Cujo oyó abrirse de nuevo la portezuela, como el instinto le había dicho que iba a ocurrir. La primera vez que la portezuela se había abierto, había estado a punto de rodear la parte delantera del automóvil en la que se hallaba tendido en un estado de semi-estupor. Había estado a punto de rodearla para atacar a la MUJER que le había producido aquel terrible dolor en la cabeza y el cuerpo. Había estado a punto, pero el instinto le había ordenado en su lugar que se estuviera quieto. La MUJER estaba tratando simplemente de llamar su atención, le aconsejó el instinto, y así había sido efectivamente.
A medida que la enfermedad se había ido apoderando de él, penetrando en su sistema nervioso como un voraz incendio en la hierba, todo humo gris paloma y bajas llamas rosadas, a medida que había ido cumpliendo su misión de destruir pautas establecidas de pensamiento y conducta, se había agudizado en cierto modo su astucia. Estaba seguro de que podría pillar a la MUJER y al NIÑO. Ellos le habían provocado este dolor: la angustia de su cuerpo y el terrible daño que se había producido en su cabeza de tanto abalanzarse una y otra vez contra el automóvil.
Hoy se había olvidado en dos ocasiones de la MUJER y el NIÑO, abandonando el establo a través del agujero que Joe Camber había abierto en la puerta de la habitación de atrás en la que guardaba las cuentas. Había bajado a la ciénaga de la parte de atrás de la propiedad de los Camber, pasando en ambas ocasiones muy cerca de la entrada cubierta de maleza de la cueva de piedra caliza en la que dormían los murciélagos. Había agua en la ciénaga y él estaba horriblemente sediento, pero la contemplación del agua le había provocado un estado de frenesí en ambas ocasiones. Quería beber agua; matar el agua; bañarse en el agua; mear y cagar en el agua; cubrirla de tierra; destrozarla; hacerla sangrar. En ambas ocasiones, esta terrible confusión de sentimientos le había inducido a alejarse, gimiendo y temblando. La MUJER y el NIÑO habían sido los causantes de que todo ello ocurriera. Y él ya no les abandonaría. Ningún ser humano que jamás hubiera vivido hubiera podido encontrar un perro más fiel o más decidido en su propósito. Esperaría hasta que pudiera pillarlos. En caso necesario, esperaría a que terminara el mundo. Esperaría. Montaría guardia.
Era sobre todo la MUJER. Su forma de mirarle, como si le dijera: Sí, sí, lo he hecho yo, yo te he puesto enfermo, yo te he hecho daño, yo he forjado esta angustia para ti y ahora estará siempre contigo.
¡Oh, matarla, matarla!
Se oyó un rumor. Un rumor suave, pero a Cujo no le pasó inadvertido; sus oídos estaban ahora preternaturalmente afinados a todos los sonidos. Todo el espectro del mundo auditivo era suyo. Oía las campanadas del cielo y los ásperos gritos que surgían del infierno. En su locura, oía lo real y lo irreal.
Era el suave rumor de unas piedrecitas resbalando y rozando entre sí.
Cujo apoyó sus cuartos traseros contra el suelo y la esperó. La orina, cálida y dolorosa, se escapó de él sin que se diera cuenta. Esperó a que la MUJER apareciera. Cuando lo hiciera, la mataría.
En medio de la ruina de la planta baja de la casa de los Trenton, el teléfono empezó a sonar.
Sonó seis veces, ocho veces, diez. Después enmudeció. Poco después, el ejemplar de los Trenton del Cali de Castle Rock cayó con un sordo rumor contra la puerta de entrada y Billy Freeman siguió pedaleando calle arriba montado en su Raleigh, con la bolsa de lona a la espalda, silbando.
En la habitación de Tad, la puerta del armario estaba abierta y se percibía en el aire un inefable olor seco, leonino y salvaje.
En Boston, una telefonista le preguntó a Vic Trenton si deseaba que siguiera intentándolo.
—No, muchas gracias, señorita —dijo él, colgando el aparato.
Roger había localizado a los Red Sox jugando contra Kansas City en el canal 38 y estaba sentado en el sofá en ropa interior, con un bocadillo y un vaso de leche que había pedido al servicio de habitaciones, contemplando los ejercicios de precalentamiento.
—De todas tus costumbres —dijo Vic—, buena parte de las cuales oscilan entre lo activamente molesto y lo ligeramente repugnante, creo que esta de comer en calzoncillos es probablemente la peor.
—Fijaos en este tío —dijo Roger suavemente, dirigiéndose a la habitación vacía en general—. Tiene treinta y dos años y sigue llamando calzoncillos a los slips.
—¿Y eso qué tiene de malo?
—Nada… si eres todavía un tipo de la Tienda del Búho en el campamento de verano.
—Esta noche te voy a cortar la garganta, Rog —dijo Vic, sonriendo alegremente—. Te despertarás ahogado en tu propia sangre. Lo lamentarás, pero ya será… ¡demasiado tarde!
Tomó la mitad del bocadillo caliente de carne ahumada de Roger y lo retorció lastimosamente.
—Eso es una verdadera cochinada —dijo Roger, sacudiéndose las migas del velloso torso desnudo—. Donna no estaba en casa, ¿eh?
—Pues no. Es probable que ella y Tad hayan ido al Taste Freeze a comer un par de hamburguesas o algo así. Ojalá estuviera allí en lugar de estar en Boston.
—Imagínate —dijo Roger, esbozando una perversa sonrisa—, mañana por la noche vamos a estar en el mismísimo centro de Boston. Tomando unas copas bajo el reloj del Biltmore…
—Que se vayan a la mierda el Biltmore y el reloj —dijo Vic—. Cualquiera que pase una semana lejos de Maine por asuntos de negocios en Boston y Nueva York —y durante el verano— tiene que estar loco.
—Sí, estoy de acuerdo —dijo Roger. En la pantalla de televisión, Bob Stanley efectuó un buen lanzamiento bombeado por encima de la esquina exterior para iniciar el partido—. Pura mierda.
—Oye, el bocadillo está muy bueno, Roger —dijo Vic, dirigiéndole una cautivadora sonrisa a su amigo.
Roger tomó el plato y se lo acercó al pecho.
—Pide que te suban uno para ti, maldito gorrón.
—¿Cuál es el número?
—Seis-ocho-uno, creo. Está en el disco.
—¿No quieres un poco de cerveza para acompañar? —preguntó Vic, dirigiéndose de nuevo al teléfono.
—He bebido demasiado a la hora del almuerzo —contestó Roger, sacudiendo la cabeza—. Tengo la cabeza mala y el estómago malo y es probable que mañana tenga diarrea. Estoy descubriendo rápidamente la verdad, amigo. Ya no soy un chiquillo.
Vic pidió un bocadillo caliente de carne ahumada con pan de centeno y dos botellas de Tuborg. Al colgar el teléfono y mirar de nuevo a Roger, Vic le vio con los ojos clavados en el televisor. Mantenía el plato del bocadillo en equilibrio sobre su considerable panza y estaba llorando. Al principio, Vic creyó no haber visto bien; le pareció una especie de ilusión óptica. Pero no, aquello eran lágrimas. La televisión en color se reflejaba en ellas en prismas de luz.
Por un instante, Vic se quedó de pie, sin saber si acercarse a Roger o bien irse al otro lado de la habitación y tomar el periódico, fingiendo no haberse dado cuenta. Pero entonces Roger le miró con el rostro contraído y absolutamente sincero, tan indefenso y vulnerable como el de Tad cuando se caía del columpio y se arañaba las rodillas o cuando se caía en la acera.
—¿Qué voy a hacer, Vic? —preguntó con voz áspera.
—Rog, ¿de qué estás hab…?
—Sabes muy bien de qué estoy hablando —contestó Roger.
El público del Fenway empezó a lanzar vítores mientras Boston provocaba un doble fuera de juego al término de la primera.
