En setiembre de hace un año, un conocido me invitó a hacer estragos con él en los cazaderos que poseía en el Norte y, de camino, pasé, sin esperarlo, a poca distancia de Gimmerton. El mozo de cuadra de la posada en que me había parado para que mis caballos bebiesen, dijo, al ver un carro cargado de avena recién cortada.
—Ése viene de Gimmerton. Siempre siegan tres semanas después que en los demás sitios.
—¿Gimmerton? —dije.
El recuerdo de mi residencia en aquel lugar casi se había borrado en mi memoria.
—¡Ah, ya! —agregué. ¿Está lejos de aquí?
—Unas catorce millas de mal camino —me contestó el mozo.
Sentí un repentino deseo de visitar la «Granja de los Tordos». No era mediodía aún y pensé que pasaría la noche bajo el techo de la que todavía era mi casa, tan bien por lo menos como en una posada. Y, de paso, podía arreglar mis cuentas con el dueño, lo que me evitaría más adelante hacer un viaje con aquel objeto. Así que, tras descansar un rato, encargué a mi criado que averiguase el camino de la aldea, y, no sin fatigar mucho a nuestras caballerías, llegamos finalmente a Gimmerton al cabo de tres horas.
Dejé al criado en el pueblo y me dirigí a través del valle. La parda iglesia me pareció aún más parda, y el desolado cementerio más desolado aún. Una oveja mordía el exiguo césped que cubría las tumbas. El aire, demasiado caluroso, no me impidió gozar del bello panorama. Si no hubiese estado la estación tan adelantada, creo que me hubiese sentido tentado a quedarme una temporada allí.
En invierno no había nada más sombrío, pero en verano nada más agradable que aquellos bosques escondidos entre los montes y aquellas extensiones cubiertas de matorrales.
Llegué a la «Granja» antes de ponerse el sol y llamé a la puerta. Pero sus habitantes estaban en la parte trasera, a juzgar por la ligera humareda que salía de la chimenea de la cocina, y no me oyeron. Entonces entré en el patio. En la puerta una niña de nueve o diez años se entretenía haciendo calceta y una vieja fumaba en una pipa.
—¿Está la señora Dean? —pregunté a la anciana.
—¿La señora Dean? Vive en las «Cumbres».
—¿Es usted la guardiana de la casa?
—Sí —contestó.
—Pues yo soy Lockwood, el inquilino de la casa. Quiero pasar aquí la noche. ¿Hay alguna habitación preparada?
—¡El inquilino! —exclamó estupefacta—. ¿Cómo no nos avisó de su llegada? En toda la casa, señor, no hay siquiera un cuarto en condiciones.
Se quitó la pipa de la boca y se lanzó dentro. La niña la siguió y yo la imité. Pude comprobar que la anciana no había faltado a la verdad, y, además, que mi presencia la había desconcertado. Procuré calmarla diciéndole que iría a dar un paseo, y que entretanto me arreglase una alcoba para dormir y un rincón en la sala para cenar. No era preciso andar con limpiezas ni barridos. Me bastaban un buen fuego y unas sábanas limpias. Ella mostró el deseo de hacer cuanto pudiera, y si bien en el curso de sus trabajos metió la escoba en la lumbre confundiéndola col el hurgón y cometió varias equivocaciones, no obstante me marché en la confianza de que al volver encontraría donde instalarme. El objetivo de mi paseo era «Cumbres Borrascosas», pero antes de salir del patio se me ocurrió una idea que me hizo pararme.
—¿Están todos bien en las «Cumbres»? —pregunté a la anciana.
—Que yo sepa, sí —me contestó en tanto que salía llevando en la mano un cacharro lleno de ceniza.
Me hubiese agradado preguntarle el motivo de que la señora Dean no estuviera ya en la «Granja», pero comprendiendo que no era oportuno interrumpirla en sus faenas, me volví y me fui lentamente. A mi espalda, brillaba aún el sol y ante mí se levantaba la luna. Salí del parque y escalé el pedregoso sendero que conducía a la casa de Heathcliff. Cuando llegué a ella, del día sólo quedaba, en poniente, una leve luz ambarina. Pero una espléndida luna permitía divisar cada piedra del camino y cada brizna de hierba. No tuve que llamar a la verja; cedió al empujarla. Pensé que esto siempre era una mejora. Y aún aprecié otra: una fragancia de madreselvas que inundaba el aire.
