Mientras se comía las últimas dos o tres rodajas de pepino, comprendió que lo que más la había asustado eran las coincidencias. Aquella serie de coincidencias, totalmente casuales, pero como si remedaran una especie de destino emocional, eran las que habían hecho que el perro pareciera actuar con un propósito tan horriblemente deliberado, tan… tan personalmente dirigido contra ella. La ausencia de Vic durante diez días, ésta era la coincidencia número uno. La llamada de Vic tan temprano, ésta era la coincidencia número dos. Si no hubiera conseguido hablar con ellos entonces, hubiese probado más tarde, hubiese seguido probando y hubiese empezado a preguntarse dónde estaban. El hecho de que los tres Camber estuvieran fuera, por lo menos durante esa noche, y lo que eso parecía ahora. Esa era la número tres. Madre, hijo y padre. Todos fuera. Pero habían dejado al perro. Claro. Habían…
Se le ocurrió de repente un horrible pensamiento que inmovilizó sus mandíbulas mientras terminaba de comer el pepino. Trató de alejarlo, pero volvía. No quería irse porque poseía una grotesca lógica propia.
¿Y si estaban todos muertos en el establo?
La imagen apareció instantáneamente detrás de sus ojos. Tenía la malsana claridad de aquellas visiones que uno tiene a veces cuando se despierta a primeras horas de la madrugada. Los tres cuerpos en el suelo, como juguetes defectuosos, con el serrín manchado de rojo a su alrededor y los polvorientos ojos contemplando la oscuridad del techo en la que las golondrinas piaban y revoloteaban, con la ropa desgarrada y rota a mordiscos y algunas partes de sus cuerpos…
Oh eso es una locura, eso es…
Tal vez hubiera atacado al niño primero. Los otros dos están en la cocina, o quizás arriba, entregados a una escenita rápida, oyen gritos, bajan corriendo…
(basta, ya basta)
… bajan corriendo, pero el chico ya está muerto, el perro le ha destrozado la garganta, y, cuando todavía no se han repuesto de la muerte de su hijo, el San Bernardo emerge sigilosamente de entre las sombras, una vieja y terrible máquina de destrucción, sí, el viejo monstruo emerge de entre las sombras, rabioso y gruñendo. Se abalanza primero sobre la mujer y el hombre trata de salvarla…
(no, hubiera ido por la escopeta o le hubiera roto la cabeza con una tuerca o algo así, y, ¿dónde está el automóvil? Había un automóvil aquí, antes de que todos ellos se fueran a hacer una visita familiar —una VISITA FAMILIAR, ¿me oyes bien?—, se habían llevado el automóvil y habían dejado la camioneta.)
En tal caso, ¿por qué no había venido nadie a darle la comida al perro?
Esta era la lógica de la cosa, parte de lo que la asustaba. ¿Por qué no había venido nadie a darle la comida al perro? Porque, si tienes intención de estar ausente uno o dos días, te pones de acuerdo con alguien. Ellos le dan la comida a tu perro y, cuando ellos se van, tú le das la comida a su gato, o a su pez, o a su periquito o lo que sea. Por consiguiente, ¿dónde…?
Y el perro no hacía más que entrar en el establo.
¿Habría comida allí dentro?
Ésta es la explicación, le dijo su mente con alivio. Camber no conocía a nadie que pudiera darle la comida a su perro y entonces le había dejado toda una bandeja llena de comida. Gaines Meal o lo que fuera.
Pero entonces se le ocurrió pensar lo que se le había ocurrido pensar al propio Joe Camber en un momento anterior de aquel larguísimo día. Un perro de gran tamaño se lo comería todo de golpe y después pasaría hambre. No cabía duda de que era mucho mejor que un amigo le diera la comida al perro en caso de que uno tuviera que irse. Por otra parte, tal vez les hubiera retenido algo. Tal vez se hubiera celebrado realmente una reunión familiar y Camber se hubiera emborrachado y hubiera perdido el conocimiento. Tal vez esto, tal vez aquello, tal vez cualquier cosa.
¿Estará comiendo el perro en el establo?
(¿qué estará comiendo allí dentro? ¿Gaines Meal o personas?)
Escupió en su mano los restos de pepino que le quedaban en la boca y notó que el estómago se le revolvía, queriendo expulsar lo que ya había comido. Hizo un esfuerzo de voluntad para mantenerlo dentro y, puesto que podía ser muy decidida cuando quería, consiguió mantenerlo dentro. Le habían dejado comida al perro y se habían ido en el automóvil. No hacía falta ser Sherlock Holmes para deducirlo. Lo demás, era simplemente fruto de su nerviosismo.
Pero aquella imagen de muerte seguía tratando de volver subrepticiamente. La imagen dominante era la del serrín ensangrentado, un serrín que había adquirido el oscuro color de las salchichas de Francfort envueltas en tripa natural.
Ya basta. Piensa en el correo, si es que tienes que pensar en algo. Piensa en mañana. Piensa en estar a salvo.
Estaba percibiendo un suave rumor como de arañazos en su lado del automóvil.
No quería mirar, pero no pudo evitarlo. Su cabeza empezó a moverse como obligada por unas invisibles pero poderosas manos. Podía oír el leve crujido de los tendones de su cuello. Cujo estaba allí, mirándola. Tenía el rostro a menos de quince centímetros del suyo. Sólo el cristal Saf-T de la ventanilla del asiento del conductor les separaba. Aquellos turbios ojos enrojecidos estaban clavados en los suyos. Parecía que el hocico del perro hubiera sido enjabonado con espuma de afeitar y que ésta se hubiera secado.
Cujo le estaba sonriendo.
Donna advirtió que se formaba un grito en su pecho, subiendo férreamente por su garganta, porque intuía que el perro estaba pensando en ella y le estaba diciendo: Voy a pillarte, nena. Voy a pillarte, jovencita. Piensa en él cartero todo lo que quieras. Le mataré también a él si hace falta, como he matado a los tres Camber, como voy a mataros a ti y a tu hijo. Será mejor que te vayas acostumbrando a la idea. Será mejor que…
El grito, subiendo por su garganta. Era algo vivo que pugnaba por salir y todo se le estaba viniendo encima de golpe: Tad que tenía que hacer pipí y ella que había bajado el cristal de la ventanilla unos diez centímetros y le había sostenido para que pudiera hacerlo fuera de la ventanilla, vigilando constantemente que no viniera el perro, y, durante un buen rato, él no había podido hacerlo y a ella habían empezado a dolerle los brazos, después las imágenes de muerte y ahora este…
El perro le estaba sonriendo; le estaba sonriendo a ella, se llamaba Cujo y su mordedura era la muerte.
El grito tenía que salir,
(pero Tad está)
de lo contrario, se volvería loca.
