Al igual que con el Profesor de los Cereales Sharp, acogido en el sector como «el anuncio más responsable jamás creado con vistas a la programación infantil». Vic y Roger lo habían considerado su éxito más resonante… pero ahora el Profesor de los Cereales Sharp había regresado y se había convertido para ellos en una pesadilla.

Interpretado por un actor de carácter de edad madura, el Profesor de los Cereales Sharp era un moderado anuncio audazmente adulto en un mar de ágiles anuncios infantiles que vendían chicles, juguetes de aventuras, muñecas, historietas ilustradas y… cereales de la competencia.

El anuncio mostraba un aula vacía de cuarto o quinto grado, una escena con la que los telespectadores de la mañana del sábado de La hora de Bugs Bunny/Roadrunner y La pandilla de Drac podían identificarse fácilmente. El Profesor de los Cereales Sharp vestía traje de calle, un jersey de cuello de pico y una camisa con el cuello desabrochado. Tanto por su aspecto como por su forma de hablar, resultaba ligeramente autoritario; Vic y Roger habían hablado con algo así como cuarenta profesores y media docena de psiquiatras infantiles y habían descubierto que ésta era la clase de modelo paternal con el que más a gusto se sentían los niños y que sólo muy pocos de ellos conocían en sus hogares.

El Profesor de los Cereales aparecía sentado sobre el escritorio del maestro, sugiriendo una cierta campechanía —el alma de un verdadero amigo oculta bajo el traje de tweed verde-gris, podía suponer el joven telespectador—, pero hablaba despacio y con voz grave. No mandaba. No apabullaba. No halagaba. No engatusaba ni hacía elogios. Hablaba a los millones de telespectadores del sábado por la mañana que lucían camisetas, tragaban cereales y contemplaban dibujos animados, como si éstos fueran personas reales.

«Buenos días, niños —decía serenamente el profesor—. Este es un anuncio de cereales. Escuchadme con atención, por favor. Yo sé mucho de cereales porque soy el Profesor de los Cereales Sharp. Los Cereales Sharp-Twinkles, Cocoa Bear, Bran-16 y Sharp All-Grain Blend son los cereales de mejor sabor de Norteamérica. Y son muy buenos para vosotros —un momento de silencio y después el Profesor de los Cereales Sharp sonreía… y, cuando sonreía, sabías que en él se encerraba el alma de un auténtico amigo—. Creedme porque lo sé. Vuestra mamá lo sabe; y he pensado que a vosotros también os gustaría saberlo.»

En este momento, aparecía en el anuncio un joven que le entregaba al Profesor de los Cereales Sharp una escudilla de Twinkles o de Cocoa Bears u otra especialidad. El Profesor de los Cereales Sharp empezaba a comer y después miraba directamente a todas las salas de estar del país, diciendo: «No, eso no tiene nada de malo».

Al viejo Sharp no le había hecho demasiada gracia esta última frase ni la idea de que alguna variedad de sus cereales pudiera tener algo de malo. Al final, Vic y Roger le habían convencido, pero no con argumentos racionales. La creación de anuncios no era una tarea racional. Hacías a menudo lo que te parecía adecuado, pero ello no significaba que pudieras comprender por qué te parecía adecuado. Tanto Vic como Roger consideraban que la frase final del Profesor poseía una fuerza que era a un tiempo sencilla y enorme. Viniendo del Profesor de los Cereales, era la certeza final y total, un seguro completo. Daba a entender que nunca te haría daño. En un mundo en el que los padres se divorciaban y en el que los chicos mayores te pegaban a veces una paliza sin ninguna razón lógica, en el que el equipo rival de la Liga Infantil te arrebataba la pelota cuando la lanzabas, en el que los buenos no siempre ganaban como en la televisión y en el que no siempre te invitaban a una buena fiesta de cumpleaños, en un mundo en el que había tantas cosas que tenían algo de malo, siempre había Twinkles y Cocoa Bears y All-Grain Blend y siempre tendrían buen sabor. «No, eso no tiene nada de malo».

Con un poco de ayuda por parte del hijo de Sharp (más adelante, decía Roger, hubieras podido creer que el anuncio lo había forjado y escrito el propio muchacho), la idea del Profesor de los Cereales fue aprobada y saturó la televisión de la mañana del sábado y otros programas semanales emitidos conjuntamente por varias cadenas tales como Sendas siderales, La Norteamérica de Archie, Los héroes de Hogan y La isla de Gilligan. Los Cereales Sharp experimentaron un aumento de ventas muy superior al del resto de los productos Sharp, y el Profesor de los Cereales se convirtieron en una institución norteamericana. Su consigna de «No eso no tiene nada de malo» se convirtió en una de aquellas frases nacionales que significaban más o me nos «No se preocupe» o «Quédese tranquilo».

Cuando Vic y Roger decidieron establecerse por su cuenta, observaron estrictamente las reglas del juego y no se pusieron en contacto con ninguno de sus antiguos clientes hasta haber cortado oficial —y amistosamente— todas sus relaciones con la Agencia Ellison. Los primeros seis meses que pasaron en Portland fueron para todos ellos un terrible y angustioso período. Tad, el hijo de Vic y Donna, sólo tenía un año. Donna, que echaba espantosamente de menos Nueva York, se mostraba alternativamente malhumorada, irritable o simplemente asustada. Roger tenía una antigua úlcera —una herida de combate que databa de sus años en las guerras publicitarias de la Big Apple— y, cuando él y Althea perdieron a su hijo, la úlcera volvió a enconarse, convirtiéndole en un asiduo devorador de «Gelusiles» en el retrete. Althea reaccionaba todo lo bien que podía dadas las circunstancias, pensaba Vic; fue Donna quien le comentó que el único trago flojo de Althea antes de cenar se había convertido en dos tragos antes y tres después. Ambos matrimonios habían pasado sus vacaciones en Maine, por separado y juntos, pero ni Vic ni Roger se habían percatado de la cantidad de puertas que se les cierran al principio a las personas que vienen a establecerse «desde fuera del estado», como dicen los naturales de Maine.

Se hubieran hundido sin duda, como Roger señaló, si el viejo Sharp no hubiera decidido seguir con ellos. En la sede central de la empresa en Cleveland, las posiciones habían experimentado un irónico y brusco cambio. Ahora era el viejo el que deseaba seguir con Vic y Roger y era el chico (que ahora tenía cuarenta años) el que deseaba echarlos por la borda, arguyendo con cierta lógica que sería una locura encomendar sus campañas a una agencia de publicidad de tres al cuarto, situada a mil kilómetros al norte del pulso vital de Nueva York. El hecho de que Ad Worx estuviera afiliada a una empresa de análisis de mercados de Nueva York no significaba nada para el chico, de la misma manera que tampoco había significado nada para las otras empresas cuyas campañas habían organizado en años anteriores.

—Si la lealtad fuera papel higiénico —había dicho Roger amargamente—, nos iba a resultar difícil limpiarnos el trasero, amigo.

Pero había venido la Sharp, proporcionándoles los beneficios que tan desesperadamente necesitaban.

—Nos las apañamos con una agencia publicitaria de la ciudad durante cuarenta años —dijo el viejo Sharp— y, si estos dos muchachos se quieren largar de esta ciudad maldita, con ello demuestran simplemente que tienen sentido común.