—Cálmate, Roger. Tú…
—Eso va a fracasar y ambos lo sabemos —dijo Roger—. Huele tan mal como una caja de huevos que hubiera pasado toda la semana al sol. Estamos jugando a un jueguecito muy divertido. Tenemos a Rob Martin de nuestra parte. Tenemos a este refugiado de la Residencia de Actores Ancianos de nuestra parte. E indudablemente tendremos de nuestra parte a la Summers Marketing Research puesto que somos clientes suyos. Tenemos de nuestra parte a todo el mundo menos a las personas que nos interesan.
—Nada está decidido, Rog. Todavía no.
—Althea no comprende realmente lo que nos jugamos —dijo Roger—. Yo tengo la culpa; de acuerdo, soy cobarde como una gallina, cocorocó. Pero a ella le encanta vivir en Bridgton, Vic. Le encanta. Y las niñas tienen sus amigas de la escuela… el lago en verano… y no saben en absoluto qué mierda va a ocurrir.
—Sí, es tremendo. No intento negarlo, Rog.
—¿Sabe Donna hasta qué punto es grave la situación?
—Creo que, al principio, pensó simplemente que era una broma que nos estaban gastando. Pero ahora ya empieza a tener alguna idea.
—Sin embargo, ella nunca se ha adaptado a Maine en la medida en que lo hemos hecho nosotros.
—Al principio, tal vez no. Creo que ahora levantaría las manos horrorizada ante la idea de llevarse a Tad otra vez a Nueva York.
—¿Qué voy a hacer? —preguntó nuevamente Roger—. No soy ya un chiquillo. Tú tienes treinta y dos años y yo voy a cumplir cuarenta y uno el mes que viene. ¿Qué voy a tener que hacer? ¿Empezar a presentar mi curriculum por ahí? ¿Va a recibirme J. Walter Thompson con los brazos abiertos? «Hola, Rog, nene, te he estado guardando el sitio. Empezarás a treinta-cinco-cinco». ¿Es eso lo que me va a decir?
Vic se limitó a sacudir la cabeza, pero una parte de sí mismo estaba un poco irritada con Roger.
—Yo estaba furioso. Bueno, y todavía lo estoy, pero ahora estoy más que nada asustado. Permanezco tendido en la cama por la noche y trato de imaginar lo que ocurrirá… después. Lo que va a ser. No puedo imaginarlo. Tú me miras y dices en tu fuero interno: «Roger está dramatizando». Tú…
—Jamás he pensado semejante cosa —dijo Vic, esperando no hablar en tono culpable.
—No diré que mientas —dijo Roger—, pero llevo trabajando contigo el tiempo suficiente como para tener una buena idea de lo que piensas. Mejor de la que te imaginas. En cualquier caso, no te reprocharía que lo pensaras… sin embargo, hay una gran diferencia entre treinta y dos y cuarenta y uno, Vic. Entre treinta y dos y cuarenta y uno, se pierden mucho las agallas.
—Mira, yo sigo pensando que tenemos posibilidad de luchar con esta propuesta…
—Lo que me gustaría es que nos lleváramos a Cleveland dos docenas de cajas de Red Razbery Zingers —dijo Roger— y les obligáramos a doblarse tras habernos atado la lata a la cola. Yo tengo un sitio en el que meter todos estos cereales, ¿sabes?
Vic le dio a Roger unas palmadas en el hombro.
—Sí, ya te entiendo.
—¿Qué vas a hacer tú si nos retiran la cuenta? —preguntó Roger.
Vic había pensado en ello. Lo había analizado desde todos los ángulos posibles. Hubiera sido justo decir que se había planteado el problema mucho antes de que Roger decidiera abordarlo.
—Si nos retiran la cuenta, voy a trabajar más que nunca —contestó Vic—. Treinta horas al día en caso necesario. Si tengo que reunir sesenta cuentas pequeñas de Nueva Inglaterra para compensar la cuenta de la Sharp, lo haré.
—Nos mataremos por nada.
—Quizá —dijo Vic—. Pero caeremos disparando todos los cañones. ¿De acuerdo?
—Supongo —dijo Roger en tono vacilante— que, si Althea se pone a trabajar, podremos conservar la casa aproximadamente un año. Habría tiempo suficiente para venderla, teniendo en cuenta los tipos de interés que hay ahora.
De repente, Vic notó una especie de temblor detrás de los labios: toda aquella cochina y negra mierda en la que se había metido Donna a causa de su necesidad de seguir pensando que todavía tenía diecinueve años e iba para veinte. Experimentó una cierta cólera sorda contra Roger, Roger que llevaba quince años feliz e indiscutiblemente casado, Roger a quien le calentaba la cama la bonita y modesta Althea (si Althea Breakstone hubiera contemplado siquiera la idea de la infidelidad, Vic se hubiera sorprendido), Roger que no tenía ni la más remota idea de hasta qué punto muchas cosas podían fallar simultáneamente.
—Mira —dijo—. El jueves recibí una nota con el correo de la tarde…
Llamaron fuertemente con los nudillos a la puerta.
—Será el servicio de habitaciones —dijo Roger.
Tomó la camisa y se secó el rostro con ella… y, ya sin lágrimas, a Vic le pareció súbitamente impensable contarle nada a Roger. Tal vez porque Roger tenía razón y los nueve años que mediaban entre treinta y dos y cuarenta y uno constituían una gran diferencia.
Vic se dirigió a la puerta y recibió las cervezas y el bocadillo. No había terminado lo que había estado a punto de decir cuando el camarero llamó a la puerta y Roger no le hizo ninguna pregunta. Se había sumido de nuevo en sus propios problemas.
Vic se sentó a comer el bocadillo y no se sorprendió demasiado al observar que casi había perdido el apetito. Sus ojos se posaron en el teléfono y, sin dejar de masticar, probó a llamar de nuevo a casa. Dejó que el teléfono sonara doce veces antes de colgar. Estaba frunciendo ligeramente el ceño. Eran las ocho y cinco, pasaban cinco minutos de la hora en que Tad solía irse a la cama. Tal vez Donna hubiera encontrado a alguien o tal vez la casa vacía les hubiera abrumado y se hubieran ido a visitar a alguien. Al fin y al cabo, no había ninguna ley que dijera que Tadder tenía que irse a la cama a las ocho en punto, sobre todo habiendo luz diurna hasta tan tarde y haciendo tantísimo calor. Eso era muy probable, desde luego. Tal vez se hubieran ido al parque municipal a pasar un rato hasta que refrescara lo suficiente como para poder dormir. Claro.
(o, a lo mejor, está con Kemp)
Eso era una locura. Ella había dicho que todo había terminado y él lo había creído. Lo había creído de veras. Donna no mentía.
(y tampoco anda tonteando por ahí, ¿verdad, amigo?)
Trató de rechazar la idea, pero no le sirvió de nada. La rata andaba suelta y ahora pasaría un buen rato royéndole. ¿Qué habría hecho con Tad en caso de que se le hubiera metido de repente en la cabeza la idea de largarse con Kemp? ¿Estarían tal vez los tres en aquellos momentos en algún motel entre Castle Rock y Baltimore? No seas necio, Trenton. Podrían…
El concierto de la banda, eso era, claro. Todos los martes por la noche, había un concierto en el parque municipal. Algunos martes tocaba la banda de la escuela superior, algunas veces lo hacía un grupo de música de cámara, y algunas veces un grupo local de ragtime que se llamaba Precaria Situación. Allí era donde estaban, claro… disfrutando de la brisa y escuchando a Precaria Situación, interpretando con entusiasmo el «Candy Man» de John Hurt o tal vez «Beu-lah Land».
(a menos que esté con Kemp)
Terminó una cerveza y empezó la otra.
