Aún lo estaba haciendo cuando la ambulancia se adentró en el camino particular veinte minutos más tarde. Ella no permitía que Vic se acercara al niño. Cuando él se acercaba, Donna le mostraba los dientes y gruñía en silencio.

Aturdido por el dolor hasta casi volverse loco, profundamente seguro en el nivel más hondo de su conciencia de que nada de todo aquello podía estar ocurriendo, Vic penetró en la casa de Camber por la puerta del porche que Donna había estado contemplando con tanta intensidad durante tanto tiempo. La puerta interior no estaba cerrada con llave. Utilizó el teléfono.

Al salir de nuevo, Donna le estaba aplicando todavía la respiración boca a boca a su hijo muerto. Él hizo ademán de acercarse, pero después se apartó. Se dirigió en su lugar al Pinto y abrió la portezuela del compartimiento de atrás. El calor le rugió como un león invisible. ¿Habían vivido allí dentro el lunes por la tarde y todo el martes hasta el mediodía de hoy? Era imposible creer que hubieran podido.

Debajo del pavimento de atrás, donde estaba el neumático de recambio, encontró una vieja manta. La sacó y la extendió sobre el cuerpo mutilado de Bannerman. Después se sentó sobre la hierba y contempló Town Road n.° 3 y los polvorientos pinos de más allá. Sus pensamientos se alejaron, flotando serenamente.

El conductor de la ambulancia y los dos enfermeros introdujeron el cuerpo de Bannerman en la Unidad de Salvamento de Castle Rock. Después se acercaron a Donna. Donna les mostró los dientes. Sus agrietados labios trataron de pronunciar las palabras ¡Está vivo! ¡Vivo! Al intentar uno de los enfermeros levantarla suavemente y apartarla, ella le dio un mordisco. Más tarde, aquel enfermero se vería obligado a acudir a su vez al hospital para ser sometido a tratamiento antirrábico. El otro enfermero acudió en su ayuda. Ella forcejeó con ellos.

Los enfermeros se apartaron cautelosamente. Vic seguía sentado en el césped, sosteniéndose la barbilla con las manos y mirando al otro lado de la carretera.

El conductor de la Unidad de Salvamento apareció con una jeringa. Hubo un forcejeo. La jeringa se rompió. Tad yacía sobre la hierba, muerto. La mancha de su sombra era ahora un poco más grande.

Llegaron otros dos automóviles de la policía. Uno de ellos lo ocupaba Roscoe Fisher. Al comunicarle el conductor de la ambulancia que George Bannerman estaba muerto, Roscoe se echó a llorar. Otros dos policías se acercaron a Donna. Hubo otro forcejeo, breve y furioso, y, al final, cuatro agotados y sudorosos hombres consiguieron apartar a Donna Trenton de su hijo. Ésta consiguió casi volver a soltarse y Roscoe Fisher, todavía llorando, se unió a sus compañeros. Ella gritaba en silencio, agitando la cabeza de un lado para otro. Sacaron otra jeringa y esta vez consiguieron administrarle una inyección.

Sacaron una camilla de la ambulancia y los enfermeros la empujaron hasta el lugar en el que Tad yacía sobre la hierba. Tad, ya casi yerto, fue colocado en la misma. Después le cubrieron con una sábana, cabeza incluida. Al verlo, Donna redobló sus forcejeos. Consiguió liberar una mano y empezó a agitarla violentamente. Y después, de repente, se soltó.

—Donna —dijo Vic, levantándose—. Cariño, todo ha terminado. Cariño, por favor. Déjalo, déjalo.

Ella no se dirigió hacia la camilla sobre la que yacía su hijo. Se acercó al bate de béisbol. Lo recogió y empezó a apalear de nuevo al perro. Las moscas se elevaron, formando una reluciente nube negro verdosa. El ruido del bate de béisbol al golpear resultaba pesado y terrible, un ruido de carnicería. El cuerpo de Cujo se estremecía un poco cada vez que ella lo golpeaba.

