Cuando Steve Kemp regresó a su taller se encontraba en un estado de enfurecido éxtasis. Su taller estaba en las afueras occidentales de Castle Rock, en la Carretera 11. Se lo había alquilado a un agricultor que tenía propiedades tanto en Castle Rock como en la cercana Bridgton. El agricultor no era simplemente un ceporro; era un Super Ceporro.
El taller estaba dominado por la caldera de limpiar, un cacharro de hierro ondulado que parecía lo suficientemente grande como para hervir a toda una congregación de misioneros a la vez. Colocados a su alrededor como los pequeños satélites de un planeta más grande, podían verse los elementos de su trabajo: cómodas, tocadores, aparadores para vajillas de porcelana, librerías, mesas. En el aire se aspiraba el aroma del barniz, de la mezcla de limpiar muebles y del aceite de linaza.
Guardaba una muda de ropa en una vieja bolsa de vuelo de la TWA; tenía previsto cambiarse tras hacer el amor con aquella puta de lujo. Ahora arrojó la bolsa al otro lado del taller. Ésta rebotó en la pared del fondo y cayó encima de un tocador. Él se acercó y la apartó a un lado, dándole un puntapié mientras caía y lanzándola contra el techo antes de que cayera de lado como una marmota muerta. Después se limitó a permanecer de pie, respirando afanosamente, inhalando los intensos olores y contemplando con aire ausente las tres sillas cuyos asientos de rejilla había prometido arreglar para el final de semana. Mantenía los pulgares introducidos en la parte interior del cinturón y las manos cerradas. Su labio inferior aparecía extendido hacia afuera. Parecía un chiquillo enfurruñado tras haber recibido una reprimenda.
—¡Cochina mierda! —musitó mientras se acercaba a la bolsa de vuelo. Hizo ademán de volver a propinarle un puntapié, pero cambió de idea y la recogió del suelo. Cruzó el cobertizo y entró en la casa de tres habitaciones, colindante con el taller. En la casa hacía todavía más calor. Loco calor de julio. Le atacaba a uno la cabeza. La cocina estaba llena de platos sucios.
Las moscas revoloteaban zumbando alrededor de una bolsa Hefty de plástico verde llena de latas de Beefaroni y de atún. El salón estaba dominado por un enorme y viejo televisor Zenith en blanco y negro que él había rescatado del vertedero de basuras de Naples. Un gato leonado castrado de gran tamaño que se llamaba Bernie Carbo estaba durmiendo encima del mismo como una cosa muerta.
El dormitorio era el lugar en que se dedicaba a escribir. La cama era plegable y estaba sin hacer y las sábanas estaban rígidas de esperma. Por mucho que se acostara con las mujeres (en el transcurso de las últimas dos semanas, ello había equivalido a cero), se masturbaba muy a menudo. La masturbación era un signo de capacidad creadora, pensaba él. Al otro lado de la cama estaba su escritorio. Encima del mismo podía verse una enorme y anticuada Underwood. Había manuscritos amontonados a ambos lados. Más manuscritos, algunos en cajas, algunos sujetos con gomas elásticas, estaban amontonados en un rincón. Escribía mucho y se movía mucho y el principal elemento de su equipaje era su trabajo… integrado en buena parte por poemas, algunos relatos cortos, una pieza teatral surrealista cuyos personajes pronunciaban un soberbio total de nueve palabras y una novela cuya redacción había acometido con muy poco acierto desde seis perspectivas distintas. Hacía cinco años que vivía en un lugar el tiempo suficiente como para deshacer por completo el equipaje.
Un día del último mes de diciembre, mientras se afeitaba, había descubierto las primeras hebras grises en su barba. El descubrimiento le había producido una terrible depresión que le había durado varias semanas. No había vuelto a tocar una navaja de afeitar desde entonces, como si el hecho de afeitarse hubiera sido en cierto modo la causa de la aparición de las canas. Tenía treinta y ocho años. Se negaba a aceptar la idea de tener tantos años, pero a veces éstas se insinuaban subrepticiamente por su ángulo muerto y le pillaban por sorpresa. El hecho de tener tantos años —de encontrarse a menos de setecientos días de los cuarenta— le aterrorizaba. Había creído realmente que los cuarenta eran para los demás.
Aquella bruja, pensó una y otra vez. Aquella bruja.
Había abandonado a docenas de mujeres desde la primera vez que se había acostado con una dudosa, bonita y delicadamente desvalida profesora suplente de francés cuando era estudiante de secundaria inferior, pero a él sólo le habían abandonado dos o tres veces. Era muy hábil en ver venir el abandono y ser el primero en cortar las relaciones. Era un recurso para protegerse, análogo al de soltarle la reina de espadas a alguien en una jugada de copas. Tenías que hacerlo cuando aún podías acostarte con la tía, de lo contrario estabas perdido. Te curabas en salud. Y hacías lo mismo, procurando no pensar en tu edad. Había notado que Donna se estaba enfriando, pero le había parecido una mujer susceptible de ser manipulada sin gran dificultad, por lo menos durante algún tiempo con una combinación de factores psicológicos y sexuales. Mediante el miedo, hablando con claridad. El hecho de que no le hubiera dado resultado le había dolido y le había puesto furioso, como si le hubieran arrancado la piel a latigazos.
Se quitó la ropa, dejó el billetero y el cambio encima del escritorio, se dirigió al cuarto de baño y se duchó. Al salir, se sintió un poco mejor. Se vistió de nuevo, sacando de la bolsa de vuelo unos pantalones vaqueros y una descolorida camisa de cambray. Tomó el cambio, lo guardó en un bolsillo delantero y se detuvo, contemplando con aire pensativo su billetero Lord Buxton. Algunas de las tarjetas de visita se habían caído. Siempre se caían porque había muchas.
Steve Kemp tenía un billetero que parecía la guarida de un ratón de las Montañas Rocosas. Una de las cosas que casi siempre tomaba y guardaba eran las tarjetas de visita. Le eran útiles para señalar los libros y el espacio de la cara en blanco era muy adecuado para anotar direcciones, simples instrucciones o números telefónicos. A veces tomaba dos o tres de ellas cuando acudía a la tienda de algún fontanero o bien cuando pasaba por allí algún agente de seguros. Steve le pedía invariablemente a aquel empleado de nueve a cinco su tarjeta de visita, sonriéndole con cara de imbécil.
Cuando sus relaciones con Donna estaban en su máximo apogeo, había visto casualmente una tarjeta de visita del marido encima del televisor. Donna se estaba duchando o algo así. Él había tomado la tarjeta. Sin ningún motivo especial. Obedeciendo simplemente a su hábito de ratón de las Montañas Rocosas.
Abrió el billetero y empezó a examinar las tarjetas, tarjetas de asesores de Virginia, de corredores de fincas de Colorado, algo así como una docena de profesiones distintas. Por un instante, creyó haber perdido la tarjeta del Maridito Guapo, pero ésta se había deslizado simplemente entre dos billetes de dólar. La sacó y la examinó. Tarjeta blanca, letras azules en minúsculas según la moda del momento, el señor Hombre de Negocios Triunfante. Sencillo, pero de efecto. Nada llamativo.
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Steve tomó una hoja de papel de una resma de barato papel de copia y despejó una zona de la superficie del escritorio. Echó un breve vistazo a su máquina de escribir. No. Cada texto escrito a máquina era tan personal como una huella dactilar. Era la «a» minúscula torcida la que lo estropeaba todo, inspector. El jurado se había retirado simplemente para tomar el té.
Aquello no iba a ser en modo alguno una cuestión policial, ni hablar, pero las precauciones se tomaban automáticamente. Papel barato del que se compra en cualquier tienda de material de oficina y nada de máquina de escribir.
Tomó un Pilot Razor Point de la lata de café que utilizaba como lapicero, colocada en una esquina del escritorio, y escribió en grandes letras de imprenta:
HOLA, VIC.
ESTUPENDA MUJER LA SUYA
ME LO HE PASADO BÁRBARO
JODIÉNDOLA COMO UN LOCO.
