Oía al muerto que subía por las escaleras. Lo precedía el sonido lento y acompasado de las pisadas que resonaban entre las columnas violáceas del vestíbulo. Daenerys Targaryen lo aguardaba sentada en el banco de ébano que había designado como trono. Tenía los ojos cargados de sueño, y la melena de oro y plata, revuelta.
—No hace falta que veáis esto, alteza —dijo ser Barristan Selmy, lord comandante de la Guardia de la Reina.
—Ha muerto por mí.
Dany se apretó la piel de león contra el pecho. Debajo solo llevaba una túnica de lino blanco que le llegaba por medio muslo. Cuando Missandei la despertó estaba soñando con una casa que tenía una puerta roja. No había tenido tiempo de vestirse.
—Khaleesi —le susurró Irri—, no toquéis al muerto. Tocar a los muertos trae mala suerte.
—A no ser que los toque quien los ha matado. —Jhiqui era de constitución más corpulenta que Irri; tenía caderas anchas y pecho generoso—. Lo sabe todo el mundo.
—Lo sabe todo el mundo —corroboró Irri.
En cuestión de caballos, los dothrakis no tenían rival, pero en otros temas podían llegar a ser completos idiotas. «Además, no son más que unas niñas». Sus doncellas tenían su misma edad; parecían mujeres adultas, con melena negra, piel cobriza y ojos rasgados, pero en el fondo no eran sino chiquillas. Se las habían regalado cuando se casó con Khal Drogo, y el propio Drogo fue quien le regaló la piel que vestía, la cabeza y el cuero de un hrakkar, el león blanco del mar dothraki. Le quedaba demasiado grande y olía a moho, pero la hacía sentir como si su sol y estrellas estuviera aún a su lado.
Gusano Gris fue el primero en llegar por las escaleras, con una tea en la mano. Tres púas remataban su casco de bronce. Lo seguían cuatro inmaculados, que llevaban sobre los hombros al muerto. Los cascos de estos solo lucían una púa, y tenían los rostros tan inexpresivos que parecían también repujados en bronce. Depositaron el cadáver a sus pies. Ser Barristan retiró la mortaja ensangrentada, y Gusano Gris bajó la tea para que pudiera verlo.
El rostro del muerto era suave y lampiño, aunque le habían rajado las mejillas de oreja a oreja. En vida había sido alto, con los ojos azules y la piel clara.
«Debió de nacer en Lys o en Volantis; seguro que los corsarios lo capturaron en algún barco y lo vendieron como esclavo en Astapor». Tenía los ojos abiertos, pero eran sus heridas las que lloraban. Y las heridas eran incontables.
—Alteza —empezó ser Barristan—, en los muros del callejón donde lo encontramos había una arpía pintada…
—… con su sangre. —Para entonces Daenerys ya se lo sabía de memoria. Los Hijos de la Arpía asesinaban de noche, y dejaban su marca junto a cada muerto—. ¿Por qué estaba solo este hombre, Gusano Gris? ¿No tenía compañero? —Había dado orden de que los inmaculados que recorrieran las calles de Meereen de noche fueran siempre por parejas.
—Mi reina —respondió el capitán—, vuestro siervo Escudo Fornido no estaba de servicio anoche. Había ido a… cierto lugar…, a beber y a buscar compañía.
—¿Qué quiere decir eso de «cierto lugar»?
—Una casa de placer, alteza.
«Un burdel. —La mitad de sus libertos procedía de Yunkai, donde los sabios amos eran famosos por el entrenamiento que proporcionaban a los esclavos de cama—. El camino de los siete suspiros. —Los burdeles habían brotado como hongos por todo Meereen—. No saben hacer otra cosa. Tienen que sobrevivir. —La comida se encarecía a diario, y la carne humana se abarataba. Sabía que en los barrios más pobres, entre las pirámides escalonadas de la nobleza esclavista, había burdeles para satisfacer cualquier gusto erótico imaginable—. Pero…».
—¿Qué buscaba un eunuco en un burdel?
—Hasta aquellos que no tienen las partes del hombre pueden tener el corazón del hombre, alteza —respondió Gusano Gris—. Uno ha averiguado que vuestro siervo Escudo Fornido tenía por costumbre pagar a las mujeres de los burdeles para que se tendieran a su lado y lo abrazaran.
«La sangre del dragón no llora».
—Escudo Fornido. —Tenía los ojos secos—. ¿Se llamaba así?
—Si a vuestra alteza le place.
—Es un buen nombre. —Los bondadosos amos de Astapor no permitían que sus soldados esclavos tuvieran nada, ni siquiera nombre. Después de que los liberase, algunos de sus inmaculados habían vuelto a adoptar el nombre que les pusieron al nacer, y otros habían elegido uno nuevo—. ¿Se sabe cuántos hombres atacaron a Escudo Fornido?
—Uno lo ignora. Muchos.
—Seis o más —intervino ser Barristan—. Por el aspecto de las heridas, cayeron sobre él desde todos lados. Cuando lo encontraron no tenía la espada, solo la vaina. Es posible que hiriera a algún atacante.
Dany rezó en silencio porque uno de ellos estuviera agonizando en aquel momento, sujetándose el vientre y retorciéndose de dolor.
—¿Por qué le han cortado así las mejillas?
—Graciosa majestad —dijo Gusano Gris—, los asesinos le habían metido a vuestro siervo Escudo Fornido los genitales de una cabra en la garganta. Uno se los quitó antes de traerlo aquí.
«No podían hacerle tragar sus propios genitales; los astapori se los habían cortado de raíz».