Los policías empezaron a acercarse.

—No —dijo tranquilamente uno de los enfermeros y, momentos más tarde, Donna se desplomó a suelo. El bate de Brett Camber escapó rodando de su mano sin fuerza.

La ambulancia se puso en marcha unos cinco minutos más tarde, haciendo sonar la sirena. A Vic le habían ofrecido una inyección —«para calmarle los nervios, señor Trenton»— y, aunque ya se sentía absolutamente tranquilo, aceptó la inyección por cortesía. Recogió el papel de celofán que el enfermero había retirado de la jeringa y examinó cuidadosamente la palabra UPJOHN impresa en el mismo.

—Una vez organizamos una campaña publicitaria para esta gente —le dijo al enfermero.

—Ah, ¿sí? —dijo el enfermero cautelosamente.

Era un hombre bastante joven y tenía la sensación de que muy pronto iba a vomitar. Jamás en su vida había visto un desastre semejante.

Uno de los vehículos de la policía estaba esperando para conducir a Vic al Northern Cumberland Hospital de Bridgton.

—¿Pueden esperar un minuto? —les preguntó él.

Los dos agentes asintieron. También estaban mirando a Vic Trenton con mucha cautela, como si padeciera alguna dolencia contagiosa.

Vic abrió las dos portezuelas del Pinto. Tuvo que tirar con mucha fuerza de la de Donna; el perro la había abollado de una forma que él no hubiera creído posible. Allí estaba el bolso de Donna. Y su blusa, en la que se observaba un mellado desgarrón, como si el perro le hubiera arrancado un trozo de tela. Había algunas envolturas vacías de Slim Jims en el tablero de instrumentos y el termo de Tad, que olía a leche agria. La cesta de la merienda de Snoopy de Tad. El corazón le dio un pesado y horrendo vuelco al verlo y no quiso pensar en lo que ello significaría en relación con el futuro… en caso de que hubiera un futuro después de aquel terrible y caluroso día. Encontró una de las zapatillas de gimnasia de Tad.

Tadder, pensó. Oh, Tadder.

La fuerza huyó de sus piernas y tuvo que sentarse pesadamente en el asiento del conductor, contemplando por entre sus piernas la franja cromada de la parte inferior del marco de la portezuela. ¿Por qué? ¿Por qué había podido ocurrir algo así? ¿Cómo habían podido confabularse tantos acontecimientos juntos?

De repente, la cabeza empezó a pulsarle con violencia. Las lágrimas le obstruyeron la nariz y los senos nasales empezaron a latirle fuertemente. Sorbió las lágrimas y se pasó una mano por el rostro. Se le ocurrió pensar que, incluyendo a Tad, Cujo había sido responsable de la muerte de por lo menos tres personas y tal vez más en caso que se descubriera que los Camber también se contaban entre las víctimas. ¿Tenía el policía al que había cubierto con la manta una esposa y unos hijos? Probablemente.

Sí hubiera llegado aquí una hora antes. Si no me hubiera ido a dormir…

Su mente gritó: ¡Estaba tan seguro de que era Kemp! ¡Tan seguro!

Si hubiera llegado aquí tan sólo quince minutos antes, ¿hubiera sido suficiente? Si no hubiera pasado tanto rato hablando con Roger, ¿estaría vivo Tad en estos momentos? ¿Cuándo murió? ¿Ha ocurrido de veras? ¿Y cómo voy a poder soportarlo el resto de mi vida sin volverme loco? ¿Qué le ocurrirá a Donna?

Llegó otro automóvil de la policía. Uno de los agentes bajó de él y habló con uno de los policías que estaban esperando a Vic. Este último se adelantó y dijo amablemente:

—Creo que tendríamos que irnos, señor Trenton. Aquí Quentin dice que los periodistas están en camino. En estos momentos, no querrá usted hablar con ningún periodista.

—No —convino Vic, haciendo ademán de levantarse.