Se detuvo, golpeándose los dientes con la pluma. Estaba empezando a sentirse nuevamente a gusto. Por si fuera poco. Desde luego, era una mujer agraciada y suponía que siempre cabía la posibilidad de que Trenton atribuyera poca importancia a lo que acababa de escribir. Hablar era muy fácil y podías enviarle a alguien una carta por menos de lo que valía un café. Pero había algo… siempre había algo. ¿Qué podría ser?
Sonrió de repente; cuando sonreía de aquella manera, todo su rostro se iluminaba y era fácil comprender la razón de que nunca hubiera tenido demasiadas dificultades con las mujeres, desde aquella noche en que se había acostado con la dudosa y bonita profesora suplente de francés. Escribió:
¿A USTED QUE LE RECUERDA
EL LUNAR QUE TIENE POR ENCIMA DEL VELLO
DEL PUBIS?
A MI ME RECUERDA UN SIGNO
DE INTERROGACIÓN.
¿TIENE USTED ALGUNA PREGUNTA
QUE HACER?
Eso era suficiente; una comida vale lo que un banquete, decía siempre su madre. Buscó un sobre e introdujo el mensaje en el mismo. Tras una pausa, incluyó también la tarjeta de visita y escribió en el sobre la dirección del despacho de Vic, también en letras de imprenta. Tras pensarlo un momento, decidió tenerle un poco de compasión al pobre desgraciado y añadió «PERSONAL» debajo de la dirección.
Apoyó la carta en el antepecho de la ventana y se reclinó en su asiento, sintiéndose de nuevo totalmente a gusto.
Fuera, un camión con matrícula de otro estado se adentró por su calzada. Era una camioneta con un gran armario Hoosier en la parte de atrás. Alguien había encontrado una ganga en alguna venta de oportunidades. Qué suerte.
Steve salió. Le encantaría aceptar el dinero y el armario Hoosier, pero, en realidad, dudaba que tuviera tiempo de hacer el trabajo. Una vez echada la carta al correo, tal vez fuera conveniente un cambio de aires. Pero no un cambio muy grande, por lo menos de momento. Consideraba que se merecía permanecer en la zona el tiempo suficiente como para hacerle otra visita a la Pequeña Señorita Remilgada… una vez se hubiera cerciorado de que el Maridito Guapo no estaba por allí, claro. Steve había jugado al tenis con aquel tío y sabía que no era un exaltado —delgado, gafas gruesas, revés de fideo—, pero nunca sabías cuándo un Maridito Guapo podía perder los estribos y cometer algún acto antisocial. Había muchos Mariditos Guapos que tenían armas de fuego en sus casas. Por consiguiente, le convendría echar un cuidadoso vistazo a la situación antes de presentarse. Se permitiría el lujo de efectuar una sola visita y después daría enteramente por finalizado el espectáculo. Tal vez se fuera a Ohio durante algún tiempo. O a Pennsylvania. O a Taos, en Nuevo México. Pero, como un bromista pesado que hubiera introducido una sustancia detonante en el cigarrillo de alguien, quería quedarse allí (a una distancia prudencial, claro) y verlo estallar.
El conductor de la camioneta y su mujer estaban mirando el interior del taller para ver si él estaba allí. Steve salió con las manos metidas en los bolsillos de los vaqueros, esbozando una sonrisa. La mujer le devolvió inmediatamente la sonrisa.
—Hola, amigos, ¿en qué puedo servirles? —preguntó, pensando que iba a echar la carta al correo en cuanto se librara de ellos.
Aquel atardecer, mientras el sol se ponía, rojo, redondo y cálido por el oeste, Vic Trenton, con la camisa atada por las mangas alrededor de la cintura, estaba examinando el motor del Pinto de su mujer. Donna estaba de pie a su lado, mostrando un pulcro aire juvenil, vestida con unos calzones cortos de color blanco y una blusa a cuadros rojos sin mangas. Iba descalza. Tad, vestido sólo con el traje de baño, estaba pedaleando furiosamente con el triciclo arriba y abajo, en una especie de juego mental en el que, al parecer, Ponch y Jon de CHiPS se estaban enfrentando a Darth Vader.
—Bébete el té helado antes de que se derrita —le dijo Donna a Vic.
—Mmm.
El vaso estaba posado en la parte lateral del compartimiento del motor. Vic tomó un par de sorbos, lo dejó sin mirar y el vaso se cayó… en la mano de su mujer.
—Oye —le dijo él—, qué bien lo has atrapado.
Ella sonrió.
—Es que sé cuándo tienes la cabeza en otra parte, nada más. Fíjate. No se ha derramado ni una gota.
Se miraron un momento a los ojos, sonriendo… un buen momento, pensó Vic. Tal vez fueran figuraciones suyas o simples ilusiones, pero últimamente parecía que había un mayor número de pequeños momentos buenos. Y menos palabras duras. Menos silencios fríos o —tal vez eso fuera peor— simplemente indiferentes. Desconocía la causa, pero estaba contento.
—Lo que hubiera hecho simplemente el jugador de un club de segunda de béisbol —dijo él—. Te queda mucho camino que recorrer antes de llegar a primera, hija mía.
—Bueno, ¿qué le ocurre a mi coche, entrenador?
Él había retirado el filtro de aire y lo había dejado en la calzada.
—Nunca había visto un chisme como éste —había dicho Tad con tono resuelto unos momentos antes, mientras lo rodeaba con su triciclo.
Vic se inclinó de nuevo hacia adelante y hurgó sin objeto en el carburador con la punta del destornillador.
—Es el carburador. Creo que la válvula de aguja está atascada.
—¿Y eso es malo?
—No mucho —contestó él—, pero se te puede calar el coche si le da por quedarse cerrada. La válvula de aguja controla el paso de la gasolina al carburador, y sin gasolina no puedes correr. Es como una ley nacional, nena.
—Papá, ¿vas a empujarme en el columpio?
—Sí, en seguida.
—¡Estupendo! ¡Me voy al patio de atrás!
Tad empezó a rodear la casa para dirigirse a las instalaciones de gimnasio-y-columpio que Vic había montado el verano anterior mientras se lubrificaba bien con una tónica con ginebra, trabajando según las indicaciones de una colección de planos, haciéndolo por la noche después de cenar en los días laborables o bien los fines de semana mientras las voces de los locutores de los Boston Red Sox gritaban a pleno pulmón desde el transistor que tenía al lado. Tad, que entonces contaba tres años, había permanecido solemnemente sentado en el altillo del sótano o bien en los peldaños de la puerta de atrás, sosteniéndose la barbilla con las manos, recogiendo cosas algunas veces, pero, sobre todo, mirando en silencio. El verano anterior. Un buen verano, no tan bestialmente caluroso como éste. Le había parecido entonces que Donna había conseguido adaptarse al final y estaba comprendiendo que Maine, Castle Rock, la Ad Worx… y estas cosas podían ser buenas para todos ellos.
Y después se había producido aquel desconcertante y desdichado período en el que lo peor había sido aquella molesta sensación de carácter casi psíquico que le había inducido a pensar que las cosas estaban mucho peor de lo que él hubiera deseado creer. Las cosas de su casa empezaron a perecerle sutilmente fuera de lugar, como si unas manos desconocidas las hubieran estado cambiando de sitio. Se le había metido en la cabeza la absurda idea —pero, ¿era absurda?— de que Donna estaba cambiando las sábanas con excesiva frecuencia. Estaban siempre limpias y una noche había surgido en su mente la antigua pregunta de cuento de hadas, con sus desagradables resonancias: ¿Quién ha estado durmiendo en mi cama?
Ahora parecía que las cosas se habían calmado. De no haber sido por el desdichado asunto de los Razberry Zingers y el maldito viaje que tenía pendiente, hubiera pensado que aquél también podría ser un verano bastante bueno. Cabía la posibilidad de que llegara a serlo. A veces, uno ganaba. No todas las esperanzas eran vanas. Lo creía, aunque su creencia nunca hubiera sido puesta seriamente a prueba.
—¡Tad! —gritó Donna—. Mete el triciclo en el garaje.
—¡Ma-má!
—Por favor, monsieur.
—Monsiú —dijo Tad y se rió, cubriéndose la boca con las manos—. Tú no has guardado tu coche, mamá.
—Papá está trabajando en mi coche.
—Sí, pero…
—Obedece a mamá, Tadder —dijo Vic, recogiendo el filtro de aire—. Yo voy en seguida.