—Los Hijos son cada vez más osados —señaló Dany. Hasta aquel momento se habían limitado a atacar a libertos desarmados, emboscándolos en las calles desiertas o irrumpiendo en sus casas amparados por la noche para matarlos mientras dormían—. Es el primer soldado mío que asesinan.
—El primero, pero no el último —le advirtió ser Barristan.
«Sigo en guerra —comprendió Dany—, solo que ahora me enfrento a sombras». Había albergado la esperanza de descansar de tantas matanzas, de tener tiempo para la reconstrucción, para la curación. Se quitó la piel de león, se arrodilló junto al cadáver y le cerró los ojos sin hacer caso del gritito de Jhiqui.
—No olvidaremos a Escudo Fornido. Ordenad que lo laven y lo vistan para la batalla, y enterradlo con el casco, el escudo y las lanzas.
—Se hará como deseáis, alteza —dijo Gusano Gris.
—Enviad a una docena de hombres al templo de las Gracias y preguntadles a las gracias azules si ha ido alguien a pedir que le curen una herida de espada. —Dany se levantó—. Haced que corra la voz de que pagaré mucho oro por la espada corta de Escudo Fornido. Interrogad también a los carniceros y a los pastores; averiguad si alguien se ha dedicado últimamente a capar cabras. —Con un poco de suerte, algún cabrero asustado confesaría—. De ahora en adelante, no quiero que ninguno de mis hombres se quede a solas en las calles después del anochecer, tanto si está de servicio como si no.
—Unos obedecerán.
—Dad con esos cobardes; hacedlo por mí —ordenó Dany con tono fiero. Se echó el pelo hacia atrás—. Dad con ellos para que les demuestre a los Hijos de la Arpía qué significa despertar al dragón.
Gusano Gris hizo una reverencia para despedirse. Los inmaculados volvieron a cubrir el cadáver con la mortaja, lo alzaron sobre sus hombros y lo sacaron de la estancia. Ser Barristan Selmy se quedó allí. Tenía el pelo blanco, y arrugas profundas en las comisuras de los claros ojos azules, pero mantenía la espalda erguida, y los años no le habían arrebatado la habilidad con las armas.
—Alteza —dijo—, mucho me temo que vuestros eunucos no están a la altura de las tareas que les encomendáis.
Dany se sentó en el banco y volvió a cubrirse los hombros con la piel de león.
—Los Inmaculados son mis mejores guerreros.
—Si a vuestra alteza no le molesta que se lo señale, son soldados, no guerreros. Los hicieron para el campo de batalla, para apuntar hacia delante con las lanzas y resistir hombro con hombro tras los escudos. El entrenamiento los enseña a obedecer a la perfección, sin temer, sin pensar, sin dudar… no a desentrañar secretos ni a hacer preguntas.
—¿Me resultarían más útiles unos caballeros?
Selmy estaba entrenando caballeros para que la sirvieran: enseñaba a los hijos de los esclavos a luchar con la lanza y la espada al estilo de Poniente. Pero ¿de qué servían las lanzas contra unos cobardes que se refugiaban entre las sombras para asesinar?
—Para esto no —reconoció el anciano—. Además, vuestra alteza no tiene más caballeros que yo. Los muchachos tardarán años en estar preparados.
—¿Y a quién voy a utilizar, si no es a los Inmaculados? Los dothrakis lo harían peor aún.
Los dothrakis luchaban a caballo, y los jinetes eran más útiles en el campo abierto y en las colinas que en las calles angostas y los callejones de la ciudad. Más allá de la muralla de ladrillos multicolores de Meereen, su autoridad era, en el mejor de los casos, débil. Miles de esclavos seguían afanándose en las vastas fincas de las colinas, donde cultivaban trigo y olivos, pastoreaban ovejas y cabras, y extraían sal y cobre de las minas. En los almacenes de Meereen seguía habiendo cereales, aceite, aceitunas, fruta seca y carne en salazón, pero las reservas eran cada vez más exiguas, de manera que Dany había enviado a su menguado khalasar, bajo el mando de sus tres jinetes de sangre, para que sojuzgara tierras más distantes, mientras que Ben Plumm el Moreno se había llevado hacia el sur a los Segundos Hijos para defenderse de las incursiones yunkias.
La misión más crucial se la había encomendado a Daario Naharis, el de la lengua de miel, con su diente de oro, su barbita de tres puntas, su sonrisa traviesa bajo los bigotes morados… Más allá de las colinas orientales había una cadena de montañas de arenisca, de cumbres redondeadas; después llegaba el paso Khyzai, y al otro lado estaba Lhazar. Si Daario conseguía convencer a los lhazareenos para reabrir las rutas comerciales, sería posible que les llegaran cereales por el río o por las colinas, pero los hombres cordero no albergaban la menor simpatía hacia Meereen.
—Cuando los cuervos de tormenta vuelvan de Lhazar decidiré si los pongo a patrullar las calles —le dijo a ser Barristan—, pero hasta entonces solo cuento con los Inmaculados. —Se levantó—. Vais a tener que perdonarme —dijo—. Los peticionarios no tardarán en estar ante las puertas. He de ponerme las orejas largas y convertirme otra vez en su reina. Llamad a Reznak y al Cabeza Afeitada; los recibiré en cuanto me vista.
—Como ordene vuestra alteza. —Selmy hizo una reverencia.