Mientras lo hacía vio algo de color amarillo justo al fondo de su campo visual. Un trozo de papel que asomaba por debajo del asiento de Tad. Lo tomó y vio que eran las Palabras del Monstruo que él había escrito para tranquilizar la mente de Tad a la hora de acostarse. La hoja de papel estaba arrugada y rasgada en dos puntos y muy manchada de sudor; a lo largo de los marcados dobleces resultaba casi transparente.

¡Monstruos, alejaos de esta habitación!

Nada tenéis que hacer aquí.

¡Ningún monstruo debajo de la cama de Tad!

No cabéis aquí debajo.

¡Ningún monstruo escondido en el armario de Tad!

Allí dentro es demasiado estrecho.

¡Ningún monstruo fuera de la ventana de Tad!

No os podéis sostener allí.

Ni vampiros, ni hombres lobo, ni cosas que muerden.

Nada tenéis que hacer aquí.

Nada tocará a Tad, o dañará a Tad durante toda esta no…

Ya no pudo seguir leyendo. Arrugó la hoja de papel y la arrojó contra el cuerpo del perro muerto. El papel era una mentira sentimental y los sentimientos que expresaba eran tan inconstantes como el color de aquellos estúpidos cereales que se desteñían. El mundo estaba lleno de monstruos y todos ellos estaban autorizados a morder a los inocentes y los incautos.

Se dejó acompañar al vehículo de la policía. Se lo llevaron de la misma manera que antes se habían llevado a George Bannerman y Tad Trenton y Donna Trenton. Al cabo de un rato, llegó una veterinaria en una camioneta. Contempló el perro muerto, se puso unos largos guantes de goma y sacó una sierra de huesos circular. Los policías, al darse cuenta de lo que iba a hacer, apartaron el rostro.

La veterinaria cortó la cabeza del San Bernardo y la introdujo en una gran bolsa de basura de plástico blanco. Más tarde, se enviaría al Departamento Estatal de Animales donde el cerebro sería analizado para comprobar la existencia de rabia.

Cujo también se había ido.

Eran las cuatro menos cuarto de aquella tarde cuando Holly avisó a Charity de que la llamaban al teléfono. Holly mostraba una expresión levemente preocupada.

—Parece que es alguien oficial —dijo.

Aproximadamente una hora antes, Brett había cedido a las incesantes súplicas de Jim, hijo, y había acompañado a su primito al campo de juegos del Centro Comunitario de Stratford.

Desde entonces, la casa había permanecido en silencio, exceptuando las voces de las mujeres que estaban hablando de los viejos tiempos… los buenos viejos tiempos, corrigió Charity en silencio. La vez que papá se había caído del carro del heno y había ido a parar encima de un enorme amasijo de boñigas de vaca en el Campo de Atrás (pero ningún comentario acerca de las veces en que él las había azotado hasta que no pudieran sentarse a causa de alguna trasgresión real o imaginaria); la vez que se colaron en el viejo Met Theater de Lisbon Falls para ver a Elvis en Lave Me Tender (pero ningún comentario acerca de la vez en que a mamá le retiraron el crédito en el Red & White y ella tuvo que abandonar la tienda de comestibles deshecha en llanto, dejando un cesto lleno de provisiones mientras todo el mundo la miraba); cómo Red Timmins, el vecino de su calle, siempre trataba de besar a Holly en el camino de regreso de la escuela (pero ningún comentario acerca de la forma en que Red había perdido un brazo cuando el tractor se le volcó encima en agosto de 1962). Ambas habían descubierto que estaba bien abrir los armarios… siempre y cuando no se hurgara demasiado en su interior. Porque era posible que las cosas aún estuvieran acechando allí, dispuestas a morder.

Dos veces Charity había abierto la boca para decirle a Holly que ella y Brett regresarían a casa mañana y en ambas ocasiones la había vuelto a cerrar, tratando de pensar en la forma de decírselo sin que Holly pudiera creer que no les gustaba estar allí.