Y no hubo más. El viejo había hablado. El chico se calló. Y, en el transcurso de los últimos dos años y medio, el Tirador de Precisión de Pastelillos había seguido disparando, George y Gracie habían seguido comiendo Pasteles Sharp en su modesto apartamento y el Profesor de los Cereales Sharp había seguido diciéndoles a los chicos que aquello no tenía nada de malo. De la producción efectiva de los «spots» se encargaban unos pequeños estudios independientes de Boston, la empresa de análisis de mercados de Nueva York había seguido desarrollando su labor con eficacia y tres o cuatro veces al año Vic o Roger volaban a Cleveland para consultar con Sharp y su chico… un chico cuyas sienes eran ahora decididamente grises. Todo el resto de las relaciones cliente-agencia tenía lugar a través del correo de los Estados Unidos y de Ma Bell. El sistema tal vez fuera extraño y era ciertamente incómodo, pero parecía funcionar bien.

Pero entonces aparecieron los Red Razberry Zingers.

Vic y Roger conocían, como es lógico, desde hacía algún tiempo, la existencia de los Zingers, pese a que éstos hacían apenas dos meses que se habían introducido en el mercado general, en abril de 1980. Casi todos los cereales Sharp estaban ligeramente endulzados o no lo estaban en absoluto. El All-Grain Blend, el producto con el que la Sharp había entrado en el campo de los cereales «naturales», había alcanzado un éxito considerable. No obstante, los Red Razberry Zingers estaban destinados a un sector del mercado aficionado a lo dulce: a aquellos consumidores de cereales preparados que compraban productos como Count Chocula, Frankenberry, Lucky Charms y otros ya endulzados para el desayuno y que ocupaban un lugar intermedio entre los cereales y los dulces.

A finales de verano y principios de otoño de 1979, los Zingers habían sido sometidos con éxito a pruebas de mercado en Boise (Idaho), Scranton (Pennsylvania) y en Bridgton, la ciudad de Maine en la que Roger había fijado su residencia. Roger le había dicho a Vic con un estremecimiento que no permitiría que las gemelas se acercaran a ellos ni con una pértiga de tres metros (si bien se había mostrado complacido cuando Althea le había dicho que las chiquillas los habían pedido con entusiasmo al verlos expuestos en los estantes del mercado de Gigeure).

—Eso lleva más azúcar que cereales y parece una tea encendida.

Vic había asentido y había replicado inocentemente, sin el menor sentido de la profecía:

—La primera vez que vi una de aquellas cajas, me pareció que estaba llena de sangre.

—Bueno, pues, ¿qué piensas? —repitió Roger.

Se había comido la mitad del bocadillo mientras Vic revisaba en su mente toda aquella desdichada sucesión de acontecimientos. Cada vez estaba más convencido de que en Cleveland el viejo Sharp y su maduro chico estaban tratando de nuevo de liquidar al mensajero a causa del mensaje.

—Supongo que será mejor que lo intentemos.

Roger le dio unas palmadas en el hombro.

—Menos mal —dijo—. Ahora, termina de comer.

Pero Vic no tenía apetito.

Ambos habían sido invitados a trasladarse a Cleveland para asistir a una «reunión de emergencia» que iba a tener lugar tres semanas después de la fiesta del cuatro de julio; muchos de los jefes y ejecutivos regionales de ventas de la Sharp estaban de vacaciones y haría falta por lo menos ese tiempo para reunidos. Uno de los temas del programa tenía que ver directamente con la Ad Worx: «una evaluación de nuestras relaciones hasta estos momentos», se decía en la carta. Lo cual significaba, según suponía Vic, que el chico estaba aprovechando el desastre de los Zingers para librarse finalmente de ellos.

Aproximadamente tres semanas después de la introducción de los Red Razberry Zingers en el mercado nacional, respaldados con entusiasmo —no exento de seriedad— por el Profesor de los Cereales Sharp («No, eso no tiene nada de malo»), la primera madre había llevado a su hija al hospital, casi al borde de un ataque de histerismo y en la certeza de que la niña estaba sufriendo hemorragias internas. La chiquilla, víctima de algo tan benigno como un virus de escasa peligrosidad, había vomitado lo que su madre había supuesto en un primer tiempo que era una enorme cantidad de sangre.

No, eso no tiene nada de malo.

Eso había ocurrido en Iowa City (Iowa). Al día siguiente, se habían registrado otros siete casos. Y, al otro, veinticuatro. En todos los casos, los padres de los niños aquejados de vómitos y diarreas habían trasladado a sus hijos a toda prisa al hospital, en la creencia de que estaban sufriendo hemorragias internas. Tras lo cual, los casos se habían multiplicado… primero cientos y después miles. En ninguno de los casos, los vómitos y/o la diarrea se habían debido a los cereales, pero ello fue generalmente pasado por alto en medio del creciente furor.

No, eso no tiene nada de malo en absoluto.

Los casos se habían extendido desde el oeste al este. El problema era el colorante comestible que confería a los Zingers su llamativo color rojo. El colorante era inofensivo en sí mismo, pero eso también había sido pasado en buena parte por alto. Algo había fallado y, en lugar de asimilar el colorante rojo, el cuerpo humano se limitaba simplemente a dejarlo pasar. El colorante defectuoso sólo se había utilizado en una partida de cereales, pero había sido una partida colosal. Un médico le había dicho a Vic que, si un niño hubiera muerto tras ingerir una gran escudilla de Red Razberry Zingers y le hubieran practicado la autopsia, su tubo digestivo hubiera mostrado un color rojo tan intenso como el de un semáforo en rojo. El efecto era estrictamente transitorio, pero eso también había sido pasado por alto.

Roger quería que cayeran disparando todas sus armas, en caso de que tuvieran que caer. Había propuesto la celebración de maratonianas reuniones con los de la Image-Eye de Boston, que eran los que se encargaban de la realización efectiva de los «spots». Quería hablar personalmente con el Profesor de los Cereales Sharp, el cual se había identificado tanto con su papel que estaba mental y emocionalmente destrozado por lo que había ocurrido. Y después deseaba trasladarse a Nueva York para hablar con los especialistas en marketing. Y lo más importante iba a ser las casi dos semanas en el Ritz-Carlton de Boston y en el Plaza de Nueva York, dos semanas que Vic y Roger iban a pasar colaborando estrechamente en la asimilación de la información de que disponían y devanándose los sesos en busca de alguna idea genial como en los viejos tiempos. Lo que Roger esperaba que surgiera de ello era una campaña de rebote que dejara boquiabiertos tanto al viejo Sharp como al chico. En lugar de ir a Cleveland con las nucas rapadas con vistas a la caída de la hoja de la guillotina, se presentarían con unos planes de batalla destinados a invertir los efectos de la hecatombe de los Zingers. Ésa era la teoría. En la práctica, ambos se daban cuenta de que sus posibilidades eran tan remotas como las de un lanzador de béisbol que se dispone deliberadamente a efectuar un lanzamiento fallido.

Vic tenía otros problemas. En el transcurso de los últimos ocho meses, había advertido que él y su mujer se iban distanciando lentamente. La seguía queriendo y casi idolatraba a Tad, pero las cosas habían pasado de una situación mediocre a una situación mala, y él intuía que le esperaban cosas —y momentos— peores. Justo allá, en el horizonte, tal vez. Este viaje, una gran gira de Boston a Nueva York y Cleveland, precisamente en la que hubiera tenido que ser su temporada en casa, su temporada de hacer cosas juntos, tal vez no fuera una idea demasiado acertada. Últimamente, cuando contemplaba el rostro de su mujer, advertía una extraña expresión furtiva por debajo de sus planos, ángulos y curvas.

