Tyrion (2)

Salieron de Pentos por la puerta del Amanecer, aunque Tyrion Lannister no llegó a atisbar la salida del sol.

—Será como si nunca hubierais venido a Pentos, mi pequeño amigo —le prometió el magíster Illyrio al tiempo que corría las cortinas de terciopelo morado de la litera—. Nadie debe veros salir de la ciudad, igual que nadie os vio llegar.

—Nadie excepto los marinos que me metieron en la cuba, el grumete que limpiaba mi camarote, la chica que mandasteis para que me calentara la cama y esa traicionera lavandera de las pecas. Ah, y vuestros guardias. Saben que no estáis solo aquí adentro, a no ser que les quitarais el cerebro junto con los huevos.

Ocho caballos de tiro, de gran tamaño, transportaban la litera suspendida entre correas de cuero. Junto a ellos caminaban cuatro eunucos, dos a cada lado, y varios más los seguían para proteger la caravana.

—Los inmaculados no hablan —lo tranquilizó Illyrio—, y la galera que os trajo ya ha puesto rumbo a Asshai. Tardará dos años en regresar, y eso si los mares son bondadosos. En cuanto a mis criados, sé que me aprecian; ninguno de ellos me traicionará.

«No dejéis de creer eso, mi gordo amigo. Cualquier día grabarán esas palabras en vuestra lápida».

—Nosotros deberíamos estar en esa galera —dijo el enano—. La manera más rápida de llegar a Volantis es por mar.

—El mar es peligroso —replicó Illyrio—. En otoño abundan las tormentas, y los piratas tienen sus escondrijos en los Peldaños de Piedra, desde donde lanzan sus ataques contra los hombres honrados. No permitiría que mi pequeño amigo cayera en semejantes manos.

—En el Rhoyne también hay piratas.

—Piratas de agua dulce. —El quesero bostezó, tapándose la boca con el dorso de la mano—. Capitanes cucaracha que luchan por las migajas.

—También he oído hablar de los hombres de piedra.

—Existen, esos desdichados existen, pero ¿de qué sirve hablar de esas cosas? El día es demasiado hermoso para desperdiciarlo en semejantes conversaciones. Pronto veremos el Rhoyne, y allí os libraréis de Illyrio y su barrigón. Hasta ese momento, bebamos, ¡soñemos! Podemos disfrutar de vino dulce y bocaditos salados. ¿Por qué pensar en la enfermedad y en la muerte?

«Eso, ¿por qué? —Tyrion oyó una vez más el sonido reverberante de la ballesta. La litera se mecía con un movimiento tranquilizador que lo hacía sentirse como un niño al que su madre acunara en brazos hasta verlo dormido—. No es que sepa cómo es eso, claro». Los cojines de seda rellenos de plumón de ganso le protegían las nalgas, y las paredes de terciopelo morado se curvaban para formar un techo y hacían que el interior de la litera fuera cálido pese al frío otoñal del exterior.

Una caravana de mulas los seguía transportando cofres, cubas y barriles, así como cestos de delicias para que el señor del queso no pasara hambre. Aquella mañana comieron salchichas especiadas regadas con una cerveza tostada de bayas ahumadas. Los tintos de Dorne y las anguilas en gelatina les alegraron la tarde. La noche les ofreció lonchas de jamón, huevos duros y alondras asadas rellenas de ajo y cebolla, con cervezas ligeras y excelentes vinos de fuego myrienses para hacer la digestión. Pero la litera era tan lenta como cómoda, y la impaciencia no tardó en apoderarse del enano.

—¿Cuánto tardaremos en llegar al río? —le preguntó a Illyrio aquella velada—. A este paso, cuando vea a los dragones de vuestra reina ya serán tan grandes como los tres de Aegon.

—Ojalá. Los dragones grandes inspiran mucho más temor que los pequeños. —El magíster se encogió de hombros—. Por mucho que desee recibir a la reina Daenerys en Volantis, debo delegar en Grif y vos. Le seré de más ayuda en Pentos, allanando el camino para su regreso. Pero mientras vaya con vos… Bueno, a un anciano le hacen falta ciertas comodidades, ¿no? Vamos, bebed una copa de vino.

—Decidme —inquirió Tyrion mientras bebían—, ¿qué le importa a un magíster de Pentos quién lleva la corona en Poniente? ¿Qué ganáis con esto, mi señor?