Ahora el problema quedó momentáneamente olvidado mientras ella se sentaba junto a la mesita del teléfono con una nueva taza de té a su lado. Estaba un poco inquieta… a nadie le gusta recibir una llamada telefónica de alguien que parece pertenecer a un organismo oficial, estando de vacaciones.

—¿Diga? —contestó.

Holly observó que el rostro de su hermana palidecía y oyó que ésta decía:

—¿Cómo? ¿Cómo? ¡No… no! Tiene que haber un error. Le digo que tiene que haber…

Guardó silencio, prestando atención al teléfono. Se estaba transmitiendo por teléfono alguna terrible noticia de Maine, pensó Holly. Lo podía ver en la máscara cada vez más tensa del rostro de su hermana, pese a que no podía oír nada de lo que se decía a través del teléfono como no fuera una serie de crujidos carentes de significado.

Alguna mala noticia de Maine. Era una historia conocida. Estaba muy bien sentarse con Charity en la soleada cocina por la mañana, bebiendo té y comiendo naranjas y hablando de la vez que se habían colado en el Met Theater. Eso estaba muy bien, pero no modificaba el hecho de que todos los días que ella podía recordar de su infancia habían traído consigo una pequeña mala noticia que era algo así como una pieza del rompecabezas de los primeros años de su vida, los cuales formaban en conjunto una escena tan terrible que no le hubiera importado no volver a ver jamás a su hermana mayor. Bragas rotas de algodón de las que se burlaban las demás niñas de la escuela. Recolectar patatas hasta que te dolía la espalda y, si te erguías de repente, la sangre se te escapaba del cerebro tan de prisa que te daba la sensación de que te ibas a desmayar. Red Timmins… con qué cuidado ella y Charity habían evitado mencionar el brazo de Red, tan terriblemente machacado que se lo habían tenido que amputar; sin embargo, al enterarse de ello, Holly se había alegrado, se había alegrado mucho. Porque recordaba que Red le había arrojado un día una manzana verde que le había dado en la cara, haciéndole sangrar la nariz, haciéndola llorar. Recordaba que Red le daba restregones como los indios y se reía. Recordaba alguna que otra nutritiva cena a base de mantequilla de cacahuetes Shedd’s y Cheerios cuando las cosas iban especialmente mal. Recordaba cómo apestaba en pleno verano el retrete exterior, el olor era de mierda, y, por si alguien quería saberlo, no era un olor muy bueno.

Alguna mala noticia de Maine. Y, en cierto modo, por alguna absurda razón que a ella le constaba que ambas jamás volverían a comentar aunque llegaran a vivir cien años y pasaran los últimos veinte años juntas, Charity había optado por seguir con aquella vida. Su belleza había desaparecido casi por completo. Tenía arrugas alrededor de los ojos. Tenía el busto caído; lo tenía caído incluso con sujetador. Sólo se llevaban seis años, pero un observador hubiera podido suponer muy bien que se llevaban algo así como dieciséis. Y lo peor de todo era que no parecía que ella se preocupara lo más mínimo por el hecho de condenar a su encantador e inteligente hijo a semejante vida… a menos que él espabilara y se diera cuenta. Para los turistas, pensó Holly con una amargura que todos aquellos años de bienestar no habían conseguido modificar, era un país de vacaciones. Pero, si eras del campo, las malas noticias se sucedían un día tras otro. Y después un día te mirabas al espejo y el rostro que te miraba desde el mismo era el rostro de Charity Camber. Y ahora se estaba recibiendo otra terrible noticia desde Maine, el lugar de origen de todas las noticias terribles. Charity estaba colgando el teléfono. Se quedó sentada, contemplándolo mientras el té caliente humeaba a su lado.

—Joe ha muerto —anunció de repente.

Holly contuvo la respiración y se notó los dientes fríos. ¿Por qué has venido?, experimentó el deseo de gritar. Ya sabía que ibas a traer todo eso, y, claro, lo has traído.