Tad montó en el triciclo y lo introdujo en el garaje, emitiendo un sonoro grito de sirena de ambulancia.
—¿Por qué vuelves a colocarlo? —preguntó Donna—. ¿No vas a arreglarlo?
—Es un trabajo de precisión —dijo Vic—. Me faltan las herramientas. Aunque lo hiciera, es probable que lo estropeara más, en lugar de arreglarlo.
—Maldita sea —exclamó ella en tono malhumorado, propinando un puntapié a un neumático—. Estas cosas nunca ocurren hasta que se agota el plazo de garantía, ¿verdad?
El Pinto había recorrido apenas unos treinta mil kilómetros y faltaban seis meses para que fuera enteramente suyo.
—Eso es también como una ley nacional —dijo Vic.
Volvió a colocar el filtro de aire en su sitio y ajustó la tuerca.
—Supongo que podré llevarlo a South París cuando Tad esté en el campamento diurno. Aunque, de todos modos, no estando tú, necesitaré dinero. ¿Podrá llegar hasta South París, Vic?
—Desde luego. Pero no tienes por qué hacer eso. Llévaselo a Joe Camber. Está sólo a unos diez kilómetros y trabaja bien. ¿Recuerdas el cojinete de la rueda del Jag que se estaba soltando? Lo sacó, utilizando una cadena hecha con restos viejos de poste de teléfonos y sólo me cobró diez dólares. Si hubiera ido a aquel sitio de Portland, me hubieran dejado hecho polvo el talonario de cheques.
—Aquel tipo me puso nerviosa —dijo Donna—. Eso sin contar el hecho de que estaba borracho.
—¿De qué manera te puso nerviosa?
—Con sus ojos inquietos.
—Cariño —dijo Vic, echándose a reír—, tú tienes muchas cosas que producen inquietud.
—Muchas gracias —dijo ella—. A una mujer no le importa necesariamente que la miren. Lo que te pone nerviosa es que te desnuden mentalmente —hizo una extraña pausa, pensó él, contemplando la sombría luz rojiza del ocaso. Después volvió a mirarle—. Algunos hombres te producen la sensación de que en sus cabezas se está proyectando constantemente una peliculita titulada El rapto de las sabinas y que tú eres nada menos que… la protagonista principal.
Vic tuvo la curiosa y desagradable impresión de que ella estaba hablando —una vez más— de varias cosas simultáneamente. Pero esa noche no quería meterse en honduras, ahora que había conseguido salir finalmente de un mes que había sido un montón de mierda.
—Nena, lo más probable es que sea completamente inofensivo. Está casado, tiene un hijo…
—Sí, eso es lo más probable.
Pero Donna cruzó los brazos sobre el pecho y se comprimió los codos con las manos en un típico gesto de nerviosismo.
—Mira —le dijo él—. Yo llevaré el Pinto allí este sábado y lo dejaré en caso necesario, ¿de acuerdo? Lo más probable es que pueda arreglarlo en seguida. Me tomaré un par de cervezas con él y le haré unas caricias a su perro. ¿Recuerdas el San Bernardo?
—Hasta recuerdo su nombre —contestó Donna, sonriendo—. Estuvo a punto de derribar a Tad al suelo con sus lametones, ¿recuerdas?
Vic asintió.
—Tad pasó el resto de la tarde persiguiéndole y llamándole: «Cujooo… aquí, Cujooo».
Ambos se echaron a reír.
—A veces me siento muy estúpida —dijo Donna—. Si tuviera un cambio de marchas normal, podría utilizar el Jag mientras tú estuvieras fuera.
—Puedes hacerlo. El Jag es un poco excéntrico. Tienes que hablar con él.
Vic cerró con fuerza la cubierta del motor del Pinto.
—¡Oh, qué TONTO eres! —exclamó ella en voz baja—. ¡El vaso de té helado estaba dentro!
Y él puso una cara tan cómica de asombro que Donna empezó a reírse a carcajadas. Al cabo de un minuto, él se unió a sus risas. Al final, la situación creció de punto hasta tal extremo que tuvieron que apoyarse el uno en el otro como un par de borrachos. Tad rodeó la casa para ver qué estaba ocurriendo, abriendo unos ojos como platos. Convencido al final de que estaban más o menos bien a pesar de la chiflada conducta que estaba observando, se unió a ellos. Fue aproximadamente en el mismo momento en que Steve Kemp echó la carta al correo, a menos de tres kilómetros de distancia.
Más tarde, mientras se posaban sobre la tierra las sombras del anochecer y el calor aflojaba un poco y las luciérnagas empezaban a trazar costuras en el aire, cruzando el patio de atrás, Vic se dedicó a empujar el columpio de su hijo.
—¡Más alto, papá! ¡Más alto!
—Como subas más alto, vas a dar una vuelta de campana, hijo.
—¡Pues entonces pásame por debajo, papá! ¡Pásame por debajo!
Vic dio a Tad un fuerte empujón, lanzando el columpio hacia un cielo en el que estaban empezando a aparecer las primeras estrellas y corrió por debajo del columpio. Tad lanzó un grito de alegría, echando la cabeza hacia atrás con el cabello alborotado.
—¡Qué bien, papá! ¡Vuelve a pasarme por debajo!
Vic volvió a pasar por debajo de su hijo, esta vez tras haberle empujado por delante, y Tad se elevó en el aire de la silenciosa y cálida noche. Tía Evvie Chalmers vivía cerca de allí y los gritos de aterrada alegría de Tad fueron los últimos sonidos que escuchó al morir; su corazón se detuvo, al romperse de repente (y casi en forma indolora) una de sus paredes delgadas como el papel mientras ella se encontraba sentada en su silla de la cocina con una taza de café en una mano y un cigarrillo Herbert Tareyton extra largo en la otra; se inclinó hacia atrás y se le nubló la vista y, en algún lugar, oyó gritar a un niño y, por un momento, le pareció que los gritos eran gozosos, pero, mientras se moría, como súbitamente impelida por detrás por un fuerte empujón exento, sin embargo, de crueldad, le pareció que el niño gritaba de miedo y angustia; después se murió y su sobrina Abby la encontraría al día siguiente con el café tan frío como ella, el cigarrillo convertido en un perfecto y delicado tubo de ceniza y la dentadura postiza inferior asomando por su arrugada boca como una ranura llena de dientes.
Poco antes de que Tad se fuera a la cama, él y Vic se sentaron un rato en el porche de atrás. Vic estaba tomando una cerveza. Y Vic tenía un vaso de leche.
—¿Papá?
—¿Qué?
—Me gustaría que no tuvieras que irte la semana que viene.
—Volveré.
—Sí, pero…
Tad mantenía la mirada baja y estaba tratando de reprimir unas lágrimas. Vic apoyó una mano en su nuca.
—Pero, ¿qué te pasa, chicarrón?
—¿Quién va a decir las palabras que alejan al monstruo del armario? ¡Mamá no las sabe! ¡Sólo tú las sabes!
Ahora las lágrimas asomaron y rodaron por las mejillas de Tad.
—¿Sólo es eso? —preguntó Vic.
Las Palabras del Monstruo (Vic las había llamado inicialmente el Catecismo del Monstruo, pero a Tad le resultaba difícil pronunciar esta palabra y había sido necesario simplificar la denominación) habían surgido a finales de primavera, cuando Tad empezó a sufrir pesadillas y terrores nocturnos. Había algo en su armario, decía; a veces, por la noche, la puerta de su armario se abría y él lo veía allí dentro, algo que tenía unos ojos amarillos y que se lo quería comer. Donna había imaginado que tal vez ello fuera una derivación del libro de Maurice Sendak titulado De dónde vienen las cosas extrañas. Vic le había comentado a Roger (pero no a Donna) la posibilidad de que Tad hubiera llegado a conocer un relato falseado de la serie de asesinatos que habían tenido lugar en Castle Rock y hubiera llegado a la conclusión de que el asesino —convertido en una especie de coco de la ciudad— estaba vivito y coleando en su armario. Roger dijo que suponía que ello era posible; tratándose de niños, cualquier cosa era posible.