El gordo se limpió la grasa de los labios antes de responder.

—Ya soy viejo, y estoy cansado de este mundo y sus traiciones. ¿Tan raro os parece que quiera hacer algún bien antes del fin de mis días, que ayude a una tierna muchachita a recuperar lo que le corresponde por derecho?

«Sí, y luego me ofrecerás una armadura mágica y un palacio en Valyria».

—Si Daenerys no es más que una tierna muchachita, el Trono de Hierro la cortará en tiernos pedacitos.

—No temáis, mi pequeño amigo. La sangre de Aegon el Dragón corre por sus venas.

«Junto con la de Aegon el Indigno, Maegor el Cruel y Baelor el Confuso».

—Habladme de ella —dijo Tyrion. El gordo se quedó pensativo.

—Daenerys era casi una niña cuando llegó a mí, pero mucho más bonita que mi segunda esposa; tan bella que sentí la tentación de quedármela. Pero también era una cosita tan temerosa, tan espantadiza… Supe que no obtendría placer alguno de copular con ella, así que llamé a una calientacamas y me la follé con vigor hasta que se me pasó la locura. La verdad, no pensé que Daenerys fuera a sobrevivir mucho tiempo entre los señores de los caballos.

—Eso no os impidió vendérsela a Khal Drogo.

—Los dothrakis no compran ni venden. Digamos mejor que su hermano Viserys se la entregó a Drogo para ganarse la amistad del khal. Era un joven lleno de codicia y vanidad. Viserys quería poseer el trono de su padre, pero también quería poseer a Daenerys, y era reacio a entregarla. La noche anterior a la boda de la princesa trató de meterse en su cama alegando que, si no podía tener su mano, al menos tendría su himen. Si yo no hubiera tenido la precaución de apostar guardias ante la puerta de Daenerys, Viserys habría dado al traste con años de planes.

—Por lo que decís, era un completo imbécil.

—Era hijo de Aerys el Loco, sí. Daenerys… Daenerys es muy diferente. —Se metió una alondra asada en la boca y la masticó estrepitosamente con huesos y todo—. La niña asustada que se refugió en mi mansión murió en el mar dothraki, y renació en sangre y fuego. La reina dragón que lleva su nombre es una verdadera Targaryen. Cuando envié barcos para traerla a casa, puso rumbo hacia la bahía de los Esclavos. En pocos días conquistó Astapor, puso de rodillas a Yunkai y saqueó Meereen. Si marcha hacia el oeste por los viejos caminos de Valyria, la siguiente en caer será Mantarys. Si viene por mar… Bueno, su flota tendrá que aprovisionarse de agua y alimentos en Volantis.

—Por tierra o por mar, hay muchas leguas entre Meereen y Volantis —señaló Tyrion.

—Quinientas cincuenta a vuelo de dragón, por desiertos, montañas, pantanos y ruinas hechizadas por demonios. Muchos perecerán, pero los que sobrevivan serán más fuertes cuando lleguen a Volantis… donde os encontrarán a Grif y a vos esperándolos con un ejército descansado y barcos suficientes para cruzar el mar hasta Poniente.

Tyrion sopesó lo que sabía sobre Volantis, la más antigua y gallarda de las Nueve Ciudades Libres. Había algo que olía a podrido; lo detectaba hasta con media nariz.

—Se dice que en Volantis hay cinco esclavos por cada hombre libre. ¿Por qué van a ayudar los triarcas a una reina que ha acabado con la esclavitud? —Señaló a Illyrio—. ¿Por qué vais a ayudarla vos? Puede que el comercio de esclavos esté prohibido en Pentos, pero también tenéis un dedo metido en ese negocio. Un dedo o la mano entera. Y pese a ello conspiráis a favor de la reina dragón, no contra ella. ¿Por qué? ¿Qué esperáis obtener de la reina Daenerys?

—¿Ya volvemos a eso? Sois un hombrecito muy empecinado. —Illyrio soltó una carcajada y se palmeó la barriga—. Como queráis. El Rey Mendigo juró que yo sería su consejero de la moneda, que me nombraría señorial señor, y que en cuanto tuviera la corona me dejaría elegir el castillo que quisiera. Hasta Roca Casterly, si ese era mi deseo.