—Oh, cariño —le dijo—. ¿Estás segura?

—Era un hombre de Augusta. Apellidado Masen. De la oficina del fiscal general, Departamento Legal.

—¿Ha sido… ha sido un accidente de tráfico?

Charity la miró entonces directamente y Holly se escandalizó y se aterró al ver que el rostro de su hermana no era como el de alguien que acaba de recibir una terrible noticia; parecía el de alguien que acababa de recibir una buena noticia. Las arrugas de su rostro se habían atenuado. Sus ojos eran inexpresivos… pero, ¿se ocultaba detrás de aquella ausencia de expresión un sentimiento de miedo o bien el soñador despertar de una posibilidad?

Si hubiera visto el rostro de Charity Camber al comprobar el número de su billete premiado de la lotería, tal vez lo hubiera sabido. ¿Charity?

—Ha sido el perro —dijo Charity—. Ha sido Cujo.

—¿El perro?

Al principio, Holly se quedó perpleja, sin acertar a ver ninguna posible conexión entre la muerte del marido de Charity y el perro de la familia Camber. Entonces lo comprendió. Las deducciones las hizo según los términos del brazo izquierdo horriblemente mutilado de Red Timmins y entonces dijo en un tono de voz más alto y estridente:

—¿El perro?

Antes de que Charity pudiera contestar —si es que pensaba hacerlo—, se oyeron unas alegres voces en el patio de atrás: la cantarína y sonora de Jim, hijo, y la más baja y divertida de Brett, contestando. Ahora el rostro de Charity cambió. Era un rostro afligido que Holly recordaba y odiaba mucho, una expresión que hacía que todos los rostros parecieran iguales… una expresión que a menudo había observado en su propio rostro en aquellos viejos tiempos.

—El niño —dijo Charity—. Brett. Holly… ¿cómo voy a decirle a Brett que su padre ha muerto?

Holly no tenía ninguna respuesta que darle. Sólo pudo mirar a su hermana con impotencia, pensando que ojalá ninguno de ellos hubiera venido.

UN PERRO RABIOSO MATA A 4 PERSONAS EN UN REINADO DEL TERROR DE TRES DÍAS DE DURACIÓN, proclamaban los titulares de la edición de aquella noche del Evening Express de Portland. El subtitular decía: La única superviviente se encuentra ingresada en el Northern Cumberland Hospital con pronóstico reservado. El titular del Press-Herald del día siguiente rezaba: EL PADRE EXPLICA LA DESESPERADA LUCHA DE LA ESPOSA POR SALVAR AL HIJO. Aquella noche, la noticia ya había sido relegada al fondo de la primera plana: EL MÉDICO AFIRMA QUE LA SEÑORA TRENTON RESPONDE FAVORABLEMENTE AL TRATAMIENTO ANTIRRÁBICO. Y, en una columna lateral: EL PERRO NO HABÍA SIDO VACUNADO: VETERINARIO LOCAL. A los tres días, la noticia había pasado al interior, a la cuarta plana: EL DEPARTAMENTO DE SANIDAD DEL ESTADO ATRIBUYE LA SALVAJE CONDUCTA DEL PERRO DE CASTLE ROCK A UN ZORRO o UN MAPACHE RABIOSO. En un reportaje final de aquella semana se publicaba la noticia de que Víctor Trenton no tenía intención de demandar en juicio a los miembros supervivientes de la familia Camber, de los que se decía que se hallaban sumidos en un estado de «profunda conmoción». La información era muy escueta, pero proporcionaba un pretexto para poder refundir de nuevo toda la historia. Una semana más tarde, la primera plana del periódico del domingo publicó un reportaje acerca de lo que había sucedido. Y, una semana después, un periódico sensacionalista de difusión nacional publicó una llamativa sinopsis de lo ocurrido bajo el titular: TRÁGICA BATALLA EN MAINE MIENTRAS UNA MADRE LUCHA CONTRA UN SAN BERNARDO ASESINO. Y así terminó la información.