Puertas y ventanas estaban abiertas. Como es frecuente ver en aquellas regiones, un gran fuego brillaba en la chimenea, a pesar del calor. El salón de «Cumbres Borrascosas» es tan grande, que queda sitio de sobra para poder separarse del hogar. Las personas que había allí estaban sentadas junto a las ventanas. Antes de penetrar, las vi y las oí hablar, y me fijé en ellas con un sentimiento de curiosidad que, a medida que fui avanzando, se convirtió en envidia.
—Con-tra-rio —dijo una voz que sonaba argentina como una campanilla—. ¡Van tres veces, torpón! No te lo volveré a repetir. ¡Acuérdate, o te tiro de los pelos!
—Contrario —pronunció otra voz, que procuraba suavizar su robusto tono—. Ahora dame un beso en recompensa de haberlo dicho bien.
—No; no te lo daré hasta que no lo pronuncies perfectamente.
Volvieron a reanudar su lectura. Era un hombre joven, correctamente vestido, que estaba sentado a la mesa y tenía un libro delante. Sus hermosas facciones brillaban de satisfacción, y sus ojos abandonaron con frecuencia la página para fijarse en una blanca y pequeña mano que se apoyaba en su hombro y le asestaba un cariñoso golpecito cada vez que su poseedora descubría faltas de atención. La dueña de la mano estaba de pie detrás del joven, y a veces sus cabellos rubios se mezclaban con los castaños de su compañero. Y su cara… Pero era una suerte que él no pudiese verle la cara, porque no hubiera podido conservar la serenidad. En cambio, yo sí la veía, y me mordí los labios de despecho pensando en la ocasión que había desperdiciado de hacer algo más que limitarme a mirar aquella prodigiosa belleza.
Concluida la lección, en la que no faltaron algunos tropezones más, el alumno reclamó el premio ofrecido y lo recibió en forma de cinco besos que tuvo la generosidad de devolver. A continuación se acercaron a la puerta y por lo que hablaban saqué en limpio que iban a pasear por los pantanos. Pensé que el corazón de Hareton Earnshaw, por muy silenciosa que permaneciera su boca, me desearía los más crueles tormentos de las profundidades infernales si en aquel instante me presentara yo ante ellos, y me apresuré a refugiarme en la cocina.
Allí, sentada a la puerta, distinguí a mi antigua amiga Elena Dean, cosiendo y cantando una canción frecuentemente interrumpida por agrias palabras que salían del interior y cuyo tono destemplado distaba mucho de sonar con armonía.
—Aunque fuera así, valía más oírles jurar de la mañana a la noche que escucharte a ti —dijo aquella voz en respuesta a algún comentario de Elena ignorado para mí—. ¡Clama al cielo que no pueda uno leer la Santa Biblia sin que inmediatamente comiences tú a cantar las alabanzas del demonio y las vergonzosas maldades mundanas! ¡Oh, las dos estáis pervertidas y haréis que ese pobre muchacho pierda su alma! ¡Está hechizado! —añadió gruñendo—. ¡Oh, Señor! ¡Júzgalas tú, ya que no hay ley ni justicia en este país!
—Sí; no debe haberla cuando no estamos retorciéndonos entre las llamas del suplicio, ¿eh? Cállate, vejete, y lee tu Biblia sin ocuparte de mí. Voy a cantar ahora Las bodas del hada Anita, que es bailable.
Y la señora Dean iba a empezar cuando yo me adelanté.
Me reconoció al punto, y se levantó enseguida, gritando:
—¡Oh, señor, bienvenido sea! ¿Cómo es que ha venido usted sin avisar? La «Granja de los Tordos» está cerrada. Debió usted advertirnos de que venía.
Ya he dado órdenes allí y podré arreglarme durante el poco tiempo que pienso estar —contesté—. Me marcho mañana. ¿Cómo la encuentro aquí ahora, señora Dean? Explíquemelo.
—Zillah se despidió y el señor Heathcliff me hizo venir cuando usted se fue a Londres. Pase… ¿Ha venido usted a pie desde Gimmerton?