La Gran Pirámide se alzaba hasta una altura de trescientas varas desde la enorme base cuadrada hasta la elevada cima donde se encontraban las estancias privadas de la reina, rodeadas de follaje verde y estanques aromáticos. El fresco amanecer azul se abría ya sobre la ciudad cuando Dany salió a la amplia terraza. Hacia el oeste, la luz arrancaba destellos de las cúpulas doradas del templo de las Gracias y proyectaba sombras oscuras tras las pirámides escalonadas de los poderosos.
«En algunas de esas pirámides, los Hijos de la Arpía planean en este momento nuevos asesinatos, y no puedo hacer nada para detenerlos». Viserion percibió su desasosiego. El dragón blanco estaba enroscado en un peral, con la cabeza apoyada en la cola. Cuando Dany pasó junto a él abrió los ojos, dos estanques de oro fundido. Sus cuernos también eran dorados, al igual que las escamas que le bajaban por el lomo desde la cabeza hasta la cola.
—Eres un perezoso —le dijo al tiempo que lo rascaba bajo la quijada. Las escamas estaban calientes, como una armadura que hubiera quedado demasiado tiempo al sol. «Los dragones son fuego hecho carne». Lo había leído en uno de los libros que le había regalado ser Jorah por su boda—. ¿Qué haces que no estás cazando con tus hermanos? ¿Es que te has peleado con Drogon otra vez?
Últimamente, sus dragones estaban cada vez más indómitos. Rhaegal le había lanzado una dentellada a Irri, y Viserion había prendido fuego al tokar del senescal Reznak durante su última visita.
«Los he tenido muy abandonados, pero ¿de dónde voy a sacar tiempo para ellos?».
Viserion dio un coletazo y golpeó el tronco con tal fuerza que una pera cayó de la rama y rodó hasta los pies de Dany. El dragón desplegó las alas y, en una mezcla de vuelo y salto, se posó en el pretil.
«Está creciendo —pensó mientras veía como el dragón remontaba el vuelo—. Los tres están creciendo. No tardarán en tener tamaño suficiente para soportar mi peso». Entonces volaría, igual que había volado Aegon el Conquistador, alto, muy alto, hasta que Meereen fuera apenas una manchita que se pudiera ocultar con el pulgar.
Observó como Viserion ascendía en círculos cada vez más amplios hasta que se perdió de vista más allá de las aguas turbias del Skahazadhan. Dany volvió al interior de la pirámide, donde Irri y Jhiqui la esperaban para desenredarle la cabellera y vestirla como correspondía a la reina de Meereen, con un tokar ghiscario.
Era un atuendo engorroso: una tela larga y suelta que tenía que ponerse en torno a las caderas, bajo un brazo y por encima de un hombro, con los flecos colgantes dispuestos en esmeradas capas. Si no se lo apretaba lo suficiente, se le caería; si se lo apretaba demasiado, se arrugaría y la haría tropezar. Incluso bien puesto el tokar, era imprescindible mantenerlo en su sitio con la mano izquierda. Caminar así vestida la obligaba a dar pasos cortos y remilgados, con un equilibrio exquisito, para no enredarse los pies con los pesados flecos. No era atuendo para nadie que tuviera que trabajar: el tokar era la vestimenta de los amos, y lucirlo se consideraba señal de poder y riqueza.
Tras la toma de Meereen, Dany quiso prohibir el tokar, pero el consejo la disuadió.
—La Madre de Dragones tiene que vestir el tokar, o se granjeará el odio eterno de sus súbditos —le advirtió Galazza Galare, la gracia verde—. Con las prendas de lana de Poniente o con una túnica de encaje myriense, vuestro esplendor será siempre una forastera entre nosotros, una extranjera grotesca, una bárbara conquistadora. La reina de Meereen tiene que ser una dama del Antiguo Ghis.
Ben Plumm el Moreno, el capitán de los Segundos Hijos, lo había expresado de manera más sucinta.
—Para ser el rey de los conejos hay que ponerse unas orejas largas.
Las orejas largas que vistió aquel día eran de puro lino blanco con un ribete de flecos rematados en borlas doradas. Con la ayuda de Jhiqui consiguió envolverse correctamente en el tokar al tercer intento. Irri le llevó la corona, forjada con la forma del dragón tricéfalo de su casa. El cuerpo era de oro; las alas, de plata, y las tres cabezas, de marfil, ónice y jade. Antes de que terminara la jornada, su peso le dejaría los hombros rígidos y doloridos. «La corona no debe ser cómoda», había dicho un antepasado suyo.
«Un Aegon, seguro, pero ¿cuál?».
Cinco Aegons habían gobernado los Siete Reinos de Poniente, y habría habido un sexto si los perros del Usurpador no hubieran asesinado al hijo de su hermano cuando no era más que un niño de pecho.
«Si hubiera vivido, tal vez me habría casado con él. Aegon era más o menos de mi edad, no como Viserys». La madre de Dany apenas la había concebido cuando Aegon y su hermana fueron asesinados. Rhaegar, padre de ambos y hermano de Dany, había muerto antes, a manos del Usurpador, en el Tridente. Viserys, su otro hermano, había muerto entre aullidos en Vaes Dothrak, con una corona de oro fundido en la cabeza.
«Y también me matarán a mí si lo permito. Los cuchillos que acabaron con mi Escudo Fornido iban dirigidos a mi corazón».