Y hasta la propia Donna había empezado a asustarse un poco al cabo de dos semanas: una mañana le había dicho a Vic, riendo con cierto nerviosismo, que a veces las cosas del armario de Tad parecían haber sido revueltas. Bueno, lo había hecho Tad, le había contestado Vic. No lo entiendes, le había dicho Donna. Ya no se acerca por allí, Vic… nunca. Le da miedo. Y a veces le parecía que el armario olía efectivamente mal, tras haberse producido una de las pesadillas de Tad, seguida de un despertar atemorizado. Como si un animal hubiera estado encerrado allí. Preocupado, Vic se había dirigido al armario y había olfateado. En su mente se había medio formado la idea de que tal vez Tad padeciera de sonambulismo; y de que tal vez fuese al armario y orinara allí como parte de algún extraño ciclo de ensueños. No había percibido otra cosa más que el olor de las bolas de naftalina. El armario, formado por la pared pintada y por unas tablas de madera natural, medía unos dos metros y medio de longitud. Era tan estrecho como un Pullman. Allí dentro no había coco ninguno y Vic no había descubierto, desde luego, ningún lugar encantado. Se le habían enredado simplemente unas cuantas telarañas en el pelo. Nada más.
Donna había sugerido primero lo que ella llamaba los «pensamientos de sueños buenos» para combatir los terrores nocturnos de Tad, y después las oraciones. Tad había contestado a lo primero, diciendo que la cosa de su armario le robaba los pensamientos de sueños buenos; y, a lo segundo, arguyendo que, puesto que Dios no creía en los monstruos, las oraciones eran inútiles. Ella había perdido los estribos… en parte tal vez porque el armario de Tad también le causaba miedo. Una vez, mientras estaba colgando allí dentro unas camisas de Tad, la puerta se había cerrado suavemente a su espalda y ella había pasado unos cuarenta segundos terribles, buscando a tientas la puerta para salir. Aquella vez había percibido el olor de algo allí dentro… de algo cálido, cercano y violento. Un olor apagado. Le recordaba un poco el del sudor de Steve Kemp tras haber terminado ambos de hacer el amor. La conclusión había sido la lacónica sugerencia de que, puesto que los monstruos no existían, Tad tenía que apartar todo aquel asunto de su mente, abrazar a su osito y dormirse.
Vic o bien vio las cosas con más profundidad o bien recordó con más claridad la puerta del armario que se convertía en una estúpida boca desgoznada en la oscuridad de la noche, un lugar en el que a veces se escuchaba el crujido de cosas raras, un lugar en el que las prendas de vestir colgadas se convertían a veces en hombres colgados. Recordó vagamente las sombras que la iluminación de la calle podía producir en la pared en el transcurso de las interminables cuatro horas que seguían al nacimiento del día y los chirriantes sonidos que tal vez se debieran al asiento de la casa o que tal vez —era una simple posibilidad— se debieran a algo que estuviera trepando furtivamente.
Su solución había sido el Catecismo del Monstruo o simplemente las Palabras del Monstruo, si tenías cuatro años y no eras muy versado en semántica. En cualquier caso, no era más (ni menos) que un primitivo exorcismo para mantener el mal a raya. Vic lo había inventado un día a la hora del almuerzo y, para alivio y pesar de Donna, había dado resultado cuando los propios esfuerzos de ésta por utilizar la psicología, el Adiestramiento en Eficiencia Paterna y, finalmente, la mera disciplina habían fracasado. Vic las pronunciaba todas las noches sobre la cama de Tad como una bendición mientras Tad permanecía tendido allí desnudo y cubierto tan sólo por una sábana en la sofocante oscuridad.
—¿Crees que eso va a resultar beneficioso a la larga? —le había preguntado Donna. Su voz denotaba a un tiempo diversión e irritación. Eso había sido a mediados de mayo, cuando las tensiones entre ambos se encontraban en su máximo apogeo.
—A los publicitarios no les importan las consecuencias a largo plazo —había contestado Vic—. Les importa el alivio rápido, rápido, rápido. Y yo hago bien mi trabajo.
—Sí, nadie que diga las Palabras del Monstruo, eso es lo que pasa, eso es todo lo que pasa —contestó ahora Tad, secándose las lágrimas de las mejillas con hastío y turbación.
—Bueno, mira —dijo Vic—. Están anotadas. Así es como las puedo decir igual todas las noches. Las escribiré en un papel y las pondré en la pared de tu cuarto. Y mamá te las podrá leer todas las noches mientras yo esté fuera.
—¿Sí? ¿Lo harás?
—Pues claro. Ya te he dicho que lo haría.
—¿No te olvidarás?
—No, hombre. Lo haré esta noche.
Tad se echó en los brazos de su padre y Vic le estrechó con fuerza.
Aquella noche, una vez Tad se hubo dormido, Vic entró silenciosamente en la habitación del chiquillo y fijó una hoja de papel en la pared con una chincheta. La puso al lado del Calendario de la Extraordinaria Maravilla de Tad para que al niño no pudiera pasarle desapercibida. En la hoja de papel aparecían escritas en claras letras de gran tamaño
LAS PALABRAS DEL MONSTRUO
Para Tad
¡Monstruos, no os acerquéis a esta habitación!
Nada tenéis que hacer aquí.
¡Nada de monstruos debajo de la cama de Tad!
Ahí debajo no podéis caber.
¡Que no se oculte ningún monstruo en el armario de Tad!
Allí dentro es demasiado estrecho.
¡Que no haya monstruos en el exterior de la ventana de Tad!
Allí afuera no os podéis sostener.
Que no haya vampiros, ni hombres lobo, ni cosas que muerdan.
Nada tocará a Tad ni le causará daño a Tad durante toda esta noche.
Nada tenéis que hacer aquí.
Vic contempló la hoja largo rato y tomó mentalmente nota de que debería decirle a Donna por lo menos otras dos veces antes de marcharse que se la leyera al niño todas las noches. Para subrayarle la importancia que revestían para Tad las Palabras del Monstruo.
Al salir, vio que la puerta del armario estaba abierta. Una simple rendija. Cerró firmemente la puerta y abandonó la habitación de su hijo.
En determinado momento, ya bien entrada la noche, la puerta se volvió a abrir. Se encendieron esporádicamente unos relámpagos de calor, dibujando allí dentro unas extrañas sombras.
Pero Tad no se despertó.
Al día siguiente, a las siete y cuarto de la mañana, la furgoneta de Steve Kemp hizo marcha atrás para salir a la Carretera 11. Steve recorrió varios kilómetros en dirección a la Carretera 302. Allí giraría a la izquierda y tomaría en dirección sureste, cruzando el estado para trasladarse a Portland. Tenía intención de quedarse algún tiempo en la Asociación de Jóvenes Cristianos de Portland.
En el tablero de instrumentos de la furgoneta había un montón de cartas… esta vez no con las direcciones escritas con letras de imprenta sino a máquina. La máquina de escribir se encontraba ahora en la parte de atrás de la furgoneta, junto con el resto de sus cosas. Sólo había tardado una hora y media en dar por terminadas sus actividades en Castle Rock, incluyendo a Bernie Carbo, que ahora estaba dormitando en su cajón junto a la portezuela trasera. Él y Bernie viajaban muy ligeros de equipaje.
La tarea de escribir las direcciones en las cartas había sido de auténtico profesional. Sus dieciséis años de labor creadora le habían convertido cuando menos en un excelente mecanógrafo. Se acercó al mismo buzón en el que la noche anterior había echado al correo la nota anónima a Vic Trenton, y echo las cartas. No le hubiera preocupado lo más mínimo largarse sin pagar el alquiler de la tienda y de la casa en caso de que hubiera tenido intención de abandonar el estado, pero, puesto que sólo se iba a Portland, le pareció prudente hacerlo todo legalmente. Esta vez podía permitirse el lujo de no restringir gastos; había más de doscientos dólares en efectivo en el pequeño compartimiento de detrás de la guantera.
Aparte un cheque para pagar el alquiler, devolvía los anticipos que varias personas le habían entregado a cuenta con vistas a la realización de trabajos de mayor importancia. Cada cheque iba acompañado de una cortés nota en la que decía que lamentaba causar molestias, pero su madre se había puesto repentina y gravemente enferma (todos los valerosos norteamericanos solían tragarse fácilmente cualquier historia que tuviera como protagonista a una mamá). Quienes le hubieran encomendado algún trabajo, podrían recoger sus muebles en el taller… la llave estaba en la repisa de encima de la puerta, a la derecha, y les rogaba que fueran tan amables de dejar la llave en el mismo sitio tras haber efectuado la recogida. Gracias, gracias, bla-bla-bla, tonterías y más tonterías. Habría algunas dificultades, pero ningún problema serio.