Aquel otoño, en la zona central de Maine cundió la alarma a causa de la rabia. Un experto la atribuyó a «unos rumores y a un horrible caso aislado ocurrido en Castle Rock».

Donna Trenton pasó en el hospital casi cuatro semanas. Terminó el tratamiento contra las mordeduras del perro rabioso con muchos dolores, pero sin serios problemas, pese a lo cual fue sometida a una cuidadosa vigilancia debido a la gravedad potencial de la enfermedad y a su profunda depresión mental.

A finales de agosto, Vic se la llevó a casa.

Pasaron en la casa un tranquilo día lluvioso. Aquella noche, sentados delante del televisor, sin prestarle realmente atención, Donna le preguntó a Vic acerca de la situación de la Ad Worx.

—Todo está bien ahí —le dijo Vic—. Roger consiguió poner en marcha él solo el último anuncio del Profesor de los Cereales… con la ayuda de Rob Martin, claro. Ahora estamos trabajando en la organización de una nueva y gran campaña para la línea de productos Sharp —era una media mentira; el que estaba trabajando era Roger. Vic acudía allí tres o cuatro días a la semana y cogía un poco el lápiz o bien se dedicaba a mirar su máquina de escribir—. Pero los de la Sharp se muestran muy cautelosos en un intento de que nada de lo que hagamos rebase el período de dos años para el que hemos firmado. Roger tenía razón. Van a prescindir de nosotros. Pero, para entonces, ya no importará que lo hagan.

—Muy bien —dijo ella.

Ahora tenía períodos de euforia, períodos en los que casi volvía a ser la de antes, aunque se mostrara generalmente apática. Había perdido diez quilos y estaba escuálida. El color de su tez no era muy saludable. Y tenía las uñas rotas.

Dejó pasar un rato mirando la televisión y, después, se volvió hacia él. Estaba llorando.

—Donna —le dijo él—. Vamos, nena.

La rodeó con sus brazos y la atrajo hacia sí. Ella se dejó abrazar suavemente aunque sin entregarse. A través de la suavidad, él pudo percibir los ángulos de sus huesos en demasiados lugares.

—¿Podemos vivir aquí? —consiguió decir ella con voz quebrada—. Vic, ¿podemos vivir aquí?

—No lo sé —contestó él—. Creo que deberíamos darnos una oportunidad.

—Tal vez debiera preguntarte si puedes seguir viviendo conmigo. Si me dijeras que no, lo comprendería. Lo comprendería perfectamente.

—No quiero otra cosa que no sea vivir contigo. Creo que lo supe desde un principio. Tal vez hubo una hora (inmediatamente después de haber recibido la nota de Kemp) en que no lo supe. Pero fue la única vez. Donna, te quiero. Siempre te he querido.

Ahora ella le rodeó con sus brazos y le estrechó con fuerza. La suave lluvia de verano golpeaba las ventanas y formaba unas sombras grises y negras en el suelo.

—No le pude salvar —dijo ella—. Eso es lo que pienso constantemente. No puedo librarme de ello. Lo pienso otra vez… y otra… y otra. Si hubiera echado antes a correr hacia el porche… o si hubiera cogido el bate de béisbol… —tragó saliva—. Cuando al final me atreví a salir, ya todo había… terminado. Él había muerto.

Vic hubiera podido recordarle que ella había estado anteponiendo constantemente el bienestar de Tad al suyo propio. Que la razón por la cual no se había dirigido hacia la puerta había sido el temor de lo que hubiera podido ocurrirle a Tad en caso de que el perro la hubiera atacado antes de conseguir ella entrar en la casa. Hubiera podido decirle que el asedio había debilitado probablemente al perro tanto como a la propia Donna y que, si hubiera intentado golpear antes a Cujo con el bate de béisbol, el resultado hubiera podido ser terriblemente distinto; de hecho, el perro había estado casi a punto de matarla al final. Pero él sabía que tanto él como otras personas le habían señalado una y otra vez estas cuestiones a Donna y que ni toda la lógica del mundo podía mitigar el dolor de contemplar aquel silencioso montón de cuadernos para colorear o de ver el columpio inmóvil y vacío en su arco, en el patio de atrás. La lógica no podía mitigar su terrible sensación de fracaso personal. Sólo el tiempo podría hacerlo y, aun así, la labor del tiempo sería imperfecta.