A Tyrion casi se le salió el vino por los restos de nariz.

—Mi padre se habría reído mucho.

—Vuestro señor padre no habría tenido nada que temer. ¿Para qué iba a querer yo una roca? Mi mansión es tan grande como se puede desear, y mucho más acogedora que vuestros castillos ponientis, llenos de corrientes de aire. En cambio, el puesto de consejero de la moneda… —El gordo peló otro huevo—. Me gustan las monedas. ¿Hay sonido más dulce que el tintineo de las monedas de oro al entrechocar?

«Los sollozos de una hermana».

—¿Estáis seguro de que Daenerys cumplirá las promesas de su hermano?

—Puede que sí y puede que no. —Illyrio partió el huevo por la mitad—. Ya os lo he dicho, mi pequeño amigo: no todo lo que hace está encaminado a sacar tajada. Pensad lo que queráis, pero hasta un viejo gordo y estúpido como yo tiene amigos y deudas de afecto.

«Mentiroso —pensó Tyrion—. De esto quieres sacar algo más que monedas o castillos».

—No es fácil encontrar hoy en día a hombres que valoren la amistad más que el oro.

—Muy cierto —respondió el gordo haciendo oídos sordos a la ironía.

—¿Cómo es que le tenéis tanto cariño a la Araña?

—Nos conocimos de jóvenes, cuando éramos unos críos en Pentos.

—Varys vino de Myr.

—Cierto. No lo conocí hasta mucho después de que llegara, seguido de cerca por los esclavistas. De día dormía en las cloacas y de noche rondaba por los tejados como un gato. Por aquel entonces yo era casi igual de pobre, un jaque con ropa de seda sucia que vivía de su espada. ¿Por casualidad habéis visto la estatua que tengo junto al estanque? La esculpió Malanon cuando yo contaba con dieciséis años. Es hermosa, aunque ahora, cuando la miro, se me llenan los ojos de lágrimas.

—Los años no perdonan. Yo sigo llorando por mi nariz. Pero Varys…

—En Myr, Varys era un príncipe de los ladrones hasta que lo delató un rival. En Pentos lo traicionaba su acento, y cuando se supo que era eunuco no recibió más que desprecio y palizas. Nunca sabré por qué me eligió para protegerlo, pero lo cierto es que llegamos a un acuerdo. Varys acosaba a los ladrones de poca monta y les arrebataba sus ganancias. Yo ofrecía mi ayuda a las víctimas y les prometía recuperar sus objetos de valor por un precio, de modo que pronto todo aquel que sufría una pérdida sabía que debía acudir a mí, mientras que los atracadores y ladronzuelos de la ciudad buscaban a Varys, unos para cortarle el cuello y otros para venderle su botín. Los dos nos enriquecimos, y nos hicimos todavía más ricos cuando Varys entrenó a sus ratones.

—En Desembarco del Rey los llamaba «pajaritos».

—Por aquel entonces eran ratones. Los ladrones viejos eran imbéciles que no pensaban más que en convertir en vino el botín de la noche. Varys prefería a los chiquillos huérfanos. Elegía a los más menudos, los que eran rápidos y silenciosos, y los enseñaba a escalar muros y colarse por chimeneas. También los enseñó a leer. Dejábamos el oro y las piedras preciosas para los ladrones vulgares, mientras que nuestros ratones robaban cartas, libros de cuentas, mapas… Se los aprendían y los dejaban donde los habían encontrado. «Los secretos valen más que la plata y los zafiros», decía Varys. Y es verdad. Me hice tan respetable que un primo del príncipe de Pentos me entregó la mano de su hija doncella. Mientras tanto, los rumores sobre las habilidades de cierto eunuco cruzaron el mar Angosto y llegaron a oídos de cierto rey. Un rey muy intranquilo que no confiaba plenamente en su hijo, en su esposa ni en su mano, un amigo de la juventud que se había vuelto arrogante y demasiado orgulloso. Me imagino que ya conocéis el resto de la historia, ¿no es así?

—En buena medida —reconoció Tyrion—. Veo que sois algo más que un mercachifle.

—Mi pequeño amigo es muy amable. —Illyrio inclinó la cabeza—. Por mi parte, creo que sois tan agudo como me dijo lord Varys. —Mostró todos los dientes amarillos y desiguales al sonreír, y pidió a gritos otra botella de vino de fuego myriense.