Y la pregunta. Acudía sin cesar a su mente en las noches en que no podía conciliar el sueño, noches que eran más frecuentes de un tiempo a esta parte. ¿Tendría ella un amante? Desde luego, ya no solían acostarse juntos como antes. ¿Lo habría hecho? Esperaba que no, pero, ¿qué pensaba él? En serio. Diga la verdad, señor Trenton, si no quiere verse obligado a pagar las consecuencias.

No estaba seguro. No quería estar seguro. Temía que, en caso de estar seguro, su matrimonio se viniera abajo. Estaba todavía completamente enamorado de ella, jamás había considerado siquiera la posibilidad de una aventura extraconyugal, y podía perdonarle muchas cosas. Pero no que le pusiera cuernos en su propia casa. A nadie le gusta llevar cuernos; te crecen las orejas y los niños se burlan por la calle del hombre ridículo. El…

—¿Cómo? —dijo Vic, emergiendo de su meditación—. Se me ha escapado lo que estabas diciendo, Rog.

—He dicho: «Estos malditos cereales rojos». Fin de la cita. Palabras textuales.

—Ya —dijo Vic—. Brindaré por eso.

Roger levantó su jarra de cerveza.

—Hazlo —dijo.

Y Vic lo hizo.

Gary Pervier se encontraba sentado en su patio cubierto por la maleza al pie de la colina de los Siete Robles en Town Road, número 3, aproximadamente una semana después del deprimente almuerzo de Vic y Roger en el Submarino Amarillo, bebiendo un «destornillador», integrado por un veinticinco por ciento de zumo de naranja Bird’s Eye helado y un setenta y cinco por ciento de vodka Popov. Estaba sentado a la sombra de un olmo en la última fase de la enfermedad holandesa de los olmos, con el trasero descansando sobre las deshilachadas tiras de una silla de jardín comprada por correo a Sears Roebuck en la última fase de servicio útil. Bebía Popov porque el vodka Popov era barato. Gary había adquirido una considerable cantidad del mismo en New Hampshire, donde las bebidas alcohólicas eran más baratas, en la última visita que había efectuado a dicha localidad para abastecerse de licores. El Popov era barato en Maine, pero resultaba tirado en New Hampshire, un estado que había optado por las mejores cosas de la vida: una próspera lotería estatal, bebidas alcohólicas baratas, tabaco barato y atracciones turísticas como el Santa’s Village y la Six-Gun City. New Hampshire era un lugar estupendo. La silla de jardín se había hundido lentamente en el descuidado césped, cavando unos profundos tepes. La casa, situada al fondo de la extensión de césped, también estaba muy descuidada; era una ruina gris con la pintura que se desprendía y el tejado medio hundido. Persianas rotas. Una chimenea torcida hacia el cielo como un borracho que tratara de levantarse tras haber sufrido una aparatosa caída. Algunas tejas arrancadas durante la última gran tormenta del invierno anterior aún colgaban precariamente de algunas de las ramas del olmo agonizante. No es el Taj Mahal, decía Gary a veces, pero, ¿a quién le importa una mierda?

En ese sofocante y caluroso día de finales de junio, Gary estaba borracho como una cuba. No se trataba de una situación insólita en su caso. No conocía a Roger Breakstone y le importaba un bledo. No conocía a Vic Trenton y le importaba un bledo. No conocía a Donna Trenton y le importaba un bledo y, en caso de que la hubiera conocido, le hubiera importado un bledo que el equipo visitante hubiera efectuado fuertes lanzamientos de pelota contra su guante de catcher. Conocía a los Camber y a su perro Cujo; la familia vivía en lo alto de la colina, al final de Town Road, número 3. Él y Joe Camber solían beber a menudo juntos y, de una forma levemente confusa, Gary se percataba de que Joe Camber ya se había adentrado mucho por el camino del alcoholismo. Era un camino que el propio Gary había recorrido ampliamente.

—¡Un borracho que no sirve para nada y me importa un bledo! —les dijo Gary a los pájaros y a las herpes del olmo enfermo.

Inclinó el vaso. Soltó un pedo. Aplastó un bicho. La luz del sol y la sombra moteaban su rostro. Detrás de la casa, varios automóviles destripados habían desaparecido prácticamente en medio de la crecida maleza. La hiedra que crecía en el muro occidental de la casa se había desmelenado y lo cubría casi por completo. Una ventana asomaba —apenas— y, en los días soleados, resplandecía como un diamante sucio. Hacía dos años, en pleno frenesí de borracho, Gary había arrancado del suelo una cómoda de una de las habitaciones del piso de arriba y la había arrojado por una ventana… ahora no podía recordar por qué. Él mismo había vuelto a colocar los cristales en la ventana porque a través de la misma penetraba una cuña tremenda de aire al llegar el invierno, pero la cómoda seguía estando exactamente en el mismo lugar en el que había caído. Un cajón estaba abierto y parecía una lengua que asomara.

En 1944, cuando contaba veinte años, Gary Pervier había tomado en solitario un blocao alemán en Francia y, tras llevar a cabo esta hazaña, había conducido a su patrulla quince kilómetros más allá, antes de caer rendido a causa de las heridas de seis balas que había sufrido en el transcurso de su ataque contra el nido de ametralladoras. Ello le había valido una de las mayores distinciones de su agradecida patria: la Cruz de Servicios Distinguidos (CSD). En 1968, le había pedido a Buddy Torgeson de Castle Falls que fundiera la medalla y la convirtiera en un cenicero. Buddy se había escandalizado. Gary le había dicho a Buddy que le hubiera pedido que la convirtiera en la taza de un excusado para cagar en ella, pero no era lo bastante grande. Buddy se lo contó a todo el mundo, y tal vez hubiera sido ésta la intención de Gary, o tal vez no.

En cualquier caso, los hippies de la zona se habían vuelto locos de admiración. En el verano del 68, casi todos aquellos hippies se encontraban de vacaciones en la Región de los Lagos en compañía de sus acaudalados padres, antes de regresar a sus universidades en septiembre, donde, al parecer, estaban cursando estudios sobre la Protesta, la Droga y el Sexo.

Una vez Gary hubo conseguido que su CSD le fuera convertida en un cenicero por parte de Buddy Torgeson, que se dedicaba a hacer soldaduras por encargo en sus ratos libres y que trabajaba el resto del día en la Esso de Castle Falls (hoy en día todas las estaciones de servicio eran Exxon y a Gary Pervier le importaba un bledo), una versión de la historia se abrió paso hasta el Cali de Castle Rock. El reportaje lo escribió un provinciano reportero del lugar que interpretó el hecho como un gesto antibelicista. Fue entonces cuando los hippies empezaron a acudir a la casa de Gary en Town Road, número 3. Casi todos ellos deseaban decirle a Gary que era «muy avanzado». Algunos querían decirle que era «una especie de valiente». Unos pocos deseaban decirle que era «cochinamente demasiado».

Gary les enseñó a todos lo mismo, es decir, su rifle Winchester 30-06. Les dijo que se largaran de sus dominios. Por lo que a él respectaba, todos ellos eran un hato de estúpidos e inútiles melenudos izquierdistas. Les dijo que le importaría una mierda hacerles volar las tripas desde Castle Rock a Fryeburg. Al cabo de algún tiempo, dejaron de acudir a su casa y así terminó el asunto de la CSD.