—Vengo de la «Granja» —repuse— y quisiera aprovechar la oportunidad para liquidar con su amo, ya que no es fácil que se presente ocasión más propicia para los dos.
—¿Liquidar? —preguntó Elena mientras me acompañaba al salón—. ¿Qué hay que liquidar, señor?
—¡El alquiler!
—Entonces tendrá usted que entenderse con la señora, o, mejor dicho, conmigo, porque ella todavía no sabe llevar bien sus cosas y soy yo quien me ocupo de todo.
La miré asombrado.
—Veo que usted no sabe que Heathcliff ha muerto —añadió.
—¿Qué ha muerto? ¿Cuándo?
—Hace tres meses. Siéntese, deme el sombrero, y se lo contaré todo. ¿No ha comido usted aún, verdad?Ya he mandado en la «Granja» que preparen cena. Siéntese usted también. No se me había ocurrido que aquel hombre hubiera muerto. ¿Cómo fue? Los muchachos no volverán pronto…
—Sí; tardarán. Siempre les estoy reprendiendo, pero tardan más cada vez. Bien, por lo menos tome usted un vaso de cerveza. Está usted muy fatigado.
Y se fue. Oí cómo José le reprochaba el tener amigos a su edad y el hacerles beber a costa de las bodegas del amo, lo que le parecía tan escandaloso, que se sentía avergonzado de no haber muerto antes de asistir a ello.
—A los quince días de irse usted —empezó la señora Dean— me llamaron para que fuese a «Cumbres Borrascosas», lo que hice con el mayor placer pensando en Cati. Al verla quedé asustada y disgustadísima: tal era el cambio que aprecié en ella desde que la viera por última vez. El señor Heathcliff no detalló los motivos por los que me hacía ir. Se limitó a decirme que me reservase la salita para su nuera y para mi, ya que de sobra tenía con verla una o dos veces diarias. A ella esto le gustó. Yo comencé a pasarle ocultamente libros y cosas que tenía en la «Granja» y le agradaban, y esperábamos pasarlo bastante bien. Pero no tardamos en desengañarnos. Cati se volvió muy pronto melancólica y se irritaba por cualquier niñería. No le permitían salir del jardín y esto aumentaba su disgusto, sobre todo a medida que iba entrando la primavera. Además, yo tenía que atender a las cosas de la casa, y ella tenía que quedarse sola en su cuarto. Yo no hacía caso de todo eso, pero como Hareton tenía muchas veces que irse a la cocina cuando el amo quería estar solo en el salón, ella principió a cambiar de modo de ser respecto a él. Siempre estaba hablándole, zahiriéndole, criticando la vida que llevaba.
—¿Verdad, Elena —dijo en una ocasión—, que hace la misma vida de un perro o de una caballería? Trabaja, come y duerme sin preocuparse de más. ¡Qué vacía debe de tener la cabeza y qué oscuro el espíritu! ¿Sueñas alguna vez, Hareton? ¿Qué piensas? ¿Por qué no hablas?
Y miró a Hareton, pero él no se dignó contestarle ni mirarla siquiera.
—Puede que ahora esté soñando —continuó Cati—. Ha hecho un movimiento como los que hace Juno.
—El señorito Hareton acabará pidiendo al amo que la envíe a usted arriba si no se porta usted bien con él —le dije.
Hareton no sólo había hecho un movimiento, sino que hasta había cerrado amenazadoramente los puños.
—Ya sé por qué Hareton no habla nunca cuando yo estoy en la cocina —siguió ella—. Tiene miedo de que me mofe. Una vez empezó él solo a aprender a leer, y porque me reí de él echó los libros al fuego. ¿Qué te parece, Elena?
—¿Cree usted que hizo bien, señorita? —repuse.
—Puede que no me portase bien —contestó ella—, pero yo no creía que él fuera tan tonto. Hareton, ¿quieres un libro?
Y le entregó uno que ella había estado leyendo, pero él lo tiró al suelo, amenazándola con romperle la cabeza si no le dejaba en paz.
—Bueno: me voy a acostar —dijo ella—. Lo dejo en el cajón de la mesa.