Donna permaneció de pie fuera del automóvil apenas treinta segundos, restregando suavemente los pies sobre la grava para eliminar de sus piernas las agujas de pino. Contempló la fachada del garaje, pensando todavía que, en caso de que Cujo apareciera, lo haría por allí… saliendo tal vez de la entrada del establo, rodeando una de las paredes laterales o quizás emergiendo de detrás de la camioneta rural cuyo aspecto resultaba más bien canino bajo la luz de las estrellas… un enorme y polvoriento perro mestizo negro, profundamente dormido.
Permaneció de pie, todavía no del todo dispuesta a lanzarse. La noche la acariciaba con su brisa, leves fragancias que le recordaron cómo era de pequeña y cómo solía aspirar aquellas fragancias en toda su intensidad casi con indiferencia. Trébol y heno de la casa del pie de la colina, y el dulce aroma de las madreselvas.
Y oyó algo: música. Era muy débil, casi no se percibía, pero su oído, ahora casi pavorosamente adaptado a la noche, la captó. La radio de alguien, pensó al principio, pero después comprendió con súbito asombro que era el concierto de la banda en el parque municipal. Estaba oyendo jazz Dixieland. Podía incluso identificar la melodía; era «Shuffle Off to Buffalo». Doce kilómetros, pensó. Jamás lo hubiera creído… ¡qué silenciosa debe estar la noche! ¡Qué tranquila!
Se sentía muy viva.
Su corazón era una pequeña y poderosa máquina que se estaba contrayendo en su pecho. Su sangre circulaba activamente. Sus ojos parecían moverse sin esfuerzo y perfectamente en su lecho de humedad. Sus riñones estaban pesados, pero la sensación no resultaba desagradable. Eso era; eso sería para siempre. La idea de que estaba arriesgando su vida, su verdadera vida, poseía una densa y silenciosa fascinación, como un peso que ha alcanzado su ángulo máximo de reposo. Empujó la portezuela para cerrarla… clanc.
Esperó, olfateando el aire como un animal. No hubo nada. Las fauces del establo-garaje de Joe Camber estaban oscuras y en silencio. El cromado guardabarros frontal del Pinto tintineó levemente. La música Dixieland siguió sonando levemente, rápida, metálica y alegre. Se inclinó, esperando que las rodillas le crujieran, pero no ocurrió tal cosa. Tomó un puñado de piedrecitas. Una a una, empezó a arrojar las piedras por encima de la cubierta del motor del Pinto, hacia el lugar que no podía ver.
La primera piedrecita aterrizó frente al hocico de Cujo, desplazó otras piedras y después se quedó inmóvil. Cujo experimentó una leve sacudida. Le colgaba la lengua fuera. Parecía estar sonriendo. La segunda piedra cayó más allá de donde él se encontraba. La tercera le alcanzó en el hombro. No se movió. La MUJER seguía intentando llamar su atención.
Donna permaneció de pie junto al automóvil frunciendo el ceño. Había oído el rumor de la primera piedrecita al caer sobre la grava, y también el de la segunda. Pero la tercera… era como si no hubiera caído. No había oído ningún clic. ¿Qué significaba aquello?
De repente, no quiso echar a correr hacia la puerta del porche hasta haberse cerciorado de que no había nada acechando delante del vehículo. Entonces sí. De acuerdo. Pero… simplemente para estar segura.
Dio un paso. Dos. Tres.
Cujo se preparó. Sus ojos brillaban en la oscuridad.
Cuatro pasos desde la portezuela del automóvil. Su razón era como un tambor en el pecho.
Ahora Cujo pudo ver la cadera y el muslo de la MUJER. Dentro de un momento, ella le vería a él. Muy bien. Él quería que le viera.
Donna volvió la cabeza. Su cuello crujió como el gozne de la puerta de una vieja mampara. Experimentó una premonición, una sensación de apagada seguridad. Volvió la cabeza, buscando a Cujo. Cujo estaba allí. Había estado allí desde un principio, agazapado, ocultándose de ella, esperándola, acechándola entre los arbustos.
Los ojos de ambos se cruzaron por un instante… los desorbitados ojos azules de Donna y los turbios y enrojecidos ojos de Cujo. Por un momento, ella se miró a través de los ojos del perro, se vio a sí misma, vio a la MUJER… ¿se estaría él viendo a sí mismo a través de los de Donna?
Y entonces se abalanzó sobre ella.
Esta vez no hubo parálisis. Ella se echó hacia atrás, buscando a tientas a su espalda el tirador de la portezuela. Él rugía y gruñía y la baba escapaba entre sus dientes en gruesas cuerdas. El perro cayó en el lugar previamente ocupado por ella y resbaló sobre sus rígidas patas, concediéndole a Donna un precioso segundo adicional.
Su pulgar localizó el botón de la puerta por debajo del tirador y lo apretó. Tiró. La portezuela estaba atascada. No se quería abrir. Cujo se arrojó sobre ella.
Fue como si alguien hubiera arrojado una pesada pelota de gimnasia directamente contra la suave y vulnerable carne de sus pechos. Notó cómo éstos se comprimían contra las costillas —le dolió— y después agarró al perro por el cuello y sus dedos se hundieron en el espeso y áspero pelaje mientras intentaba apartarlo. Pudo oír el acelerado sollozo de su respiración. La luz de las estrellas cruzaba los enfurecidos ojos de Cujo en apagados semicírculos. Los dientes de éste trataban de morder a escasos centímetros del rostro de Donna y ella podía percibir en su aliento el hedor de un mundo muerto, de la enfermedad en fase terminal, del asesinato absurdo. Pensó estúpidamente en el eliminador de basuras cuyo mecanismo había retrocedido poco antes de que se iniciara la fiesta de su madre, lanzando contra el techo un pegajoso revoltijo verde.
En cierto modo, haciendo acopio de toda su fuerza, Donna pudo rechazarle cuando sus patas traseras abandonaron el suelo para abalanzarse de nuevo contra su garganta. Buscaba desesperadamente a su espalda el botón de la portezuela. Lo encontró, pero, antes de que pudiera apretarlo, Cujo volvía a acercarse. Le propinó unos puntapiés y la suela de su sandalia le golpeó el hocico, ya terriblemente lacerado en el transcurso de sus anteriores ataques de kamikaze contra la portezuela del vehículo. El perro cayó sobre sus cuartos traseros, rugiendo de dolor en su furia.
Donna localizó de nuevo el botón del tirador de la portezuela, sabiendo perfectamente bien que era su última oportunidad, la última oportunidad de Tad. Apretó el botón y tiró con todas sus fuerzas mientras el perro volvía a acercarse como una criatura infernal que tuviera que volver incesantemente hasta matar a Donna o morir ella. Tenía el brazo inclinado en un ángulo incorrecto, sus músculos funcionaban con propósitos contrarios y ella experimentaba una angustiosa punzada de dolor en la espalda por encima de la paletilla derecha como si algo se le hubiera dislocado. Pero la portezuela se abrió. Apenas le dio tiempo a caer en el asiento mientras el perro se abalanzaba de nuevo sobre ella.
Tad se despertó. Vio a su madre empujada contra la parte central del tablero del Pinto; había algo en el regazo de su madre, una cosa terrible y peluda de ojos enrojecidos, y él supo lo que era, vaya si lo supo, era la cosa de su armario, la cosa que le había prometido acercarse cada vez más hasta que, al final, llegara junto a tu cama, Tad, y, sí, aquí estaba, aquí mismo. Las Palabras del Monstruo habían fallado; el monstruo estaba aquí, ahora, y estaba asesinando a su mamá. Empezó a gritar, cubriéndose los ojos con las manos.