(durmiendo)
Cerró las mandíbulas contra el grito de la misma manera que había cerrado la garganta unos momentos antes contra el impulso de vomitar. Forcejeó y luchó contra él. Y, al final, su corazón empezó a calmarse y ella comprendió que había ganado.
Miró sonriendo al perro y levantó los dos dedos medios de ambas manos cerradas en puño. Los apoyó contra el cristal, levemente empañado por la parte exterior a causa del aliento de Cujo.
—Anda y que te jodan —le murmuró.
Al cabo de un rato que a ella se le antojó interminable, el perro posó de nuevo las patas delanteras en el suelo y regresó al establo. La mente de Donna volvió al mismo oscuro sendero de antes
(¿qué estará comiendo allí dentro?)
pero después cerró de golpe una puerta en algún lugar de su mente.
Pero ya no habría más sueño durante mucho tiempo y faltaba todavía mucho rato hasta el amanecer. Se incorporó detrás del volante, temblando y diciéndose una y otra vez que era ridículo, auténticamente ridículo, pensar que el perro fuera alguna especie de horrible fantasma que se hubiera escapado del armario de Tad, o bien que él supiera más cosas de las que ella sabía cerca de la situación.
Vic se despertó sobresaltado en medio de una absoluta oscuridad, con una rápida respiración tan seca como la sal en la garganta. El corazón le estaba martilleando en el pecho y él estaba totalmente desorientado… tan desorientado que, por un instante, pensó que estaba cayendo y extendió la mano para agarrarse a la cama.
Cerró los ojos un momento, esforzándose por no desintegrarse, procurando recuperarse.
(estás en)
Abrió los ojos y vio una ventana, una mesita de noche, una lámpara.
(el Ritz-Carlton Hotel de Boston, Massachusetts)
Se relajó. Gracias a aquel punto de referencia, todo lo demás se recompuso con un tranquilizador clic, induciéndole a preguntarse cómo era posible que hubiera estado tan absolutamente perdido y totalmente aislado, aunque sólo hubiera sido momentáneamente. Debía ser porque se encontraba en un lugar extraño, suponía. Eso, y la pesadilla.
¡La pesadilla! Dios mío, había sido tremenda. No recordaba haber tenido ninguna tan mala desde los sueños de caídas que le habían atormentado de vez en cuando en la primera fase de su pubertad. Extendió el brazo hacia el reloj de viaje que había en la mesilla, lo asió con ambas manos y lo acercó al rostro. Faltaban veinte minutos para las dos. Roger estaba roncando ligeramente en la otra cama y, ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, podía verle, durmiendo tendido boca arriba. Había empujado la sábana hacia abajo con el pie. Iba enfundado en un absurdo pijama, con un estampado a base de pequeños banderines estudiantiles de color amarillo.
Vic sacó las piernas de la cama, se dirigió en silencio al cuarto de baño y cerró la puerta. Los cigarrillos de Roger estaban en la repisa y él tomó uno. Lo necesitaba. Se sentó en el excusado y empezó a fumar, sacudiendo la ceniza en la pila del lavabo.
Un sueño producido por la inquietud, hubiera dicho Donna, y bien sabía Dios que tenía muchos motivos para estar inquieto. Y, sin embargo, se había acostado hacia las diez y media de mucho mejor humor de lo que había estado en el transcurso de la última semana. Tras regresar al hotel, él y Roger habían pasado media hora en el bar del Ritz-Carlton, dando vueltas a la idea de la apología, y después, de las entrañas del enorme y viejo billetero que siempre llevaba consigo, Roger había sacado el número de teléfono particular de Yancey Harrington. Harrington era el actor que interpretaba el papel del Profesor de los Cereales Sharp.
—Será mejor que nos cercioremos de si querrá hacerlo, antes de seguir adelante —había dicho Roger.
Había tomado el teléfono y había marcado el número de Harrington, que vivía en Westport (Connecticut). Vic no tenía idea de lo que podría ocurrir. Si alguien hubiera insistido en que hiciera alguna conjetura al respecto, hubiera dicho que probablemente haría falta convencer un poco a Harrington… le había sentado muy mal el asunto de los Zingers y el perjuicio que, en su opinión, ello había ocasionado a su imagen.
Ambos tuvieron una agradable sorpresa. Harrington había accedido inmediatamente. Reconocía la realidad de la situación y sabía que el profesor estaba completamente acabado («El pobrecillo está perdido», había dicho Harrington tristemente). No obstante, pensaba que la idea de un anuncio final tal vez ayudara a la empresa a superar la dificultad. Y a ponerse por así decirlo nuevamente en marcha.
—Tonterías —había dicho Roger sonriendo, tras colgar el teléfono—. Le encanta la idea de una última llamada a escena. No a muchos actores del sector publicitario se les ofrece una oportunidad así. Estaría dispuesto a pagarse el pasaje de avión a Boston si se lo pidiéramos.
Y Vic se había ido a la cama muy contento y se había dormido casi inmediatamente. Después, el sueño. En él se encontraba de pie frente a la puerta del armario de Tad y le decía a Tad que allí dentro no había nada, nada en absoluto. Te lo enseñaré de una vez por todas, le decía a Tad. Abría la puerta del armario y veía que las prendas de vestir y los juguetes de Tad habían desaparecido. En el interior del armario de Tad crecía un bosque: viejos pinos y abetos, viejos árboles de madera dura. El suelo del armario estaba tapizado de fragantes agujas y de estiércol y paja protectora. Lo había restregado con el pie para ver si había debajo el suelo de tablas de madera pintadas. No lo había; su pie había escarbado en su lugar una rica tierra negra del bosque.
Entraba en el armario y la puerta se cerraba a su espalda. No importaba. Se filtraba la suficiente luz como para poder ver. Encontraba un camino y echaba a andar por el mismo. De repente, se percataba de que llevaba una mochila colgada a la espalda y una cantimplora colgada del hombro. Podía oír el misterioso rumor del viento soplando entre los abetos y el leve trinar de los pájaros. Hacía siete años, mucho antes de que se fundara la Ad Worx, se habían ido todos juntos a pasar las vacaciones, recorriendo a pie una parte de la Pista de los Apalaches y aquella región se parecía mucho a la geografía de su sueño. Lo habían hecho sólo una vez y después habían preferido la playa. Vic, Donna y Roger lo habían pasado maravillosamente bien, pero Althea Breakstone aborrecía las caminatas y, por si fuera poco, un zumaque venenoso le había provocado una fuerte erupción cutánea.
La primera parte del sueño había sido bastante agradable. La idea de que todo aquello estaba ocurriendo dentro del armario de Tad resultaba extrañamente maravillosa. Después había llegado a un claro y había visto… pero ya estaba empezando a desdibujarse, tal como les ocurre a los sueños cuando se los expone al pensamiento consciente.