Cuando el magíster se adormiló con la frasca de vino junto al codo, Tyrion gateó entre los cojines para liberarla de su prisión de carne y servirse otra copa. La apuró, bostezó y la llenó de nuevo.

«Si bebo suficiente vino de fuego, puede que sueñe con dragones», pensó.

Cuando era un niño solitario en las entrañas de Roca Casterly, muchas veces se pasaba la noche cabalgando a lomos de dragones, imaginando que era un príncipe Targaryen o un señor valyrio de los dragones que sobrevolaba campos y montañas. En cierta ocasión, cuando sus tíos le preguntaron qué quería por su día del nombre, les suplicó un dragón.

—No hace falta que sea grande; puede ser pequeño, como yo.

A su tío Gerion le pareció que era lo más divertido que había oído en su vida, pero su tío Tygett se encargó de devolverlo a la realidad: «El último dragón murió hace un siglo, chico». Aquello le pareció monstruosamente injusto, tanto que por la noche estuvo llorando hasta quedarse dormido.

Pero si se podía dar crédito a las palabras del señor del queso, la hija del Rey Loco había incubado tres dragones vivos.

«Dos más de los que necesita hasta un Targaryen. —Tyrion casi lamentaba haber matado a su padre; habría dado cualquier cosa por ver la cara de lord Tywin cuando descubrieran que había una reina Targaryen camino de Poniente con tres dragones, respaldada por un eunuco intrigante y un mercader de quesos casi del tamaño de Roca Casterly. Estaba tan ahíto que tuvo que desabrocharse el cinturón y la lazada superior de los calzones. Con la ropa de niño que le había dado su anfitrión se sentía como una salchicha—. Como sigamos comiendo así todos los días, alcanzaré el tamaño de Illyrio antes de presentarme ante esa reina dragón». En el exterior de la litera había caído la noche; dentro reinaba la oscuridad. Tyrion escuchó los ronquidos de Illyrio, el crujido de las correas de cuero y el lento golpeteo de las herraduras metálicas contra el duro camino valyrio, pero lo que su corazón quería oír era el batir de unas alas correosas.

Cuando despertó ya había amanecido. Los caballos seguían su paso, y la litera crujía y se mecía entre ellos. Tyrion entreabrió las cortinas para echar un vistazo al exterior, pero aparte de los prados ocres y los olmos desnudos solo se veía el camino, una ancha vía de piedra que transcurría recta como una lanza hasta el horizonte. Había leído sobre los caminos de Valyria, pero aquel era el primero que veía. El dominio del Feudo Franco había llegado hasta Rocadragón, pero no al continente.

«Es extraño, porque Rocadragón no es más que un islote. Las riquezas estaban más al oeste, pero ellos tenían dragones. Sin duda sabían qué había más allá».

Había bebido demasiado la noche anterior. El corazón le latía a toda velocidad, y hasta el suave vaivén de la litera le revolvía el estómago. No se quejó, pero Illyrio Mopatis vio su angustia.

—Bebed conmigo —le dijo el gordo—. Lo que os hace falta es, como dicen en Poniente, una escama del dragón que os quemó.

Sirvió dos copas de una frasca de vino de zarzamora tan dulce que atraía más moscas que la miel. Tyrion las espantó de un manotazo y bebió un largo trago. Tenía un sabor tan dulzón que le costó un esfuerzo no vomitarlo. La segunda copa entró con más facilidad, pero aun así seguía sin apetito y rechazó el cuenco de moras con crema que le ofreció Illyrio.

—He soñado con la reina —le dijo—. Estaba de rodillas ante ella y le había jurado lealtad, pero me confundió con mi hermano Jaime y me echó de comer a sus dragones.

—Esperemos que no haya sido un sueño profético. Sois un gnomo listo, tal como me dijo Varys, y Daenerys va a necesitar a muchos hombres listos a su alrededor. Ser Barristan es un caballero valiente y sincero, pero no creo que nadie lo haya calificado jamás de astuto.

—Los caballeros solo saben solucionar los problemas de una manera: esgrimiendo la lanza y atacando. Los enanos miramos el mundo de otro modo. Pero ¿qué hay de vos? Vos también sois listo.