No había olvidado a los niños esclavos que habían clavado los grandes amos a lo largo del camino de Yunkai. Los había contado: ciento sesenta y tres, un niño cada legua, clavados a los mojones con un brazo extendido para señalarle el camino. Tras la caída de Meereen, Dany había clavado al mismo número de grandes amos. Enjambres de moscas los acompañaron durante la lenta agonía, y el hedor tardó mucho en desaparecer de la plaza. Pero en ciertas ocasiones tenía la sensación de que debería haber llegado más lejos. Los meereenos eran un pueblo artero y testarudo, y se le oponían a cada paso. Habían liberado a los esclavos, sí, pero solo para volver a contratarlos como siervos con salarios tan escasos que muchos no se podían pagar ni la comida. Los libertos que eran demasiado viejos o demasiado jóvenes para resultar útiles habían quedado en las calles, al igual que los enfermos y los tullidos. Aun así, los grandes amos se reunían en sus pirámides para quejarse porque la reina dragón había llenado las calles de tan noble ciudad de hordas de mendigos, ladrones y prostitutas.
«Para reinar en Meereen tengo que ganarme a los meereenos, por mucho que los desprecie».
—Ya estoy preparada —le dijo a Irri.
Reznak y Skahaz aguardaban ante las escaleras de mármol.
—Oh, gran reina —declamó Reznak mo Reznak—, hoy estáis tan radiante que temo miraros.
El senescal vestía un tokar de seda marrón con flecos dorados. Era un hombre menudo y pringoso que olía como si se bañara en perfume y hablaba un dialecto infame de alto valyrio, muy corrompido y maltratado por el ronco gruñido ghiscario.
—Sois muy amable —respondió Dany en el mismo idioma.
—Mi reina —gruñó Skahaz mo Kandaq, el de la cabeza afeitada. El cabello ghiscario era espeso y fuerte; durante mucho tiempo, la moda había impuesto que los hombres de las ciudades esclavistas se lo peinaran en forma de cuernos, de púas o alas. Al rasurarse, Skahaz había dejado atrás al antiguo Meereen para aceptar el nuevo. Los suyos siguieron su ejemplo y otros los imitaron, aunque Dany no habría sabido decir si fue por miedo, por moda o por ambición. Los llamaban cabezas afeitadas. Skahaz era el Cabeza Afeitada… y, para los Hijos de la Arpía y los de su calaña, era también el peor de los traidores—. Nos hemos enterado de lo del eunuco.
—Se llamaba Escudo Fornido.
—Si no se castiga a los asesinos, habrá muchos más crímenes.
Hasta con la cabeza rasurada, el rostro de Skahaz era repulsivo: frente simiesca; ojos diminutos con enormes bolsas; nariz grande llena de puntos negros; piel grasienta, que tendía más al amarillo que al ámbar habitual en los ghiscarios… Era un rostro tosco, inhumano, airado. La única esperanza que le cabía a Dany era que fuera, además, un rostro sincero.
—¿Cómo puedo castigarlos si no sé quiénes son? —replicó—. Decidme eso, valeroso Skahaz.
—Enemigos no os faltan, alteza. Desde vuestra terraza se ven sus pirámides. Zhak, Hazkar, Ghazeen, Merreq, Loraq… Todas las antiguas familias de esclavistas. La familia Pahl es la peor. Ahora es una casa de mujeres, de mujeres viejas y amargadas que quieren sangre. Las mujeres no olvidan. Las mujeres no perdonan.
«No —pensó Dany—, y los perros del Usurpador lo descubrirán cuando vuelva a Poniente».
Pero era verdad que la sangre se interponía entre la casa de Pahl y ella. Belwas el Fuerte había matado a Oznak zo Pahl en combate singular. Su padre, comandante de la guardia de la ciudad, había muerto defendiendo las puertas cuando la Polla de Joso las hizo astillas. Tres de sus tíos habían estado entre los ciento sesenta y tres de la plaza.
—¿Cuánto oro hemos ofrecido por cualquier información sobre los Hijos de la Arpía? —preguntó a Reznak.
—Cien honores, si a vuestro esplendor le parece bien.
—Mil me parecería mejor. Encargaos de ello.
—Vuestra alteza no me ha pedido consejo —intervino Skahaz, el Cabeza Afeitada—, pero, en mi opinión, la sangre se paga con sangre. Elegid a un hombre de cada una de las familias que he nombrado y matadlo. La próxima vez que asesinen a uno de los vuestros, elegid a dos de cada casa importante y matadlos. No habrá un tercer crimen.
—Nooo… —gritó Reznak, horrorizado—. No, bondadosa reina, tamaña crueldad desencadenaría la ira de los dioses. Daremos con los asesinos, os lo prometo, y ya veréis como son gentuza de baja ralea.
El senescal era tan calvo como Skahaz, pero en su caso, los culpables eran los dioses. «Si un solo cabello tuviera la insolencia de aparecer, se encontraría a mi barbero con la navaja lista», le había dicho cuando lo eligió. En ocasiones, Dany se preguntaba si no sería mejor utilizar aquella navaja en la garganta de Reznak. Le resultaba útil, pero le disgustaba profundamente y, desde luego, no confiaba en él. Los Eternos de Qarth le habían dicho que sufriría tres traiciones. Mirri Maz Duur había sido la primera, y ser Jorah, el segundo. ¿Sería Reznak el tercero? ¿O el Cabeza Afeitada? ¿O Daario?
«¿O será alguien de quien jamás he sospechado? ¿Ser Barristan? ¿Gusano Gris? ¿Missandei?».
—Os agradezco vuestro consejo, Skahaz —le dijo al Cabeza Afeitada—. Reznak, a ver qué conseguimos con mil honores.