Y se fue, después de advertirme por lo bajo que estuviese atenta para ver si Hareton cogía el libro. Pero con gran enojo de Cati, no lo cogió. Ella estaba disgustada de la pereza de Hareton, y también de haber sido culpable de paralizar su deseo de aprender. Se aplicaba, pues, a remediar el mal. Mientras yo planchaba o hacía cualquier cosa, Cati solía leer en voz alta algún libro interesante. Si Hareton estaba presente, acostumbraba a interrumpir la lectura en los pasajes de más emoción. Luego dejaba el libro allí mismo, pero él se mantenía terco como una mula, y no picaba el anzuelo. Los días lluviosos se sentaba al lado de José, y los dos permanecían quietos como estatuas al lado del fuego. Si la tarde era buena, Hareton salía a cazar, y Cati bostezaba, suspiraba y se empeñaba en hacerme hablar. Y luego, cuando lo conseguía, se marchaba al patio o al jardín, y acababa en llanto.
Heathcliff se hundía en su misantropía cada vez más, y casi no permitía a Hareton que apareciese por la sala. El muchacho sufrió a primeros de marzo un percance que le relegó a vivir casi de continuo en la cocina. Andando por el monte se le disparó la escopeta y la carga le hirió en un brazo. Cuando llegó a casa había perdido mucha sangre. Hasta que estuvo curado tuvo que permanecer en la cocina casi continuamente. A Cati le agradó que estuviera allí. Me incitaba constantemente a hacer algo abajo, para tener motivos de bajar ella.
El lunes de Pascua José fue a llevar ganado a la feria de Gimmerton. Pasé la tarde en la cocina repasando ropa. Hareton estaba sentado junto al fuego, tan sombrío como de costumbre, y la señorita se divertía en echar el aliento a los cristales de las ventanas y trazar figuras con el dedo. De vez en cuando canturreaba o hacía alguna exclamación, o bien miraba a su primo que seguía inmóvil, fumando, mirando al fuego. Dije a Cati que me tapaba la luz, y entonces ella se acercó a la chimenea. Al principio no me fijé en nada, pero luego oí que decía:
—¿Sabes Hareton que me gustaría que fueras mi primo si no te mostraras tan rudo y tan enfadado?
Hareton calló.
—¿Me oyes, Hareton? ¡Hareton, Hareton! —siguió ella.
—¡Quítate de en medio! —dijo él, hoscamente.
—Venga esa pipa —respondió la joven.
Y antes de que él pudiera reparar en nada, se la arrancó de la boca y la echó al fuego. Él la insultó groseramente y cogió otra pipa.
—Espera —exclamó Cati—. Quiero hablarte y no puedo hacerlo viéndote esas nubes ante la cara.
—¡Déjame y vete al diablo! —repuso él.
—No quiero —insistió ella—. No sé cómo hacer para que me hables. Cuando te llamo tonto no pretendo insultarte ni quiero dar a entender que te desprecie. Anda, Hareton, atiéndeme, eres mi primo.
—No quiero tener nada que ver contigo, ni con tu soberbia, ni con tus condenadas burlas —replicó el joven—. ¡Antes me iré al infierno de cabeza que volver a mirarte! ¡Quítate de ahí!
Catalina arrugó las cejas y se sentó junto a la ventana, mordiéndose los labios y tarareando para dominar sus deseos de echarse a llorar.
—Debía usted hacer las paces con su prima, señorito Hareton —le aconsejé—, puesto que ella está arrepentida de haberle provocado. Si fuesen ustedes amigos, ella le convertiría en un hombre distinto.
—¡Sí, sí! —contestó—. Me odia y no me considera digno ni de limpiarle los zapatos. Aunque me dieran una corona no me expondría más a ser motivo de burla para ella por intentar agradarla.
—Yo no te odio —dijo Cati—. Eres tú el que me odia a mí. ¡Me odias tanto o más que el señor Heathcliff!
—Eres una embustera —aseguró Hareton—. ¡Después de haberle incomodado tantas veces por defenderte! Y eso, a pesar de que me hacías enfadar y te burlabas de mí… Si sigues molestándome, iré a decirle que he tenido que marcharme de aquí por culpa tuya.
—Yo no sabía que me defendieras —contestó ella, secándose los ojos—; me sentía desgraciada y los odiaba a todos. Pero ahora te lo agradezco y te pido perdón. ¿Qué más quieres que haga?