El otro lado del claro era simplemente un muro grisáceo que se elevaba al cielo hasta unos treinta metros de altura. A cosa de unos seis metros del suelo, había una cueva… no, no era lo bastante profunda como para ser una cueva. Era más bien una hornacina, una simple depresión en la roca que tenía una base llana. Donna y Tad se encontraban en su interior, muy asustados. Estaban asustados de alguna especie de monstruo que estaba tratando de subir, tratando de subir y después de entrar. Para pillarlos. Para devorarlos.
Había sido como aquella escena del King Kong primitivo, cuando el enorme simio ya ha hecho caer del tronco a los presuntos salvadores de Fay Wray y está tratando de pillar al único superviviente. Pero el individuo se ha metido en un agujero y Kong no logra alcanzarle.
Sin embargo, el monstruo de su sueño no era un mono gigantesco. Era un… ¿qué? ¿Un dragón? No, nada de eso. Un dragón no, y tampoco un dinosaurio ni un ser mitológico. No lograba identificarlo. Fuese lo que fuere, no podía entrar y pillar a Donna y Tad, motivo por el cual se limitaba a esperar en el exterior de su escondrijo, como un gato que aguardara con terrible paciencia la salida de un ratón.
Empezaba a correr, pero, por mucho que corriera, no lograba llegar al otro lado del claro. Podía oír los gritos de socorro de Donna, pero, cuando él contestaba, sus palabras parecían extinguirse a sesenta centímetros de su boca. Al final, era Tad quien le descubría.
—¡No sirven! —le había gritado Tad en un tono de voz tan desesperado que a Vic se le habían revuelto las entrañas de miedo—. ¡Papá, las Palabras del Monstruo no sirven! ¡Oh, papá, no sirven, nunca han servido! ¡Me has mentido, papá! ¡Me has mentido!
Seguía corriendo, pero parecía que estuviera en una noria. Y había mirado al pie de aquel elevado muro gris y había visto un montón de viejos huesos y cráneos sonrientes, algunos de ellos cubiertos de verde musgo.
Fue entonces cuando despertó.
Pero, ¿qué clase de monstruo había sido?
Le era imposible recordarlo. El sueño ya parecía una escena observada a través del lado incorrecto de telescopio. Arrojó el cigarrillo al excusado y echó el agua; después abrió el grifo de la pila del lavabo para eliminar la ceniza.
Orinó, apagó la luz y regresó a la cama. Mientras se tendía, miró el teléfono y experimentó un repentino e irracional impulso de llamar a casa. ¿Irracional? Eso era decir poco. Faltaban diez minutos para las dos de la madrugada. No sólo despertaría a Donna sino que encima le daría un susto de muerte. Los sueños no había que interpretarlos al pie de la letra; eso lo sabía todo el mundo. Si tanto tu matrimonio como tu trabajo parecen correr el peligro de irse a pique al mismo tiempo, no es muy de extrañar que tu mente te gaste algunas bromas inquietantes, ¿verdad?
De todos modos, sólo para oír su voz y saber que está bien…
Se volvió de espaldas al teléfono, propinó unos puñetazos a la almohada y cerró decididamente los ojos.
Llámala por la mañana para estar más tranquilo. Llámala inmediatamente después de desayunar.
Eso le calmó y, poco después, pudo conciliar de nuevo el sueño. Esta vez no soñó… o, si lo hizo, los sueños no se grabaron en su conciencia. Y, cuando les llamaron para despertarles el martes, había olvidado todo lo relativo al sueño de la bestia del claro del bosque. Sólo tenía un vago recuerdo de haberse levantado por la noche. Vic no llamó a casa aquel día.
Charity Camber despertó aquel martes por la mañana a las cinco en punto y pasó también por un breve período de desorientación: papel de pared amarillo en lugar de paredes de madera, alegres cortinas verdes estampadas en lugar de calicó blanco, una estrecha cama individual en lugar de una cama de matrimonio que había empezado a combarse en su parte central.
Después supo dónde estaba —Stratford (Connecticut)— y experimentó un estallido de complacida expectación. Tendría todo el día para hablar con su hermana, para charlar de los viejos tiempos, para averiguar qué había estado haciendo en el transcurso de los últimos años. Y Holly había hablado de ir a Bridgeport a hacer unas compras.
Se había despertado una hora y media antes de lo habitual, probablemente dos horas o más antes de que las cosas empezaran a ponerse en marcha en la casa. Pero una persona nunca dormía bien en una cama extraña hasta la tercera noche… éste era uno de los dichos de su madre y era verdad.
El silencio empezó a producir pequeños rumores mientras ella permanecía despierta y prestaba atención, contemplando la débil luz de las cinco en punto que se filtraba por entre las cortinas medio corridas… la primera luz del alba, siempre tan blanca y transparente y hermosa. Oyó el crujido de una sola tabla de madera. Un grajo entregándose a su berrinche matutino. El primer tren de cercanías del día con destino a Westport, Greenwich y Nueva York.
La tabla volvió a crujir.
Y volvió a crujir.
No era simplemente el asiento de la casa. Eran unas pisadas.
Charity se incorporó en la cama, con la manta y la sábana rodeando la cintura de su recatado camisón color de rosa. Ahora las pisadas estaban bajando lentamente la escalera. Era un paso liviano: pies descalzos o pies enfundados en calcetines. Era Brett. Cuando se vivía con las personas, acababas conociendo el rumor de sus pasos. Era una de aquellas cosas misteriosas que ocurren simplemente con el paso de los años, como la forma de una hoja que se graba en una roca.
Echó hacia abajo el cobertor, se levantó y se encaminó hacia la puerta. Su habitación daba al pasillo de arriba y alcanzó a ver apenas cómo desaparecía la parte superior de la cabeza de Brett, con el mechón de pelo de su frente asomando un momento y desapareciendo después.
Le siguió.
Cuando Charity llegó a la escalera, Brett ya se estaba perdiendo por el pasillo que discurría a lo largo de toda la casa, desde la puerta de entrada hasta la cocina. Abrió la boca para llamarle… y la volvió a cerrar. La intimidaba aquella casa dormida que no era su casa.
Algo en su forma de andar… en la postura de su cuerpo… pero hacía años que…
Bajó rápidamente la escalera, descalza y en silencio. Siguió a Brett hasta la cocina. El niño llevaba tan sólo los pantalones azul claro del pijama, con el cordón blanco de algodón colgando hasta por debajo de la pulcra bifurcación de la cruz. Aunque estaban apenas a mediados de verano, ya se le veía muy moreno… era naturalmente atezado como su padre, y se bronceaba con facilidad.