Daenerys se sujetó el tokar, pasó ante ellos y emprendió el descenso por la amplia escalinata de mármol. Iba pasito a pasito; de lo contrario se enredaría con los flecos y caería rodando hasta el patio.
Missandei era la encargada de anunciarla. La pequeña escriba tenía una voz dulce y potente.
—¡De rodillas todos para recibir a Daenerys de la Tormenta, La que no Arde, reina de Meereen, reina de los ándalos, los rhoynar y los primeros hombres, khaleesi del Gran Mar de Hierba, Rompedora de Cadenas y Madre de Dragones!
La sala estaba abarrotada. Los inmaculados estaban firmes, con la espalda contra las columnas, escudos y lanzas en ristre, las púas de los cascos enhiestas como una hilera de cuchillos. Los meereenos se habían agrupado bajo las cristaleras del lado este, y los libertos de Dany, tan lejos como podían de sus antiguos amos.
«Mientras no se mezclen, Meereen no conocerá la paz».
—Levantaos.
Dany se acomodó en su banco. En la sala, todos se incorporaron.
«Mira, al menos una cosa que hacen igual».
Reznak mo Reznak tenía una lista. La tradición exigía que la reina empezara con el enviado astapori, un antiguo esclavo que se hacía llamar lord Ghael, aunque nadie sabía de qué era señor.
Lord Ghael tenía los dientes negros y cariados, y el rostro amarillento y afilado de una comadreja. También tenía un regalo.
—Cleon el Grande envía estas zapatillas como prueba de su amor hacia Daenerys de la Tormenta, la Madre de Dragones —anunció.
Irri tomó las zapatillas y se las puso a Dany. Eran de cuero laminado en oro, con adornos de perlas verdes de agua dulce.
«¿Acaso cree el Rey Carnicero que conseguirá mi mano a cambio de un par de zapatillas?».
—Qué generoso es el rey Cleon —dijo—. Dadle las gracias por tan hermoso regalo.
«Hermoso, pero de la talla de una niña». Dany tenía los pies pequeños, e incluso así, las puntiagudas zapatillas le apretaban los dedos.
—Cleon el Grande estará satisfecho de que os hayan gustado —dijo lord Ghael—. Su magnificencia me ordena deciros que está preparado para defender a la Madre de Dragones de todos sus enemigos.
«Como me vuelva a proponer que me case con Cleon, le tiro una zapatilla a la cabeza», pensó Dany; pero por una vez, el enviado astapori no mencionó el matrimonio.
—Ha llegado la hora de que Astapor y Meereen pongan fin al cruel dominio de los sabios amos de Yunkai, enemigos acérrimos de todos aquellos que viven en libertad. El Gran Cleon me ordena deciros que pronto atacará con sus nuevos Inmaculados.
«Sus nuevos Inmaculados son un chiste obsceno».
—El rey Cleon haría mejor en cuidar de sus jardines y dejar que los yunkios se ocupen de los suyos. —No era que sintiera el menor cariño por Yunkai. Cada día lamentaba más no haber tomado la Ciudad Amarilla después de derrotar a su ejército en el campo de batalla. Los sabios amos habían vuelto a capturar esclavos en cuanto les dio la espalda, y estaban muy ocupados recaudando impuestos, contratando mercenarios y pactando alianzas contra ella. Pero Cleon, autodenominado el Grande, no les iba a la zaga. El Rey Carnicero había reinstaurado la esclavitud en Astapor; el único cambio consistía en que los antiguos esclavos eran los amos y los amos se habían convertido en sus esclavos.
—Solo soy una niña y desconozco el arte de la guerra —dijo a lord Ghael—, pero ha llegado a nuestros oídos que Astapor se muere de hambre. Que el rey Cleon alimente a su pueblo antes de llevarlo a la batalla. —Hizo un gesto con la mano, y Ghael se retiró.
—Magnificencia —entonó Reznak mo Reznak—, ¿queréis escuchar al noble Hizdahr zo Loraq?
«¿Otra vez?». Dany asintió, e Hizdahr dio unos pasos adelante; era un hombre alto, muy esbelto, con la piel ambarina impoluta. Hizo una reverencia en el mismo lugar donde no mucho antes yacía Escudo Fornido.
«Necesito a este hombre», tuvo que recordarse. Hizdahr era un comerciante adinerado que tenía muchos amigos, tanto en Meereen como al otro lado del mar. Había estado en Volantis, en Lys, en Qarth; tenía parientes en Tolos y en Elyria; incluso se decía que contaba con ciertas influencias en el Nuevo Ghis, donde los yunkios estaban intentando reavivar la enemistad hacia Dany y su reinado.
Y era rico. Increíble, espeluznantemente rico.
«Y será aún más rico si accedo a su petición». Después de que Dany cerrara las arenas de combate de la ciudad, el valor de los títulos de propiedad de los reñideros había caído en picado. Hizdahr zo Loraq los había comprado a manos llenas, y en aquel momento era propietario de la mayor parte de las arenas de Meereen.
El noble tenía el cabello peinado en forma de alas que le brotaban de las sienes, de tal modo que su cabeza parecía a punto de emprender el vuelo. El rostro alargado resaltaba más aún a causa de la barba adornada con anillos de oro. Los flecos de su tokar morado eran de perlas y amatistas.
—Vuestro esplendor ya conocerá el motivo de mi presencia.
—Desde luego —respondió ella—. El motivo es que no tenéis nada que hacer aparte de importunarme. ¿Cuántas veces os he dicho que no?
—Cinco, magnificencia.
—Con esta serán seis. No pienso permitir la reapertura de las arenas de combate.
