Jon (2)

Jon Nieve leyó la carta una y otra vez hasta que las palabras comenzaron a emborronarse y superponerse.

«No puedo firmar esto. No pienso firmar esto. —Estuvo tentado de quemar el pergamino en aquel mismo instante, pero lo que hizo fue beber de la cerveza que había dejado por la mitad durante la solitaria cena del día anterior—. Tengo que firmarlo. Me eligieron para que fuera su lord comandante. El Muro me pertenece, así como la Guardia. La Guardia de la Noche no toma partido».

Sintió alivio al ver a Edd Tollet el Penas abrir la puerta para decirle que Elí estaba esperando. Jon guardó la carta del maestre Aemon.

—La recibiré ahora mismo. —Había temido aquel momento—. Ve a buscar a Sam; después quiero hablar con él.

—Seguro que está abajo leyendo. Mi antiguo septón decía que los libros son muertos que hablan. En mi opinión, deberían quedarse callados. A nadie le interesa el parloteo de los muertos. —Edd el Penas se marchó mascullando algo sobre gusanos y arañas.

Elí se arrodilló nada más entrar. Jon rodeó la mesa y la instó a ponerse en pie.

—No necesitas hincar la rodilla ante mí. Eso se reserva para los reyes. —Aunque Elí era madre y esposa, aún le parecía casi una niña, una cosita delgada envuelta en una vieja capa de Sam. Le quedaba tan grande que bajo sus pliegues se podían esconder varias chicas como ella.

—¿Los niños están bien?

—Sí, mi señor. —La salvaje sonrió con timidez bajo la capucha—. Me daba miedo no tener bastante leche para los dos, pero cuanto más maman, más me sale. Son fuertes.

—Tengo que decirte algo muy duro. —Estaba a punto de decir pedirte, pero se dio cuenta justo a tiempo.

—¿Es por Mance? Val le ha rogado al rey que lo perdone. Le ha dicho que, si no matan a Mance, ella se dejará casar con alguno de sus arrodillados y nunca le cortaría la garganta. Van a perdonar a ese tal Señor de los Huesos. Craster siempre juró que lo mataría si asomaba la cabeza por el torreón. Mance no ha hecho ni la mitad de cosas que él.

«Lo único que ha hecho Mance es encabezar un ejército contra el reino que juró proteger».

—Mance pronunció nuestro juramento, Elí. Luego cambió de capa, se casó con Dalla y se coronó Rey-más-allá-del-Muro. Ahora, su vida está en manos del rey. No es de él de quien quiero hablar, sino de su hijo. Del hijo de Dalla.

—¿El niño de teta? —Le temblaba la voz—. No ha roto ningún juramento, mi señor. Duerme, llora y mama, nada más; nunca ha hecho daño a nadie. No dejéis que lo quemen. Salvadlo, por favor.

—Solo tú puedes salvarlo, Elí. —Jon le explicó cómo.

Otra mujer habría gritado y maldecido, lo habría mandado a los siete infiernos. Otra mujer se habría abalanzado sobre él ciega de rabia, le habría pegado, pateado y arrancado los ojos con las uñas. Otra mujer lo habría desafiado.

Elí solo negó con la cabeza.

—No. Por favor, no.

El cuervo se hizo con la palabra. «¡No!», gritó.

—Si te niegas, quemarán al niño. Puede que no sea mañana, ni pasado mañana…, pero será pronto, cuando Melisandre necesite despertar un dragón, levantar viento o realizar cualquier otro hechizo que requiera la sangre de un rey. Para entonces Mance será un montón de huesos y cenizas; ella exigirá a su hijo para el fuego y Stannis no se lo impedirá. Si no te llevas al niño, lo quemará.

—Me iré. Me lo llevaré, me los llevaré a los dos, al niño de Dalla y al mío. —Las lágrimas le rodaron por las mejillas. De no ser por la vela que las hacía brillar, Jon ni se habría dado cuenta de que lloraba.

«Supongo que las esposas de Craster enseñaron a sus hijas a llorar contra la almohada. O quizá salieran de casa para llorar, bien lejos de los puños de Craster». Jon flexionó los dedos de la mano de la espada.

—Si te llevas a los dos, los hombres del rey te perseguirán y te traerán de vuelta a rastras. Quemarían al niño… y a ti con él. —«Si la consuelo, pensará que sus lágrimas pueden conmoverme. Tiene que darse cuenta de que no voy a ceder»—. Solo te llevarás a un niño, y será el de Dalla.

—Si una madre abandona a su hijo, quedará maldecida para siempre. No se puede abandonar a un hijo. Sam y yo lo salvamos. Por favor. Por favor, mi señor. Lo salvamos del frío.

—Los hombres dicen que la muerte por congelación es casi apacible. Sin embargo, el fuego… ¿Ves esa vela, Elí?

—Sí. —Elí miró la llama.

—Tócala. Pon la mano encima.

Sus grandes ojos marrones se abrieron aún más. No se movió.

—Hazlo. —«Mata al niño»—. Ahora mismo.

La muchacha colocó la mano temblorosa sobre la llama.

—Más abajo. Deja que te bese.

Elí bajó un poco la mano. Luego, un poco más. Cuando la llama le lamió la piel, apartó la mano y empezó a sollozar.

—Es horrible morir en el fuego. Dalla dio la vida por su hijo, pero has sido tú quien lo ha criado. Lo salvaste del hielo; ahora tienes que salvarlo del fuego.

—Pero entonces, la mujer roja quemará a mi hijo. Si no puede echar a las llamas al hijo de Dalla, echará al mío.

—Tu hijo no tiene sangre real. Melisandre no gana nada entregándolo a las llamas. Stannis quiere que el pueblo libre luche por él; no quemará a un niño inocente sin un buen motivo. Tu chico estará a salvo. Le buscaré una nodriza y crecerá aquí, en el Castillo Negro, bajo mi protección. Aprenderá a cazar y montar; a luchar con espada, hacha y arco. Incluso me haré cargo de que aprenda a leer y escribir. —A Sam le gustaría aquello—. Y cuando tenga edad suficiente, le diré la verdad. Será libre para buscarte, si eso es lo que quiere.