Steve echó las cartas al buzón. Experimentó la satisfacción de tenerlo todo bien resuelto. Se alejó en dirección a Portland, cantando con los Grateful Dead que estaban interpretando la melodía «Sugaree». Aumentó la velocidad de la furgoneta a noventa, en la esperanza de que no hubiera mucho tráfico y pudiera llegar a Portland lo suficientemente temprano como para encontrar una pista libre en el Tenis de Maine. En conjunto, parecía que iba a ser un buen día. Si el Sr. Hombre de Negocios aún no había recibido su pequeña carta explosiva, la recibiría hoy con toda seguridad. Muy bueno, pensó Steve, y soltó una carcajada.
A las siete y media, mientras Steve Kemp estaba pensando en el tenis y Vic Trenton estaba recordando que tenía que llamar a Joe Camber a propósito del renqueante Pinto de su mujer, Charity Camber estaba preparando el desayuno a su hijo. Joe se había marchado a Lewiston hacía media hora, en la esperanza de encontrar un parabrisas de Camaro del 72 en alguno de los cementerios de automóviles de la ciudad o en alguna tienda de piezas de segunda mano. Ello encajaba estupendamente bien con los planes de Charity, lenta y cuidadosamente elaborados.
Puso delante de Brett el plato de huevos revueltos con jamón y después se sentó al lado del niño. Brett levantó los ojos del libro que estaba leyendo, con expresión de leve sorpresa. Tras prepararle el desayuno, su madre solía dar comienzo a sus tareas matutinas. Como le hablaras demasiado antes de que se hubiera tomado una segunda taza de café, lo más probable era que te contestara de malos modos.
—¿Puedo hablar contigo un minuto, Brett?
La leve sorpresa se convirtió en algo parecido al asombro. Mirando a su madre, el niño vio algo absolutamente ajeno a su taciturna naturaleza. Estaba nerviosa. El niño cerró el libro y dijo:
—Pues claro, mamá.
—¿Te gustaría…? —Charity carraspeó y empezó de nuevo—. ¿Te gustaría ir a Stratford (Connecticut) y ver a tu tía Holly y a tu tío Jim? ¿Ya tus primos?
Brett sonrió. Sólo había salido de Maine dos veces en su vida, la última vez en compañía de su padre, en un viaje a Portsmouth (New Hampshire). Habían ido a una subasta de automóviles usados en la que Joe había comprado un Ford del 58 con medio motor.
—¡Pues claro! —contestó él—. ¿Cuándo?
—Había pensado que el lunes —dijo ella—. Una vez pasado el fin de semana del Cuatro de Julio. Estaríamos fuera una semana. ¿Podrías?
—¡Supongo que sí! Jo, yo creía que papá tenía mucho trabajo acumulado para la semana que viene. Debe tener…
—Aún no se lo he dicho a tu padre.
La sonrisa de Brett se esfumó. El niño tomó un trozo de jamón y empezó a masticar.
—Bueno, yo sé que le prometió a Richie Simms arreglarle el motor de su International Harvester. Y el señor Miller de la escuela le iba a traer su Ford porque la transmisión está rota. Y…
—Yo había pensado que iríamos tú y yo solos —dijo Charity—. Tomando un autocar Greyhound en Portland.
Brett adoptó una expresión dubitativa. Al otro lado de la mampara del porche de atrás, Cujo subió lentamente los peldaños y se dejó caer sobre las tablas del suelo con un gruñido. Miró al NIÑO y a la MUJER que estaban dentro, con ojos cansados y enrojecidos. Ahora se estaba encontrando muy mal, pero que muy mal.
—Jo, mamá, no sé…
—No digas «jo». Es lo mismo que una palabrota.
—Perdón.
—¿Te gustaría ir? ¿Si tu padre estuviera de acuerdo?
—¡Pues claro que sí! ¿Crees de veras que podríamos?
—Tal vez.
Ella estaba mirando ahora con aire pensativo a través de la ventana de encima del fregadero.
—¿Cómo está de lejos Stratford, mamá?
—A unos seiscientos kilómetros, supongo.
—Jo… Ay, perdón, eso es muy lejos. ¿Está…?
—Brett.
Él la miró con atención. Aquella curiosa e intensa característica se estaba observando de nuevo en su voz y en su rostro. Aquel nerviosismo.
—¿Qué, mamá?
—¿Se te ocurre algo que le haga falta a tu padre en el taller? ¿Algo que esté deseando tener?
Los ojos de Brett se iluminaron un poco.
—Bueno, siempre necesita llaves de tuerca adaptables… y quiere un nuevo juego de articulaciones esféricas… y no le vendría mal un nuevo casco de soldador porque el viejo tiene una grieta en la placa de recubrimiento…
—No, quiero decir algo importante. Caro.
Brett reflexionó brevemente y después esbozó una sonrisa.
—Bueno, lo que de verdad le gustaría tener serla una nueva cadena Jörgen, creo. Podría sacar el viejo motor del International de Richie Simms con más suavidad que la mier… bueno, que la seda. —Se ruborizó y añadió—: Pero tú no le podrías comprar una cosa así, mamá. Es muy costosa.
Costoso. El adjetivo que Joe solía utilizar para decir «caro». Charity lo odiaba.
—¿Cuánto?
—Bueno, el del catálogo dice mil setecientos dólares, pero papá se lo podría comprar probablemente al señor Belasco de la Portland Machine a precio de mayorista. Papá dice que el señor Belasco le tiene miedo.
—¿Y tú crees que eso tiene gracia? —preguntó ella con dureza.
Brett se echó atrás en su asiento, un poco asustado por su severidad. No podía recordar que su madre se hubiera comportado jamás de aquella manera. Incluso Cujo, en el porche, levantó un poco las orejas.
—Bueno, ¿lo crees?
—No, mamá —contestó él, pero Charity comprendió con cierta desesperación que estaba mintiendo.
Había notado admiración en la voz de Brett, aunque el muchacho no se hubiera dado cuenta. Quiere comportarse igual que él. Piensa que su papá hace un buen papel cuando asusta a alguien. Oh, Dios mío.
—No hace falta ser muy listo para asustar a la gente —dijo Charity—. Basta levantar la voz y tener un talante despreciable. No hace falta ser listo —bajó la voz e hizo un gesto con la mano—. Termina de comerte los huevos. No voy a gritarte. Supongo que debe de ser el calor.
Él comió, pero en silencio y con cuidado, mirándola de vez en cuando. Esta mañana había minas ocultas en el terreno.
—No sé cuál podría ser el precio de mayorista. ¿Mil trescientos dólares? ¿Mil?
—No sé, mamá.
—¿Haría la entrega el mismo Belasco? ¿Tratándose de un pedido tan importante?
—Sí, supongo que sí. Si tuviéramos todo ese dinero.
Ella introdujo la mano en el bolsillo de su bata. El billete de la lotería estaba allí. El número verde del billete, el 76, y el número rojo, el 434, coincidían con los números extraídos por la Comisión de Loterías del Estado hacía dos semanas. Lo había comprobado docenas de veces, sin poder creerlo. Aquella semana se había gastado cincuenta centavos, tal como había venido haciendo desde que se había implantado la lotería en 1975, y esta vez había ganado cinco mil dólares. Aún no había cobrado el premio, pero no había apartado el billete de su vista ni del alcance de su mano desde que se había enterado.
—Tenemos todo ese dinero —dijo.
Brett la miró con los ojos muy abiertos.