—Si vuestra majestad tuviera la benevolencia de escuchar mis argumentos…
—Ya los he escuchado. Cinco veces. ¿O traéis argumentos nuevos?
—Los argumentos no cambian —reconoció Hizdahr—, pero sí su exposición. Os traigo palabras hermosas, corteses, más adecuadas para inclinar el ánimo de una reina.
—El problema está en la causa que defendéis, no en la cortesía que empleáis. He oído tantas veces esos argumentos que yo misma podría defender el caso. ¿Os lo demuestro? —Se inclinó hacia delante—. Los reñideros forman parte de Meereen desde su fundación. Los combates tienen una naturaleza esencialmente religiosa: son un sacrificio de sangre a los dioses de Ghis. El «arte mortal» de Ghis no es una simple matanza, sino una exhibición de valor, fuerza y habilidad que complace sobremanera a vuestros dioses. Los luchadores victoriosos reciben agasajos y homenajes; a los héroes caídos se los honra y recuerda. Si permitiera la reapertura de las arenas, demostraría al pueblo de Meereen que respeto sus costumbres y tradiciones. Estas arenas son famosas en todo el mundo: atraen comercio a Meereen y llenan las arcas de la ciudad de moneda procedente de los lugares más distantes. Todo hombre tiene sed de sangre, y los reñideros contribuyen a saciarla, lo que hace de Meereen un lugar más pacífico. Para los criminales condenados a morir en las arenas representan un juicio por combate, una última oportunidad de demostrar su inocencia. —Volvió a apoyarse en el respaldo—. Ya está. ¿Qué tal he estado?
—Vuestro esplendor ha presentado el caso mucho mejor de lo que yo mismo lo habría hecho. Salta a la vista que sois tan elocuente como hermosa. Me habéis convencido.
—Lástima que a mí no. —Dany no pudo por menos que reírse.
—Magnificencia —le susurró al oído Reznak mo Reznak—, permitidme que os recuerde que, según la costumbre, a la ciudad le corresponde una décima parte de todos los beneficios que se generen en las arenas de combate, tras descontar los gastos. Es un impuesto. Se podrían dar muchos usos nobles a ese dinero.
—Es posible —reconoció—, aunque si decidiéramos reabrir los reñideros, deberíamos cobrar el diezmo antes de descontar gastos. Solo soy una niña y desconozco el arte del comercio, pero he tratado con Illyrio Mopatis y Xaro Xhoan Daxos lo suficiente para saber al menos eso. Hizdahr, si dominarais los ejércitos igual que domináis los argumentos, podríais conquistar el mundo…, pero la respuesta vuelve a ser que no. Por sexta vez.
El hombre hizo una reverencia tan pronunciada como la primera. Las perlas y las amatistas tintinearon suavemente contra el suelo de mármol. Hizdahr zo Loraq era, también, muy flexible.
—La reina ha hablado.
«Si no fuera por ese peinado tan ridículo, sería atractivo». Reznak y la gracia verde habían intentado persuadirla para que tomara como esposo a un noble meereeno, cosa que la reconciliaría con la ciudad. Si al final se veía obligada a transigir, valdría la pena tener en cuenta a Hizdahr zo Loraq. «Mucho mejor que Skahaz». El Cabeza Afeitada le había ofrecido repudiar a su esposa para casarse con ella, pero la sola idea le provocaba escalofríos. Al menos Hizdahr sabía sonreír.
—Magnificencia —dijo Reznak tras consultar su lista—, el noble Grazdan zo Galare quiere dirigirse a vos. ¿Deseáis escucharlo?
—Será un placer —dijo Dany mientras contemplaba el brillo del oro y el lustre de las perlas verdes de las zapatillas de Cleon y hacía lo posible por no pensar en cómo le apretaban los dedos.
Ya le habían advertido que Grazdan era primo de la gracia verde, cuyo apoyo le estaba resultando de gran valor. La sacerdotisa era la voz de la paz, la tolerancia y la obediencia a la autoridad legal.
«Quiera lo que quiera su primo, lo escucharé con respeto».
Resultó que lo que quería era oro. Dany se había negado a resarcir a ninguno de los grandes amos por el precio de los esclavos que había liberado, pero los meereenos no dejaban de idear maneras de arañar unas monedas. El noble Grazdan pertenecía a aquella categoría. Según le explicó, en otros tiempos había sido dueño de una esclava que era una tejedora maravillosa; los productos de su telar se valoraban enormemente, y no solo en Meereen, sino también en el Nuevo Ghis, en Astapor y en Qarth. Cuando la mujer se hacía mayor, Grazdan compró media docena de chicas y le ordenó que las instruyera en los secretos de su arte. La anciana ya había muerto, y las jóvenes, una vez libres, habían abierto un taller junto al puerto, donde vendían sus telas. Grazdan zo Galare quería que se le concediera un porcentaje de sus beneficios.
—Si tienen esa capacidad, es gracias a mí —recalcó—. Yo las saqué del mercado de esclavos y las senté ante el telar.
Dany lo escuchó en silencio, con el rostro impenetrable.
—¿Cómo se llamaba la anciana tejedora? —le preguntó cuando hubo terminado.
—¿La esclava? —preguntó Grazdan, oscilando, con el ceño fruncido—. Creo que era… Elza, me parece. O Ella. Hace ya seis años que murió. He tenido muchos esclavos, alteza.