—Lo convertiréis en un cuervo. —Se limpió las lágrimas con el dorso de la pálida mano—. No. Me niego.

«Mata al niño», pensó Jon.

—Harás lo que te digo. De lo contrario, te doy mi palabra de que el día en que quemen al hijo de Dalla, el tuyo también morirá.

—Morirá —graznó el cuervo del Viejo Oso—. Morirá, morirá, morirá.

La chica se encogió, con la mirada fija en la vela y los ojos llenos de lágrimas.

—Puedes retirarte. No hables de esto con nadie, pero asegúrate de estar lista para partir una hora antes del amanecer. Mis hombres irán a buscarte —dijo Jon tras un largo silencio.

Elí se levantó y se marchó sin volver a mirarlo, pálida y muda. Jon la oyó atravesar la armería. Iba casi corriendo.

Cuando fue a cerrar la puerta, vio que Fantasma roía un hueso de buey, tendido bajo el yunque. El gran huargo blanco le observó acercarse.

—Ya era hora de que volvieras. —Volvió a su silla, a releer la carta del maestre Aemon.

Samwell Tarly apareció poco después, cargado con un montón de libros. Tan pronto como entró, el cuervo de Mormont voló hacia él y le pidió maíz. Sam trató de complacerlo y le ofreció unos granos del saco que colgaba tras la puerta, pero el cuervo quiso picotearle la mano. Sam gritó; el cuervo batió las alas y el maíz saltó por los aires.

—¿Te ha hecho daño este canalla? —preguntó Jon.

—Sí. —Sam se apresuró a quitarse el guante—. Estoy sangrando.

—Todos derramamos sangre por la Guardia. Ponte guantes más gruesos. —Jon empujó una silla hacia él con un pie—. Siéntate y echa un vistazo a esto. —Le tendió el pergamino.

—¿Qué es?

—Un escudo de papel.

Sam lo leyó atentamente.

—¿Una carta para el rey Tommen?

—En Invernalia, Tommen y mi hermano Bran lucharon con espadas de madera —recordó Jon—. Tommen llevaba tantas almohadillas protectoras que parecía un ganso relleno. Bran lo derribó. —Se dirigió a la ventana y la abrió. El aire era fresco y vivificante, a pesar del gris plomizo del cielo—. Pero Bran ha muerto, y Tommen, el gordito de cara rosada, está sentado en el Trono de Hierro con una corona entre los rizos dorados.

Sam le lanzó una mirada torva, y durante un momento pareció dispuesto a decir algo, pero tragó saliva y volvió a mirar el pergamino.

—No has firmado la carta —dijo. Jon negó con la cabeza.

—El Viejo Oso suplicó ayuda al Trono de Hierro cien veces. Le enviaron a Janos Slynt. Ninguna carta nos granjeará el afecto de los Lannister, y menos aún cuando sepan que hemos estado ayudando a Stannis.

—Solo en la defensa del Muro; no en su rebelión. Aquí lo pone.

—Puede que lord Tywin no capte el matiz. —Jon volvió a coger la carta—. ¿Por qué va a ayudarnos ahora? ¿Qué ha cambiado?

—No querrá que se diga que Stannis cabalgó en defensa del reino mientras el rey Tommen jugaba con sus muñecos. Eso haría caer la ignominia sobre la casa Lannister.

—Lo que quiero que caiga sobre la casa Lannister es muerte y destrucción, no ignominia. —Jon cogió la carta—. «La Guardia de la Noche no toma parte en las guerras de los Siete Reinos —leyó—. Juramos defenderlos todos, y el territorio corre grave peligro en estos momentos. Stannis Baratheon nos ayuda contra nuestros enemigos del otro lado del Muro, pero no estamos a su servicio…».

—Bueno, es que no estamos a su servicio, ¿verdad? —Sam se agitó en la silla.

—Le he proporcionado a Stannis provisiones, refugio y el Fuerte de la Noche, además de permiso para instalar en el Agasajo a unos cuantos miembros del pueblo libre. Nada más.

—Lord Tywin dirá que nada menos.

—Pues Stannis opina que no es suficiente. Cuanto más se le da a un rey, más quiere. Caminamos por un puente de hielo, con un abismo a cada lado. Complacer a un rey ya es difícil; complacer a dos es imposible.

—Sí, pero… Si al final vencen los Lannister y lord Tywin decide que hemos traicionado al rey por ayudar a Stannis, podría ser el final de la Guardia de la Noche. Tiene el apoyo de los Tyrell, con todo el poder de Altojardín, y derrotó a lord Stannis en el Aguasnegras.

—Lo del Aguasnegras fue una batalla. Robb ganó todas las batallas, y aun así le cortaron la cabeza. Si Stannis consigue arrastrar al norte…

—Los Lannister también tienen vasallos en el norte: lord Bolton y su bastardo —dijo Sam, tras dudar un momento.

—Stannis tiene a los Karstark. Si pudiera conseguir Puerto Blanco…

—Si pudiera —subrayó Sam—. Si no…, mi señor, hasta un escudo de papel es mejor que nada.

—Es verdad. —«Igual que Aemon. —Había tenido la esperanza de que Sam Tarly lo viese de otra forma—. Solo es tinta y pergamino». Resignado, cogió la pluma y firmó—. Trae el lacre. —«Antes de que cambie de idea». Sam se apresuró a obedecer. Jon estampó el sello de lord comandante y le entregó la carta—. Llévale esto al maestre Aemon cuando te vayas —ordenó—; dile que envíe un pájaro a Desembarco del Rey.

—Muy bien. —Sam sonaba aliviado—. Mi señor, si no te importa que te lo pregunte… He visto salir a Elí. Estaba al borde de las lágrimas.