Se aproximó al fuego y le alargó la mano. Hareton se puso sombrío como una nube de tormenta, apretó los puños y miró a tierra. Pero ella comprendió que aquello no era odio sino testarudez y, después de un instante de indecisión, se inclinó hacia él y le besó en la mejilla. Enseguida, creyendo que no lo había visto, se volvió a la ventana. Yo moví la cabeza en señal de reproche, y ella murmuró:
—¿Qué iba a hacer, Elena? No quería mirarme ni darme la mano, y no he sabido probarle de otro modo que le aprecio y que deseo que seamos buenos amigos.
Hareton tuvo la cara baja varios minutos, y cuando la volvió a levantar no sabía dónde poner los ojos.
Catalina empaquetó en papel blanco un bonito libro, lo ató con una cinta, escribió en el envoltorio las palabras: «Al señor Hareton Earnshaw», y me encargó que yo entregase el regalo al destinatario.
—Si lo acepta —me dijo—, indícale que iré yo a enseñarle a leerlo bien, y si lo rechaza adviértele que me iré a mi cuarto.
Yo hice todo lo que me decía. Hareton no abrió los dedos para coger el libro, pero no lo rechazó tampoco, así que se lo puse sobre las rodillas y volví a mis ocupaciones. Cati se apoyó de codos sobre la mesa. Sonó de pronto el crujido del papel, que Hareton quitaba del libro, y ella entonces se levantó y fue a sentarse junto a su primo. Él se estremeció y se le encendió el rostro. La acritud y la aspereza huyeron de él. Al principio no supo pronunciar ni una palabra mientras ella le interpelaba:
—Anda, Hareton, dime que me perdonas. Me harás muy dichosa si lo dices.
El murmuró algo que yo no pude oír.
—¿Entonces seremos amigos? —agregó Cati.
—No —dijo él—, porque cuanto más me conozcas más te avergonzarás de mí.
—¿Así que te niegas a ser amigo mío? —continuó ella sonriendo tiernamente y acercándose más al muchacho.
Ya no oí lo demás que se decían, pero al mirarles distinguí dos rostros tan contentos inclinados sobre el mismo libro, que comprendí que a partir de aquel momento se había hecho la paz entre los dos adversarios. El libro que miraban tenía grabados muy bonitos, y ello y su personal situación tuvo la virtud de hacerles permanecer embelesados hasta que llegó José. El pobre hombre se escandalizó al ver a Cati y a Hareton sentados juntos, y a ella apoyando su mano en el hombro de su primo. Tan asombrado quedó, que ni siquiera supo exteriorizar su sorpresa, sino con profundos suspiros que lanzaba mientras abría su Biblia sobre la mesa y amontonaba sobre ella los sucios billetes de banco que eran el producto de sus transacciones en la feria. Finalmente, llamó a Hareton.
—Toma ese dinero, muchacho, y llévaselo al amo —dijo—. Ya no podremos seguir aquí. Tendremos que buscarnos otro sitio donde estar.
—Vámonos, Catalina —dije yo a mi vez—; ya he acabado de planchar.
—Todavía no son las ocho —respondió la joven levantándose a su pesar—. Voy a dejar ese libro en la chimenea y mañana traeré más, Hareton.
—Cuantos libros traiga usted, los llevaré al salón —intervino José— y milagro será que vuelva usted a verlos. Así que haga lo que le parezca.
Catalina le amenazó con que los libros de José responderían de los daños que pudieran sufrir los suyos, se rió al pasar al lado de Hareton y subió a su cuarto con el corazón menos oprimido que hasta entonces. La intimidad entre los muchachos se desarrolló rápidamente, aunque con algunos eclipses. El buen deseo no era suficiente para civilizar a Hareton y tampoco la señorita era un modelo de paciencia, pero como los dos tendían a lo mismo, ya que uno amaba y deseaba apreciar, y el otro se sentía amado y deseaba que le apreciasen, los resultados no se hicieron esperar.
Como usted ve, señor Lockwood, no era tan difícil conquistar el corazón de Cati. Pero ahora celebro que no lo intentara usted. El enlace de los dos muchachos coronará todos mis anhelos. El día de su boda no envidiaré a nadie. Seré la mujer más feliz de Inglaterra.