—Pongamos que se llamaba Elza. —Dany alzó una mano—. Este es nuestro veredicto: las chicas no tienen que pagaros nada. Fue Elza quien las enseñó a tejer, no vos. Sin embargo, les entregaréis un telar nuevo, el mejor que podáis encontrar. Eso, por haber olvidado el nombre de la anciana. Podéis retiraros.
Reznak iba a llamar a continuación a otro tokar, pero Dany ordenó que compareciera un liberto. A partir de aquel momento fue alternando entre antiguos amos y antiguos esclavos. La mayoría de los asuntos que le planteaban tenían que ver con desagravios e indemnizaciones. Tras la caída de Meereen, el saqueo había sido brutal. Las pirámides escalonadas de los poderosos se habían librado de lo peor, pero en las zonas más humildes hubo una auténtica orgía de pillaje y asesinatos cuando se levantaron los esclavos y las hordas hambrientas que la habían seguido desde Yunkai y Astapor entraron como una avalancha por las puertas derribadas. Al final, sus Inmaculados habían restablecido el orden, pero el saqueo había dejado a su paso todo un reguero de problemas. Por tanto, la gente iba a ver a la reina.
Se presentó ante ella una mujer adinerada cuyo esposo e hijos habían muerto defendiendo la muralla de la ciudad. Durante el saqueo, impulsada por el miedo, había huido a casa de su hermano. Al regresar se encontró con que habían convertido su hogar en un burdel, y las prostitutas se engalanaban con sus joyas y vestidos. Quería recuperar la casa y las joyas.
—La ropa se la pueden quedar —concedió.
Dany ordenó que le devolvieran las joyas, pero dictaminó que al huir había abandonado la casa y ya no tenía derecho a ella.
Un antiguo esclavo se presentó para acusar a un hombre de la familia Zhak. Se había casado poco tiempo atrás con una liberta que, antes de la caída de la ciudad, servía al noble de calientacamas. El noble la había desvirgado, la había utilizado a su gusto y la había dejado embarazada. Su nuevo marido quería que se castrara al noble por el delito de violación, y también una bolsa de oro como pago por criar al bastardo como si fuera su propio hijo. Dany le concedió el oro, pero no la castración.
—Cuando se acostó con ella, vuestra esposa era de su propiedad; podía hacer lo que quisiera. Según la ley, no hubo violación.
Le resultó obvio que la decisión no lo dejaba satisfecho, pero si castraba a todos los hombres que alguna vez se habían acostado con una esclava, no tardaría en reinar sobre una ciudad de eunucos.
A continuación se adelantó un muchachito más joven que Dany, flaco y lleno de cicatrices, que vestía un tokar raído con flecos plateados que arrastraban por el suelo. Se le quebró la voz al relatar cómo dos esclavos de la casa de su padre se habían rebelado la noche en que cayó la puerta. Uno asesinó a su padre, y el otro, a su hermano mayor. Ambos violaron a su madre antes de matarla también. El muchacho había conseguido huir con tan solo una cicatriz en la cara, pero uno de los asesinos seguía viviendo en la casa de su padre, y el otro se había alistado con los soldados de la reina y era uno de los Hombres de la Madre. Quería que los ahorcaran a los dos.
«Reino en una ciudad con cimientos de polvo y muerte». Dany no tuvo más remedio que negarse. Había decretado un indulto general para todos los delitos cometidos durante el saqueo, y desde luego, no iba a castigar a un esclavo por alzarse contra sus amos.
Cuando se lo dijo, el muchacho se abalanzó hacia ella, pero se le enredaron los pies con el tokar y cayó de bruces contra el suelo de mármol. Belwas el Fuerte se echó sobre él. El corpulento eunuco de piel oscura lo levantó en vilo con una sola mano y lo sacudió como un mastín a una rata.
—Ya basta, Belwas —ordenó Dany—. Suéltalo. —Se volvió hacia el chico—. Conserva ese tokar como un tesoro, porque te ha salvado la vida. No eres más que un niño, así que olvidaré lo sucedido hoy aquí. Te recomiendo que hagas lo mismo.
Pero mientras salía, el chico miró hacia atrás, y al verle los ojos, Dany supo que la Arpía había ganado otro hijo.
A mediodía, Daenerys sentía ya el peso de la corona en la cabeza, y la dureza del banco en las posaderas. Había tanta gente esperando sus veredictos que, en vez de retirarse a comer, envió a Jhiqui a la cocina para que fuera a buscar una bandeja con una torta de pan, aceitunas, higos y queso. Fue comiendo a mordisquitos mientras escuchaba, y a ratos bebía de una copa de vino aguado. Los higos eran buenos, y las aceitunas, aún mejores, pero el vino le dejaba en la boca un regusto ácido y metálico. Las uvas pequeñas y amarillas que se daban en aquella zona producían caldos de escasa calidad.
«No tendremos comercio de vino». Además, los grandes amos habían quemado los mejores viñedos junto con los olivos.
Por la tarde se presentó un escultor que le propuso sustituir la cabeza de la gran arpía de bronce de la plaza de la Purificación por otra a imagen de Dany. Ella rechazó la sugerencia con tanta cortesía como pudo. En el Skahazadhan habían pescado una trucha de dimensiones sin precedentes, y el pescador quería regalársela a la reina. No escatimó elogios para el pescado, recompensó al hombre con una buena bolsa de plata e hizo que llevaran la trucha a las cocinas. Un artesano del cobre le había hecho una cota de brillantes anillas para que la vistiera en el combate. La aceptó con grandes muestras de gratitud: era una prenda muy hermosa, y el sol arrancaría bonitos destellos del cobre bruñido, pero si había una batalla de verdad, era más recomendable enfundarse en acero; lo sabía hasta una niña que desconocía el arte de la guerra.