—Me aduláis. —Illyrio sacudió una mano—. Por desgracia, lo mío no es viajar, así que os envío en mi nombre con Daenerys. Al matar a vuestro padre prestasteis un gran servicio a su alteza, y tengo la esperanza de que no sea el único. Daenerys no es estúpida, como lo era su hermano. Sabrá utilizaros.

«¿De incendaja?». Tyrion esbozó una sonrisa amable.

Aquel día solo cambiaron de tiro en tres ocasiones, pero le pareció que paraban dos veces por hora para que Illyrio pudiera bajar de la litera a mear.

«Nuestro señor del queso tiene el tamaño de un elefante, pero su vejiga es como un cacahuete», pensó el enano. Durante una de las paradas aprovechó para observar el camino detenidamente. Sabía qué iba a encontrar: nada de tierra prensada, losas ni piedras, sino una franja de roca fundida, elevada medio palmo sobre el terreno para que corriera mejor la lluvia o la nieve derretida. A diferencia de los lodazales que llamaban caminos en los Siete Reinos, las sendas de Valyria eran tan anchas que por ellas podían pasar tres carromatos a la vez, sin que el tiempo ni el tráfico las erosionaran, y eso cuatro siglos después de que Valyria hubiera sufrido su Maldición. Examinó la piedra en busca de resquebrajaduras o baches, pero solo vio un montón de estiércol caliente que acababa de soltar un caballo.

Los excrementos le hicieron pensar en su señor padre. «¿Estás en algún infierno ahí abajo, padre? ¿En algún infierno helado desde donde puedas ver como siento en el Trono de Hierro a la hija de Aerys el Loco?».

Reanudaron el viaje, e Illyrio sacó una bolsa de castañas asadas y empezó a hablar otra vez de la reina dragón.

—Mucho me temo que solo tenemos noticias pasadas sobre la reina Daenerys. A estas alturas ya habrá salido de Meereen, o eso es lo que cabe suponer. Ya ha conseguido un ejército, una mezcolanza de mercenarios, señores de los caballos dothrakis e infantería de inmaculados, y sin duda lo llevará hacia el oeste para recuperar el trono de su padre. —El magíster Illyrio destapó un frasco de caracoles conservados en ajo, los olió y sonrió—. Solo nos queda suponer que en Volantis obtendréis noticias más recientes de Daenerys —dijo mientras sorbía un caracol de la concha—. Tanto las niñas como los dragones son caprichosos, así que tal vez tengáis que adaptaros a las circunstancias. Grif sabrá qué hacer. ¿Queréis un caracol? El ajo es de mi propio huerto.

«Si me monto en un caracol iré más deprisa que en la litera». Tyrion rechazó el frasco con un gesto de la mano.

—Parece que confiáis mucho en ese hombre, el tal Grif. ¿Otro amigo de la infancia?

—No. Vos lo consideraríais un mercenario, aunque nació en Poniente. Daenerys necesita hombres dignos de su causa. —Illyrio levantó una mano—. ¡Ya lo sé! Estáis pensando que los mercenarios anteponen el oro al honor, y que ese tal Grif os venderá a vuestra hermana. Os equivocáis. Confío en él como confiaría en un hermano.

«Otro error funesto».

—En tal caso, yo haré lo mismo.

—La Compañía Dorada marcha en estos momentos a Volantis, donde esperará hasta que llegue nuestra reina del este.

«Bajo el brillo del oro, el filo del acero».

—Tenía entendido que una de las Ciudades Libres había contratado a la Compañía Dorada.

—Myr. —Illyrio esbozó una sonrisa burlona—. Los contratos se rompen.

—Vaya, el queso da más dinero de lo que creía —dijo Tyrion—. ¿Cómo lo habéis conseguido?

El magíster hizo un gesto para quitar importancia al asunto.

—Algunos contratos se firman con tinta, y otros, con sangre. No puedo decir más.