—Val ha vuelto a enviármela a interceder por Mance —mintió Jon. Hablaron un rato de Mance, Stannis y Melisandre de Asshai, hasta que el cuervo terminó con todo el maíz y gritó: «Sangre».

—Voy a enviar a Elí lejos de aquí —dijo Jon al final—. A ella y al niño. Tendremos que buscar otra nodriza para su hermano de leche.

—Mientras tanto se le puede dar leche de cabra; para los niños de teta es mejor que la de vaca. —A Sam lo incomodaba hablar tan a las claras de pechos femeninos, así que empezó a parlotear sobre historia y sobre niños comandantes que habían vivido y muerto cientos de años atrás.

—Dime algo útil. Háblame de nuestro enemigo —interrumpió Jon.

—Los Otros. —Sam se humedeció los labios—. Aparecen mencionados en los anales, aunque no tan a menudo como cabría esperar, al menos en los que he leído hasta ahora. Hay más que todavía no he encontrado. Los más viejos se caen a pedazos: las páginas se desmenuzan cuando las paso. Y los antiguos de verdad… O se han deshecho por completo, o están enterrados en algún lugar donde no he buscado aún, o… Bueno, también es posible que no existan, que no hayan existido nunca. Las historias más antiguas se escribieron después de que los ándalos llegaran a Poniente. Los primeros hombres solo nos dejaron runas grabadas en piedra, de modo que todo lo que creemos saber sobre la Edad de los Héroes, la Era del Amanecer y la Larga Noche procede de relatos que escribieron los septones miles de años después. En la Ciudadela hay archimaestres que lo ponen todo en duda. Esas historias antiguas están llenas de reyes que reinaron durante cientos de años y caballeros que cabalgaban por ahí milenios antes de que existieran los caballeros. Ya conoces las historias: Brandon el Constructor, Symeon Ojos de Estrella, el Rey de la Noche… Decimos que eres el lord comandante número novecientos noventa y ocho de la Guardia de la Noche, pero en la lista más antigua que he encontrado pone que hubo seiscientos setenta y cuatro, lo cual indica que se redactó hace…

—Hace mucho —interrumpió Jon—. ¿Qué hay de los Otros?

—He encontrado alusiones al vidriagón. Durante la Edad de los Héroes, los hijos del bosque entregaban a la Guardia de la Noche un centenar de puñales de obsidiana al año. La mayoría de los relatos coincide en que los Otros llegan con el frío. O si no, cuando llegan empieza el frío. A veces aparecen durante las ventiscas y se derriten cuando se despeja el cielo. Se esconden de la luz del sol y salen de noche…, o bien cae la noche cuando ellos salen. Según algunas narraciones cabalgan a lomos de animales muertos: osos, huargos, mamuts, caballos… No importa, con tal de que la bestia no esté viva. El que mató a Paul el Pequeño montaba un caballo muerto, de modo que esa parte es cierta. Otros relatos hablan también de arañas de hielo gigantes, pero no sé a qué se refieren. A los hombres que mueren combatiendo a los Otros hay que quemarlos; de lo contrario se levantarán y serán sus esclavos.

—Todo eso ya lo sabemos. La cuestión es saber cómo los podemos combatir.

—Según los relatos, la armadura de los Otros es resistente a casi cualquier arma normal —prosiguió Sam—. Llevan espadas tan frías que hacen trizas el acero. Pero el fuego los detiene, y son vulnerables a la obsidiana. Encontré una reseña de tiempos de la Larga Noche que hablaba del último héroe que mataba Otros con una espada de acerodragón. Da a entender que era infalible contra ellos.

—¿Acerodragón? —El término era nuevo para Jon—. ¿Acero valyrio?

—Eso mismo fue lo primero que pensé yo.

—Así que si consigo convencer a los señores de los Siete Reinos de que nos entreguen sus espadas valyrias, habremos salvado el mundo. No es tan difícil. —«No más que convencerlos de que nos den todos sus castillos y monedas». Rió con amargura—. ¿Has averiguado quiénes son los Otros, de dónde vienen, qué quieren?

—Aún no, pero puede que no haya leído los libros relevantes; quedan cientos que todavía no he mirado siquiera. Dame más tiempo y averiguaré lo que haya que averiguar.

—No queda tiempo. Recoge tus cosas, Sam. Te vas con Elí.

—¿Que me voy? —Miró a Jon boquiabierto, como si no entendiese el significado de sus palabras—. ¿Me voy? ¿A Guardaoriente, mi señor? O… ¿Adónde…?

—A Antigua.

—¿A Antigua? —repitió Sam con voz aguda.

—Y también va Aemon.

—¿Aemon? ¿El maestre Aemon? Pero… tiene ciento dos años, no puede… ¿Nos envías lejos a los dos? ¿Quién se encargará de los cuervos? Si alguien cae enfermo o herido, ¿quién…?

—Clydas. Lleva años con Aemon.

—Clydas no es más que un mayordomo y está perdiendo la vista. Aquí hace falta un maestre. Aemon está muy delicado, y un viaje por mar… Podría… Es muy viejo, y…

—Su vida correrá peligro. Soy consciente de ello, Sam, pero más peligro corre aquí. Stannis sabe quién es Aemon, y si la mujer roja exige sangre de reyes para sus hechizos…

—Ah. —Las mejillas de Sam perdieron todo el color.

—Dareon se reunirá contigo en Guardiaoriente. Tengo la esperanza de que nos consiga unos cuantos hombres en el sur con sus canciones. La Pájaro Negro os llevará a Braavos; una vez allí, busca tú la manera de llegar a Antigua. Si sigues pensando en decir que el hijo de Elí es tu bastardo, mándala con él a Colina Cuerno. Si no, Aemon le buscará un trabajo de criada en la Ciudadela.