De pie junto a la puerta, le vio de perfil, bañado por aquella misma luz transparente y hermosa de la mañana mientras recorría la hilera de armarios de encima de la cocina, la mesa adosada a la pared y el fregadero. Su corazón se llenó de asombro y temor. Es hermoso, pensó. Todo lo que es, o ha sido, hermoso en nosotros, lo tiene él. Fue un momento que jamás olvidaría: vio a su hijo vestido tan sólo con los pantalones del pijama y, por un instante, comprendió vagamente el misterio de su infancia que tan pronto iba a quedar atrás. Los ojos de su madre amaban las finas curvas de sus músculos, la línea de sus nalgas, las pulcras plantas de sus pies. Parecía… absolutamente perfecto.
Lo vio claramente porque Brett no estaba despierto. De pequeño, había tenido algunos episodios de sonambulismo: aproximadamente unas dos docenas, entre los cuatro y los ocho años. Al final, ella se había preocupado lo bastante —se había asustado lo bastante— como para consultárselo al doctor Gresham (sin que Joe lo supiera). No temía que Brett estuviera perdiendo el juicio —cualquier persona que le tratara podía ver que era inteligente y normal—, pero temía que pudiera lastimarse mientras se encontrara en aquel extraño estado. El doctor Gresham le había dicho que eso era muy improbable y que casi todas las curiosas ideas que tenía la gente a propósito del sonambulismo procedían de películas superficiales que no se ajustaban a la realidad de aquel hecho.
—Apenas sabemos nada acerca del sonambulismo —le había dicho—, pero sabemos que es más corriente en los niños que en las personas adultas. Se registra una interacción constantemente creciente y constantemente en desarrollo entre la mente y el cuerpo, señora Camber, y muchas personas que han hecho investigaciones en este campo creen que el sonambulismo puede ser síntoma de un desequilibrio transitorio y no excesivamente significativo entre ambos.
—¿Como los trastornos del desarrollo? —había preguntado ella en tono dubitativo.
—Algo así —había contestado Gresham con una sonrisa.
Trazó una curva acampanada en un bloc para indicar que el sonambulismo de Brett alcanzaría un punto culminante, se mantendría durante algún tiempo, y después empezaría a disminuir. Hasta desaparecer por completo.
Se había ido un poco más tranquila ante el convencimiento del médico de que Brett no se arrojaría por la ventana ni echaría a andar por la carretera estando dormido, pero sin comprenderlo demasiado. Una semana más tarde, había acompañado a Brett al consultorio. Éste contaba entonces seis años y uno o dos meses. Gresham le había sometido a un exhaustivo examen físico y había afirmado que era normal bajo todos los puntos de vista. Y pareció, en efecto, que Gresham tenía razón. El último de los que Charity calificaba sus «paseos nocturnos» había tenido lugar hacía más de dos años.
El último hasta ahora, claro.
Brett fue abriendo uno por uno los armarios, cerrando cuidadosamente cada uno de ellos antes de pasar al siguiente y dejando al descubierto las cacerolas de Holly, los elementos adicionales de su batería Jenn-Aire, los paños de cocina pulcramente doblados, sus jarritas de café y té, su cristalería todavía incompleta de la Depresión. Mantenía los ojos muy abiertos e inexpresivos y ella tuvo la fría certeza de que su hijo estaba viendo el contenido de otros armarios, en otro lugar.
Experimentó aquel antiguo e irremediable terror que casi había olvidado por completo y que se apodera de los padres en el transcurso de las alarmas y los acontecimientos de los primeros años de sus hijos: la dentición, la vacuna que provocó una inquietante elevación de temperatura a modo de atracción adicional, la difteria, la infección de los oídos, la absurda sangre que empezó a manar de repente de la mano a la pierna. ¿Qué estará pensando?, se preguntó. ¿Dónde está? ¿Y por qué ahora, al cabo de dos años de tranquilidad? ¿Se debería al hecho de encontrarse en un lugar desconocido? No le había visto —excesivamente trastornado—… por lo menos, hasta ahora.
Brett abrió el último armario y sacó una salsera de color de rosa. La dejó sobre la mesa. Hizo ademán de tomar aire y de introducir algo en la salsera. Charity notó un repentino estremecimiento de carne de gallina al darse cuenta de dónde estaba Brett y de lo que significaba toda aquella pantomima. Era una actividad a la que se entregaba diariamente en casa. Estaba dando de comer a Cujo.
Charity se adelantó involuntariamente hacia él y después se detuvo. No creía en aquellos cuentos de viejas acerca de lo que podía ocurrir en caso de que se despertara a un sonámbulo —que el alma se escapaba del cuerpo para siempre, que se producía la locura o una muerte repentina— y no había hecho falta que el doctor Gresham la tranquilizara a este respecto. Había pedido en préstamo especial un libro de la Biblioteca Municipal de Portland… aunque, en realidad, no lo necesitaba. Su sentido común le decía que, cuando se despertaba a un sonámbulo, lo que ocurría era que éste se despertaba, ni más ni menos que eso. Podía haber lágrimas e incluso un ligero ataque de histerismo, pero esta clase de reacción se debería a una simple desorientación.
De todos modos, jamás había despertado a Brett en el transcurso de sus paseos nocturnos y no se atrevía a hacerlo ahora. Una cosa era el sentido común. Y otra muy distinta su temor irracional y ahora ella se había asustado mucho de repente y no acertaba a saber por qué. ¿Qué podía haber de terrible en aquella escenificación en sueños de la acción de darle la comida al perro por parte de Brett? Era perfectamente natural, teniendo en cuenta lo preocupado que estaba el niño por Cujo.
Ahora se había inclinado con la salsera en la mano y los cordones de su pijama formaban una línea blanca en ángulo recto con el plano horizontal del suelo de linóleo rojo y negro. En su rostro se dibujó una pantomima de tristeza en cámara lenta. Entonces habló, pronunciando las palabras en forma rápida, gutural y casi ininteligible, como suelen hacerlo las personas cuando duermen. Y sin ninguna emoción en las palabras propiamente dichas, todo estaba dentro, encerrado en el capullo de gusano de seda del sueño que había tenido y que había sido tan intenso como para inducirle a caminar de nuevo dormido, tras dos años de tranquilidad. No había nada que fuera melodramático en las palabras, pronunciadas todas seguidas en medio de un acelerado suspiro, pero, aun así, Charity se llevó la mano a la garganta. Su carne estaba allí fría, muy fría.
—Cujo ya no tiene hambre —dijo Brett con las palabras a lomos de aquel suspiro. Volvió a incorporarse, acunando ahora la salsera contra su pecho. Ya no, ya no.
Permaneció brevemente inmóvil junto a la mesa y Charity hizo lo propio junto a la puerta de la cocina. Una sola lágrima había resbalado por el rostro de Brett. Éste posó la salsera y se encaminó hacia la puerta. Mantenía los ojos abiertos, pero éstos resbalaron sobre su madre sin verla. Se detuvo y se volvió a mirar.
—Mira en la maleza —le dijo a alguien que no estaba allí.