Una de aquellas balas alemanas le había arrancado a Gary Pervier el testículo derecho; un médico encontró buena parte del mismo desperdigado por los fondillos de sus calzones del ejército. Buena parte del otro había sobrevivido y a veces aún podía conseguir una erección bastante respetable. Como le decía a menudo a Joe Camber, le importaba una mierda una u otra cosa. Su agradecido país le había otorgado la Cruz de Servicios Distinguidos. Un agradecido equipo médico de un hospital de París le había dado de alta en febrero de 1945 con una pensión de invalidez de un ochenta por ciento y una preciosa toxicomanía. Una agradecida ciudad natal le ofreció un desfile el 4 de julio de 1945 (para entonces, tenía veintiún años en lugar de veinte, podía votar, tenía las sienes plateadas y se sentía muy a gusto, gracias a Dios). Los agradecidos ediles de la ciudad eximieron la propiedad de Pervier de impuestos a perpetuidad. Eso había sido estupendo ya que, de otro modo, la habría perdido hacía veinte años. Había sustituido la morfina, que ya no podía conseguir, por las borracheras de alta tensión y entonces había dado comienzo a la obra de su vida, consistente en irse matando a sí mismo lo más lenta y agradablemente que pudiera.

Ahora, en 1980, contaba cincuenta y seis años, tenía el cabello totalmente canoso y estaba de peor humor que un toro con un mango de gato metido en el trasero. Casi las únicas tres criaturas vivientes a las que podía soportar eran Joe Camber, su hijo Brett y Cujo, el enorme San Bernardo de Brett.

Se inclinó en su desvencijada silla de jardín, estuvo a punto de caerse de espaldas y tomó un poco más de su «destornillador». El «destornillador» estaba en un vaso que había conseguido de balde en un restaurante McDonald’s. Había una especie de bicho de color púrpura en el vaso. Algo llamado una Mueca. Gary comía muy a menudo en el McDonald’s de Castle Rock, donde aún se podía comer una hamburguesa a buen precio. Las hamburguesas eran buenas. En cuanto a la Mueca… y al comandante McCheese… y a Monsieur Ronald Carajo McDonald… a Gary Pervier le importaban un bledo todos ellos.

Una voluminosa forma atezada se estaba moviendo por entre la alta hierba a su izquierda y, un momento más tarde, Cujo, que estaba efectuando uno de sus paseos, apareció en el descuidado patio frontal de Gary. Vio a Gary y emitió un ladrido de cortesía. Después se acercó, meneando la cola.

—Cujo, hijo de la gran puta —dijo Gary.

Posó en el suelo el vaso del «destornillador» y empezó a revolver metódicamente en sus bolsillos, en busca de galletas para perro. Siempre tenía unas cuantas a mano para Cujo, que era un perro auténticamente bueno como los de antes.

Encontró un par de ellas en el bolsillo de la camisa y las mostró.

—Siéntate, muchacho. Siéntate.

Por muy deprimido o malhumorado que se sintiera, la contemplación de aquel perro de cien kilos de peso sentado como un conejo nunca dejaba de alegrarle.

Cujo se sentó, y Gary vio un pequeño arañazo de desagradable aspecto, ya cicatrizando en el hocico del perro. Gary le arrojó las galletas en forma de hueso, y Cujo las atrapó sin esfuerzo en el aire. Dejó una de ellas entre sus patas delanteras y empezó a mascar la otra.

—Buen perro —dijo Gary, extendiendo la mano para darle a Cujo unas palmadas en la cabeza—. Buen…

Cujo empezó a gruñir. Desde lo hondo de su garganta. Un ruido sordo y casi pensativo. Miró a Gary y éste vio en los ojos del perro algo frío y peligroso que le hizo estremecerse. Retiró rápidamente la mano. No se podía bromear con un perro tan grande como Cujo. A menos que quisieras pasarte el resto de la vida secándote el trasero con un garfio.

—Pero, ¿qué te pasa, muchacho? —preguntó Gary.

Jamás, en el transcurso de todos los años que el perro llevaba con los Camber, había oído gruñir a Cujo. A decir verdad, no hubiera creído posible que el viejo Cujo fuera capaz de gruñir.

Cujo meneó un poco la cola y se acercó a Gary para que lo acariciara, como si se avergonzara de su momentáneo desliz.

—Bueno, eso ya está mejor —dijo Gary, revolviendo el pelaje del enorme perro.

Había sido una semana terriblemente calurosa y aún iba a hacer más calor, según George Meara, quien se lo había oído decir a tía Evvie Chalmers. Suponía que debía de ser por eso. Los perros notaban el calor más que las personas, y él imaginaba que ninguna norma impedía que un chucho se mostrara irritable de vez en cuando. Pero, desde luego, había resultado gracioso oír gruñir a Cujo de aquella manera. Si Joe Camber se lo hubiera dicho, Gary no se lo hubiera creído.

—Ve por la otra galleta —dijo Gary, señalándola.

Cujo se volvió, se acercó a la galleta, la recogió, se la metió en la boca —mientras un largo hilo de saliva le colgaba de la misma— y después la dejó caer. Miró a Gary con expresión de disculpa.

—¿Rechazas la manduca? —dijo Gary con tono de incredulidad—. ¿Tú?

Cujo volvió a recoger la galleta y se la comió.

—Eso está mejor —dijo Gary—. Un poco de calor no te va a matar. Tampoco me va a matar a mí, aunque me esté poniendo las hemorroides a parir. Bueno, me importa una mierda que se me hinchen como unas malditas pelotas de golf. ¿Lo sabes?

Aplastó un mosquito. Cujo se tendió junto a la silla de Gary mientras éste tomaba de nuevo su «destornillador». Ya casi era hora de entrar a refrescarse, como decían los cursis del club de campo.

—Me voy a refrescar el trasero —dijo Gary. Hizo un gesto en dirección al tejado de su casa mientras una pegajosa mezcla de zumo de naranja y vodka le bajaba por el huesudo brazo tostado por el sol—. Mira esta chimenea, Cujillo. Se está cayendo la condenada. ¿Y sabes una cosa? Me importa un bledo. Aunque todo se viniera abajo, soltaría un pedo y sanseacabó. ¿Lo sabes tú?

Cujo meneó un poco la cola. No sabía lo que estaba diciendo este HOMBRE, pero los ritmos le eran conocidos y las pautas le resultaban tranquilizadoras. Estas peroratas se producían una docena de veces a la semana desde que… bueno, por lo que a Cujo respectaba, desde siempre. A Cujo le gustaba este HOMBRE que siempre tenía comida. Últimamente parecía que a Cujo no le apetecía la comida, pero, si el HOMBRE quería que comiera, comería. De ese modo, se podría tender aquí —como estaba haciéndolo ahora— y escuchar el tranquilizador parloteo. En conjunto Cujo no se encontraba muy bien. No le había gruñido al HOMBRE porque tuviera calor, sino simplemente porque no se encontraba bien. Por un momento —sólo por un momento— había experimentado el impulso de morder al HOMBRE.

—Parece que te has pillado el hocico en unas zarzas —dijo Gary—. ¿Qué estabas persiguiendo? ¿Una marmota? ¿Un conejo?

Cujo meneó un poco la cola. Los grillos cantaban en los frondosos arbustos. Detrás de la casa, las madreselvas crecían sin orden ni concierto, atrayendo a las soñolientas abejas de una tarde de verano. Todo en la vida de Cujo hubiera debido estar bien, pero, en cierto modo, no lo estaba. No se encontraba bien en absoluto.