—Mi b-b-bastardo. Sí… Mi madre y mis hermanas ayudarán a Elí a criar al niño. Dareon puede acompañarla a Antigua; no hace falta que vaya yo. Estoy… He estado entrenándome con el arco todas las tardes con Ulmer, como ordenaste. Bueno, menos cuando estoy en las criptas, pero también me dijiste que averiguara todo lo posible sobre los Otros. El arco hace que me duelan los hombros y me salgan ampollas en los dedos. —Le enseñó la mano—. Pero sigo practicando. Ahora ya acierto en la diana bastantes veces, aunque sigo siendo el peor arquero que ha habido jamás. En cambio, me encantan las historias que cuenta Ulmer. Alguien debería recopilarlas en un libro.

—Encárgate tú. En la Ciudadela hay pergaminos y tinta, así como arcos. Quiero que sigas entrenándote, Sam. La Guardia de la Noche cuenta con cientos de hombres capaces de lanzar una flecha, pero solo unos pocos saben leer y escribir. Necesito que seas mi nuevo maestre.

—Mi señor…, mi trabajo está aquí, con los libros…

—Los libros seguirán en su sitio cuando vuelvas.

—Mi señor, en la Ciudadela… —Sam se llevó una mano a la garganta—. Obligan a los aprendices a abrir cadáveres. No puedo llevar cadena.

—Sí, puedes, y lo harás. El maestre Aemon es anciano y está ciego; le flaquean las fuerzas. ¿Quién ocupará su lugar cuando muera? El maestre Mullin de la Torre Sombría tiene más de soldado que de erudito, y el maestre Harmune de Guardiaoriente pasa más tiempo borracho que sobrio.

—Si pides más maestres a la Ciudadela…

—Eso voy a hacer; nos hacen mucha falta. Pero no es tan fácil sustituir a Aemon Targaryen. —«Esto no va como esperaba». Sabía que Elí sería difícil, pero daba por supuesto que a Sam le gustaría cambiar los peligros del Muro por el clima cálido de Antigua—. Creía que te alegrarías —dijo, confundido—. En la Ciudadela hay más libros de los que nadie pueda leer en toda una vida. Allí te irá muy bien, Sam. Estoy seguro.

—No. Puedo leer los libros, pero… Un maestre también tiene que ser sanador, y a mí la s-s-sangre me marea. —Empezó a temblarle la mano, como para demostrar que decía la verdad—. Soy Sam el Asustado, no Sam el Mortífero.

—¿Asustado? ¿De qué? ¿De las burlas de unos viejos? Tú viste a los espectros subir por el Puño, viste una marea de muertos vivientes con las manos negras y los ojos azules llameantes. Mataste a un Otro.

—Fue el v-v-vidriagón, no yo.

—Cállate —espetó Jon. Después de lo de Elí, no le quedaba paciencia para los miedos del gordo—. Mentiste, conspiraste e intrigaste para que me eligieran lord comandante. Ahora me vas a obedecer. Irás a la Ciudadela y te forjarás una cadena, y si para eso tienes que abrir cadáveres, los abrirás. Al menos, los cadáveres de Antigua no pondrán objeciones.

—Mi señor, mi p-p-p-padre, lord Randyll, dice, dice, dice, dice… La vida del maestre es una vida de servicio. Ningún hijo de la casa Tarly llevará jamás una cadena. Los hombres de Colina Cuerno no se inclinan ante ningún señor menor. No puedo desobedecer a mi padre, Jon.

«Mata al niño —pensó Jon—. Al niño que hay en ti y al niño que hay en él. Mátalos a los dos, bastardo de mierda».

—No tienes padre. Solo hermanos, solo a nosotros. Tu vida pertenece a la Guardia de la Noche, así que ve a meter en una saca tu ropa interior y todo lo que quieras llevarte a Antigua. Partirás una hora antes del amanecer. Y te voy a dar otra orden: de hoy en adelante no volverás a decir que eres un cobarde. En este último año te has enfrentado a más cosas que la mayoría de los hombres en toda una vida. Te puedes enfrentar a la Ciudadela; te enfrentarás a ella como hermano juramentado de la Guardia de la Noche. No puedo ordenarte que seas valiente, pero sí que ocultes tus temores. Pronunciaste el juramento, Sam. ¿Te acuerdas?

—Lo… intentaré.

—No lo intentarás. Obedecerás.

—Obedecerás. —El cuervo de Mormont batió las grandes alas negras.

—Como ordene mi señor. ¿Lo…, lo sabe ya el maestre Aemon? —Sam parecía hundirse por momentos.

—La idea se nos ocurrió a los dos. —Jon le abrió la puerta—. Nada de despedidas. Cuanta menos gente se entere, mejor. Una hora antes del amanecer, junto al cementerio.

Sam salió tan precipitadamente como Elí, y de pronto, Jon se sintió abrumado por el cansancio.

«Necesito dormir». Había pasado despierto la mitad de la noche, estudiando mapas minuciosamente, escribiendo cartas y trazando planes con el maestre Aemon. No consiguió conciliar el sueño ni después de derrumbarse en su camastro. Sabía a qué se enfrentaría al día siguiente, y se pasó la noche dando vueltas a las palabras de despedida del maestre Aemon.

—Os daré un último consejo, mi señor —había dicho el anciano—, el mismo que le di a mi hermano cuando nos vimos por última vez. Tenía treinta y tres años cuando el Gran Consejo lo escogió para ocupar el Trono de Hierro. Era un hombre adulto y con hijos, pero en algunos aspectos seguía siendo un niño. Egg tenía una inocencia, una dulzura, que todos adorábamos. «Mata al niño que hay en ti —le dije el día en que zarpábamos hacia el Muro—. Para gobernar hace falta un hombre. Un Aegon, no un Egg. Mata al niño y que nazca el hombre». —El anciano tocó la cara de Jon—. Tienes la mitad de los años que tenía Egg, y me temo que tu tarea es mucho más ingrata. No disfrutarás mucho de tu mandato, pero creo que tienes fuerza para hacer lo necesario. Mata al niño, Jon Nieve. El invierno se nos echa encima. Mata al niño y que nazca el hombre.