Las mandíbulas mordedoras estaban a escasos centímetros de la carne desnuda del diafragma de Donna. Ella le rechazó como pudo, sólo vagamente consciente de los gritos de su hijo a su espalda. Los ojos de Cujo estaban clavados en los suyos. Increíblemente, el perro estaba meneando la cola. Sus patas traseras luchaban contra la grava, tratando de afianzarse lo suficiente como para poder saltar al interior del vehículo, pero la grava no hacía más que escaparse de debajo de sus patas traseras.
El perro se lanzó hacia delante, las manos de Donna resbalaron y súbitamente él empezó a morderla, a morderle el estómago desnudo justo por debajo de las blancas copas de algodón del sujetador, buscando sus entrañas…
Donna emitió un gutural y salvaje grito de dolor y empujó con ambas manos con toda la fuerza que pudo. Ahora se había vuelto a incorporar mientras la sangre le bajaba hasta la cinturilla del pantalón. Contuvo a Cujo con la mano izquierda. Buscó a tientas con la mano derecha el tirador de la portezuela y lo encontró. Y entonces empezó a golpear al perro con la puerta. Cada vez que la lanzaba contra el costillar de Cujo, se oía un pesado y sordo rumor como el de un sacudidor de alfombras que estuviera sacudiendo una alfombra colgada en un tendedero. Cada vez que la puerta le golpeaba, Cujo gruñía y le arrojaba encima su cálido y brumoso aliento.
El perro se echó un poco hacia atrás para saltar. Ella eligió el momento oportuno y tiró de la portezuela hacia sí, echando mano de las escasas fuerzas que le quedaban. Esta vez, la puerta se cerró sobre el cuello y la cabeza del perro y ella oyó un crujido. Cujo aulló de dolor y ella pensó: Ahora tendrá que retirarse, tendrá que hacerlo, TENDRÁ, pero, en lugar de eso, Cujo se abalanzó sobre ella y sus mandíbulas se cerraron sobre la parte inferior de su muslo, justo por encima de la rodilla, y, con un rápido movimiento desgarrador, le arrancaron un trozo de carne. Donna lanzó un grito.
Golpeó una y otra vez la cabeza de Cujo con la portezuela y sus gritos se mezclaron con los de Tad, formando con ellos un grisáceo mundo aterrador mientras Cujo le atacaba la pierna, convirtiéndosela en otra cosa, en una cosa que era roja, confusa y revuelta. La cabeza del perro estaba cubierta de una densa y pegajosa sangre, tan negra como sangre de insecto bajo la nebulosa luz de las estrellas. Poco a poco, se estaba volviendo a introducir; ahora la fuerza de Donna se estaba agotando.
Ésta tiró de la portezuela por última vez, echando la cabeza hacia atrás con la boca abierta en un tembloroso círculo y el rostro moviéndose lívida y confusamente en la oscuridad. Era realmente la última vez; ya no le quedaba fuerza.
Pero, de repente, Cujo tuvo bastante.
Se retiró gimiendo, se alejó tambaleándose y, súbitamente, cayó sobre la grava, temblando, con las patas rascando nada. Empezó a rascarse la cabeza herida con la pata anterior derecha.
Donna cerró la portezuela y se reclinó en el asiento, sollozando débilmente.
—Mamá… mamá… mamá…
—Tad… está bien…
—¡Mamá!
—… Está bien…
Manos: las de él sobre ella, revoloteando como pájaros; las de ella sobre el rostro de Tad, tocándolo, tratando de calmarlo, retirándose.
—Mamá… a casa… por favor… Papá y a casa… Papá y a casa…
—Pues claro, Tad… ya iremos… iremos, te lo aseguro, te llevaré allí… iremos…
Palabras sin sentido. No importaba. Notaba que se estaba perdiendo, perdiéndose en aquel grisáceo mundo aterrador, en aquellas brumas de sí misma cuya existencia jamás había sospechado hasta entonces. Las palabras de Tad adquirieron un profundo sonido de cadenas, palabras en una cámara de resonancia. Pero no importaba. No…
No. Sí importaba.
Porque el perro la había mordido…
… y el perro estaba rabioso.
Holly le dijo a su hermana que no fuera tonta, que marcara directamente, pero Charity insistió en llamar a la Telefónica para que cargaran el importe al número de su casa. Recibir limosna, aunque fuera una cosita como una conferencia telefónica después de las seis, no era su estilo.
La telefonista la puso con el servicio de información de Maine y Charity solicitó el número de teléfono de Alva Thornton en Castle Rock, Momentos después, el teléfono de Alva empezó a sonar.
—Granja Avícola Thornton, dígame.
—¿Es Bessie?
—Sí.
—Soy Charity Camber. Llamo desde Connecticut. ¿Está Alva por ahí?
Brett se encontraba sentado en el sofá, simulando leer un libro.
—Pues, no, Charity, no está. Esta noche tiene la liga de bolos. Todos se han ido a Pondicherry Lanes de Bridgton. ¿Ocurre algo?
Charity había estudiado cuidadosa y conscientemente lo que iba a decir. La situación era un poco delicada. Como a casi todas las mujeres casadas de Castle Rock (y con eso no se quería excluir necesariamente a las solteras), a Bessie le encantaba hablar y, si se hubiera enterado de que Joe Camber se había ido a cazar por ahí sin que su mujer lo supiera, tras haberse ido Charity con Brett a visitar a su hermana en Connecticut… tendría algo de que hablar en sus conversaciones telefónicas, ¿verdad?
—No, sólo que Brett y yo estamos un poco preocupados por el perro.
—¿Vuestro San Bernardo?
—Sí, Cujo. Brett y yo estamos aquí en casa de mi hermana, aprovechando que Joe se ha ido a Portsmouth por asuntos de trabajo —era una mentira descarada, pero segura; Joe iba algunas veces a Portsmouth a comprar piezas de recambio (allí no había impuestos sobre la venta) y a las subastas de automóviles—. Quería cerciorarme de que no hubiera olvidado encargarle a alguien que le diera de comer al perro. Ya sabes cómo son los hombres.
—Bueno, Joe estuvo aquí ayer o anteayer, creo —dijo Bessie en tono dubitativo.
En realidad, había sido el jueves anterior. Bessie Thornton no era una mujer demasiado inteligente (su tía abuela, la difunta Ewie Chalmers, era aficionada a gritarle a quien quisiera escucharla que Bessie «nunca superaría una de esas pruebas de cociente intelectual, pero tiene buen corazón»), su vida en la granja avícola de Alva era muy dura y cuando más plenamente vivía era en el transcurso de sus «historias»: Mientras el mundo gira, Los médicos y Todos mis hijos (había probado Los jóvenes y los inquietos, pero le había parecido«demasiado atrevido»). Tendía a confundirse bastante a propósito de aquellas partes del mundo real que no guardaban relación con las tareas de darle comer y de beber a las gallinas, ajustar la música ambiental, examinar al trasluz y clasificar los huevos, fregar suelos y lavar ropa, fregar los platos, vender huevos y cuidar el huerto. Y en invierno le hubiera podido decir naturalmente a quien se lo hubiera preguntado la fecha exacta de la próxima reunión de los SnowDevils de Castle Rock, el club de vehículos especiales para la nieve al que ella y Alva pertenecían.
Joe había acudido aquel día con un neumático de tractor que le había arreglado a Alva. Joe había hecho el trabajo gratis puesto que los Camber les compraban los huevos a los Thornton a mitad de precio. Además, Alva le arreglaba a Joe su pequeño huerto cada mes de abril y por eso Joe le había arreglado el neumático con mucho gusto.
Charity sabía perfectamente bien que Joe había acudido a casa de los Thornton con el neumático arreglado el jueves anterior. También sabía que Bessie era muy propensa a confundir los días. Todo lo cual la sumía en un considerable dilema. Le hubiera podido preguntar a Bessie si Joe llevaba consigo un neumático de tractor cuando había acudido ayer o anteayer, y, si Bessie hubiera contestado que sí, ahora que lo dices, sí, eso hubiera significado que Joe no había vuelto a ver a Alva desde el jueves anterior, lo cual significaría que Joe no le había pedido a Alva que le diera de comer a Cujo, lo cual significaría también que Alva no podría tener ninguna información acerca de la salud y bienestar de Cujo.