—Ni siquiera me importa un bledo que se le caigan todos los dientes a este palurdo de Georgia o que se le caigan a Ray-Gun —dijo Gary, levantándose con gestos inestables. La silla de jardín se ladeó y cayó. Si hubiera usted supuesto que a Gary Pervier le importaba una mierda, hubiera acertado.

—Discúlpame, chico.

Entró en la casa y se preparó otro «destornillador». La cocina era un ruidoso horror cubierto de manchas de mosca, con bolsas verdes de la basura abiertas, latas vacías y botellas vacías de bebidas alcohólicas.

Cuando Gary salió de nuevo con otra bebida en la mano, Cujo ya se había marchado.

El último día de junio, Donna Trenton regresó del centro de Castle Rock (los habitantes de la ciudad lo llamaban la «calle del centro», pero, por lo menos, ella no había adquirido este particular modismo de Maine), donde había dejado a Tad en su campamento diurno y había comprado algunos comestibles en el supermercado Agway. Tenía calor y estaba cansada, y la contemplación de la vieja furgoneta Ford Ecoline de Steve Kemp con los chillones murales del desierto pintados en los costados la puso repentinamente furiosa.

La cólera había estado hirviendo a fuego lento todo el día. Vic le había hablado del inminente viaje a la hora del desayuno y, al protestar ella por el hecho de que la dejara sola con Tad durante lo que podían ser diez días o dos semanas o sólo Dios sabía cuánto tiempo, él le había explicado con toda claridad las cuestiones que estaban en juego. Le había metido el miedo en el cuerpo y a ella no le gustaba que la asustaran. Hasta aquella mañana, el asunto de los Red Razberry Zingers le había parecido una broma… una broma bastante graciosa a expensas de Vic y Roger. Jamás hubiera imaginado que una cosa tan absurda pudiera tener unas consecuencias tan graves.

Después Tad se había puesto pesado a propósito del campamento diurno, quejándose de que el viernes anterior un chico mayor le había empujado. El chico mayor se llamaba Stanley Dobson y Tad temía que Stanley Dobson le volviera a empujar. Había llorado y se había agarrado a ella cuando le había llevado al campo de la Legión Americana en el que se hallaba ubicado el campamento y había tenido que soltarle los dedos de su blusa uno por uno, haciendo que se sintiese más un nazi que una mamá: Irás al kamp diurno, ¿ja? Ja, mein Mamma! A veces Tad parecía muy pequeño para su edad, muy vulnerable. ¿Sólo de los niños se suponía que eran precoces e ingeniosos? Tenía los dedos manchados de chocolate y le había dejado las huellas en la blusa. Le recordaban las huellas de manos manchadas de sangre que a veces se veían en las revistas baratas de detectives.

Para redondear la cosa, su Pinto había empezado a funcionar de una manera muy rara mientras regresaba a casa desde el supermercado, con sacudidas y detenciones, como si se tratara de un caso de hipo automovilístico. Al cabo de un rato, el vehículo se había calmado, pero lo que podía ocurrir una vez podía volver a ocurrir y…

… y, para acabarlo de arreglar, aquí estaba Steve Kemp.

—Bueno; pues, nada de idioteces —murmuró por lo bajo, tomando la bolsa de la compra y descendiendo del vehículo, una preciosa morena de veintinueve años, alta y de ojos grises. Conseguía producir la impresión de sentirse aceptablemente pulcra, a pesar del implacable calor, de la blusa con las huellas de Tad y de los calzones cortos de color gris claro que se le pegaban a las caderas y el trasero.

Subió rápidamente los peldaños y entró en la casa por la puerta del porche. Steve se encontraba sentado en el sillón en el que solía sentarse Vic en el salón. Se estaba bebiendo una de las cervezas de Vic. Estaba fumando un cigarrillo… posiblemente suyo. La televisión estaba encendida, ofreciendo las angustias de Hospital general a todo color.

—Llega la princesa —dijo Steve, esbozando aquella sonrisa simétrica que tan encantadora e interesantemente peligrosa le había parecido a Donna en otros tiempos—. Pensaba que no ibas a llegar nunca…

—Quiero que te largues de aquí, hijo de puta —le dijo ella sin inflexión alguna en la voz, dirigiéndose a la cocina.

Dejó la bolsa de la compra encima de la mesa y empezó a guardar las cosas. No recordaba cuál había sido la última vez en que había estado tan enojada y tan furiosa como ahora, con un angustioso y dolorido nudo en el estómago. Tal vez en el transcurso de una de las interminables discusiones con su madre. Uno de aquellos auténticos espectáculos de horror que se organizaban antes de que ella se fuera a la escuela. Cuando Steve se le acercó por detrás y deslizó sus bronceados brazos alrededor de su talle desnudo, actuó sin pensar; le golpeó con el codo la parte inferior del tórax. Su furia no se calmó ante el hecho evidente de que él se hubiera anticipado a su acción. Él jugaba mucho al tenis y pareció como si su codo hubiera golpeado una pared de piedra revestida con una capa de goma dura.

Se volvió y contempló el sonriente rostro barbudo. Ella medía un metro setenta y nueve y superaba a Vic en dos centímetros y medio cuando calzaba zapatos de tacón, pero Steve medía casi un metro noventa y dos.

—¿No me has oído? ¡Quiero que te largues de aquí!

—¿Y por qué? —preguntó él—. El chiquitín está haciendo taparrabos de abalorios o disparando contra manzanas sobre las cabezas de los monitores con su pequeño arco y sus flechas… o lo que hagan allí… y el maridito está bregando con los pelmazos de la oficina… y ahora es el momento de que la hausfrau más bonita de Castle Rock y el poeta y as del tenis residente en Castle Rock hagan sonar con encantadora armonía las campanas de la unión sexual.

—Veo que has aparcado en la calzada cochera —dijo Donna—. ¿Por qué no fijas un gran letrero en tu furgoneta? ¿ESTOY JODIENDO CON DONNA TRENTON o algo por el estilo?

—Tengo todas las razones para aparcar en la calzada cochera —dijo Steve, todavía sonriendo—. Llevo la mesa del tocador en la parte de atrás. Limpia y desnuda. Como querría verte a ti, cariño.

—Puedes dejarla en el porche. Yo me encargaré de ella. Mientras lo haces, te extenderé un cheque.

La sonrisa de Steve se esfumó levemente. Por primera vez desde que ella había entrado en la casa, el encanto superficial se había desvanecido un poco y ella podía ver a la persona real que había debajo. Era una persona que no le gustaba en absoluto, una persona que la dejaba consternada cuando se la imaginaba en relación consigo misma. Había mentido a Vic, había actuado a espaldas suyas, para poder acostarse con Steve Kemp. Pensaba que ojalá lo que sentía ahora pudiera ser algo tan sencillo como volver a descubrirse a sí misma, como después de haber sufrido un desagradable acceso de fiebre. O volver a descubrirse a sí misma en calidad de compañera de Vic. Pero, una vez eliminada la corteza, el hecho escueto consistía en que Steve Kemp —poeta con obra publicada, restaurador y barnizador ambulante de muebles, restaurador de asientos de rejilla, buen jugador aficionado de tenis y excelente amante vespertino— era una caca.

—Habla en serio —dijo él.

—Claro, nadie puede rechazar al apuesto y sensible Steve Kemp —dijo ella—. Tiene que ser una broma. Sólo que no lo es. Por consiguiente, lo que vas a hacer ahora, apuesto y sensible Steve Kemp, será dejar la mesa del tocador en el porche, coger el cheque y largarte con viento fresco.