A las diez y cuarto, Vic salió subrepticiamente de su despacho de la Ad Worx y se fue a Bentley’s a tomarse su café de todas las mañanas, incapaz de afrontar la enojosa tarea que tenía por delante en la oficina. Se había pasado la mañana redactando anuncios para las Decoster Egg Farms. Le había sido difícil. Odiaba los huevos desde su infancia, en que su madre solía obligarle inflexiblemente a tragarse un huevo cuatro días a la semana. Lo mejor que se le había podido ocurrir hasta aquel momento era LOS HUEVOS DICEN AMOR… SIN COSTURAS. No era muy bueno. Lo de sin costuras le había dado la idea de una composición fotográfica en la que apareciera un huevo con una cremallera discurriendo por su mitad. Era una buena imagen, pero, ¿a dónde conducía? No había logrado averiguarlo. Tendría que preguntárselo a Tadder, pensó, mientras la camarera le servía café y un bollo de arándanos. A Tad le gustaban los huevos.
No era el huevo, en realidad, el causante de su malhumor, claro.
Era el hecho de tener que ausentarse doce días. Bueno, tenía que hacerlo. Roger le había convencido. Tendrían que ir allí y batirse como fieras.
El bueno y parlanchín de Roger a quien Vic quería casi como a un hermano. Roger hubiera estado más que contento de irse con él al Bentley’s para tomar café y aporrearle los oídos con su incesante cháchara. Pero esta vez Vic necesitaba estar solo. Para pensar. Ambos pasarían juntos buena parte de dos semanas a partir del lunes, bregando como negros, y eso sería suficiente, aun tratándose de amigos del alma.
Su mente volvió a centrarse en el fallo de los Red Razberry Zingers y él no hizo ningún esfuerzo en contra, sabiendo que a veces un repaso sin presiones y casi indolente de una mala situación podía —en su caso, por lo menos— traducirse en una visión más perspicaz, en una perspectiva distinta.
Lo que había sucedido había sido bastante grave y los Zingers habían sido retirados del mercado. Bastante grave, pero no terrible. No había sido como lo de las setas en conserva; nadie se había puesto enfermo ni había muerto, e incluso los consumidores comprendían que una empresa podía dar un patinazo de vez en cuando. Bastaba pensar en los vasos distribuidos por la McDonald’s hacía un par o tres de años. Se descubrió que la pintura de los vasos contenía un porcentaje inadmisiblemente elevado de plomo. Los vasos habían sido retirados inmediatamente y enviados a aquel estimulante limbo habitado por criaturas tales como el AlkaSeltzer Ultrarrápido y el preferido personal de Vic, el Chicle Big Dick.
Los vasos habían sido perjudiciales para la McDonald’s Corporation, pero nadie había acusado a Ronald McDonald de tratar de envenenar a su clientela pre-adolescente. Y, de hecho, nadie había acusado tampoco al Profesor de los Cereales Sharp, si bien algunos cómicos, desde Bob Hope a Steve Martin, le habían dirigido algunas críticas y Johnny Carson había dedicado todo un monólogo —cuidadosamente expresado mediante palabras de doble sentido— acerca del asunto de los Red Razberry Zingers una noche en el transcurso de su presentación de El programa de esta noche. Huelga decir que los anuncios del Profesor de los Cereales Sharp habían sido retirados de las pantallas. Y huelga también decir que el actor de carácter que interpretaba el papel del Profesor se había puesto furioso por la forma en que los acontecimientos se habían vuelto contra él.
Podría imaginar una situación peor, había dicho Roger, tras haber cedido un poco el revuelo del primer sobresalto y haber cesado las tres conferencias diarias entre Portland y Cleveland.
¿Cuál?, había preguntado Vic.
Bueno, había contestado Roger con la cara muy seria, podríamos estar trabajando con la cuenta de la Vichyssoise Bon Vivant.
—¿Más café, señor?
Vic miró a la camarera. Iba a decir que no, pero asintió.
—Media taza, por favor —dijo.
Ella se la sirvió y se retiró. Vic removió el café con aire distraído, sin beberlo.
Se había producido un pánico sanitario piadosamente breve antes de que varios médicos se pronunciaran en la televisión y los periódicos, afirmando que el colorante era inofensivo. Se había producido algo semejante en otra ocasión; las azafatas de unas líneas aéreas habían empezado a registrar unas extrañas manchas cutáneas de color anaranjado que, al final, habían resultado ser algo tan sencillo como un roce del tinte anaranjado de los chalecos salvavidas cuya forma de utilización les mostraban a los pasajeros antes del despegue. Años antes, el colorante comestible de cierta marca de salchichas de Francfort había producido un efecto interno similar al de los Red Razberry Zingers.
Los abogados del viejo Sharp habían entablado un pleito por daños y perjuicios, exigiendo una indemnización por valor de muchos millones de dólares al fabricante del colorante y era probable que el juicio se prolongara tres años y después se resolviera fuera de los tribunales. No importaba; el juicio ofrecería una tribuna desde la cual se podría demostrar al público que la culpa —la culpa totalmente transitoria, la culpa completamente inofensiva— no la había tenido la Sharp Company.
Pese a ello, las acciones de la Sharp habían bajado mucho en la Gran Lista. Desde entonces, sólo habían podido recuperar la mitad del terreno perdido. Los cereales habían registrado una repentina caída de las ventas, pero ya habían conseguido recuperar buena parte del terreno perdido tras haber los Zingers mostrado su traicionero rostro rojo. De hecho, el All-Grain Blend de la Sharp se estaba vendiendo mejor que nunca.
Por consiguiente, eso no tenía nada de malo, ¿de acuerdo?
Malo. Muy malo.
El que tenía algo de malo era el Profesor de los Cereales Sharp. El pobre desgraciado jamás podría hacer una reaparición. Después del pánico, se había producido la risa y el profesor, con su cara tan seria y el ambiente escolar que le rodeaba, había sido literalmente muerto a carcajadas.
George Carlin, en su número de sala de fiestas: «Sí, estamos en un mundo loco. Completamente loco —Carlin inclina la cabeza sobre el micro unos momentos, en actitud pensativa, y después vuelve a levantarla—. Los tipos de Reagan están haciendo la mierda de su campaña por televisión. Que si los rusos se nos están adelantando en la carrera de armamentos. Que si los rusos están fabricando misiles por millares. Y entonces va Jimmy y hace uno de sus números habituales en televisión y dice: «Estimados compatriotas, el día en que los rusos se nos adelanten en la carrera de armamentos va a ser el día en que la juventud de Norteamérica empiece a cagar en rojo.»
Grandes carcajadas del público. «Entonces Ronnie llama por teléfono a Jimmy y le pregunta: “Señor presidente, ¿qué ha tomado Amy para desayunar?”»
Gigantescas carcajadas del público. Carlin hace una pausa. Y entonces suelta la verdadera culminación de la historia, hablando en voz baja y sugerente: «Nooo… eso no tiene nada de malo.»
El público aprueba ruidosamente y aplaude a rabiar. Carlin menea tristemente la cabeza.
«Mierda roja, amigos. Qué asco. Removámosla un poco.»
Este era el problema. George Carlin era el problema. Bob Hope era el problema. Johnny Carson era el problema. Steve Martin era el problema. Todos los chistosos de las barberías de Estados Unidos eran el problema.
Y, además, había que tener en cuenta lo siguiente: Las acciones de la Sharp habían bajado nueve y sólo habían recuperado cuatro y cuarto. Los accionistas iban a pedir la cabeza de alguien. Vamos a ver… ¿a quién les damos? ¿A quién demonios se le había ocurrido la brillante idea del Profesor de los Cereales Sharp? ¿Qué tal si se elegía a aquellos tipos? Qué importaba que el Profesor hubiera durado cuatro años antes de producirse el desastre de los Zingers. Qué importaba el hecho de que, al aparecer en escena el Profesor de los Cereales Sharp (y sus camaradas el Tirador de Precisión de Pastelillos y George y Gracie), las acciones de la Sharp hubieran estado tres puntos y cuarto por debajo de lo que estaban ahora.
Todo eso no importaba. Lo que importaba, en cambio, era eso: el simple hecho, el simple anuncio público en el sector de que la Ad Worx había perdido la cuenta de la Sharp… este solo hecho bastaría probablemente para que las acciones subieran de un punto y medio a dos puntos más. Y, cuando se iniciara una nueva campaña publicitaria, los inversores lo considerarían una señal de que las antiguas calamidades que afligían a la compañía habían quedado atrás y tal vez las acciones subieran otro punto.