O simplemente podía dejarlo correr y tranquilizar la mente de Brett. Podrían disfrutar del resto de su estancia sin que las preocupaciones acerca de su casa les distrajeran constantemente. Y… bueno, en estos momentos estaba un poco celosa de Cujo. Tenía que reconocerlo sinceramente. Cujo estaba distrayendo a Brett del que podía ser el viaje más importante que jamás hiciese. Quería que el chico viera una vida totalmente distinta, toda una nueva serie de posibilidades, de tal manera que, cuando llegara el momento, dentro de unos años, de adoptar una decisión acerca de las puertas que deseaba cruzar y las que iba a permitir que se cerraran, pudiera adoptar estas decisiones con un poco de perspectiva. Tal vez hubiera cometido un error al pensar que podría guiarle, pero, por lo menos, que tuviera un poco de experiencia para poder decidir por sí mismo.
¿Era justo que sus preocupaciones acerca del maldito perro fuesen un obstáculo?
—¿Charity? ¿Estás ahí? He dicho que me parecía…
—Sí, ya te he oído, Bessie. En tal caso, es probable que le pidiera a Alva que le diera la comida.
—Bueno, ya se lo preguntaré cuando regrese a casa, Charity. Y te lo comunicaré.
—Sí, hazlo por favor. Y muchas gracias, Bessie.
—No faltaba más.
—Bueno, adiós.
Y Charity colgó, advirtiendo que Bessie había olvidado preguntarle el número de teléfono de Jim y Holly. Lo cual estaba muy bien. Se volvió a mirar a Brett, adoptando una expresión serena. No le diría nada que fuese una mentira. No iba a mentirle a su hijo.
—Bessie dice que tu papá fue a ver a Alva el domingo por la noche —dijo Charity—. Debió pedirle entonces que cuidara de Cujo.
—Ah. —Brett la estaba mirando con una expresión inquisitiva que la puso nerviosa—. Pero tú no has hablado personalmente con Alva.
—No, había salido a jugar a los bolos. Pero Bessie dice que ya nos comunicará si…
—No tiene nuestro número de aquí.
¿Era el tono de Brett levemente acusatorio? ¿O era la propia conciencia de Charity la que estaba hablando?
—Bueno, pues entonces la llamaré yo mañana por la mañana —dijo Charity, esperando de este modo acabar con aquella conversación y aplicar al mismo tiempo un poco de bálsamo a su propia conciencia.
—Papá le llevó un neumático de tractor la semana pasada —dijo Brett en tono pensativo—. A lo mejor, la señora Thornton se ha confundido sobre el día en que papá estuvo allí.
—Creo que Bessie Thornton sabe distinguir muy bien los días —dijo Charity, sin creerlo en absoluto—. Además, no me ha hablado para nada de ningún neumático de tractor.
—Ya, pero tú no se lo has preguntado.
—¡Pues entonces, vuelve a llamarla tú! —dijo Charity, enfurecida.
Una repentina cólera se apoderó de ella, aquel mismo sentimiento tan desagradable que se había apoderado de ella cuando Brett había hecho aquella observación tan perversa y exacta acerca de Holly y de su baraja de tarjetas de crédito. En aquella ocasión, se había insinuado en su voz la entonación e incluso la forma de hablar de su padre y, tanto entonces como ahora, a Charity le había parecido que lo único que estaba haciendo aquel viaje era demostrarle de una vez por todas a quién pertenecía Brett realmente… en cuerpo y alma.
—Mamá…
—No, anda, llámala, el número está aquí mismo, en el bloc de apuntes. Dile a la telefonista que lo cargue a nuestro teléfono para que no lo incluyan en la factura de Holly. Hazle a Bessie todas las preguntas que quieras. Yo lo he hecho lo mejor que he podido.
Ya está, pensó con triste y amarga diversión. Hace apenas cinco minutos, no quería mentirle.
Aquella tarde su propia cólera había provocado la cólera del niño. Esta noche, Brett se limitó a decir tranquilamente:
—No, da igual.
—Si quieres, llamaremos a alguien más y pediremos que suban a echar un vistazo —dijo Charity.
Ya estaba lamentando su estallido.
—¿Y a quién llamaríamos?
—Bueno, ¿qué te parece uno de los hermanos Milliken?
Brett se limitó simplemente a mirarla.
—A lo mejor no es muy buena idea —convino Charity.
A finales del último invierno, Joe Camber y John Milliken habían tenido una amarga discusión acerca del precio de un trabajo de reparación que Joe le había hecho al viejo Chevrolet Bel Air de los hermanos Milliken. La última vez que Charity había ido a jugar al Beano a la Grange, había tratado de intercambiar unas frases corteses con Kim Milliken, la hija de Freddy, pero Kim no le había querido decir ni una sola palabra; se limitó a alejarse con la cabeza muy erguida como si no hubiera estado haciendo de puta con la mitad de los chicos de la Escuela Superior de Castle Rock.
Se le ocurrió pensar ahora en lo muy aislados que vivían realmente, allá arriba, al final de Town Road n.° 3. Ello le hizo experimentar una sensación de soledad y un leve estremecimiento. No se le ocurría nadie a quien pudiera pedirle razonablemente que subiera a su casa con una linterna y buscara a Cujo y se cerciorara de que estaba bien.
—No importa —dijo Brett débilmente—. De todos modos, es probable que sea un estúpido. Debió comerse probablemente un poco de bardana o algo así.
—Mira —le dijo Charity, rodeándole con su brazo—. Estúpido es precisamente lo que no eres, Brett. Llamaré a Alva mañana por la mañana y le pediré que suba. Lo haré en cuanto nos levantemos. ¿De acuerdo?
—¿Lo harás, mamá?
—Sí.
—Sería estupendo. Perdona que te moleste con eso, pero no me lo puedo quitar de la cabeza.
Jim asomó la cabeza.
—He sacado el tablero de las letras. ¿Alguien quiere jugar?
—Yo sí —dijo Brett, levantándose—, si me enseñas cómo.
—¿Y tú, Charity?
—Ahora creo que no —dijo Charity, sonriendo—. Iré a tomar unas palomitas de maíz.
Brett se fue con su tío. Ella se quedó sentada en el sofá, contemplando el teléfono y pensando en el episodio de sonambulismo de Brett, dándole una comida imaginaria a un perro imaginario en la moderna cocina de su hermana.
Cujo ya no tiene apetito, ya no.
Sus brazos se contrajeron súbitamente y ella se estremeció. Resolveremos esta cuestión mañana por la mañana, se prometió a sí misma. De una o de otra forma. O eso o regresar y encargarnos nosotros de ello. Te lo prometo, Brett.
Vic volvió a llamar a casa a las diez en punto. No hubo respuesta. Lo intentó de nuevo a las once y tampoco hubo respuesta, pese a que dejó que el teléfono sonara dos docenas de veces. A las diez, empezó a asustarse. A las once ya estaba muy asustado… de qué, no estaba demasiado seguro.
Roger estaba durmiendo. Marcó el número en la oscuridad, escuchó sonar el teléfono en la oscuridad, colgó en la oscuridad. Se sentía solo y perdido como un niño. No sabía qué hacer ni qué pensar. Repetía mentalmente una y otra vez una sencilla letanía: Se ha ido con Kemp, se ha ido con Kemp, se ha ido con Kemp.
Ello era contrario a toda lógica y a toda razón. Revisó todo lo que él y Donna se habían dicho el uno al otro… lo revisó una y otra vez, prestando mentalmente atención a las palabras y a los matices del tono. Ella y Kemp habían roto sus relaciones. Ella le había dicho que se fuera a vender sus credenciales a otra parte. Y eso había inducido a Kemp a vengarse, enviando aquel pequeño billet-doux. No parecía el ambiente más propicio para que dos amantes furiosos decidieran escapar.
