con recorrer el mundo y contemplar en persona las maravillas de Pasolargo. Lord Tywin había aniquilado aquellas esperanzas diez días antes de su decimosexto día del nombre, cuando Tyrion le pidió visitar las Nueve Ciudades Libres, como habían hecho sus tíos a la misma edad.
—En mis hermanos se podía confiar; sabíamos que no avergonzarían a la casa Lannister —le replicó su padre—. Ninguno se casó jamás con una prostituta. —Tyrion le recordó que en diez días sería adulto, libre para viajar adonde quisiera—. Ningún hombre es libre —fue la respuesta de lord Tywin—. Eso solo se lo creen los niños y los idiotas. Vete, vete si quieres. Ponte un traje de bufón y da volteretas para divertir a los señores de las especias y a los reyes del queso. Pero asegúrate de que te paguen, y ni sueñes con volver. —La seguridad del niño se había derrumbado ante aquello—. Si lo que quieres es un cargo que te permita ser útil, lo tendrás. —De manera que, para conmemorar su llegada a la vida adulta, Tyrion fue nombrado encargado de las tuberías y cisternas de Roca Casterly.
«Supongo que tenía la esperanza de que me cayera en una. —Si había sido así, Tywin se llevó una decepción. Las tuberías nunca habían estado tan desatascadas como cuando Tyrion se hizo cargo de ellas—. Necesito una copa de vino para quitarme el sabor de Tywin de la boca. De hecho, necesito un pellejo de vino».
Volvieron a montar cuando la luna resplandeció alta en el cielo, aunque Tyrion dormitó a ratos contra el pomo, con repentinos despertares. De tanto en tanto empezaba a resbalarse de la silla, pero ser Rolly lo agarraba y volvía a enderezarlo. Cuando llegó el amanecer, al enano le dolían las piernas y tenía las posaderas magulladas y laceradas.
Tardaron un día más en llegar a Ghoyan Drohe, junto al río.
—El legendario Rhoyne —comentó Tyrion cuando divisaron desde lo alto de un risco la lenta corriente verdosa.
—El pequeño Rhoyne —corrigió Pato.
—Y tanto.
«Bonito río, pero el afluente más pequeño del Tridente es el doble de ancho, y cualquiera de los tres Forcas es más caudaloso. —La ciudad no le resultó más impresionante. Según había leído, Ghoyan Drohe nunca fue grande, pero sí un lugar hermoso, verde y floreciente, una urbe llena de canales y fuentes—. Hasta que empezó la guerra. Hasta que llegaron los dragones». Mil años habían transcurrido; los canales estaban atascados con juncos y lodo, y los estanques, llenos de agua podrida de la que nacían enjambres de moscas. Las piedras caídas de templos y palacios estaban medio hundidas en la tierra, y en las orillas del río crecían sauces viejos y retorcidos.
Entre tanta inmundicia vivían aún unas cuantas personas que cuidaban huertecillos rodeados de malas hierbas. El sonido de las herraduras contra el viejo camino valyrio hizo que la mayoría corriera a esconderse en sus agujeros, aunque los más osados se quedaron al sol para contemplar el paso de los jinetes con ojos desanimados, sin interés. Una niña desnuda, metida en el barro hasta las rodillas, parecía incapaz de apartar la mirada de Tyrion.
«Nunca ha visto a un enano —comprendió—, y menos aún a un enano desnarigado». Hizo una mueca y le sacó la lengua, y la niña se echó a llorar.
—¿Qué le habéis hecho? —preguntó Pato.
—Tirarle un beso. No hay chica que no llore cuando la beso.
Más allá de los sauces retorcidos, el camino se interrumpía bruscamente, de modo que se desviaron hacia el norte durante un trecho y cabalgaron junto al agua, hasta que la vegetación rala dio paso a un viejo embarcadero de piedra medio sumergido y rodeado de hierbas crecidas.
—¡Pato! —oyeron gritar—. ¡Haldon!
Tyrion ladeó la cabeza y vio a un chico en el tejado de una construcción baja de madera. El muchacho agitaba un sombrero de paja de ala ancha para llamarles la atención. Era esbelto y bien formado, algo larguirucho y con una espesa mata de pelo azul oscuro. El enano le calculó quince o dieciséis años.