Las zapatillas que le había regalado el Rey Carnicero le resultaban ya insoportables de puro incómodas. Se las quitó y se sentó sobre un pie mientras mecía el otro. No era una pose nada regia, pero estaba harta de ser regia. La corona le daba dolor de cabeza, y tenía las nalgas entumecidas.
—Ser Barristan —comentó—, ya sé qué cualidad debe tener todo rey.
—¿Valor, alteza?
—No —bromeó—, un culo de acero. Lo único que hago es pasarme el día sentada.
—Vuestra alteza carga con demasiadas obligaciones. Tendríais que delegar algunas en vuestros consejeros.
—Consejeros me sobran; lo que necesito son cojines. —Se volvió hacia Reznak—. ¿Cuántos quedan?
—Veintitrés, si a su magnificencia le parece bien. Con otras tantas reclamaciones. —El senescal consultó unos cuantos documentos—. Un ternero y tres cabras. Sin duda, el resto serán ovejas o corderos.
—Veintitrés —suspiró Dany—. Desde que empezamos a pagar a los pastores por los animales que perdían, mis dragones han desarrollado un apetito increíble. ¿Han aportado pruebas?
—Algunos traen huesos quemados.
—Los hombres encienden hogueras. Los hombres asan corderos. Unos huesos quemados no demuestran nada. Ben el Moreno dice que en las Colinas cercanas hay lobos de pelo rojo, y también chacales y perros salvajes. ¿Es que vamos a tener que pagar con plata todos los corderos que se descarríen entre Yunkai y el Skahazadhan?
—No, magnificencia. —Reznak hizo una reverencia—. ¿Ordeno a estos granujas que se marchen, o preferís que los haga azotar?
Daenerys cambió de postura en el banco.
—Nadie debe tener miedo de acudir a mi presencia. Pagadles. —Sin duda, algunas reclamaciones serían falsas, pero en su mayor parte eran justificadas. Sus dragones habían crecido demasiado para conformarse con ratas, gatos y perros. «Cuanto más coman, más grandes se harán —le había advertido ser Barristan—, y cuanto más grandes sean, más comerán». Drogon, sobre todo, se alejaba mucho para cazar, y devoraba un cordero cada día—. Pagadles los animales —dijo a Reznak—, pero de ahora en adelante, los que tengan alguna reclamación tendrán que presentarse en el templo de las Gracias y hacer un juramento sagrado ante los dioses de Ghis.
—Así se hará. —Reznak se volvió hacia los demandantes—. Su magnificencia la reina ha accedido a compensaros a todos por los animales que habéis perdido —les dijo en ghiscario—. Presentaos mañana ante mis factores y se os pagará en moneda o en especie, como elijáis.
Un silencio hosco recibió el anuncio.
«Deberían estar más contentos —pensó Dany—. Ya tienen lo que venían a buscar. ¿Es que no hay manera de satisfacer a esta gente?».
Un hombre se quedó en el sitio mientras los demás iban saliendo. Era achaparrado, con el rostro curtido por la intemperie y ropa andrajosa. Llevaba el hirsuto pelo rojinegro cortado como un casco sobre las orejas, y en una mano tenía una saca de tela. Estaba de pie, con la cabeza gacha y los ojos clavados en el suelo de mármol, como si hubiera olvidado dónde se encontraba.
«Y este, ¿qué querrá?», se preguntó Dany con el ceño fruncido.
—¡Arrodillaos todos ante Daenerys de la Tormenta, La que no Arde, reina de Meereen, reina de los ándalos, los Rhoynar y los Primeros Hombres, khaleesi del Gran Mar de Hierba, Rompedora de Cadenas y Madre de Dragones! —declamó Missandei con su voz aguda y dulce.
Dany se levantó, y el tokar empezó a resbalársele. Lo atrapó rápidamente y volvió a ponérselo en su sitio.
—Vos, el del saco —llamó—, ¿queríais audiencia? Podéis acercaros.
El hombre alzó la cabeza. Tenía los ojos enrojecidos como heridas abiertas. Dany vio por el rabillo del ojo como ser Barristan se acercaba más a ella, una sombra blanca siempre a su lado. El hombre se acercó arrastrando los pies, un paso, luego otro, con la saca aferrada.
«¿Estará borracho o enfermo?», se preguntó Dany. Tenía tierra bajo las uñas rotas y amarillentas.
—¿Qué sucede? —preguntó Dany—. ¿Queréis exponernos algún agravio, alguna petición? ¿Qué deseáis?
El hombre, nervioso, se humedeció los labios agrietados.
—Traigo… Traigo…
—¿Huesos? —interrumpió con impaciencia—. ¿Huesos quemados?
Él alzó la saca y derramó su contenido sobre el mármol. Eran huesos, sí, huesos quebrados y ennegrecidos. Los más largos estaban rotos; les habían sacado la médula.
—Fue el negro —dijo el hombre en el gutural idioma ghiscario—. La sombra alada. Bajó del cielo y… y…
«No. —Dany se estremeció—. No, no, oh, no».
—¿Acaso estáis sordo, idiota? —espetó Reznak mo Reznak al hombre—. ¿Es que no me habéis oído? Id mañana a ver a mis factores y os pagarán la oveja.
—Reznak —intervino ser Barristan con voz queda—, contened la lengua y abrid los ojos. No son huesos de oveja.
«No —pensó Dany—. Esos huesos son de niño».