Jon se puso la capa y salió a zancadas. Todos los días hacía la ronda por el Castillo Negro: visitaba a los centinelas y escuchaba sus informes directamente; observaba a Ulmer y sus acólitos entrenarse en los blancos de prácticas; hablaba con hombres del rey y de la reina, subía hasta la helada cima del Muro para echar un vistazo al bosque… Fantasma caminaba tras él, como una sombra blanca.

Kedge Ojoblanco estaba al mando del Muro cuando subió Jon. Kedge había visto poco más de cuarenta días de su nombre, treinta de ellos en el Muro. Estaba tuerto del ojo izquierdo y delicado del derecho. Cuando estaba solo en el bosque con un hacha y un caballo, era tan buen explorador como cualquier otro de la Guardia, pero nunca se había llevado bien con los demás.

—Un día tranquilo —le dijo a Jon—. Sin novedad, excepto por los exploradores que se han equivocado de camino.

—¿Qué exploradores se han equivocado de camino? —preguntó Jon.

—Un par de caballeros. —Kedge sonrió—. Han salido hace una hora hacia el sur por el camino Real. Dywen los ha visto partir, y dice que esos idiotas sureños se habían equivocado de camino.

—Ya veo.

El propio Dywen le amplió la noticia en las barracas mientras sorbía caldo de cebada de un cuenco.

—Sí, mi señor, los he visto. Eran Thorpe y Massey. Dicen que los ha enviado Stannis en persona, pero no adónde ni para qué, ni cuándo vuelven.

Ser Richard Thorpe y ser Justin Massey eran ambos hombres de la reina, y gozaban de alta consideración en los consejos del rey.

«Si lo único que quería Stannis era explorar, le habría bastado con enviar un par de jinetes —reflexionó Jon—, pero los caballeros son más adecuados para transmitir mensajes». Cotter Pyke había enviado un cuervo desde Guardiaoriente diciendo que el Caballero de la Cebolla y Salladhor Saan habían zarpado hacia Puerto Blanco para tratar con lord Manderly, de modo que era lógico que mandase más mensajeros. Su alteza no destacaba por su paciencia.

Lo que ya no se sabía era si volverían los exploradores que se habían equivocado de camino. Por muy caballeros que fueran, no conocían el norte.

«Habrá muchos ojos en el camino Real, y no todos serán amistosos. —Pero eso no era asunto de Jon—. Que Stannis guarde sus secretos; bien saben los dioses que yo tengo los míos».

Aquella noche, Fantasma durmió a los pies de su cama, y por una vez Jon no soñó que era un lobo. Sin embargo, pasó una noche intranquila, y dio vueltas durante horas antes de caer en una pesadilla en la que Elí lloraba y le suplicaba que dejase en paz a sus bebés, pero él se los arrancaba de los brazos, les cortaba la cabeza, las intercambiaba y le pedía que las volviera a coser.

Cuando despertó, la figura de Edd Tollett se cernía sobre él en la penumbra de la habitación.

—Es la hora del lobo, mi señor. Dejasteis instrucciones de que se os despertara.

—Tráeme algo caliente —pidió Jon mientras echaba las mantas a un lado.

Edd regresó, con una taza humeante en las manos, cuando ya se había vestido. Jon esperaba vino especiado caliente y se sorprendió al descubrir que era un caldo ligero que olía a puerros y zanahorias, pero que no parecía llevar ni puerros ni zanahorias.

«Los olores son más intensos en mis sueños de lobo —pensó—, y la comida también tiene más sabor. Fantasma está más vivo que yo». Dejó la taza vacía en la forja.

Tonelete estaba en su puerta aquella mañana.

—Quiero hablar con Bedwyck y Janos Slynt —le dijo Jon—. Que vengan en cuanto amanezca.

En el exterior, el mundo estaba oscuro y silencioso. «Hace frío, pero no es peligroso. Aún no. Hará más calor cuando salga el sol. Si los dioses son misericordiosos, puede que el Muro llore». La columna ya estaba formada cuando llegaron al cementerio. Jon había puesto al mando de la escolta a Jack Bulwer el Negro, que tenía a su cargo una docena de exploradores montados y dos carromatos. Uno transportaba una pila enorme de cajas, arcones y sacos repletos de provisiones para el viaje, y el otro estaba cubierto con un techo rígido de cuero endurecido que lo protegía del viento. El maestre Aemon estaba sentado al fondo, arrebujado en una piel de oso que lo hacía parecer pequeño como un niño. Sam y Elí estaban cerca. Elí tenía los ojos rojos e hinchados, pero llevaba al niño en brazos y lo estrechaba con fuerza. Jon no habría sabido decir si era su hijo o el de Dalla. Solo los había visto juntos en un par de ocasiones; el niño de Elí era mayor y el de Dalla más robusto, pero se parecían tanto en edad y tamaño que nadie que no los conociese bien podría distinguirlos.

—Lord Nieve —llamó el maestre Aemon—, os he dejado un libro en mis habitaciones. El Compendio jade. Lo escribió el aventurero volantino Colloquo Votar, que viajó al este y visitó todas las tierras del mar de Jade. Hay un pasaje que os parecerá muy interesante; le he dicho a Clydas que os lo marque.

—Lo leeré, no lo dudéis.

—El conocimiento es un arma, Jon. —El maestre Aemon se limpió la nariz—. Aseguraos de ir bien armado antes de entrar en combate.

—Muy bien. —Jon sintió algo frío y húmedo en la cara. Cuando miró hacia arriba, vio que estaba nevando. «Mal presagio». Se volvió hacia Jack Bulwer—. Id tan deprisa como podáis, pero sin correr riesgos innecesarios. Viajan con vosotros un anciano y un bebé. Encargaos de que no pasen frío ni hambre.