El tejado sobre el que estaba el chico resultó ser la cabina de la Doncella Tímida, una desvencijada barcaza de un solo mástil, ancha y de poco calado, idónea para subir hasta por los afluentes menos importantes y superar los bancos de arena.
«Fea doncella —pensó Tyrion—, pero a veces las menos agraciadas son las más voraces una vez en la cama. —Las barcazas que surcaban los ríos de Dorne solían estar pintadas con colores vivos y contaban con tallas exquisitas, pero no era el caso de aquella doncella. La pintura era marrón grisácea, descascarillada en algunas zonas, y no había adorno alguno en la caña del timón—. Tiene una pinta espantosa. Sin duda, de eso se trata».
Pato también agitaba los brazos a modo de saludo. La yegua trotó por los bajíos, aplastando juncos a su paso, mientras el chico saltaba a la cubierta de la barcaza y aparecía el resto de la tripulación de la Doncella Tímida. Una pareja de ancianos con rasgos rhoynar se situó junto a la caña del timón, mientras que una hermosa septa ataviada con una túnica blanca salió por la puerta de la cabina y se apartó un mechón castaño de los ojos. Pero Grif era inconfundible.
—Ya basta de gritos —ordenó, y se hizo el silencio en el río.
«Este causará problemas», supo Tyrion al instante.
Grif llevaba una capa hecha con el pellejo y la cabeza de un lobo rojo del Rhoyne. Por debajo iba vestido de cuero marrón reforzado con anillas de hierro. Su rostro afeitado también parecía de cuero, con marcadas líneas a los lados de los ojos. Tenía el pelo tan azul como su hijo, pero con las raíces rojizas y las cejas más rojas todavía. Llevaba espada y daga al cinto. Si se alegraba de volver a ver a Pato y Haldon, lo disimulaba bien, aunque no se molestó en disimular el disgusto ante la presencia de Tyrion.
—¿Un enano? ¿Qué pasa aquí?
—Ya, ya, me imagino que esperabais un queso. —Tyrion se volvió hacia Grif el Joven y le dedicó su sonrisa más arrebatadora—. El pelo azul te quedará bien en Tyrosh, pero en Poniente, los niños te tirarán piedras y las niñas se reirán de ti.
—Mi madre era una dama de Tyrosh —respondió el muchacho, algo sorprendido—, y me tiño el pelo en su recuerdo.
—¿Qué pinta aquí esta aberración? —exigió saber Grif.
—Illyrio lo explica en una carta —respondió Haldon.
—Dádmela, y llevad al enano a mi camarote.
«No me gustan sus ojos», reflexionó Tyrion cuando el mercenario se sentó frente a él en la penumbra del interior de la barcaza, separado de él por el basto tablón de una mesa y una alta vela de sebo. Eran unos ojos azules como el hielo, claros y fríos. El enano desconfiaba de los ojos claros. Los de lord Tywin eran verde claro con motas doradas.
Se quedó mirando al mercenario mientras leía. El mero hecho de que supiera leer ya tenía de por sí un hondo significado. ¿Cuántos mercenarios podían presumir de conocer las letras?
«Y casi no mueve los labios».
Por último, Grif alzó la vista del pergamino, con sus ojos claros entrecerrados.
—¿Tywin Lannister, muerto? ¿Por vuestra mano?
—Por mi dedo. Concretamente por este. —Tyrion lo alzó para que Grif tuviera ocasión de admirarlo—. Lord Tywin estaba sentado en el escusado, así que le clavé una saeta en las tripas para ver si de verdad cagaba oro. No era así. Una pena; me habría venido de maravilla un poco de oro. También maté a mi madre, pero eso fue antes. Ah, y a mi sobrino Joffrey. Lo envenené en su banquete de bodas y me quedé mirando mientras se asfixiaba. ¿No os lo ha contado el mercachifle? Por cierto, tengo intención de añadir a mis hermanos a la lista, si a vuestra reina le parece bien.
—¿Que si le parece bien? ¿Es que Illyrio se ha vuelto loco? ¿Cómo se le ha pasado por la cabeza que su alteza pueda incorporar a su servicio a un asesino de reyes, a un traidor confeso?
