UNA hermana mayor fue al campo a visitar a su hermana menor. La mayor vivía en la ciudad y estaba casada con un comerciante; la menor, mujer de un campesino, residía en la aldea. Las hermanas bebieron té y charlaron. La mayor empezó a alabar las ventajas de vivir en la ciudad, comentando qué espaciosa y limpia era su casa, qué bien vestidos iban, qué elegantes prendas lucían sus hijos, cuántas cosas buenas comían y bebían, cómo iba en carroza, acudía al teatro e iba de paseo.
La menor, sintiéndose ofendida, empezó a menospreciar la vida de los comerciantes y a ponderar la de los campesinos.
—No cambiaría mi vida por la tuya —dijo—. Será todo lo gris que quieras, pero no sabemos lo que es el miedo. Es verdad que vuestro estilo de vida es más refinado, pero no es menos cierto que, aunque algunas veces obtenéis grandes ganancias, al día siguiente podéis perderlo todo. Recuerda lo que dice el proverbio: «La ganancia es hermana de la pérdida». A menudo sucede que hoy eres rico y mañana estás mendigando un pedazo de pan. En cambio, la vida del campesino es más segura: modesta, pero larga; nunca seremos ricos, pero siempre tendremos qué comer.
Entonces la mayor dijo:
—¡Ya! ¡En compañía de cerdos y terneros! ¡Sin ninguna elegancia ni modales! Por mucho que se afane tu marido, viviréis entre estiércol y entre estiércol moriréis; y la misma suerte conocerán vuestros hijos.
—¡Qué se le va a hacer! —replicó la menor—. Nuestras labores lo exigen. Pero en cambio nuestra posición es más firme; no tenemos que inclinarnos ante nadie y a nadie tememos. Vosotros, en la ciudad, vivís rodeados de toda clase de tentaciones; hoy todo va bien, pero mañana el demonio puede tentar a tu marido con las cartas, el vino o una hermosa mujer. Y todo se convertirá en polvo. ¿Acaso no sucede así a menudo?
Pajom, el dueño de la casa, estaba tumbado en lo alto de la estufa y escuchaba lo que decían las mujeres.
—Es la pura verdad —exclamó—. Ocupados desde pequeños en cultivar a nuestra madre tierra, no tenemos tiempo de pensar siquiera en tonterías. ¡La única pena es que disponemos de poca tierra! ¡Si tuviera toda la que quisiera, no tendría miedo de nadie, ni siquiera del diablo!
Las mujeres acabaron de beber el té, charlaron un rato de vestidos, recogieron la vajilla y se fueron a la cama.
El diablo se había sentado detrás de la estufa y lo había escuchado todo. Se había alegrado mucho de que la mujer del campesino hubiera inducido a su marido a alabarse: se había jactado de que, si tuviese mucha tierra, no temería ni siquiera al diablo.
«De acuerdo —pensó el diablo—. Haremos una apuesta tú y yo: te daré mucha tierra y gracias a ella te tendré en mi poder».