—Vos también, mi señor. —Elí no tenía prisa por subir al carromato—. Haced lo mismo por el otro. Buscadle otra nodriza, como dijisteis. Me lo habéis prometido. El niño… El hijo de Dalla… Es decir, el príncipe… Buscadle una buena mujer, para que crezca grande y fuerte.

—Tenéis mi palabra.

—No le pongáis nombre. Nada de nombres hasta que cumpla dos años. Trae mala suerte ponerles nombre cuando aún toman el pecho. Puede que los cuervos no lo sepáis, pero es así.

—Como ordenéis, mi señora.

—No me llaméis así. Soy madre, no señora. Soy esposa de Craster e hija de Craster, y también soy madre. —Le entregó el niño a Edd el Penas para subir al carromato y se cubrió con unas pieles. Cuando Edd le devolvió al pequeño, Elí empezó a darle el pecho. Sam apartó la vista, rojo como un tomate, y subió a su yegua.

—¡En marcha! —ordenó Jack Bulwer el Negro al tiempo que hacía chasquear el látigo. Los carromatos empezaron a avanzar. Sam se demoró un momento.

—Bueno, hasta pronto.

—Hasta pronto, Sam —respondió Edd el Penas—. No creo que tu barco se hunda; los barcos solo se hunden si yo estoy a bordo.

—La primera vez que vi a Elí tenía la espalda apretada contra una pared del Torreón de Craster —dijo—. Era una chiquilla flaca de pelo oscuro y barriga enorme, y Fantasma la tenía aterrorizada. Se había colado entre sus conejos, y creo que ella tenía miedo de que la desgarrara para devorar al bebé… Pero no era del lobo de quien debía tener miedo, ¿verdad?

—Es más valiente de lo que ella misma sabe —dijo Sam.

—Tú también, Sam. Que tengas un viaje rápido y seguro, y cuida de ella, de Aemon y del niño. —Las gotas frías en la cara le recordaron el día en que se había despedido de Robb en Invernalia, sin saber que lo veía por última vez—. Y súbete la capucha. Se te está derritiendo la nieve del pelo.

Cuando la pequeña caravana quedó reducida a un punto lejano, el cielo del este había pasado del negro al gris, y la nieve caía pesadamente.

—Gigante ya está a disposición del lord comandante —le recordó Edd el Penas—. Igual que Janos Slynt.

—Sí. —Jon Nieve miró hacia el Muro, que se alzaba sobre ellos como un acantilado de hielo. «Cien leguas de extremo a extremo, y doscientas setenta varas de altura». La fuerza del Muro residía en su altura; la longitud era su debilidad. Jon recordó una cosa que le había dicho su padre: «Ningún muro es más fuerte que los hombres que lo defienden». Los hombres de la Guardia de la Noche eran valientes, pero escasos para la tarea que tenían encomendada.

Gigante estaba esperando en la armería. Su verdadero nombre era Bedwyck. Con menos de ocho palmos de estatura, era el hombre más bajo de la Guardia de la Noche. Jon fue directo al grano.

—Necesitamos más ojos en el Muro, y para eso hacen falta torreones de vigilancia donde nuestras patrullas puedan guarecerse del frío y encontrar comida caliente y monturas descansadas. Voy a guarnecer Marcahielo y voy a ponerte al mando.

Gigante se limpió la cera del oído con la yema del meñique.

—¿Al mando? ¿Yo? ¿Es que mi señor no sabe que solo soy un granjero y que me mandaron al Muro por cazador furtivo?

—Has sido explorador una docena de años. Has sobrevivido al Puño de los Primeros Hombres y al Torreón de Craster, y has vuelto para contarlo. Los más jóvenes te admiran.

—Hay que ser muy poca cosa para admirarme. No sé leer, mi señor. Cuando tengo un buen día sé escribir mi nombre.

—He solicitado más maestres a Antigua. Dispondrás de dos cuervos por si tienes que enviar algún comunicado urgente. Si no, basta con que envíes jinetes. Mientras no tengamos más maestres y más pájaros, necesito establecer una línea de torres con almenaras en la parte superior del Muro.

—¿Y a cuántos infelices voy a tener a mi mando?

—Veinte de la Guardia —contestó Jon—, y diez hombres de Stannis. —«Viejos, novatos, o heridos»—. No serán sus mejores hombres y ninguno vestirá el negro, pero obedecerán. Utilízalos como te parezca. Cuatro de los hermanos que te voy a asignar serán desembarqueños que vinieron al Muro con lord Slynt. Vigila a ese grupo con un ojo, y con el otro presta atención por si aparecen escaladores.

—Podemos vigilar tanto como queramos, mi señor, pero si llegan muchos escaladores a la cima, no podremos echarlos abajo con solo treinta hombres.

«No podríamos ni con trescientos». Jon no quería decirlo en voz alta. Era cierto que los escaladores eran tremendamente vulnerables durante el ascenso, y si se les arrojaban piedras, lanzas y calderos de brea ardiendo, lo único que podían hacer era intentar agarrarse al hielo con uñas y dientes. A veces parecía que era el propio Muro el que se los quitaba de encima, como un perro que se sacudiera las pulgas. Jon lo había visto con sus propios ojos cuando murió Jarl, el amante de Val, cuando una placa de hielo se desprendió debajo de él.