Una ruptura no excluye una ulterior reconciliación, le replicó su mente con grave e implacable serenidad.
Pero, ¿y Tad? No se habría llevado consigo a Tad, ¿verdad? A juzgar por la descripción que ella le había hecho, Kemp parecía un tipo más bien salvaje y, aunque Donna no se lo había dicho, Vic tenía la sospecha de que había estado a punto de ocurrir algo muy violento el día en que Donna le había dicho que se largara con viento fresco.
Las personas enamoradas hacen cosas muy raras. Aquella parte extraña y celosa de su mente —desconocía su existencia hasta aquella tarde en Deering Oaks— tenía una respuesta para todo y, en la oscuridad, no parecía importar que casi todas las respuestas fueran absurdas.
Estaba danzando arriba y abajo muy despacio entre dos afilados puntos: en uno de ellos estaba Kemp (¿TIENE USTED ALGUNA PREGUNTA?), y, en el otro, una visión del teléfono sonando sin cesar en su casa vacía de Castle Rock. Donna podía haber sufrido un accidente. Ella y Tad podían estar en el hospital. Alguien podía haber entrado en la casa. Podían estar los dos asesinados en sus dormitorios. Claro que, si ella hubiera sufrido un accidente, alguna autoridad se hubiera puesto en contacto con él —Donna y los empleados de su oficina sabían en qué hotel de Boston se alojaban él y Roger—, pero, en la oscuridad, esta idea, que hubiera tenido que constituir un alivio puesto que nadie se había puesto en contacto con él, sólo sirvió para que sus pensamientos se inclinaran hacia la posibilidad del asesinato.
Robo y asesinato, le murmuró su mente mientras permanecía despierto en la oscuridad. Después, sus pensamientos volvieron a danzar muy despacio hacia el otro punto afilado y reanudaron la letanía inicial: Se ha ido con Kemp.
Entre estos puntos, su mente vio una explicación más razonable que le provocó un irremediable sentimiento de cólera. Tal vez ella y Tad hubieran decidido pasar la noche con alguien y hubieran olvidado simplemente llamar para decírselo. Ahora ya era demasiado tarde para empezar a hacer llamadas por ahí a la gente sin alarmarla. Suponía que podía llamar a la oficina del sheriff y pedir que enviaran a alguien a hacer una comprobación. Pero, ¿acaso no sería ello algo excesivo?
No, le dijo su mente.
Sí, le dijo su mente, sin duda ninguna.
Ella y Tad están muertos con unos cuchillos clavados en la garganta, le dijo su mente. Se lee en los periódicos constantemente. Ocurrió incluso en Castle Rock poco antes de que ellos llegaran a la ciudad. Aquel policía loco. Aquel Frank Dodd.
Se ha ido con Kemp, le dijo su mente.
A medianoche, lo intentó de nuevo y, esta vez, el sonido constante del teléfono sin que nadie contestara le produjo una mortal certeza de que había ocurrido algo grave. Kemp, ladrones, asesinos, algo. Algo grave. Algo grave en casa.
Volvió a colgar el teléfono y encendió la lamparilla de noche.
—Roger —dijo—. Despierta.
—Mm. Uj. Zzzzz…
Roger se estaba cubriendo los ojos con un brazo, en un intento de impedir el paso de la luz. Llevaba puesto el pijama de los banderines estudiantiles de color amarillo.
—Roger. ¡Roger!
Roger abrió los ojos, parpadeó y miró el despertador de viaje.
—Oye, Vic, que estamos en plena noche.
—Roger… —Vic tragó saliva y algo hizo clic en su garganta—. Roger, es medianoche y Tad y Donna aún no están en casa. Estoy asustado.
Roger se incorporó y se acercó el reloj a la cara para comprobar la afirmación de Vic. Pasaban cuatro minutos de las doce.
—Bueno, probablemente habrán tenido miedo de quedarse allí solos, Vic. A veces, Althea toma a las niñas y se va a casa de Sally Petrie cuando yo no estoy. Se pone nerviosa cuando el viento sopla por la noche desde el lago, dice.
—Me hubiera llamado.
Con la luz encendida y Roger incorporado en la cama y hablando con él, la idea de que Donna hubiera podido huir con Kemp se le antojaba absurda… no podía creer siquiera que se le hubiera ocurrido. Olvidemos la lógica. Ella le había dicho que todo había terminado y él la había creído. La creía ahora.
—¿Llamado? —dijo Roger.
Aún le estaba resultando difícil seguir el hilo de las cosas.
—Sabe que llamo a casa casi todas las noches cuando estoy fuera. Hubiera llamado al hotel y hubiera dejado recado de que iba a pasar la noche fuera. ¿No haría eso Althea?
—Sí —dijo Roger, asintiendo—. Lo haría.
—Llamaría y dejaría un recado para que no te preocuparas. Como yo me estoy preocupando ahora.
—Sí. Pero puede haberse olvidado, Vic.
No obstante, los ojos castaños de Roger mostraban una expresión de preocupación.
—Claro —dijo Vic—. Por otra parte, es posible que haya ocurrido algo.
—Lleva el documento de identidad, ¿no? Si ella y Tad hubieran sufrido un accidente, Dios no lo quiera, la policía intentaría primero llamar a casa y después llamaría al despacho. El servicio de contestación le…
—No estaba pensando en un accidente —dijo Vic—. Estaba pensando en… —la voz le empezó a temblar—. Estaba pensando que ella y Tadder estarían allí solos y… mierda, no sé… simplemente me he asustado, eso es todo.
—Llama a la oficina del sheriff —dijo Roger inmediatamente.
—Sí, pero…
—Sí, pero nada. No vas a asustar a Donna, eso seguro. No está en casa. Pero, qué demonios, de esta manera te quedarás tranquilo. No habrá sirenas ni reflectores. Pregúntales simplemente si pueden enviar a un agente para que se cerciore de que todo parece normal. Tiene que haber miles de sitios en los que pueda estar. Qué demonios, a lo mejor lo está pasando en grande en una fiesta de la Tupperware.
—Donna aborrece las fiestas de la Tupperware.
—Pues a lo mejor las chicas han empezado a jugar al poker con apuestas de un centavo y han perdido la noción del tiempo y Tad está durmiendo en la habitación de invitados de la casa de alguien.
Vic recordó que ella le había contado de qué manera había procurado evitar unas relaciones demasiado estrechas con «las chicas»… No quiero ser uno de esos rostros que se ven en las ventas de repostería, le había dicho ella. Pero eso no se lo quería decir a Roger; estaba demasiado cerca del tema de Kemp.
—Sí, a lo mejor algo así —dijo Vic.
—¿Tienes alguna llave de más oculta en algún sitio?
—Hay una en un gancho debajo del alero del porche frontal.
—Díselo a la policía. Alguien puede ir y echar un buen vistazo… a menos que tengas hierba o cocaína o algo que prefieras que no descubran.
—Nada de eso.
—Pues entonces, hazlo —le dijo Roger muy en serio—. Es probable que ella te llame mientras estén efectuando la comprobación y te parezca que has hecho el ridículo, pero a veces es bueno hacer el ridículo, tú ya me entiendes.
—Sí —dijo Vic, sonriendo levemente—. Sí, lo haré.
Volvió a tomar el teléfono, vaciló y después llamó primero a casa. No hubo respuesta. Parte del alivio que le había inspirado Roger se esfumó. Estableció comunicación con el servicio de información de Maine y anotó el teléfono del Departamento del sheriff del condado de Castle. Ya eran casi las doce y cuarto de la madrugada del miércoles.