El enano se quedó dándole vueltas. La Compañía Dorada tenía fama de ser el mejor de los ejércitos libres. La había fundado hacía un siglo Aceroamargo, hijo bastardo de Aegon el Indigno. Cuando otro de los Grandes Bastardos de Aegon trató de arrebatar el Trono de Hierro a su hermanastro legítimo, Aceroamargo se unió a la revuelta. Pero Daemon Fuegoscuro murió en el Prado Hierbarroja, y su revuelta murió con él. Los seguidores del Dragón Negro que sobrevivieron a la batalla pero se negaban a hincar la rodilla huyeron por el mar Angosto, y entre ellos se encontraban Aceroamargo, los hijos menores de Daemon y cientos de caballeros y señores sin tierras que pronto se vieron forzados a vender las espadas para comer. Algunos se unieron al Estandarte Andrajoso; otros, a los Segundos Hijos o a los Hombres de la Doncella. Aceroamargo vio como la fuerza de la casa Fuegoscuro se dispersaba a los cuatro vientos, así que creó la Compañía Dorada para unir a los exiliados.

Desde entonces, los hombres de la Compañía Dorada habían vivido y muerto en las Tierras de la Discordia, luchando por Myr, por Lys o por Tyrosh en cualquiera de sus guerritas intrascendentes y soñando con la tierra que habían perdido sus padres. Eran exiliados e hijos de exiliados, desposeídos y olvidados… pero seguían siendo luchadores temibles.

—Vuestra capacidad de persuasión es admirable —dijo Tyrion a Illyrio—. ¿Cómo habéis convencido a la Compañía Dorada para que se una a la causa de nuestra hermosa reina, cuando se ha pasado buena parte de su historia combatiendo a los Targaryen?

Illyrio hizo un gesto con los dedos para rechazar las objeciones como si fueran moscas.

—Negro o rojo, un dragón es un dragón. Con la muerte de Maelys el Monstruoso, en los Peldaños de Piedra, acabó la línea masculina de la casa Fuegoscuro. —El mercader de quesos sonrió tras las puntas de la barba—. Y Daenerys hará por los exiliados lo que Aceroamargo y los Fuegoscuro no pudieron hacer: los llevará a casa.

«A fuego y espada». Era el mismo regreso que deseaba Tyrion.

—Desde luego, diez mil espadas son un regalo principesco. Su alteza estará de lo más satisfecha.

Las papadas del magíster temblaron cuando inclinó la cabeza con modestia.

—No me atrevería a presumir qué satisface a su alteza.

«Muy prudente por tu parte». Tyrion conocía demasiado bien la gratitud de los reyes. ¿Por qué las reinas iban a ser diferentes?

El magíster no tardó en quedarse profundamente dormido, con lo que Tyrion se quedó a solas con sus pensamientos. ¿Qué opinaría Barristan Selmy de ir a la batalla con la Compañía Dorada? Durante la guerra de los Reyes Nuevepeniques, Selmy se había abierto un camino de sangre entre sus filas para matar al último de los aspirantes Fuegoscuro.

«La rebelión hace extraños compañeros de cama; no debe de haber pareja más extraña que este gordo y yo».

El quesero despertó cuando hicieron una parada para cambiar los caballos, y pidió que le llevaran otra cesta.

—¿Hasta dónde hemos llegado? —le preguntó el enano mientras se hastiaban de capón frío con una salsa de zanahorias sazonada con pasas y trocitos de naranja y lima.

—Estamos en Andalia, amigo mío, la tierra de la que salieron vuestros ándalos. Se la arrebataron a los hombres peludos que la habitaron antes que ellos, primos de los hombres peludos de Ib. El corazón del antiguo reino de Hugor se extiende hacia el norte, pero ahora mismo estamos cerca de su frontera meridional. En Pentos, esta zona se conoce como las Llanuras. Las colinas de Terciopelo, hacia donde nos dirigimos, están al este.

«Ándalos». La fe enseñaba que los Siete habían recorrido las colinas de Ándalos en forma humana.

—«El Padre alzó la mano a los cielos y sacó siete estrellas —recitó Tyrion—, y las depositó de una en una en la frente de Hugor de la Colina para ponerle una corona resplandeciente».

El magíster Illyrio lo miró con curiosidad.

—No imaginé en ningún momento que mi pequeño amigo fuera tan devoto.

—Es una reliquia de mi infancia. —El enano se encogió de hombros—. Sabía que no podría ser caballero, así que decidí optar a septón supremo. Con la corona de cristal sería un palmo más alto. Estudié los libros sagrados y recé hasta que me salieron callos en las rodillas, pero mi camino se vio interrumpido de manera trágica: llegué a cierta edad y me enamoré.