—Yo tampoco le pude salvar —dijo él.

—Tú…

—Estaba tan seguro de que había sido Kemp. Si hubiera subido allí arriba antes, si no me hubiera dormido, incluso si no me hubiera entretenido hablando con Roger por teléfono.

—No —dijo ella suavemente—. No digas eso.

—Tengo que hacerlo. Y creo que tú también. Tendremos que ir tirando. Es lo que hace la gente, ¿sabes? Simplemente ir tirando. Y tratar de ayudarse mutuamente.

—No hago más que percibirle… sentirle… en todos los rincones.

—Sí. Yo también.

Él y Roger habían llevado todos los juguetes de Tad al Ejército de Salvación hacía dos sábados. Al terminar, habían regresado aquí y se habían tomado unas cervezas, viendo un partido de béisbol por televisión, sin hablar demasiado. Y, cuando Roger se fue a casa, Vic subió al piso de arriba y se sentó en la cama de la habitación de Tad y estuvo llorando hasta tener la sensación de que el llanto le estaba desgarrando todas las entrañas. Lloró y experimentó el deseo de morir, pero no se murió y, al día siguiente, había regresado al trabajo.

—Prepara un poco de café —dijo él, dándole una suave palmada en el trasero—. Yo encenderé la chimenea. Hace fresco aquí.

—Muy bien —dijo ella, levantándose—. ¿Vic?

—¿Qué?

—Yo también te quiero —dijo ella, luchando contra el nudo de su garganta.

—Gracias —dijo él—. Creo que me hacía falta.

Donna sonrió levemente y se fue a preparar el café. Y consiguieron superar la velada, pese a que Tad todavía estaba muerto. Y superaron también el día siguiente. Y el siguiente. La situación no había mejorado demasiado a finales de agosto y tampoco en septiembre, pero, cuando las hojas empezaron a amarillear y a caer, mejoró un poco. Sólo un poco.

Estaba dominada por la tensión, pero trataba de no demostrarlo.

Cuando Brett regresó del establo y se sacudió la nieve de las botas, franqueando la puerta de la cocina, ella estaba sentada junto a la mesa de la cocina, bebiendo una taza de té. Por un momento, él se limitó simplemente a mirarla. Había perdido un poco de peso y había crecido en el transcurso de los últimos seis meses. El efecto general que producía era el de un niño larguirucho, siendo así que antes siempre había parecido compacto aunque flexible. Sus notas del primer trimestre no habían sido muy buenas y había tenido problemas en dos ocasiones: las dos veces por peleas en el patio de la escuela, probablemente a propósito de lo que había ocurrido el último verano. Sin embargo, las notas del segundo trimestre habían sido mucho mejores.

—¿Mamá? ¿Mamá? ¿Es…?

—Alva lo ha traído —dijo ella. Posó cuidadosamente la taza en el platito sin hacer ruido—. No hay ninguna ley que diga que tengas que quedártelo.

—¿Lo han vacunado? —preguntó Brett y a ella le partió el corazón que fuera ésta su primera pregunta.

—Pues, la verdad es que sí —contestó ella—. Alva ha querido pasarlo por alto, pero yo le he pedido que me enseñara la factura del veterinario. Nueve dólares le cobró. Moquillo y rabia. Además, hay un tubo de crema contra las garrapatas y los ácaros de las orejas. Si no lo quieres, Alva me devolverá los nueve dólares.