Después siguió andando en dirección a su madre. Ésta se apartó a un lado con la mano todavía en la garganta. El niño pasó rápida y silenciosamente junto a ella con los pies descalzos y avanzó por el pasillo en dirección a la escalera.
Ella se volvió para seguirle y se acordó de la salsera. Ésta se encontraba encima de la despejada mesa preparada para el día, como si fuera el punto focal de un extraño cuadro. La tomó y le resbaló entre los dedos… no se había dado cuenta de que sus dedos estaban viscosos a causa del sudor. Hizo con ella algunos juegos malabares, imaginando el estruendo en aquellas tranquilas horas de sueño. Después consiguió sujetarla fuertemente con ambas manos. La colocó de nuevo en el estante y cerró la puerta del armario, permaneciendo allí un momento mientras escuchaba los violentos latidos de su corazón y se sentía extraña en aquella cocina. Después siguió a su hijo.
Llegó a la puerta de la habitación justo a tiempo para ver cómo se acostaba. Brett tiró de la sábana hacia arriba y se tendió sobre el lado izquierdo, adoptando su habitual postura de dormir. Aunque sabía que ahora todo había terminado, Charity se quedó todavía un rato.
Alguien tosió hacia el fondo del pasillo, recordándole una vez más que aquella era la casa de otras personas. Experimentó una fuerte oleada de nostalgia; por un instante, pareció como si tuviera el estómago lleno de alguna especie de gas entorpecedor como el que usan los dentistas. En aquella hermosa y suave luz matinal, sus ideas de divorcio parecían tan inmaduras y tan poco relacionadas con la realidad como los pensamientos de un niño. Era fácil para ella pensar aquí en tales cosas. No estaba en su casa, no era su lugar.
¿Por qué le habían asustado tanto aquella pantomima de dar de comer a Cujo y aquellas rápidas palabras entre suspiros? Cujo ya no tiene hambre, ya no.
Regresó a su habitación y permaneció tendida en la cama mientras el sol salía e iluminaba la habitación. A la hora del desayuno, Brett no pareció distinto de otras veces. No habló de Cujo y se había olvidado al parecer de llamar a casa, por lo menos de momento. Tras ciertas reflexiones interiores, Charity decidió dejar las cosas como estaban.
Hacía calor.
Donna bajó un poquito más el cristal de la ventanilla —aproximadamente una cuarta parte del espacio, todo lo que se atrevía a hacer— y después se inclinó sobre las rodillas de Tad para bajar también el suyo. Fue entonces cuando observó el arrugado trozo de papel amarillo sobre su regazo.
—¿Qué es eso, Tad?
Él levantó la mirada. Se observaban unos círculos amarronados bajo sus ojos.
—Las Palabras del Monstruo —dijo él.
—¿Puedo verlas?
Él apretó con fuerza por un instante el trozo de papel y después permitió que Donna lo tomara. Había una expresión vigilante y casi posesiva en su rostro y ella experimentó unos celos momentáneos. Fueron breves, pero muy intensos. Hasta ahora, ella había conseguido mantenerle vivo e incólume, pero eran las palabras mágicas de Vic lo que a él le importaba. Después el sentimiento se transformó en perplejidad, tristeza y hastío de sí misma. Era ella quien le había colocado en aquella situación. Si no se hubiera dejado ablandar por él a propósito de la muchacha que iba a cuidarle…
—Las guardé en el bolsillo ayer —dijo él—, antes de que nos fuéramos a comprar. Mamá, ¿se nos va a comer el monstruo?
—No es un monstruo, Tad, no es más que un perro, y no, ¡no se nos va a comer! —habló con más dureza de lo que hubiera querido—. Ya te lo he dicho, cuando venga el cartero, podremos irnos a casa.
Y le he dicho que el automóvil se iba a poner en marcha dentro de un ratito, y le he dicho que vendría alguien, que los Camber regresarían pronto a casa… Pero, ¿de qué servía pensar todo eso?
—¿Me devuelves las Palabras del Monstruo? —preguntó él.
Por un instante, Donna experimentó un impulso totalmente insensato de romper en pedazos aquel folio amarillo, arrugado y manchado de sudor, y de arrojar los trocitos por la ventanilla como si fuera confetti. Pero después le devolvió el papel a Tad y se alisó el cabello con ambas manos, avergonzada y asustada. ¿Qué le estaba ocurriendo, por Dios bendito? Haber pensado una cosa tan sádica. ¿Por qué deseaba agravar la situación del niño? ¿Era por Vic? ¿Por ella? ¿Por qué?
Hacía mucho calor… demasiado calor para poder pensar. El sudor le estaba bajando por la cara y podía verlo resbalar también por las mejillas de Tad. El niño tenía el cabello pegado al cráneo en unos mechones muy poco graciosos y parecía unos dos tonos más oscuro que su habitual color rubio intermedio. Necesita que le lave el pelo, pensó distraídamente y eso le hizo recordar de nuevo el frasco del Sin Lágrimas de Johnson’s, guardado sano y salvo en el estante del cuarto de baño, esperando a que alguien lo tomara y vertiera en el hueco de una mano la cantidad de uno o dos tapones.
(no pierdas el control)
No, claro que no. No tenía ningún motivo para perder el control. Todo se iba a arreglar, ¿verdad? Pues claro que sí. Al perro ya ni siquiera se le veía desde hacía más de una hora. Y el cartero. Ahora eran casi las diez. El cartero vendría muy pronto y entonces no importaría que hiciera tanto calor en el interior del vehículo. El «efecto de invernadero» lo llamaban. Lo había visto en un folleto de la Sociedad Protectora de Animales, explicando por qué no hay que dejar al perro encerrado en el automóvil mucho rato cuando hace calor. El efecto de invernadero. El folleto decía que la temperatura en el interior de un vehículo estacionado al sol puede alcanzar los sesenta grados centígrados con las ventanillas cerradas, por lo que resultaba muy cruel y peligroso dejar encerrado allí a un animal doméstico mientras uno se iba a hacer unas compras o se iba al cine. Donna emitió una breve risita cascada. Desde luego, aquí las tornas se habían invertido, ¿verdad? Era el perro el que tenía encerradas a unas personas.
Bueno, vendría el cartero. Vendría el cartero y todo terminaría. No importaba que sólo les quedara un cuarto de termo de leche o que a primeras horas de la mañana ella hubiera tenido que ir al lavabo y hubiera utilizado el termo más pequeño de Tad —o, mejor dicho, hubiera tratado de utilizarlo—, y se hubiera derramado el contenido y ahora el Pinto oliera a orina, un olor desagradable que parecía intensificarse por efecto del calor. Había tapado el termo y lo había arrojado por la ventanilla. Lo había oído romperse al caer sobre la gravilla. Y entonces se había echado a llorar.