—¿De una doncella? Ya sé cómo son esas cosas. —Illyrio se metió la mano por la manga izquierda y sacó un guardapelo de plata. La imagen pintada era la de una mujer con grandes ojos azules y pelo rubio muy claro con mechones plateados.

—Serra. La conocí en una casa de las almohadas lysena y me la llevé a casa para que me calentara la cama, pero acabé por casarme con ella. Yo, que me había casado en primeras nupcias con una prima del príncipe de Pentos. Se me cerraron las puertas de palacio, pero no me importó. Era un precio muy bajo por Serra.

—¿Cómo murió?

Tyrion sabía que había muerto; ningún hombre hablaría con tanto afecto de una mujer que lo hubiera abandonado.

—Una galera mercante braavosi llegó a Pentos, de regreso de una travesía por el mar de Jade. La Tesoro transportaba clavo, azafrán, azabache, jade, brocado escarlata, seda verde… y la muerte gris. Matamos a los remeros cuando bajaron a tierra y quemamos el barco en el lugar donde había anclado, pero las ratas bajaron por los remos y corretearon por el muelle con sus patitas frías como la piedra. La peste se llevó a dos mil personas. —El magíster Illyrio cerró el guardapelo—. Conservo las manos de Serra en mi dormitorio. Eran tan suaves…

Tyrion pensó en Tysha y contempló los campos por los que otrora caminaran los dioses.

—¿Qué dioses son estos que permiten que existan ratas, pestes y enanos? —Recordó otro pasaje de La estrella de siete puntas—. «La Doncella puso ante él a una joven grácil como una bailarina y con los ojos azules como estanques profundos, y Hugor declaró que la tomaría por esposa. Y así fue como la Madre la hizo fértil y la Vieja predijo que engendraría cuarenta y cuatro hijos para el rey. El Guerrero dio fuerza a sus brazos, mientras que el Herrero forjó una armadura de hierro para cada uno».

—Vuestro Herrero era rhoynar, seguro —bromeó Illyrio—. Los ándalos aprendieron el arte de trabajar el hierro de los rhoynar que vivían a lo largo del río. Todo el mundo lo sabe.

—Nuestros septones no —replicó Tyrion—. ¿Quién vive en estas llanuras?

—Campesinos y trabajadores que no pueden ir a otra parte. Hay huertos, sembradíos, minas… Hasta yo poseo algunas, aunque rara vez las visito. ¿Por qué voy a pasar mis días aquí, con la miríada de delicias que me ofrece Pentos?

—Una miríada de delicias. —«Y unas murallas muy altas». Tyrion hizo girar el vino en la copa—. No hemos visto otra ciudad desde que salimos de Pentos.

—Hay ruinas. —Illyrio señaló las cortinas con una pata de pollo—. Los señores de los caballos vienen por aquí cada vez que a un khal se le mete en la cabeza ver el mar. A los dothrakis no les gustan las ciudades; me imagino que eso ya lo sabéis hasta en Poniente.

—Atacad uno de esos khalasares y destruidlo, y veréis como no tienen tanta prisa en cruzar el Rhoyne.

—Es más barato comprar a los enemigos con provisiones y regalos.

«Ojalá se me hubiera ocurrido llevar un buen queso a la batalla del Aguasnegras; así conservaría toda la nariz». Lord Tywin siempre había sentido un hondo desprecio hacia las Ciudades Libres. «Luchan con moneda, no con espada —solía decir—. El oro es útil, pero las guerras se ganan con hierro».

—Si se le da oro a un enemigo, volverá a por más, como solía decir mi padre.

—¿Ese mismo padre al que matasteis? —Illyrio tiró un hueso de pollo de la litera—. Los mercenarios no resisten el ataque de los vociferantes dothrakis, eso ya se demostró en Qohor.

—¿Ni siquiera vuestro valeroso Grif? —se burló Tyrion.

—Grif es diferente. Adora a su hijo, Grif el Joven, como lo llaman. Nunca se ha visto muchacho más noble.

El vino, la comida, el sol y el vaivén de la litera, junto con el zumbido de las moscas, se habían aliado para adormilar a Tyrion, de modo que durmió, despertó y bebió. Illyrio le siguió el ritmo copa tras copa y, cuando el cielo se tornó de un violáceo oscuro, el gordo empezó a roncar.