El dinero había adquirido importancia para ellos. Durante algún tiempo, ella no había estado muy segura de poder conservar la casa y ni siquiera de la conveniencia de intentarlo. Lo había discutido con Brett, habiéndole con toda franqueza. Había una póliza de un pequeño seguro de vida. El señor Shouper, del Casco Bank de Bridgton, le había explicado que, si colocaba aquel dinero en un depósito especial y lo añadía al dinero ganado en la lotería, podría satisfacer casi todo el importe de la hipoteca en el transcurso de los próximos cinco años. Había conseguido encontrar un empleo bastante aceptable en la sección de embalaje y facturación de la Trace Optical, la única fábrica auténtica que había en Castle Rock. La venta del equipo de Joe —incluida la nueva cadena— le había reportado otros tres mil dólares. Les era posible conservar la casa, le había explicado a Brett, pero lo más probable era que tuvieran dificultades. La alternativa era un apartamento en la ciudad. Brett lo había consultado con la almohada y resultó que lo que él quería era lo mismo que ella quería: conservar la casa. Y se habían quedado.

—¿Cómo se llama? —preguntó Brett.

—No tiene nombre. Lo acaban de destetar.

—¿Es de raza?

—Sí —contestó ella, echándose a reír—. Es un Heinz, cincuenta y siete variedades.

Él esbozó a su vez una sonrisa forzada. Pero Charity reconoció que más valía eso que nada.

—¿Podría entrar? Ha empezado a nevar otra vez.

—Puede entrar si pones papeles. Y, si se mea por ahí, lo limpiarás.

—Muy bien —dijo Brett, abriendo la puerta para salir.

—¿Qué nombre le vas a poner, Brett?

—No sé —contestó Brett. Se produjo una prolongada pausa—. No lo sé todavía. Tendré que pensarlo.

Charity tuvo la sensación de que estaba llorando, pero reprimió el impulso de acercarse a él. Además, él le daba la espalda y, en realidad, no estaba segura. Iba a ser un chicarrón y, por mucho que le doliera saberlo, comprendía que a los chicarrones no les suele gustar que sus madres sepan que están llorando.

Brett salió y trajo al perro, acunándolo en sus brazos. Este permaneció sin nombre hasta la primavera siguiente en que, sin ninguna razón concreta que ellos pudieran identificar, ambos empezaron a llamarle Willie. Era un pequeño y alegre perro de pelo corto, primordialmente de tipo terrier. En cierto modo, parecía un Willie. Y se le quedó el nombre.

Mucho más tarde, aquella primavera, a Charity le subieron un poco el sueldo. Y ella empezó a ahorrar diez dólares a la semana. Para pagarle los estudios universitarios a Brett.

Poco después de que tuvieran lugar aquellos mortales acontecimientos en el patio de los Camber, los restos de Cujo fueron incinerados. Las cenizas se arrojaron a la basura y se eliminaron en la planta de tratamiento de basuras de Augusta. Tal vez no sea ocioso recordar que siempre había tratado de ser un buen perro. Había tratado de hacer todas las cosas que su HOMBRE, su MUJER y, sobre todo, su NIÑO le habían pedido o habían esperado de él. Hubiera muerto por ellos, en caso necesario. Jamás había querido matar a nadie. Había sido atacado por algo, posiblemente el destino o la fatalidad o simplemente una enfermedad nerviosa de carácter degenerativo llamada rabia. El libre albedrío no había intervenido en esto.

La pequeña cueva hasta la cual Cujo había perseguido al conejo no fue descubierta jamás. Al final, por alguna de las vagas razones que puedan tener las pequeñas criaturas, los murciélagos se fueron a otra parte. El conejo no pudo salir y murió de hambre en una lenta y silenciosa agonía. Sus huesos, que yo sepa, siguen estando en ese lugar, junto con los huesos de otros pequeños animales que tuvieron la desgracia de ir a parar allí antes que él.

Lo digo para que lo sepas,

lo digo para que lo sepas,

lo digo para que lo sepas:

Old Blue se fue donde van los perros buenos.

CANCIÓN POPULAR

Setiembre de 1977 marzo de 1981.