Pero nada de eso importaba. Resultaba humillante y degradante tener que intentar orinar en un termo, pero no importaba porque vendría el cartero… en aquellos momentos ya debía estar cargando su pequeña furgoneta azul y blanca junto al edificio de ladrillo con las paredes cubiertas de hiedra de la oficina de correos de Carbine Street… o tal vez ya hubiera iniciado el recorrido y estuviera subiendo por la carretera 117 en dirección a la Maple Sugar Road. Todo terminaría muy pronto. Se llevaría a Tad a casa y ambos subirían al piso de arriba. Se desnudarían y se ducharían juntos, pero, antes de meterse con él en la bañera y bajo la ducha, tomaría el frasco de champú del estante y dejaría cuidadosamente el tapón en el borde de la pila del lavabo y le lavaría primero el cabello a Tad y después se lavaría el suyo.
Tad estaba leyendo de nuevo el papel amarillo, moviendo silenciosamente los labios. En realidad, no estaba leyendo tal como iba a leer dentro de un par de años (si salimos de ésta, insistió en añadir su traicionera mente de manera absurda, pero instantánea) sino que estaba simplemente repitiendo de memoria. Tal como se preparaba en las autoescuelas a los analfabetos para la parte escrita del examen de conducir. Lo había leído también en algún sitio, o tal vez lo había visto en algún reportaje de la televisión y, ¿no era acaso sorprendente la cantidad de porquería que la mente humana era capaz de almacenar? ¿Y no era sorprendente la facilidad con que todo se vomitaba al exterior cuando no se tenía ninguna otra cosa que hacer? Como un eliminador subconsciente de la basura que funcionara al revés.
Eso le hizo recordar algo que había ocurrido en casa de sus padres en la época en que todavía era también su casa. Menos de dos horas antes de que comenzara uno de los Famosos Cócteles de su madre (así los calificaba siempre el padre de Donna, con un tono satírico que automáticamente les confería mayúsculas iniciales, aquel mismo tono satírico que a veces ponía furiosa a Samantha), el eliminador del fregadero de la basura se había desplazado a la pileta del bar y, cuando su madre había puesto en marcha el aparato para eliminar los desperdicios, una verde porquería había estallado por todo el techo. Donna tenía entonces unos catorce años y recordaba que la furia absolutamente histérica de su madre la había asustado y asqueado a un tiempo. Se había sentido asqueada porque su madre estaba entregándose a una pataleta en presencia de las personas que más la amaban y la necesitaban a propósito de la opinión de un grupo de amistades superficiales que acudirían a beber de gorra y a comerse de gorra gran cantidad de canapés. Se había asustado porque no podía ver ninguna lógica en la pataleta de su madre… y por la expresión que había visto en los ojos de su padre. Una especie de resignada repugnancia. Fue la primera vez que creyó realmente —creyó en el fondo de su alma— que iba a crecer y a convertirse en una mujer, una mujer que tendría por lo menos la oportunidad de luchar para ser una persona mejor de lo que era su madre, la cual podía sumirse en aquel estado tan aterrador a causa de algo que, en realidad, no era más que una cosa sin importancia…
Cerró los ojos y trató de apartar de su mente toda aquella sucesión de recuerdos, preocupada por las intensas emociones que éstos le habían producido. La Sociedad Protectora de Animales, el efecto de invernadero, los eliminadores de basura, y ahora, ¿qué más? ¿Cómo perdí la virginidad? ¿Seis vacaciones interesantes? El cartero, en eso era en lo que tenía que pensar, el maldito cartero.
—Mamá, a lo mejor ahora el coche se pone en marcha.
—Cariño, temo intentarlo porque la batería se está agotando.
—Pero si estamos sentados aquí —dijo él en tono irritado, cansado y enfurecido—. ¿Qué importa que la batería se esté agotando o no, si nosotros estamos aquí sentados? ¡Pruébalo!
—¡A mí no me vengas a dar órdenes, nene, si no quieres que te dé unos azotes en el trasero!
Tad se echó hacia atrás al oír su áspera y enojada voz y ella volvió a maldecirse a sí misma. Estaba nervioso… pero, ¿quién se lo podía reprochar? Además, tenía razón. Eso era lo que la había puesto furiosa en realidad. Pero Tad no lo entendía; la verdadera razón de que no quisiera intentar poner de nuevo en marcha el motor era el temor de que ello atrajera al perro. Temía que atrajera a Cujo, y eso era lo que menos hubiera deseado que ocurriera.
Con expresión malhumorada, hizo girar la llave de encendido. El motor del Pinto empezó a arrancar ahora muy despacio, emitiendo un prolongado sonido como de protesta. Tosió dos veces, pero no se puso en marcha. Apagó y trató de hacer sonar el claxon. Éste emitió un brumoso y débil bocinazo que probablemente no llegó ni a cincuenta metros y no digamos a la casa del pie de la colina.
—Ya está —dijo con enérgica crueldad—. ¿Estás contento? Muy bien.
Tad empezó a llorar. Empezó tal como ella recordaba que solía empezar cuando era más pequeño: formando una temblorosa curva con la boca mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas antes de que se produjeran los primeros sollozos. Entonces le atrajo hacia sí, diciéndole que lo sentía, diciéndole que no pretendía lastimarle, que ello se debía a que también estaba preocupada, diciéndole que todo terminaría muy pronto cuando viniera el cartero, que le llevaría a casa y le lavaría el cabello. Y pensó: La oportunidad de luchar para ser una persona mejor que tu madre. Claro. Claro, nena. Eres exactamente igual que ella. Eso es precisamente lo que ella hubiera dicho en una situación semejante. Cuando te sientes mal, lo que haces es desparramar la desdicha, compartir la riqueza que tienes. Bueno, de tal palo tal astilla, ¿no? Y, a lo mejor, cuando Tad crezca, pensará de ti lo mismo que tú piensas de…
—¿Por qué hace tanto calor, mamá? —preguntó Tad con voz empañada.
—El efecto de invernadero —contestó ella sin pararse siquiera a pensar.
No estaba mostrándose a la altura de la situación, y lo sabía. Si aquello fuera un examen final de maternidad —o simplemente de comportamiento adulto—, estaba fallando. ¿Cuánto tiempo llevaban atrapados en aquel camino particular? Quince horas todo lo más. Y ella se estaba viniendo abajo y desmoronando.
—¿Podré tomarme un Dr. Pepper cuando lleguemos a casa, mamá?
Las Palabras del Monstruo, manchadas de sudor y arrugadas, yacían fláccidamente sobre sus rodillas.
—Todo el que puedas beber —contestó ella, abrazándole con fuerza.
Sin embargo, el cuerpo del niño estaba rígido como la madera. No hubiera debido de gritarle, pensó ella, trastornada. Si no le hubiera gritado.