Claro, pensó Vic mientras removía un terrón de Sweet’n Low en su café, que eso no era más que una teoría. Y, aunque la teoría resultara ser cierta, tanto él como Roger creían que una ganancia a breve plazo para la Sharp constituiría una compensación suficiente en caso de que no lograra su objetivo una nueva campaña publicitaria, apresuradamente organizada por personas que no conocieran la Sharp Company tan bien como él y Roger la conocían o que no conocieran el competitivo mercado cerealístico en general.
Y, súbitamente, aquel nuevo sesgo, aquella nueva perspectiva, acudió a su mente. En forma espontánea e inesperada. La taza de café se detuvo a medio camino de su boca y sus ojos se abrieron. Vio mentalmente a dos hombres —tal vez él y Roger, tal vez el viejo Sharp y su talludo chico—, llenando de tierra una tumba. Sus palas se movían con fuerza. Una linterna parpadeaba vigorosamente en la borrascosa noche. Estaba cayendo una suave lluvia. Aquellos enterradores anónimos echaban de vez en cuando una furtiva mirada hacia atrás. Era un entierro nocturno, un acto secreto realizado en medio de la oscuridad. Estaban enterrando en secreto al Profesor de los Cereales Sharp, y eso estaba mal.
—Mal —musitó en voz alta.
Pues claro que sí. Porque, si le enterraban en plena noche, él nunca podría decir lo que tenía que decir: que lo sentía mucho.
Sacó la pluma Pentel del bolsillo interior de la chaqueta, tomó una servilleta del soporte y escribió rápidamente en la misma:
El Profesor de los Cereales Sharp necesita disculparse.
Miró lo que había escrito. Las letras estaban aumentando de tamaño y borrándose a medida que la tinta se iba empapando en la servilleta. Debajo de esta primera frase, añadió:
Entierro como es debido.
Y debajo:
Entierro A LA LUZ DEL DÍA.
Aún no estaba muy seguro de lo que significaba; era más una metáfora que un hecho concreto, pero así era cómo solían ocurrírsele sus mejores ideas. Allí había algo. Estaba seguro.
Cujo estaba tendido en el suelo del garaje, en la semipenumbra.
Hacía calor, pero fuera era peor todavía… y la luz natural de fuera era demasiado intensa. Jamás lo había sido anteriormente; en realidad, jamás se había dado cuenta anteriormente de las características de la luz. Pero ahora se estaba dando cuenta. Le dolía la cabeza. Le dolían los músculos. La intensidad de la luz le hacía daño en los ojos. Tenía calor. Y seguía doliéndole el hocico en el lugar en que había sufrido el arañazo.
Le dolía y se le había enconado.
El HOMBRE se había ido a alguna parte. Poco después de que él se hubiera ido, el NIÑO y la MUJER se habían ido a alguna parte, dejándole solo. El NIÑO había sacado un gran plato de comida para Cujo y Cujo había comido un poquito. La comida le había hecho sentirse peor en lugar de mejor, y el resto lo había dejado.
Ahora se estaba oyendo el rugido de un camión, enfilando la entrada de coches. Cujo se levantó y se acercó a la puerta del establo, sabiendo ya que se trataba de un desconocido. Conocía tanto el rumor del camión del hombre como el del automóvil de la familia. Se detuvo en la entrada, asomando la cabeza al intenso resplandor que le dolía en los ojos. El camión hizo marcha atrás en la calzada y después se detuvo. Dos hombres bajaron de la cabina y se dirigieron a la parte posterior del vehículo. Uno de ellos levantó la portezuela deslizante trasera del camión. El chirriante estruendo le causó a Cujo molestias en los oídos. Éste gimió y se retiró de nuevo a la sosegada oscuridad del interior.
El camión era de la Portland Machine. Hacía tres horas, Charity Camber y su todavía deslumbrado hijo se habían dirigido a la sede principal de la Portland Machine en Brighton Avenue y ella había extendido un cheque nominativo para la compra de una cadena Jörgen… cuyo precio de mayorista había ascendido exactamente a 1.241 dólares 71 centavos, impuestos incluidos. Antes de ir a la Portland Machine, ella se había dirigido a la State Liquor Store de Congress Street con el fin de rellenar un impreso de reclamación de premio de la lotería. Brett, a quien se había prohibido absolutamente entrar con ella, se había quedado esperando en la acera con las manos en los bolsillos.
El empleado le había dicho a Charity que recibiría por correo un cheque de la Comisión de Loterías. ¿Dentro de cuánto tiempo? Dos semanas todo lo más. Recibiría el dinero menos una deducción por valor de aproximadamente ochocientos dólares en concepto de impuestos. La suma estaba basada en su declaración de la renta anual de Joe.
La deducción en concepto de impuestos no enojó a Charity en absoluto. Hasta el momento en que el empleado cotejó su número con el de la hoja que obraba en su poder, ella estuvo conteniendo la respiración, sin poder creer que eso le hubiera ocurrido a ella realmente. Después el empleado había asentido con la cabeza, la había felicitado e incluso había hecho salir de su despacho al director con el fin de que la saludara. Nada de eso tenía importancia. Lo importante era que ahora ella podía respirar de nuevo y el billete ya había dejado de estar bajo su responsabilidad. Había regresado a las entrañas de la Comisión de Loterías. Su cheque lo recibiría por correo… extraordinaria, mística, talismánica frase.
Siguió experimentando una pequeña punzada al ver que el billete de cantos doblados, reblandecido a causa de su propio sudor nervioso, era sujetado al impreso que ella había rellenado y guardado a continuación. La diosa Fortuna la había elegido a ella. Por primera vez en su vida, quizá por única vez, aquella pesada cortina de muselina de lo cotidiano se había agitado levemente, mostrándole el esplendoroso y brillante mundo que había al otro lado. Era una mujer con sentido práctico y sabía que odiaba a su marido más que un poco y que le temía más que un poco, pero que ambos envejecerían juntos y él moriría, dejándole sus deudas y —eso no quería reconocerlo con toda seguridad ni en lo más hondo de su corazón, ¡pero ahora lo temía!— tal vez un hijo echado a perder.
Si su nombre hubiera sido sacado del gran bombo del Sorteo Extraordinario que se celebraba dos veces al año y hubiera obtenido un premio diez veces superior a los cinco mil dólares que ahora había ganado, cabía la posibilidad de que hubiera acariciado la idea de apartar a un lado aquella pesada cortina de muselina, tomando a su hijo de la mano y yéndose con él a lo que hubiera más allá de Town Road, número 3 y el Garaje de Camber, Especialidad en Automóviles Extranjeros, y Castle Rock. Tal vez se hubiera ido a Connecticut acompañada de Brett con el propósito concreto de preguntarle a su hermana cuánto costaría un pequeño apartamento en Stratford.
Pero la cortina se había agitado simplemente un poco. Nada más. Había visto a la diosa Fortuna durante un desnudo momento fugaz, tan maravillosa, desconcertante e inexplicable como un hada deslumbradora, danzando bajo las setas cubiertas de rocío a la luz del amanecer… la había visto una vez para no volver a verla jamás. Por eso experimentó una punzada al ver desaparecer el billete de su vista, pese a que éste le hubiera hecho perder el sueño. Comprendió que seguiría comprando un billete de la lotería cada semana durante el resto de su vida y que nunca ganaría más de un par de dólares.
No importaba. A caballo regalado no se le miraba el dentado. Siempre y cuando una fuera lista.
Fueron a la Portland Machine y ella extendió un cheque, recordando que, en el camino de vuelta a casa, tendría que pasar por el banco para transferir dinero de la cuenta de ahorros a la corriente de manera que hubiese fondos para el pago del cheque. Ella y Joe habían reunido algo más de cinco mil dólares en su cuenta de ahorros a lo largo de quince años. Justo lo suficiente para cubrir tres cuartas partes de sus actuales deudas, si se excluía la hipoteca de la granja. Ella no tenía derecho a excluirla, claro, pero siempre lo hacía. No lograba pensar en la hipoteca más que en términos de pagos aislados. Pero ahora podían dar a los ahorros todos los mordiscos que quisieran y depositar el cheque de la Comisión de Loterías en la cuenta cuando se recibiera. Perderían simplemente los intereses de dos semanas.
Lewis Belasco, el hombre de la Portland Machine, dijo que ordenaría la entrega de la cadena aquella misma tarde y siempre cumplía lo prometido.