Aquella noche, Tyrion Lannister soñó con una batalla que teñía de rojo las colinas de Poniente. Él estaba en medio, matando con un hacha tan grande como él, y luchaba hombro con hombro con Barristan el Bravo y Aceroamargo mientras los dragones surcaban los cielos. En su sueño tenía dos cabezas, las dos desnarigadas, y su padre iba al frente del enemigo, de modo que lo mató otra vez. Luego mató a su hermano Jaime tras machacarle la cabeza hasta destrozarle la cara, soltando una carcajada con cada golpe. Tyrion no advirtió que su segunda cabeza estaba llorando hasta que la batalla hubo terminado.

Al despertar tenía las piernas rígidas como el hierro. Illyrio estaba comiendo aceitunas.

—¿Dónde estamos?

—Aún no hemos dejado atrás las Llanuras, mi impaciente amigo. El camino atravesará pronto las Colinas de Terciopelo. Allí empezaremos a subir hacia Ghoyan Drohe, por encima del Pequeño Rhoyne.

Ghoyan Drohe había sido una ciudad rhoynar hasta que los dragones de Valyria la redujeron a ruinas humeantes.

«Estoy recorriendo años, no solo leguas —reflexionó Tyrion—. He retrocedido en la historia hasta los días en que los dragones dominaban el mundo».

Tyrion dormitó, despertó y volvió a adormilarse, sin que le importase gran cosa que fuera de día o de noche. Las Colinas de Terciopelo le parecieron decepcionantes.

—La mitad de las putas de Lannisport tienen las tetas más grandes que estas colinas —comentó a Illyrio—. Tendríais que llamarlas Pezones de Terciopelo.

Vieron un círculo de piedras verticales, que según Illyrio habían levantado los gigantes, y más allá un lago profundo.

—Aquí vivía una banda de ladrones que atracaba a todos los que pasaban por este camino —le contó—. Se decía que tenían la guarida bajo el agua. También arrastraban bajo la superficie y devoraban a quienes se atrevían a pescar en el lago.

Al anochecer del día siguiente pasaron junto a una gigantesca esfinge valyria acuclillada junto al camino. Tenía cuerpo de dragón y cabeza de mujer.

—Una reina dragón —comentó Tyrion—. Un buen presagio.

—Falta el rey. —Illyrio señaló la peana de piedra lisa ocupada en otros tiempos por una segunda esfinge; estaba cubierta de musgo y enredaderas—. Los señores de los caballos lo cargaron sobre ruedas de madera y lo arrastraron hasta Vaes Dothrak.

«Eso también es un presagio, aunque no tan prometedor», pensó Tyrion. Aquella noche, más borracho que de costumbre, se arrancó a cantar de repente.

Anduvo toda la urbe y bajó de su colina, por callejones y escalas, para ver a su querida. Era un tesoro secreto, su alegría y deshonra, nada es torre ni cadena si hay un beso que trastorna.

Era lo único que se sabía de la letra, aparte del estribillo: «Las manos de oro son frías; las de mujer, siempre tibias». Shae lo había golpeado con las manos mientras las manos de oro se le clavaban en la garganta. No recordaba si las tenía tibias o no. A medida que las fuerzas la abandonaban, sus golpes se transformaron en polillas que aleteaban alrededor del rostro de Tyrion. Cada vez que él retorcía la cadena, las manos de oro se hincaban aún más. «Nada es la torre ni la cadena si hay un beso que trastorna». ¿La había besado por última vez después de muerta? Tampoco lo recordaba…, aunque sí recordaba la primera vez que se habían besado, en su tienda, junto al Forca Verde. ¡Qué dulce le había sabido su boca! También recordaba la primera vez con Thysa.

«No estaba más versada que yo. Su nariz no paraba de chocar contra la mía, pero cuando nuestras lenguas se tocaron, ella se estremeció». Tyrion cerró los ojos para visualizar su rostro, pero a quien vio fue a su padre, acuclillado en la letrina, con la túnica de dormir roja enrollada en la cintura. «Adonde quiera que vayan las putas», dijo lord Tywin, y la ballesta zumbó.

El enano se volvió para hundir los restos de nariz en las almohadas de seda. El sueño se abrió ante él como un foso, y se lanzó sin dudarlo para que lo engullera la oscuridad.