Pero si los escaladores pasaban desapercibidos y conseguían coronar el Muro, todo cambiaba. Si contaban con un poco de tiempo, podían excavar refugios en la pared, atrincherarse y lanzar cuerdas y escalas para que pudieran trepar miles de hombres. Así lo había hecho Raymun Barbarroja, que había sido Rey-más-allá-del-Muro en tiempos del abuelo de su abuelo. Por aquel entonces, Jack Musgood era el lord comandante. Lo llamaban Jack el Juergas antes de que Barbarroja llegase del norte, y después fue para siempre Jack el Dormido. Las huestes de Raymun habían tenido un final sangriento a orillas del lago Largo, cuando quedaron atrapadas entre lord Willam de Invernalia y Harmond Umber, el Gigante Borracho. Artos el Implacable, el hermano menor de lord Willam, abatió a Barbarroja. La Guardia llegó demasiado tarde para luchar contra los salvajes, pero a tiempo para enterrarlos; esa fue la tarea que le encomendó, enfurecido, Artos Stark mientras lloraba sobre el cadáver decapitado de su hermano.

Jon no tenía la menor intención de pasar a la posteridad como Jon Nieve el Dormido.

—Treinta hombres son mejor que nada —le contestó a Gigante.

—Es cierto —contestó el hombrecillo—. ¿Será solo Marcahielo, o mi señor querrá reabrir también los otros fuertes?

—Con el tiempo los guarneceré todos, pero de momento serán solo Marcahielo y Guardiagrís.

—¿Mi señor ha decidido quién estará al mando en Guardiagrís?

—Janos Slynt —contestó Jon. «Que los dioses se apiaden de nosotros»—. No se obtiene el mando de los capas doradas sin más ni más. Su padre era carnicero. Era capitán de la puerta de Hierro cuando murió Manly Stokeworth, y Jon Arryn puso en sus manos la defensa de Desembarco del Rey. Lord Janos no puede ser tan tonto como parece. —«Y lo quiero lejos de Alliser Thorne».

—Es posible —contestó Gigante—, pero yo lo pondría en la cocina a pelar nabos con Hobb Tresdedos.

«En tal caso no me atrevería a volver a probar un nabo».

Ya había transcurrido la mitad de la mañana cuando lord Janos se dignó hacer lo que se le había ordenado y se presentó ante Jon, que estaba limpiando a Garra. Otro habría encomendado la tarea a un mayordomo o un escudero, pero lord Eddard había enseñado a sus hijos a cuidar de sus propias armas. Cuando Kegs y Edd el Penas llegaron con Slynt, Jon les dio las gracias e invitó a lord Janos a tomar asiento.

Janos se sentó sin mucha elegancia, cruzó los brazos con el ceño fruncido y no prestó la menor atención al acero desnudo que tenía su lord comandante en las manos. Jon pasó el paño encerado por su espada bastarda, observó el juego de luces de la mañana en sus curvas y pensó en la facilidad con que la hoja atravesaría piel, grasa y tendones para separar la fea cabeza de Slynt de su cuerpo. Cuando un hombre vestía el negro, todos sus crímenes y lealtades quedaban olvidados, pero aun así le costaba considerar a Janos un hermano.

«Hay sangre entre nosotros. Este hombre participó en el asesinato de mi padre y también intentó matarme a mí».

—Lord Janos —Jon envainó la espada—, voy a daros el mando de Guardiagrís.

—Guardiagrís… —repitió Slynt, desconcertado—. Por Guardiagrís fue por donde escalaste el Muro con tus amigos salvajes…

—Sí. El fuerte se encuentra en condiciones deplorables, así que lo restauraréis en la medida de lo posible. Podéis empezar por despejar el bosque. Utilizad las piedras de los edificios derrumbados para reparar los que sigan en pie. —«Será un trabajo duro e inhumano —podría haber añadido—. Dormirás sobre piedras, demasiado cansado para quejarte o conspirar, y pronto olvidarás cómo era sentir calor, pero quizá recuerdes cómo era ser un hombre»—. Tendréis treinta hombres a vuestra disposición. Diez de los nuestros, diez de la Torre Sombría y diez que nos dejará el rey Stannis.

La cara de Slynt se había vuelto del color de una ciruela, y la carnosa papada empezó a temblar.

—¿Crees que no sé qué pretendes? No se engaña tan fácilmente a Janos Slynt. Yo estaba al cargo de la defensa de Desembarco del Rey cuando todavía manchabas los pañales. Métete tus ruinas por donde te quepan, bastardo.

«Te estoy dando una oportunidad. Es más de lo que diste a mi padre».

—Me malinterpretáis, mi señor. Es una orden, no un ofrecimiento. Hay cuarenta leguas hasta Guardiagrís. Empaquetad vuestras armas y armaduras, despedíos y estad listo para partir mañana con la primera luz.

—No. —Lord Janos tiró la silla al levantarse—. No pienso dejar que me manden a morir congelado y obedecer como un cordero. ¡Ningún bastardo de traidor da órdenes a Janos Slynt! ¡Yo era el señor de Harrenhal! No me faltan amigos, te lo advierto. Ni aquí ni en Desembarco del Rey. Regala tus ruinas a uno de esos imbéciles que te dieron su voto, que yo no las quiero. ¿Me oyes, chico? ¡No las quiero!

—Obedeceréis.

Slynt no se dignó contestar, pero al salir apartó la silla de una patada.

«Todavía me considera un niño —pensó Jon—, un crío inexperto que se deja intimidar por unos cuantos gritos». Su única esperanza era que una noche de sueño devolviera a lord Janos el sentido común.

Pero a la mañana siguiente, esa esperanza demostró ser vana. Jon se encontró a Slynt desayunando en la sala común, con Alliser Thorne y varios de sus amigos. Estaban riendo cuando Jon bajó por las escaleras con Férreo Emmett y Edd el Penas. Detrás de ellos iban Mully, Caballo, Jack Crabb el Rojo, Rusty Flores y Owen el Bestia. Hobb Tresdedos estaba sirviendo unas gachas. Los hombres de la reina, los hombres del rey y los hermanos negros se sentaban en mesas separadas; algunos comían la pasta espesa de los cuencos y otros se llenaban el estómago de pan frito y cerdo. Jon vio a Pyp y a Grenn en una mesa, y en otra a Bowen Marsh. El aire olía a humo y grasa, y el ruido de cuchillos y cucharas resonaba en el techo abovedado.