«Buena pregunta», pensó Tyrion.
—El rey al que maté estaba sentado en su trono, y todos aquellos a los que traicioné eran leones, así que en mi opinión ya le he prestado un excelente servicio a la reina. —Se rascó los restos de nariz—. No temáis, no pienso mataros, no sois pariente mío. ¿Os importa que mire qué os escribió el mercachifle? Me encanta leer lo que se dice de mí.
Grif hizo caso omiso de su petición, y arrimó la carta a la vela hasta que el pergamino se ennegreció, se combó y prendió.
—Hay mucha sangre entre los Targaryen y los Lannister. ¿Por qué ibais a uniros a la causa de la reina Daenerys?
—Por oro y gloria —replicó el enano en tono alegre—. Ah, y por odio. Si conocierais a mi hermana, lo entenderíais.
—Entiendo perfectamente qué es el odio. —Por la manera en que Grif pronunció la palabra, Tyrion supo que era verdad.
—Entonces ya tenemos algo en común. —«Este también ha tragado mucho odio. Hace años que se arropa en odio para dormir».
—No soy caballero.
«Mentiroso, y además, malo. Eso ha sido muy torpe y muy estúpido, mi señor».
—Pues dice ser Pato que vos lo armasteis.
—Pato habla demasiado.
—Hay quien consideraría notable que un pato hablara, mucho o poco. Da igual; el caso es que vos no sois caballero y yo soy Hugor Colina, un pequeño monstruo. Vuestro pequeño monstruo, si lo preferís. Tenéis mi palabra de que mi único deseo es servir a la reina dragón.
—¿Cómo pensáis serle de utilidad?
—Con mi lengua. —Se lamió los dedos uno por uno—. Puedo explicar a su alteza cómo piensa mi querida hermana, si es que a eso se le puede llamar pensar. Puedo explicar a sus capitanes cómo derrotar a mi hermano Jaime en batalla. Sé qué señores son valientes y cuáles cobardes, qué señores son leales y cuáles tornadizos. Puedo conseguirle alianzas. Y sé mucho de dragones, como podrá confirmaros vuestro mediomaestre. También soy divertido y como poco. Podéis considerarme vuestro duendecillo particular.
—Quiero que esto quede bien claro, enano —dictaminó Grif tras meditar un momento—. Aquí sois la última mierda. Vigilad vuestras palabras y haced lo que se os diga, o lo lamentaréis.
«Sí, padre», estuvo a punto de responder Tyrion.
—Como digáis, mi señor.
—No soy ningún señor.
—Disculpad, amigo, era simple cortesía. —«Mientes».
—Tampoco soy vuestro amigo.
—Lástima. —«Ni caballero, ni señor, ni amigo».
—No me vengáis con ironías. Os llevaré a Volantis. Si en el trayecto demostráis ser útil y obediente, podéis quedaros con nosotros para servir a la reina de la mejor manera posible. Si resulta que dais más problemas de los que resolvéis, os tocará apañároslas por vuestra cuenta.
«Ya, y me las apañaré para llegar al fondo del Rhoyne, para que los peces me mordisqueen lo que me queda de nariz».
—Valar dohaeris.
—Podéis dormir en la cubierta o en la bodega, como gustéis. Ysilla os dará unas mantas.
—Qué amable. —Tyrion hizo una torpe reverencia, pero se detuvo ante la puerta del camarote y dio media vuelta—. ¿Y si cuando demos con la reina descubrimos que todo eso de los dragones no era más que una invención de marineros borrachos? Abundan las leyendas por el estilo: endriagos, tiburientes, gules, espectros, sirenas, goblins de piedra, caballos alados, cerdos alados…, leones alados…
—Os lo he advertido, Lannister. —Grif lo miró con el ceño fruncido—. Vigilad esa lengua, o la perderéis. Hay reinos enteros en peligro; estamos arriesgando nuestras vidas, nuestros nombres, nuestro honor. Eso no es ningún juego.
«Claro que sí —pensó Tyrion—. Es un juego de tronos».
—Como digáis, capitán —murmuró al tiempo que hacía otra reverencia.