Pero lo haría mejor, se lo prometía a sí misma. Porque muy pronto vendría el cartero.
—Creo que el mo… creo que el perrito se nos va a comer —dijo Tad.
Ella fue a replicar, pero no lo hizo. A Cujo seguía sin vérsele por ninguna parte. El ruido del motor del Pinto no le había atraído. Quizás estuviera durmiendo. Quizás hubiera sufrido una convulsión y hubiera muerto. Eso sería maravilloso… sobre todo, en caso de que la convulsión hubiera sido lenta. Dolorosa. Miró de nuevo la puerta de atrás de la casa. Estaba tan tentadoramente cerca. Estaba cerrada con llave. Ahora tenía la certeza. Cuando la gente se va, cierra la puerta con llave. Hubiera sido una imprudencia intentar llegar hasta la puerta, sobre todo teniendo en cuenta que el cartero iba a llegar muy pronto. Piensa en las cosas como si fueran reales, decía a veces Vic. Tendría que hacerlo así, porque eran reales. Más le valdría suponer que el perro aún estaba vivo, tendido simplemente más allá de aquellas puertas semientornadas del garaje. Tendido a la sombra.
Se le hizo la boca agua al pensar en la idea de la sombra.
Eran casi las once en punto. Unos cuarenta y cinco minutos más tarde, distinguió algo en la hierba más allá del borde del vado, por el lado de Tad. Otros quince minutos de examen la convencieron de que se trataba de un viejo bate de béisbol con el mango cubierto de cinta aislante, medio oculto por la hierba.
Algunos minutos después, poco antes del mediodía, Cujo salió tambaleándose del establo, parpadeando estúpidamente bajo el ardiente sol con sus turbios y enrojecidos ojos.
Cuando vengan a llevarte,
Cuando traigan aquel carro,
Cuando vengan a buscarte
Y te lleven arrastrando…
La voz del cantante Jerry García, suave pero fatigada en cierto modo, flotaba por el pasillo, amplificada y deformada por el transistor de alguien hasta dar la impresión de que las vocales estaban flotando por el interior de un largo tubo de acero. Más cerca, alguien estaba gimiendo. Aquella mañana, cuando había bajado al maloliente cuarto de baño estilo fábrica para afeitarse y ducharse, había visto un charco de vómito en uno de los urinarios y una enorme cantidad de sangre seca en una pila de lavabo.
Baila, baila, Sugaree —cantaba Jerry García—, no les digas que me conoces.
Steve Kemp se encontraba de pie junto a la ventana de su habitación en el quinto piso de la Asociación de Jóvenes Cristianos de Portland, contemplando Spring Street y sintiéndose mal sin saber por qué. Tenía la cabeza mala. No hacía más que pensar en Donna Trenton y en cómo la había jodido… la había jodido y después lo había estropeado. ¿Estropeado por qué? ¿Qué mierda había ocurrido?
Pensó que ojalá estuviera en Idaho. Llevaba pensando mucho en Idaho últimamente. Por lo tanto, ¿por qué no dejaba de hacer el ganso y se iba sin más? No sabía. No le gustaba no saber. No le gustaban todas aquellas preguntas que se arremolinaban en su cabeza. Las preguntas resultaban contraproducentes para su serenidad y la serenidad era necesaria para el desarrollo del artista. Se había mirado esa mañana en uno de los espejos manchados de dentífrico y había pensado que parecía viejo. Francamente viejo. Al regresar a su habitación, había visto una cucaracha zigzagueando afanosamente por el suelo. Los presagios eran malos.
No me dio el pasaporte porque soy viejo, pensó. No soy viejo. Lo hizo porque ya no le picaba, porque es una guarra y yo le di una cucharada de su propia medicina. ¿Qué le ha parecido la pequeña nota de amor al Maridito Guapo, Donna? ¿Le ha gustado al Maridito Guapo?
¿Ha recibido el maridito la pequeña nota de amor?
Steve aplastó el cigarrillo en la tapa del tarro que se utilizaba como cenicero en aquella habitación. Esa era la pregunta principal, ¿no? Una vez contestada esa pregunta, las respuestas a todas las demás preguntas vendrían por sus pasos contados. El odioso dominio que ella había ejercido sobre él, diciéndole que se largara con viento fresco antes de que a él le apeteciera dar por terminadas las relaciones (le había humillado, maldita sea); era una de ellas… y una de las más gordas.
De repente, supo lo que tenía que hacer y el corazón empezó a latirle apresuradamente al pensar en ello. Se metió una mano en el bolsillo e hizo tintinear las monedas que allí guardaba. Era pasado el mediodía y en Castle Rock el cartero al que Donna estaba esperando había iniciado aquella parte de su recorrido que cubría la Maple Sugar Road y Town Road n.° 3.
Vic, Roger y Rob Martin pasaron la mañana del martes en la Image-Eye y después salieron a tomarse unas hamburguesas con cerveza. Unas cuantas hamburguesas y un montón de cervezas más tarde, Vic advirtió de repente que estaba más bebido de lo que jamás en su vida lo hubiera estado en el transcurso de un almuerzo de trabajo. Por regla general, se tomaba un solo aperitivo o un vaso de vino blanco; había visto a demasiados excelentes publicitarios de Nueva York ahogarse lentamente en alguno de aquellos oscuros locales de las inmediaciones de Madison Avenue, hablándoles a sus amigos acerca de las campañas que nunca iban a organizar… o, en caso de estar lo suficientemente borrachos como para eso, a los camareros de aquellos locales acerca de las novelas que con toda seguridad jamás iban a escribir.
Era una extraña ocasión, medio celebración de una victoria y medio velatorio. Rob había acogido la idea del anuncio final del Profesor de los Cereales Sharp con moderado entusiasmo, diciendo que podría sacarle partido… suponiendo que se le diera la oportunidad. Eso había sido el velatorio. Sin la aprobación del viejo Sharp y de sus legendarios chico, el mejor «spot» del mundo no les iba a servir de nada. Todos se iban a quedar con el trasero al aire.
Dadas las circunstancias, Vic suponía que resultaba adecuado emborracharse como una cuba.
Ahora, al empezar a registrarse en el restaurante la principal afluencia de clientes que venían a almorzar, los tres se quedaron sentados en el reservado de un rincón con los restos de las hamburguesas sobre papel encerado, las botellas de cerveza diseminadas por la mesa y el cenicero lleno a rebosar. Vic recordó el día en que él y Roger habían estado en el Submarino Amarillo de Portland, discutiendo los pormenores de aquel pequeño safari. Un día en el que todas sus dificultades habían sido exclusivamente dificultades de trabajo. Increíblemente, experimentó una oleada de nostalgia al, pensar en aquel día y se preguntó qué estarían haciendo Donna y Tad. Tengo que llamarles esta noche, pensó. Eso si logro estar lo bastante sereno como para recordarlo.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Rob—. ¿Os vais a quedar en Boston o seguís viaje a Nueva York? Os puedo conseguir entradas para la serie Boston-Kansas, si queréis. Puede que os anime un poco ver a George Brett hacer algunos agujeros en el muro del campo izquierdo.
