Pajom se tendió en el lecho de plumas, pero no pudo conciliar el sueño. Seguía pensando en la tierra. «Marcaré una parcela muy grande. En una jornada puedo recorrer unas cincuenta verstas. En esta época un día dura tanto que parece un año. Y en cincuenta verstas hay un montón de tierra. La peor la venderé o se la dejaré a los mujiks y yo me quedaré con la mejor y la cultivaré con mis propias manos. Compraré dos bueyes para el arado y contrataré al menos dos trabajadores; sembraré medio centenar de verstas y dejaré el resto para que paste el ganado», pensaba.
Pajom no pegó ojo en toda la noche, pero justo antes del amanecer se quedó adormilado y tuvo un sueño. Estaba tumbado en esa misma kibitka y oía que alguien se estaba riendo fuera. Quiso saber de quién se trataba y se levantó. Cuando salió de la kibitka vio al jefe de los bashkirios; estaba sentado y, sujetándose la panza con las dos manos, se balanceaba y se reía a carcajadas. Pajom se acercó y le preguntó:
—¿De qué te ríes?
Entonces se dio cuenta de que no era el jefe de los bashkirios, sino el mercader que había pasado recientemente por su casa y le había hablado de esas tierras. Pero en cuanto le preguntó si llevaba mucho tiempo allí, advirtió que ya no era el mercader, sino aquel mujik que se había presentado en su casa mucho tiempo antes, procedente del Volga. Por último vio que tampoco era el mujik, sino el diablo en persona, con cuernos y pezuñas; estaba allí sentado, riéndose a carcajadas, delante de un hombre descalzo, vestido solo con camisa y pantalón. Pajom miró atentamente para ver quién era ese hombre y se dio cuenta de que estaba muerto y de que era él. Se despertó horrorizado. «¡Hay que ver qué cosas sueña uno!», pensó. Miró a su alrededor y a través de la puerta abierta vio que empezaba a clarear. «Hay que despertar a la gente —se dijo—. Es hora de partir». Se levantó, llamó a su trabajador, que dormía en el carro, le ordenó que enganchara y se fue a despertar a los bashkirios.
—Ya es hora de que vayamos a la estepa a medir la tierra —dijo.
Los bashkirios se levantaron y se reunieron; al poco rato llegó también el jefe. Entonces se pusieron a beber kumis y ofrecieron té a Pajom, pero este no quería perder más tiempo.
—Si hay que ir, vamos —dijo—. Ya es hora.