Donna Trenton permanecía sentada con las manos levemente apoyadas sobre el volante del Pinto. Al final, Tad se había vuelto a dormir, pero su sueño no era tranquilo; se retorcía, daba vueltas y, a veces, gemía. Ella temía que estuviera viviendo nuevamente en sueños lo que había ocurrido antes.
Le tocó la frente; él musitó algo y se apartó de su contacto. Sus párpados se entreabrieron y volvieron a cerrarse. Estaba febril… casi con toda certeza como consecuencia de la constante tensión y el miedo. Ella también tenía fiebre y estaba sufriendo unos fuertes dolores. Le dolía el vientre, pero las heridas eran superficiales, poco más que unos arañazos. Aquí había tenido suerte. Cujo le había causado más daño en la pierna izquierda. Las heridas de allí (las mordeduras, insistía en recordarle su mente, como si saboreara aquel horror) eran profundas y desagradables a la vista. Habían sangrado mucho antes de que la sangre se coagulara y ella no había tratado de vendarlas en seguida, a pesar de que en la guantera del Pinto había un botiquín de primeros auxilios. Suponía vagamente que había abrigado la esperanza de que la sangre que manaba le limpiara la herida… ¿ocurría eso realmente o era un simple cuento de viejas? No lo sabía. Había tantas cosas que no sabía, tantas malditas cosas.
Para cuando la sangre de las heridas se coaguló, tanto su muslo como el asiento del conductor ya estaban pegajosos de sangre. Necesitó tres apósitos de gasa del botiquín de primeros auxilios para cubrir la herida. Eran los últimos tres que quedaban. Tendré que comprar otros, pensó, y eso le provocó un breve acceso de risa histérica.
Bajo la escasa luz, la carne de más arriba de su rodilla había ofrecido el aspecto de oscura tierra arada. Experimentaba allí un ininterrumpido dolor pulsante que no había sufrido ninguna modificación desde que el perro la había mordido. Se había tragado en seco un par de aspirinas del botiquín, pero éstas no habían causado la menor mella en el dolor. La cabeza también le dolía mucho, como si en el interior de cada sien estuvieran retorciendo un rollo de alambre cada vez con más fuerza.
El hecho de doblar la pierna convertía el pulsante dolor en un áspero y vidrioso latido. Ahora no tenía idea de si podría andar y no digamos correr hacia la puerta del porche. Pero, ¿importaba realmente? El perro estaba sentado sobre la grava, entre la portezuela del automóvil y la puerta del porche, con la cabeza horriblemente mutilada colgando… pero con los ojos inexorablemente fijos en el automóvil. En su automóvil.
En cierto modo, no creía que Cujo volviera a moverse, por lo menos esa noche. Mañana tal vez el sol le indujera a dirigirse al establo, en caso de que fuera tan ardiente como ayer.
—Quiere atraparme a mí —musitó a través de sus labios llenos de ampollas.
En cierto modo, era verdad. Por razones decretadas por el Destino o bien por sus propias razones inescrutables, el perro quería atraparla.
Al verle caer sobre la grava, ella había tenido la seguridad de que estaba muriendo. Ninguna criatura viviente hubiera podido soportar los golpes que ella le había propinado con la portezuela. Ni siquiera su espeso pelaje había logrado amortiguarlos. Una de las orejas del San Bernardo parecía estar colgando apenas de un hilo de carne.
Pero había conseguido ponerse en pie, poco a poco. Ella no había podido creer lo que estaban viendo sus ojos… no había querido creerlo.
—¡No! —había gritado, perdiendo totalmente el control—. ¡No, échate, tienes que estar muerto, échate y muere, perro de mierda!
—Mamá, no —había murmurado Tad, sosteniéndose la cabeza con las manos—. Hace daño… me hace daño…
Desde entonces, la situación no había cambiado. El tiempo había recuperado de nuevo su lento paso. Ella se había acercado el reloj al oído varias veces para cerciorarse de que todavía funcionaba, porque parecía que las manecillas no se movían.
Las doce y veinte.
¿Qué sabemos acerca de la rabia, muchachos?
Más bien poco. Algunos brumosos fragmentos que probablemente procedían de artículos de suplementos dominicales. Un folleto hojeado distraídamente en Nueva York cuando había llevado a Dinah, la gata de la familia, al veterinario para la inyección del moquillo. Perdón, para las inyecciones del moquillo y la rabia.
Rabia, enfermedad del sistema nervioso central, el viejo SNC. Provoca una lenta destrucción del mismo… pero, ¿cómo? No sabía nada a este respecto y era probable que los médicos tampoco supieran nada. De otro modo, la enfermedad no se hubiera considerado tan malditamente peligrosa. Claro que, pensó esperanzadamente, ni siquiera sé con certeza si el perro está rabioso. El único perro rabioso que he visto fue el que Gregory Peck mataba de un disparo de rifle en Matar a un ruiseñor. Sólo que aquel perro no estaba realmente rabioso, era una simple simulación, probablemente se trataba de algún perro sarnoso que habían sacado de la perrera local y le habían echado encima espuma de Gillette…
Volvió a centrar su mente en la cuestión. Sería mejor hacer lo que Vic llamaba un análisis del peor de los casos, por lo menos de momento. Además, en su fuero interno tenía el convencimiento de que el perro estaba rabioso… ¿qué otra cosa hubiera podido inducirle a comportarse de aquella manera? El perro estaba más loco que una cabra.
Y la había mordido. Seriamente. ¿Qué significaba aquello?
La gente podía contraer la rabia, lo sabía, y era una muerte horrible. Tal vez la peor. Había una vacuna para ello y el tratamiento prescrito consistía en una serie de inyecciones. Las inyecciones eran muy dolorosas, aunque probablemente no tan dolorosas como pasar por lo que el perro de allí fuera estaba pasando. Sin embargo…
Le pareció recordar haber leído que sólo había habido dos casos en los que unas personas hubiesen superado la enfermedad de la rabia en fase avanzada… es decir, unos casos en los que no se había establecido el diagnóstico hasta que los pacientes habían empezado a mostrar síntomas. Uno de los supervivientes había sido un muchacho que se había recuperado por entero. El otro había sido un investigador de animales que había sufrido daños cerebrales permanentes. El viejo SNC había quedado hecho polvo.
Cuanto más tiempo se tardaba en tratar la enfermedad, tantas menos posibilidades había. Se frotó la frente y su mano resbaló por una película de sudor frío.
¿Cuánto tiempo era demasiado? ¿Horas? ¿Días? ¿Semanas? ¿Un mes quizá? No lo sabía.
De repente, pareció como si el automóvil se encogiera. Era del tamaño de una Honda y después del de uno de aquellos extraños y pequeños vehículos de tres ruedas que solían entregar a los minusválidos en Inglaterra, después del que tenía el sidecar de una moto y, finalmente, del tamaño de un ataúd. Un doble ataúd para ella y Tad. Tenían que salir, salir, salir…
Su mano empezó a buscar el tirador de la portezuela antes de que lograra sobreponerse de nuevo. El corazón le latía apresuradamente, acelerando las pulsaciones que notaba en la cabeza. Por favor, pensó. Ya es suficientemente grave sin la claustrofobia, por consiguiente, por favor… por favor… por favor…
Estaba experimentando de nuevo una intensa sed.
Miró hacia fuera y Cujo le devolvió implacablemente la mirada, con el cuerpo aparentemente partido en dos por la raja plateada que cruzaba el cristal de la ventanilla.
Que alguien nos ayude, pensó ella. Por favor, por favor, que nos ayuden.
Roscoe Fisher se encontraba estacionado en las sombras del Jerry’s Citgo cuando se recibió la llamada. Estaba ostensiblemente vigilando a los automovilistas que circulaban con exceso de velocidad, pero lo que verdaderamente estaba haciendo era dormir. A las doce y media de la madrugada de un miércoles la carretera 117 estaba totalmente muerta. Tenía un pequeño despertador en el interior del cráneo y confiaba en que éste le despertara hacia la una, cuando terminara la sesión del Autocine Norway. Entonces tal vez hubiera un poco de movimiento.