—A mí no me hables así, Donna.

Su mano se deslizó hacia el pecho de Donna y lo apretó. Le hizo daño. Ella empezó a sentirse un poco asustada y enfurecida a un tiempo. (Sin embargo, ¿acaso no había estado constantemente asustada? ¿Acaso no había eso formado parte de la pequeña y desagradable emoción furtiva que todo ello le producía?)

Ella le propinó un golpe en la mano.

—No me saques de mis casillas, Donna —Steve ya no sonreía—. Hace demasiado calor.

—¿Yo? ¿Que no te saque de tus casillas? Estabas aquí cuando llegué.

El hecho de que él la asustara contribuía a intensificar su cólera. Tenía una espesa barba negra que le subía hasta los pómulos y se le ocurrió pensar de repente que, aunque le había visto el miembro de cerca —lo había tenido en la boca—, nunca se había percatado realmente de cómo era su cara.

—Lo que quieres decir —dijo él— es que te picaba algo y, ahora que ya te has rascado, a la mierda. ¿Es eso? ¿Qué importa lo que yo sienta?

—Me estás echando el aliento encima —dijo ella, empujándole para guardar la leche en el frigorífico.

Esta vez, él no lo esperaba. El empujón le pilló desprevenido y le hizo retroceder un paso. Aparecieron unas repentinas arrugas en su frente y sus pómulos enrojecieron intensamente. Ella le había visto algunas veces con aquel aspecto en las pistas de tenis situadas detrás de los edificios de la Academia de Bridgton. Cuando fallaba una jugada fácil. Le había visto jugar varias veces —incluidos dos sets en cuyo transcurso había eliminado con gran facilidad a su jadeante y resoplante marido— y, en las pocas ocasiones en que le había visto perder, su reacción le había provocado una extremada inquietud a propósito del lío en que se había metido con él. Había publicado poemas en más de dos docenas de pequeñas revistas y un libro suyo titulado La persecución del ocaso había sido publicado por una empresa editorial de Baton Rouge llamada La Prensa sobre el Garaje. Se había licenciado en Drew (Nueva Jersey); tenía unas opiniones muy firmes acerca del arte moderno, la cuestión del inminente referéndum nuclear en Maine y las películas de Andy Warhol y encajaba una doble falta de la misma manera que Tad encajaba la noticia de que había llegado la hora de irse a la cama.

Ahora la siguió, la asió por el hombro y le dio la vuelta para que le mirase a la cara. El envase de cartón de la leche se le escapó a Donna de las manos y se abrió en el suelo.

—Fíjate en eso —dijo Donna—. Bonita faena, pillastre.

—Oye, a mí no me gusta que me empujen. ¿Quieres…?

—¡Que te largues de aquí! —le gritó ella a la cara. Le roció las mejillas y la frente con su saliva—. ¿Qué tengo que hacer para convencerte? ¿Necesitas que te lo ilustren con un dibujo? ¡No eres bien recibido aquí! ¡Vete a interpretar tu papel de regalo de Dios con otra mujer!

—Sucia bruja indecente —dijo él.

Hablaba en tono sombrío y mostraba una expresión enfurecida. No le soltaba el brazo.

—Y llévate el tocador. Tíralo a la basura.

Donna consiguió liberarse y tomó la bayeta, colgada sobre el grifo del fregadero. Le temblaban las manos, tenía el estómago trastornado y estaba empezando a dolerle la cabeza. Pensaba que iba a vomitar de un momento a otro.

Se puso a gatas y empezó a secar la leche derramada.

—Sí, te crees que eres algo —dijo él—. ¿Desde cuándo tienes la entrepierna de oro? Te encantaba. Me pedías a gritos que te diera más.

—Menos mal que utilizas el tiempo gramatical adecuado, amigo —dijo ella sin levantar los ojos. El cabello le cubría el rostro y a ella le parecía muy bien. No quería que él viera lo pálida y desmejorada que estaba su cara. Tenía la sensación de que alguien la había arrojado a una pesadilla. Tenía la sensación de que, si se hubiera mirado a un espejo en aquellos momentos, habría visto a una fea bruja retozadora—. Vete, Steve. No voy a repetírtelo.

—¿Y si no me voy? ¿Vas a llamar al sheriff Bannerman? Claro. Le dirás: «Oiga, George, soy la esposa del señor Hombre de Negocios y el tipo con quien me he estado acostando en secreto no se quiere largar. ¿Quiere hacer el favor de venir a llevárselo?». ¿Es eso lo que vas a decir?

Ahora el miedo se apoderó profundamente de ella. Antes de casarse con Vic, trabajaba como bibliotecaria en el complejo escolar de Westchester y su pesadilla particular siempre había sido la de tener que decirles a los niños por tercera vez —con su tono de voz más fuerte— que se callaran inmediatamente, por favor. Siempre que lo hacía, se callaban —por lo menos, lo suficiente como para que ella pudiera superar aquel período de tiempo—, pero, ¿y si no lo hubieran hecho? Ésa era su pesadilla. ¿Y si no lo hubieran hecho en absoluto? ¿Qué hubiera podido hacer? La pregunta la asustaba. La asustaba el hecho de plantearse dicha pregunta, aunque lo hiciera en su fuero interno, en mitad de la noche. La asustaba el hecho de tener que hablar a gritos y sólo lo había hecho en casos absolutamente necesarios. Porque ahí era donde la civilización llegaba a un brusco y chirriante final. Ahí era donde el pavimento asfaltado se transformaba en tierra. Si no te escuchaban cuando hablabas en tono recio, el único recurso que te quedaba era el grito.

Y ésa era la misma clase de miedo. La única respuesta a la pregunta del hombre era, como es lógico, la de gritar en caso de que se acercara.

—Vete —le dijo, bajando la voz—. Por favor. Hemos terminado.

—¿Y si yo decidiera que no? ¿Y si decidiera violarte aquí en el suelo sobre esta maldita leche derramada?

Ella le miró por entre su cabello enmarañado. Su rostro aún estaba pálido y sus ojos aún estaban demasiado abiertos, rodeados de carne blanca.

—Entonces habrá pelea. Y, si se me ofrece la oportunidad de arrancarte las pelotas o de sacarte un ojo, no vacilaré.

Por un instante, antes de que él acercara el rostro, le pareció ver que él se había quedado perplejo. Él sabía que era rápida y que estaba en forma. Podía derrotarla jugando al tenis, pero ella le hacía sudar para conseguirlo. Probablemente, sus pelotas y sus ojos estaban a salvo, pero era muy posible que ella le marcara un poco la cara. Se trataba de establecer hasta qué extremo quería llegar. Ella percibía el olor de algo denso y desagradable en el aire de su cocina, una vaharada de selva, y comprendía con desaliento que era una mezcla de su propio temor y de la furia de Steve. Era algo que se escapaba de los poros de ambos.

—Me llevaré de nuevo el tocador al taller —dijo él—. ¿Por qué no envías por él a tu precioso maridito, Donna? Él y yo podríamos mantener una bonita conversación. Acerca de la limpieza de muebles.

Después se marchó, cerrando la puerta que comunicaba el salón con el porche casi con tanta fuerza como para romper los cristales. Momentos después, el motor de su furgoneta empezó a rugir, funcionó en vacío como a trompicones y después emitió un rumor más suave y se puso en marcha. Steve se alejó, haciendo chirriar los neumáticos.