Todas las voces se acallaron al unísono.

—Lord Janos —dijo Jon—, os doy una última oportunidad. Dejad la cuchara e id a los establos. He mandado ensillar y aparejar vuestro caballo. El viaje a Guardiagrís es largo y arduo.

—Pues sal cuanto antes, chico. —Al reírse, Slynt se derramó las gachas por el pecho—. Guardiagrís es un buen sitio para alguien como tú, bien lejos de la gente decente y devota. Llevas la marca de la bestia, bastardo.

—¿Os negáis a obedecer mi orden?

—Puedes meterte tu orden por el culo, bastardo —respondió Slynt.

Una sonrisa aleteó en los labios de ser Alliser Thorne, que tenía los ojos clavados en Jon. En otra mesa, Godry Masacragigantes se echó a reír.

—Como queráis. —Jon hizo una seña a Férreo Emmett—. Llevad a lord Janos al Muro…

«…y encerradlo en una celda de hielo —podría haber dicho. Un día o diez encerrado en hielo sin duda lo dejarían reducido a un guiñapo tembloroso y febril. Y en cuanto saliera, empezaría a conspirar otra vez con Thorne.

»…y atadlo a su caballo —podría haber dicho. Si Slynt no quería ir a Guardiagrís como comandante, podría ir como cocinero. Pero acabaría por desertar, y ¿cuántos lo acompañarían?».

—… y ahorcadlo —concluyó.

La cara de Janos Slynt se tornó blanca como la leche. La cuchara se le resbaló entre los dedos. Las pisadas de Edd y Emmett resonaron en el suelo de piedra cuando cruzaron la sala. Bowen Marsh abría y cerraba la boca, pero de ella no salía ninguna palabra. Ser Alliser Thorne llevó la mano a la espada.

«Vamos —pensó Jon. Llevaba a Garra colgada a la espalda—. Enseña tu acero. Dame un motivo para hacer lo mismo».

La mitad de los presentes se había puesto de pie: caballeros y soldados sureños, leales al rey Stannis, a la mujer roja o a ambos, así como hermanos juramentados de la Guardia de la Noche. Algunos habían elegido a Jon como lord comandante. Otros habían dado su voto a Bowen Marsh, a ser Denys Mallister, a Cotter Pyke… y muchos a Janos Slynt.

«Cientos, creo recordar». Jon se preguntó cuántos de aquellos estarían en la sala. Durante un momento, el mundo osciló en el filo de una espada.

Alliser Thorne apartó la mano de la suya y se hizo a un lado para dejar paso a Edd Tollett.

Edd el Penas cogió a Slynt de un brazo, y Férreo Emmett, del otro. Entre los dos lo levantaron del banco.

—No —protestó lord Janos, salpicando restos de gachas—. No, ¡soltadme! Solo es un crío, ¡es un bastardo! Su padre fue un traidor. Lleva la marca de la bestia, ese lobo suyo… ¡Soltadme! Lamentaréis el día en que pusisteis la mano encima a Janos Slynt. Tengo amigos en Desembarco del Rey, os lo advierto… —Siguió protestando mientras lo subían por las escaleras medio a rastras.

Jon los siguió afuera. Tras él, la estancia se vació. Ya junto a la jaula, hubo un instante en que Slynt se soltó e intentó luchar, pero Férreo Emmett lo cogió por el cuello y lo golpeó contra los barrotes hasta hacerlo desistir. Para entonces, todo el Castillo Negro había salido a ver qué pasaba. Incluso Val estaba en la ventana, con el largo pelo dorado cayendo en una trenza por el hombro. Stannis estaba en las escaleras de la Torre del Rey, rodeado por sus caballeros.

—Si el chico cree que puede asustarme, se equivoca —oyeron decir a lord Janos—. No se atreverá a colgarme. Janos Slynt tiene amigos, amigos importantes, ¿sabéis…? —El viento se llevó el resto de sus palabras.

«Esto está mal», pensó Jon.

—Deteneos.

—¿Mi señor? —Emmet se volvió, con el ceño fruncido.

—No voy a ahorcarlo. Traedlo aquí.

—Oh, que los Siete nos amparen —oyó lamentarse a Bowen Marsh.

La sonrisa de Janos Slynt fue tan pringosa como la mantequilla rancia. Hasta que Jon volvió a hablar.

—Edd, tráeme un tocón. —Desenvainó a Garra.

Tardaron en encontrar uno apropiado, y durante ese tiempo lord Janos intentó refugiarse en la jaula, pero Férreo Emmet lo sacó a rastras.

—No —gimoteó Slynt cuando Emmett lo empujó para obligarlo a cruzar el patio—. Soltadme… No podéis… Cuando Tywin Lannister se entere de esto, os arrepentiréis…

Emmett le dobló las piernas de una patada y Edd el Penas le plantó un pie en la espalda para mantenerlo de rodillas, mientras su compañero le ponía el tocón bajo la cabeza.

—Será más fácil si os quedáis quieto —le prometió Jon Nieve—. Si os movéis, moriréis igualmente, pero de forma mucho más sucia. Estirad el cuello, mi señor. —La clara luz de la mañana subió y bajó por la hoja cuando Jon cogió la espada bastarda con las dos manos y la levantó—. Si queréis decir vuestras últimas palabras, este es el momento —dijo, esperando un último insulto.

Janos Slynt torció el cuello para poder mirarlo.

—Por favor, mi señor, piedad. Iré, iré, yo…

«No. Ese barco ya ha zarpado». Garra descendió.

—¿Puedo quedarme con sus botas? —preguntó Owen el Bestia cuando la cabeza de Janos Slynt rodó por el barro—. Están casi nuevas y tienen forro de piel.

Jon miró de reojo a Stannis, y sus miradas se encontraron durante un instante. El rey le hizo un gesto de asentimiento y volvió a entrar en la torre.