Vic miró a Roger, el cual se encogió de hombros, diciendo:
—Supongo que seguiremos viaje a Nueva York. Te lo agradecemos de veras, Rob, pero me parece que ninguno de nosotros está de humor para ver partidos de béisbol.
—Aquí ya no podemos hacer nada más —convino Vic—. Teníamos previsto dedicar mucho tiempo durante este viaje a estrujarnos los sesos, pero creo que todos estamos de acuerdo a propósito de la idea del «spot» final.
—Hay que resolver todavía muchas dificultades —dijo Rob—. No os enorgullezcáis demasiado.
—Podremos eliminar las dificultades —dijo Roger—. Creo que bastará un día con los tipos del marketing. ¿Estás de acuerdo, Vic?
—Puede que necesitemos dos —contestó Vic—. De todos modos, no hay razón para que no podamos resolver las cosas antes de lo que habíamos imaginado.
—Y entonces, ¿qué?
—Entonces llamaremos al viejo Sharp y concertaremos una cita para verle —dijo Vic, sonriendo tristemente—. Supongo que acabaremos yendo directamente a Cleveland desde Nueva York. El Mágico Recorrido Misterioso.
—Ver Cleveland y morir —dijo Roger en tono sombrío, vertiendo en un vaso el resto de su botella de cerveza—. Estoy deseando ver al viejo pelmazo.
—No olvides al joven pelmazo —dijo Vic, sonriendo levemente.
—¿Cómo podría olvidar a este pequeño imbécil? —replicó Roger—. Caballeros, propongo otra ronda.
—En realidad, yo tendría que… —empezó a decir Rob, mirando el reloj.
—Una última ronda —insistió Roger—. Auld Lang Syne, si quieres.
—De acuerdo —dijo Rob, encogiéndose de hombros—. Tengo todavía un negocio que dirigir, no lo olvides. Aunque, sin los Cereales Sharp, me va a quedar mucho tiempo para prolongados almuerzos.
Levantó un vaso en alto y lo estuvo agitando hasta que un camarero le vio y asintió con la cabeza.
—Dime lo que piensas realmente —le dijo Vic a Rob—. Sin tonterías. ¿Crees que es un fracaso?
Rob le miró, pareció estar a punto de decir algo, pero después meneó la cabeza.
—No, dilo —le dijo Roger—. Todos estamos navegando en el mismo barco. O en la misma caja de Red Razberry Zingers, o lo que quieras. Crees que no hay ninguna posibilidad, ¿no es cierto?
—No creo que haya posibilidades ni en el infierno —dijo Rob—. Organizaréis una buena presentación… es lo que siempre hacéis. Conseguiréis llevar a cabo la tarea básica en Nueva York y tengo la impresión de que todo lo que os puedan decir los muchachos de la investigación de mercado en un plazo tan breve será favorable a vuestra idea. Y Yancey Harrington… creo que actuará, poniendo en ello todo su maldito corazón. La gran escena del lecho de muerte. Su interpretación será tan buena que hará que Bette Davis en La amarga victoria se parezca a Ali MacGraw en Love Story.
—Bueno, pero no se trata de nada de eso… —empezó a decir Roger.
—Sí —dijo Rob, encogiéndose de hombros—, tal vez sea un poco injusto. De acuerdo. Consideradlo entonces una llamada a escena. Llamadlo como queráis, pero llevo en este trabajo el tiempo suficiente como para creer que no habría en la casa ni un ojo seco una vez el anuncio se hubiera pasado durante un período de tres a cuatro semanas. Todo el mundo se caería de culo. Pero…
Les sirvieron las cervezas. El camarero le dijo a Rob:
—El señor Johnson me ha rogado que le diga que hay varios grupos de tres aguardando al señor Martin.
—Muy bien, pues, corra a decirle al señor Johnson que los chicos se están tomando la última ronda y que no se moje en los calzoncillos. ¿De acuerdo, Rocky?
El camarero sonrió, vació el cenicero y asintió con la cabeza.
El camarero se retiró y Rob les dijo entonces a Vic y Roger:
—¿Cuál es la frase final? Vosotros sois unos muchachos inteligentes. No necesitáis que un operador de cámara con una sola pierna y los morros llenos de cerveza os diga dónde se cagó el oso en el trigo sarraceno.
—Sharp no va a querer disculparse —dijo Vic—. Eso es lo que piensas, ¿verdad?
Rob hizo un gesto de saludo con la botella de cerveza.
—Pasa a la primera fila de bancos de la clase.
—No es una disculpa —dijo Roger en tono quejumbroso—. Es una maldita explicación.
—Vosotros lo veis desde este punto de vista —dijo Rob—, pero, ¿y él? Conviene que os hagáis esta pregunta. He visto a ese viejo chiflado un par de veces. Él lo verá como el capitán que abandona un barco que se hunde antes de que lo hagan las mujeres y los niños, como la rendición del Álamo, como todos los estereotipos que podáis imaginar. No, yo os diré lo que va a ocurrir, amigos míos —levantó el vaso y bebió despacio—. Creo que una relación muy valiosa y excesivamente breve está a punto de terminar. El viejo Sharp escuchará vuestra propuesta, sacudirá la cabeza y os invitará a marcharos. Con carácter permanente. Y la próxima empresa de Relaciones Públicas la elegirá su hijo, el cual efectuará la elección, basándose en la empresa que, en su opinión, le vaya a dar más libertad para poner en práctica sus descabelladas ideas.
—Tal vez —dijo Roger—. Pero tal vez…
—Tal vez no importe una mierda ni lo uno ni lo otro —dijo Vic con vehemencia—. La única diferencia entre un buen publicitario y un buen vendedor de aceite de serpiente consiste en que un buen publicitario hace el mejor trabajo que puede con el material que tiene a mano… sin rebasar los límites de la honradez. En eso estriba el anuncio. Si él lo rechaza, rechaza también lo mejor que podemos hacer. Y eso es el final. Tout finí.
Aplastó la colilla de su cigarrillo y a punto estuvo de derramar la botella medio llena de cerveza de Roger. Le estaban temblando las manos.
—Beberé por eso —dijo Rob, asintiendo mientras levantaba el vaso—. Un brindis, señores.
Vic y Roger levantaron sus vasos.
Rob pensó un momento y después dijo:
—Que las cosas salgan bien, incluso contra todo pronóstico.
—Amén —dijo Roger.
Juntaron los vasos y bebieron. Mientras terminaba la cerveza, Vic se sorprendió a sí mismo pensando de nuevo en Donna y Tad.