Donna terminó de secar lentamente la leche, levantándose de vez en cuando para escurrir el trapo en la cubeta de acero inoxidable. Observó cómo los hilillos de leche bajaban hacia el desagüe. Estaba temblando totalmente, en parte a causa de la reacción y, en parte, de alivio. Apenas había prestado atención a la velada amenaza de Steve de decírselo a Vic. Sólo acertaba a pensar, una y otra vez, en la sucesión de acontecimientos que habían culminado en esta desagradable escena. Creía sinceramente que se había entregado a aquellas relaciones con Steve Kemp casi inadvertidamente. Había sido como una explosión de aguas fecales de una cloaca enterrada. Ella creía que una cloaca análoga discurría por debajo de los cuidados céspedes de casi todos los matrimonios de Estados Unidos.

Ella no quería trasladarse a vivir a Maine y se había aterrado cuando Vic le había expuesto la idea. A pesar de las vacaciones que había pasado allí (tal vez las vacaciones hubieran contribuido a ratificarla en su opinión), el estado le había parecido un páramo selvático, un lugar en el que la nieve alcanzaba seis metros de altura en invierno y la gente se quedaba prácticamente aislada. La idea de llevarse a su niño a semejante ambiente la aterrorizaba. Había imaginado —y se lo había comentado a Vic— la caída de repentinas nevadas, dejándole a él incomunicado en Portland y a ella en Castle Rock. Imaginó y comentó la posibilidad de que Tad se tragara unas pastillas en semejante situación o bien se quemara con la estufa, o Dios sabía qué otra cosa. Y tal vez parte de su resistencia se hubiera debido a su obstinada negativa a abandonar la tensión y el ajetreo de Nueva York.

Bueno; pues, había que reconocerlo…, lo peor no había sido nada de todo eso. Lo peor había sido el inquietante convencimiento de que la Ad Worx iba a fracasar y se verían obligados a regresar a rastras con el rabo entre las piernas. Semejante cosa no había ocurrido porque Vic y Roger habían trabajado como fieras. Pero eso había tenido por contrapartida el hecho de dejarla a ella con un niño pequeño y con demasiado tiempo libre.

Podía contar sus amigos íntimos con los dedos de una mano. Confiaba en que los que hiciera fueran amigos suyos contra viento y marea, pero nunca le había sido fácil entablar rápidamente amistad con los demás. Había acariciado la idea de conseguir un permiso de trabajo en Maine: Maine y Nueva York tenían establecidos acuerdos de reciprocidad; hubiera sido cuestión más que nada de rellenar algunos impresos. Entonces hubiera podido acudir a ver al inspector escolar e inscribir su nombre en la lista de suplencias de la Escuela Superior de Castle Rock. La idea era ridícula y la archivó tras haber hecho algunas cuentas con su calculadora de bolsillo. La gasolina y los honorarios de las personas encargadas de cuidar del niño se comerían buena parte de los veintiocho dólares diarios que hubiera podido ganar.

Me he convertido en la legendaria Gran Ama de Casa Norteamericana, había pensado tristemente un día del último invierno, observando cómo el aguanieve golpeaba las contraventanas del porche. Sentada en casa, dándole de comer a Tad sus «franks» y sus alubias o sus bocadillos de tostadas con queso y la sopa Campbell’s para el almuerzo, recibiendo mi porción de vida a través de Lisa en El mundo gira y de Mike en Los jóvenes y los inquietos. De vez en cuando, nos divertimos con una sesión de La rueda de la Fortuna. Podía ir a ver a Joanie Welsh, que tenía una niña aproximadamente de la misma edad que Tad, pero Joanie siempre la ponía nerviosa. Tenía tres años más que Donna y pesaba cinco kilos más. Los cinco kilos de más no parecían preocuparla. Decía que a su marido le gustaba así. Joanie aceptaba las cosas de Castle Rock tal como eran.

Poco a poco, la porquería había empezado a acumularse en la tubería. Empezó a darle la lata a Vic a propósito de las pequeñas cosas, sublimando las grandes porque eran difíciles de definir y todavía más difíciles de expresar con palabras. Cosas tales como la pérdida y el temor y el envejecimiento. Cosas como la soledad y el miedo a estar sola. Cosas como oír en la radio una canción que recordaba de tus tiempos de estudiante de secundaria y echarte a llorar sin motivo. Sintiendo celos de Vic porque su vida era una lucha diaria por construir algo, porque era un caballero andante con el timbre heráldico de la familia grabado en relieve en su escudo, y su vida, en cambio, consistía en quedarse ahí, cuidando a Tad todo el día, procurando alegrarle cuando se mostraba irritable, escuchando sus parloteos, preparándole las comidas y las meriendas. Era una vida vivida en las trincheras. Una parte excesiva de ella consistía en esperar y escuchar.

Y ella había estado pensando constantemente que las cosas empezarían a arreglarse cuando Tad creciera; el descubrimiento de que semejante cosa no era cierta le había provocado una especie de terror de bajo nivel. El año pasado, el niño había estado fuera de casa tres mañanas por semana, en un jardín de infancia de Jack y Jill; ese verano había pasado cinco tardes por semana en un campamento deportivo. Cuando él no estaba, la casa resultaba aterradoramente vacía. Los claros de las puertas parecían inclinarse y boquear sin que Tad los llenara; la escalera bostezaba cuando Tad no estaba sentado en ella a medio camino de subida, con los pantalones del pijama puestos antes de irse a echar la siesta, contemplando ensimismado uno de sus cuentos ilustrados.

Las puertas eran bocas, las escaleras eran gargantas. Las habitaciones vacías se convertían en trampas.

Y entonces ella empezaba a fregar suelos que no necesitaban ser fregados. Observaba las jabonaduras. Pensaba en Steve Kemp, con quien había coqueteado un poco desde que él había llegado a la ciudad el otoño anterior con su furgoneta matriculada en Virginia, montando un pequeño negocio de limpieza y restauración de muebles. Se había sorprendido a sí misma sentada frente al televisor sin tener ni idea de lo que estaba viendo porque estaba pensando en la forma en que su intenso bronceado contrastaba con su blanco atuendo de tenis o en la forma en que se agitaba su trasero cuando se movía con rapidez. Y, al final, había hecho una cosa. Y hoy…

Notó un nudo en el estómago y corrió al cuarto de baño, cubriéndose la boca con las manos y mirando con ojos fijos y desorbitados. Había llegado justo a tiempo, vomitándolo todo. Contempló el revoltijo que había sacado y, emitiendo un gemido, volvió a sacar más.

Cuando su estómago se sintió mejor (si bien las piernas le estaban volviendo a temblar, algo había perdido y algo había ganado), se miró en el espejo del cuarto de baño. El tubo fluorescente resultaba duro y muy poco favorecedor para su rostro. Su piel estaba demasiado pálida y sus párpados estaban enrojecidos. El cabello se le había pegado al cráneo, formando un casco muy poco favorecedor. Vio el aspecto que iba a tener cuando fuera vieja y lo más terrible de todo ello era que, en aquellos momentos, si Steve Kemp hubiera estado allí, pensaba que le hubiera permitido hacerle el amor, con tal de que la hubiera abrazado y besado y le hubiera dicho que no tenía que asustarse, que el tiempo era un mito y la muerte era un sueño, que todo iba bien.

Surgió de ella un sonido, un sollozo estridente que no era posible que hubiera nacido en su pecho. Era el grito de una loca.

Inclinó la cabeza y lloró.