—Unidad tres, responda, unidad tres. Cambio.
Roscoe se despertó sobresaltado y se derramó sobre la entrepierna el café frío contenido en una taza de plástico.
—Oh, cochina mierda —exclamó Roscoe tristemente—. Qué bonito, ¿verdad? ¡Jesús!
—Unidad tres, ¿toma nota? ¿Cambio?
Él tomó el micrófono y pulsó el botón que había a un lado del mismo.
—Tomo nota, base.
Hubiera deseado añadir que esperaba que fuera algo bueno porque se encontraba sentado con las pelotas en un charco de café frío, pero uno nunca sabía quién estaba controlando las llamadas de la policía con su fiel analizador Bearcat… incluso a las doce y media de la madrugada.
—Diríjase, por favor, al ochenta y tres de Larch Street —dijo Billy—. Domicilio del señor Víctor Trenton y esposa. Efectúe una comprobación del lugar. Cambio.
—¿Qué tengo que comprobar, base? Cambio.
—Trenton se encuentra en Boston y nadie contesta a sus llamadas. Piensa que tendría que haber alguien en casa. Cambio.
Vaya, qué maravilloso, ¿verdad?, pensó Roscoe Fisher amargamente. Por eso me voy a tener que gastar cuatro dólares en la lavandería y, si tengo que detener a un infractor de las normas de velocidad, éste pensará que me he emocionado tanto ante la perspectiva de una detención que me he meado encima.
—Diez y cuatro y tiempo de descanso —dijo Roscoe, poniendo en marcha su vehículo—. Cambio.
—Para mí son las doce y treinta y cuatro de la madrugada —dijo Billy—. Hay una llave colgada en un gancho debajo del alero del porche frontal, unidad tres. El señor Trenton desearía que entrara usted y echara un vistazo en caso de que la vivienda pareciera estar vacía. Cambio.
—De acuerdo, base. Cambio y cierro.
—Cierro.
Roscoe encendió los faros delanteros y bajó por la desierta Main Street de Castle Rock, pasando frente al parque municipal y el estrado para la orquesta con su techumbre cónica de color verde. Subió por la colina y giró a la derecha, enfilando Larch Street ya cerca de la cumbre. La de los Trenton era la segunda casa contando desde la esquina y él observó que, de día, debían disfrutar de una vista preciosa de la ciudad de abajo. Acercó al bordillo de la acera el Fury III del Departamento del Sheriff y descendió del vehículo, cerrando silenciosamente la portezuela. La calle estaba a oscuras, profundamente dormida.
Se detuvo un instante, apartándose de la entrepierna el tejido mojado de su uniforme (al tiempo que hacía una mueca) y después subió por el vado. El vado estaba vacío, al igual que el pequeño garaje de una plaza situado al fondo de la misma. Vio un triciclo Big Wheels aparcado en el interior. Era como el que tenía su hijo.
Cerró la puerta del garaje y se dirigió al porche frontal. Vio que el ejemplar del Cali correspondiente a la semana en curso se encontraba apoyado contra la puerta del porche. Roscoe lo tomó y probó a abrir la puerta. No estaba cerrada con llave. Entró en el porche, sintiéndose un intruso. Arrojó el periódico sobre la rampa del porche y pulsó el timbre de la puerta interior. Se escuchó el sonido del timbre en el interior de la casa, pero nadie acudió a abrir. Llamó otras dos veces en un espacio de tres minutos, para dar tiempo a la señora a levantarse, ponerse una bata y descender a la planta baja… si es que la señora estaba en casa.
Al no obtener respuesta, probó a abrir la puerta. Estaba cerrada con llave.
El marido no está y ella se habrá ido probablemente a casa de unos amigos, pensó… pero el hecho de que no se lo hubiera comunicado al marido también le parecía un poco raro a Roscoe Fisher.
Buscó con la mano bajo el puntiagudo alero y sus dedos rozaron la llave que Vic Trenton había colgado allí no mucho después de que los Trenton se hubieran mudado a aquella casa. La tomó y abrió la puerta principal… si hubiera probado a abrir la puerta de la cocina tal como había hecho Steve Kemp aquella tarde, hubiera podido entrar directamente. Como casi todo el mundo en Castle Rock, Donna era descuidada en lo concerniente a cerrar las puertas cuando salía.
Roscoe entró. Tenía la linterna, pero prefería no utilizarla. Eso le hubiera hecho sentirse todavía más intruso… un ladrón con una gran mancha de café en la entrepierna. Buscó a tientas una placa de interruptor y, al final, encontró una con dos interruptores. El de arriba encendía la luz del porche y lo apagó rápidamente. El de abajo encendía la luz del salón.
Miró a su alrededor durante un buen rato, dudando de lo que estaba viendo… al principio, le pareció una ilusión óptica debida al hecho de que sus ojos no se habrían adaptado a la luz o algo por el estilo. Pero nada cambió y entonces el corazón empezó a latirle rápidamente.
No tengo que tocar nada, pensó. No puedo enredarlo. Se había olvidado de la húmeda mancha de café de sus pantalones y había olvidado sentirse un intruso. Estaba asustado y emocionado.
Algo había ocurrido, vaya si había ocurrido. El salón estaba todo revuelto. Había fragmentos de cristal de un estante de figurillas por el suelo. Los muebles habían sido volcados, los libros habían sido diseminados por todas partes. El gran espejo de encima de la repisa de la chimenea también estaba roto… siete años de mala suerte para alguien, pensó Roscoe y empezó a pensar de repente y sin ningún motivo en Frank Dodd, con quien había compartido a menudo un coche patrulla. Frank Dodd, el amable policía de una pequeña localidad que había resultado ser también un loco que asesinaba a las mujeres y a los niños pequeños. De repente, a Roscoe se le puso la carne de gallina en los brazos. No era el lugar más apropiado para pensar en Frank.
Entró en la cocina, pasando por el comedor en el que todo lo que había encima de la mesa había sido derribado al suelo… rodeó cuidadosamente todo aquel desastre. La cocina todavía estaba peor. Notó que un estremecimiento le recorría la columna vertebral. Alguien se había vuelto allí absolutamente loco. Las puertas del armario del bar estaban abiertas y alguien había utilizado el pavimento de la cocina como Pista-de-Lanzamiento-Hasta-Que-Gane de una feria. Había cacharros por todas partes y una cosa blanca que parecía nieve, pero que debían ser polvos de la colada.
Escrita en la pizarra de recados en grandes y apresuradas letras de imprenta podía leerse la siguiente frase:
TE HE DEJADO ARRIBA
UNA COSA PARA TI, NENA.
De repente, a Roscoe Fisher no le apeteció subir al piso de arriba. Lo que menos deseaba era subir. Había ayudado a limpiar tres de los desastres que Frank Dodd había dejado a su espalda, incluyendo el cuerpo de Mary Kate Hendrasen, que había sido violada y asesinada en el estrado de la orquesta del parque municipal de Castle Rock. No deseaba volver a ver nada parecido… ¿y si la mujer estuviera allí arriba, muerta de un disparo y apuñalada o estrangulada? Roscoe había visto muchas mutilaciones en las carreteras y, en cierto modo, incluso se había acostumbrado a ello. Hacía dos veranos, él y Billy y el sheriff Bannerman habían sacado el cuerpo de un hombre a trozos de una máquina de clasificación de patatas, y aquello había sido digno de contárselo a los nietos. Pero no había visto un homicidio desde el de la muchacha Hendrasen y ahora no le apetecía ver otro.
No supo si experimentar alivio o repugnancia al descubrir lo que había sobre la colcha de los Trenton.
Regresó al automóvil y dio aviso.