Joe Magruder y Ronnie DuBay colocaron la cadena en la plataforma neumática de descarga del camión y ésta se deslizó suavemente en un abrir y cerrar de ojos hasta el piso de tierra de la calzada.
—Menudo pedido para el viejo Joe Camber —dijo Ronnie.
—Que la dejemos en el establo, ha dicho su mujer —dijo Magruder, asintiendo—. Es el garaje. Procura sostenerla bien, Ronnie. Pesa como una bestia.
Joe Magruder tomó la cadena, Ronnie hizo lo propio y, entre jadeos y gruñidos, ambos la medio sostuvieron y la medio arrastraron hasta introducirla en el establo.
—Dejémosla un momento en el suelo —consiguió decir Ronnie—. No veo dónde demonios voy. Acostumbrémonos a la oscuridad antes de que nos caigamos de culo.
Dejaron la cadena en el suelo y ésta produjo un ruido sordo. Tras la intensa luz del exterior, Joe estaba medio deslumbrado. Sólo podía distinguir los vagos perfiles de las cosas: un automóvil levantado sobre un gato, un banco de taller, unos tablones apenas perceptibles que llegaban hasta un desván.
—Esto tendría que… —empezó a decir Ronnie, deteniéndose en seco.
De la oscuridad, de más allá del automóvil levantado sobre el gato, estaba surgiendo un bajo gruñido gutural. Ronnie advirtió que el sudor que había expulsado adquiría de repente una consistencia pegajosa. Los cabellos de la nuca se le erizaron.
—La puta madre, ¿has oído eso? —murmuró Magruder.
Ahora Ronnie podía ver a Joe. Los ojos de Joe estaban muy abiertos y asustados.
—Lo he oído.
Era un rumor tan sordo como el del potente motor de una lancha fuera borda girando en vacío. Ronnie sabía que hacía falta un perro de gran tamaño para emitir un ruido como aquél. Y cuando un perro de gran tamaño emitía ese ruido, ello significaba a menudo que no estaba para bromas. No había visto ninguna advertencia de ojo CON EL PERRO al acercarse, pero a veces aquellos palurdos no se molestaban en poner ningún letrero. Sabía una cosa. Esperaba con toda el alma que el perro que estaba emitiendo aquel ruido estuviera sujeto con una cadena.
—¿Joe? ¿Tú nunca habías estado aquí?
—Una vez. Es un San Bernardo. Grande como una casa. Pero no hacía eso —Joe tragó saliva. Ronnie oyó algo así como un clic en su garganta—. Oh, Dios mío. Mira, Ronnie.
Los ojos de Ronnie se habían medio adaptado a la oscuridad y su borrosa visión confería a lo que estaba viendo un aire fantasmagórico y casi sobrenatural. Sabía que nunca se le tenía que demostrar a un perro con aviesas intenciones que estabas asustado —ellos podían olfatear el miedo de las personas—, pero, aun así, empezó a temblar sin poder evitarlo. No tuvo más remedio. El perro era un monstruo. Estaba de pie al fondo del establo, más allá del automóvil levantado sobre el gato. Era un San Bernardo con toda seguridad. El abundante pelaje cuyo atezado color era visible incluso en la penumbra y la anchura de sus hombros resultaban inconfundibles. Mantenía la cabeza gacha. Sus ojos les estaban mirando enfurecidos, con una constante y profunda animadversión.
No le sujetaba cadena ninguna.
—Retrocede poco a poco —dijo Joe—. No corras, por lo que más quieras.
Empezaron a retroceder y, mientras lo hacían, el perro empezó a avanzar despacio en dirección a ellos. Caminaba con paso rígido; en realidad, no caminaba, pensó Ronnie. Se movía como al acecho. Aquel perro no se andaba con tonterías. Tenía el motor en marcha y estaba a punto de lanzarse. Seguía manteniendo la cabeza gacha. El tono del gruñido no había sufrido la menor alteración. El perro avanzaba un paso por cada paso que ellos retrocedían.
El peor momento para Joe Magruder se produjo cuando salieron de nuevo a la brillante luz del exterior, La luz le deslumbró y le cegó. No podía ver al perro. Como ahora se abalanzara sobre él…
Extendiendo la mano hacia atrás, tocó el costado del camión. Eso fue suficiente para quebrar su valor. Corrió hacia la cabina.
Por el otro lado, Ronnie DuBay hizo lo mismo. Llegó a la portezuela del acompañante y manoseó el tirador durante un interminable momento. Tiró del mismo. Aún podía oír aquel gruñido amortiguado, tan parecido al de un motor Evinrude de ochenta caballos funcionando en vacío. La portezuela no se abría. Pensó que el perro le iba a arrancar un trozo de trasero de un momento a otro. Al final, su pulgar dio con el botón, la portezuela se abrió y él subió apresuradamente a la cabina, respirando afanosamente.
Miró por el espejo retrovisor fijado a la parte exterior de su ventanilla y vio al perro inmóvil, a la entrada del establo. Miró a Joe, que estaba sentado al volante, sonriéndole con timidez. Ronnie le devolvió a su vez una temblorosa sonrisa.
—Un simple perro —dijo Ronnie.
—Sí. Perro que ladra no muerde.
—Exacto. Volvamos allí y arrastremos un poco más aquella cadena.
—Y un cuerno —dijo Joe.
—En bicicleta.
Ambos se echaron a reír juntos. Ronnie le ofreció un cigarrillo a su compañero.
—¿Qué te parece si nos largáramos?
—Una idea muy acertada —dijo Joe, poniendo en marcha el camión.
A medio camino de Portland, Ronnie dijo casi para sus adentros:
—Aquel perro acabará mal.
Joe estaba conduciendo con un codo asomando por la ventanilla. Miró a Ronnie.
—Me he asustado y no me importa decirlo. Si un perrito como ése me fastidiara en una situación así, sin que hubiera nadie en casa, le daría una patada en las pelotas, ¿sabes? No sé, si las personas no sujetan con cadena a un perro que muerde, se merecen cualquier cosa, ¿entiendes? Aquello… ¿lo viste? Apuesto a que el muy hijo de perra pesa cien kilos.
—Tal vez convendría que llamara a Joe Camber —dijo Ronnie—. Para contarle lo que ha ocurrido. A lo mejor, evito que le arranquen un brazo a mordiscos. ¿Tú qué piensas?
—¿Qué ha hecho Joe Camber por ti últimamente? —preguntó Joe Magruder con una sonrisa.
—No me jode como tú, eso es verdad —dijo Ronnie, asintiendo con aire pensativo.
—La última jodida la tuve con tu mujer. Tampoco estuvo nada mal.
—Sigue para adelante, maricón.
Ambos se echaron a reír juntos. Nadie llamó a Joe Camber. Cuando regresaron a la Portland Machine ya era casi la hora de largarse. Hora de pasar el rato. Dedicaron quince minutos a redactar el informe de la entrega. Belasco salió de la trastienda y les preguntó si Camber se había hecho cargo del pedido. Ronnie DuBay dijo que sí. Belasco, que era un tonto de remate, se retiró. Joe Magruder le deseó a Ronnie un buen fin de semana y un feliz Cuatro de Julio. Ronnie dijo que tenía el propósito de pasarse durmiendo todo el fin de semana hasta el domingo por la noche. Y marcaron su salida en el reloj de registro.
Ninguno de los dos volvió a pensar en Cujo hasta que leyeron la noticia en el periódico.
Vic pasó buena parte de aquella tarde de víspera del largo fin de semana repasando los detalles del viaje con Roger. Roger era tan meticuloso con los detalles que casi parecía un paranoico. Había hecho las reservas de avión y hotel a través de una agencia. Su avión con destino a Boston despegaría del aeropuerto de Portland a las 7,10 de la mañana del lunes. Vic dijo que recogería a Roger con el Jag, a las 5,30. Le parecía innecesariamente temprano, pero conocía a Roger y las pequeñas manías de Roger. Hablaron del viaje en general, evitando deliberadamente los detalles concretos. Vic se reservó para sí las ideas que se le habían ocurrido durante la pausa del café, con la servilleta bien guardada en el bolsillo de su chaqueta deportiva. Roger iba a mostrarse más receptivo cuando estuvieran fuera.