Charity Camber se sentó en la cama de matrimonio que compartía con su marido Joe y contempló algo que tenía en las manos. Acababa de regresar de la tienda, la misma de la que Donna Trenton era cliente. Ahora tenía las manos y los pies y las mejillas ateridos y fríos, como si hubiera estado fuera demasiado tiempo con Joe en el automóvil de la nieve. Pero mañana era el primero de julio; el automóvil de la nieve estaba perfectamente guardado en el cobertizo de atrás, cubierto con su funda de lona.

No puede ser. Había habido algún error.

Pero no había error. Lo había comprobado una docena de veces y no había error.

Al fin y al cabo, tiene que ocurrirle a alguien, ¿no es cierto? Sí, claro. A alguien. Pero, ¿a ella?

Podía oír a Joe, aporreando algo en su garaje, un sonido fuerte como de campana que se estaba abriendo paso a golpes en la calurosa tarde, como un martillo que estuviera dando forma a una fina plancha de metal. Hubo una pausa y después, tenuemente:

—¡Mierda!

El martillo volvió a descargarse una vez más y hubo una pausa más prolongada. Después, su marido llamó a voz en grito:

—¡Brett!

Siempre se estremecía un poco cuando él levantaba la voz de aquella manera y llamaba al niño. Brett quería mucho a su padre, pero Charity nunca había estado segura de lo que Joe sentía por su hijo. Era terrible pensar eso, pero era verdad. Una vez, hacía dos años, había tenido una pesadilla horrible que no pensaba que pudiera olvidar jamás. Soñó que su marido le clavaba una horca a Brett directamente en el pecho. Los pinchos 4e atravesaban y salían por la espalda de la camiseta de Brett, levantándola como los mástiles levantan una tienda de campaña en el aire. El pequeño sinvergüenza no vino cuando le llamé, decía el marido de su sueño, y ella se había despertado con un sobresalto al lado de su marido verdadero que estaba durmiendo el sueño de la cerveza, enfundado en unos calzones de boxeo. La luz de la luna penetraba por la ventana, iluminando la cama en la que ahora se encontraba sentada, un frío e indiferente chorro de luz de luna, y ella había comprendido lo asustada que podía sentirse una persona y hasta qué punto el miedo era un monstruo de dientes amarillos, dispuesto por un Dios enfurecido para devorar a los incautos y los ineptos. Joe le había puesto las manos encima algunas veces en el transcurso de su matrimonio, y ella había aprendido la lección. Tal vez ella no fuese un genio, pero su madre no había criado a ningún idiota. Ahora hacía lo que Joe decía y raras veces discutía. Suponía que Brett también era así. Pero a veces temía por el niño.

Se acercó a la ventana justo a tiempo para ver a Brett, que cruzaba el patio a toda prisa y entraba en el establo. Cujo iba siguiéndole los talones a Brett, con aire acalorado y decaído.

Tenuemente:

—Aguanta eso, Brett.

Más tenuemente:

—Sí, papá.

Se inició de nuevo el martilleo, el implacable sonido de punzón de romper hielo: ¡Uing! ¡Uing! ¡Uing! Se imaginaba a Brett sosteniendo algo contra algo… un cortafríos contra un cojinete atascado tal vez, o un clavo largo cuadrado contra el pestillo de una cerradura. Su marido, con un Pall Mall moviéndose en la comisura de su fina boca, las mangas de la camiseta remangadas, blandiendo un pesado martillo de dos kilos. Y, si estaba borracho… si le fallaba un poco la puntería.

Oía mentalmente el grito angustiado de Brett mientras el martillo le dejaba la mano convertida en una roja papilla despachurrada y cruzó los brazos sobre el pecho para librarse de aquella visión.

Contempló de nuevo la cosa que tenía en la mano y se preguntó si habría algún medio de que pudiera utilizarla. Más que nada en el mundo, deseaba ir a Connecticut a ver a su hermana Holly. Hacía seis años, en el verano de 1974… lo recordaba muy bien porque había sido un mal verano para ella, con la excepción de aquel agradable fin de semana. El setenta y cuatro había sido el año en que se habían iniciado los problemas nocturnos de Brett: inquietud, pesadillas y, cada vez con más frecuencia, episodios de sonambulismo. Había sido también el año en que Joe había empezado a beber más de la cuenta. Más tarde, las noches de inquietud y el sonambulismo de Brett habían desaparecido. Pero la afición de Joe a la bebida no había desaparecido.

Brett tenía entonces cuatro años; ahora tenía diez y ni siquiera recordaba a su tía Holly, que llevaba seis años casada. Ésta tenía un niño que llevaba el mismo nombre que su marido, y una niña. Charity no había visto jamás a los niños, su sobrina y su sobrino, más que en las fotografías en Kodachrome que Holly le mandaba de vez en cuando por correo.

Le daba miedo pedírselo a Joe. Él estaba harto de oírle hablar de ello y, en caso de que se lo volviera a pedir, tal vez le pegara. Hacía casi dieciséis meses que le había preguntado si no podrían tomarse tal vez unas pequeñas vacaciones en Connecticut. No era muy dado a los viajes el hijo Joe de la señora Camber. Se encontraba a gusto en Castle Rock. Una vez al año, él y el viejo borrachín de Gary Pervier y algunos de sus amigotes se trasladaban al norte, a Moosehead, para cazar venados. En noviembre último, había querido llevarse a Brett. Pero ella se había opuesto con firmeza y había seguido oponiéndose, a pesar de los malhumorados murmullos de Joe y de los tristes ojos de Brett. No iba a permitir que el niño pasara fuera dos semanas con aquel grupo de hombres, oyendo conversaciones vulgares y chistes subidos de tono y viendo en qué clases de animales podían convertirse los hombres cuando pasaban varios días o semanas bebiendo sin cesar. Armas de fuego cargadas, hombres cargados, alguien sufría siempre algún daño más tarde o más temprano, tanto si llevaban gorros y chalecos anaranjados fluorescentes como si no. Y no iba a ser Brett. Su hijo no iba a ser.

El martillo seguía golpeando el acero con golpes rítmicos y regulares. Se detuvo. Ella se tranquilizó un poco. Pero después empezó de nuevo.

Suponía que, más tarde o más temprano, Brett se iría con ellos y ella le perdería. Se incorporaría a su club y, a partir de aquel momento, ella sería poco más que una fregona que mantenía arreglada la sede social del club. Sí, llegaría ese día y ella lo sabía y estaba apenada. Pero, por lo menos, había logrado aplazarlo un año.

¿Y este año? ¿Podría conservarle en casa con ella este noviembre? Tal vez no. En cualquiera de los casos, sería mejor —no es que estuviera bien, pero, por lo menos, sería mejor— que pudiera llevarse primero a Brett a Connecticut. Llevarle allí y enseñarle cómo algunas…

… algunas…

Vamos, dilo, aunque sea en tu fuero interno.

(cómo vivían algunas personas respetables)

Si Joe les permitiera ir solos… pero era absurdo pensarlo. Joe podía ir a los sitios solo o con sus amigos, pero ella no, ni siquiera llevando consigo a Brett. Ésta era una de las normas básicas de su matrimonio. Y, sin embargo, no podía evitar pensar lo mucho mejor que sería sin él… sin verle sentado en la cocina de Holly, bebiendo cerveza y mirando al Jim de Holly de arriba a abajo con aquellos insolentes ojos castaños. Sería mejor que él no les acompañara y empezara a mostrarse impaciente por irse hasta que Holly y Jim empezaran a mostrarse impacientes por que se fueran…

Ella y Brett.

Los dos solos.

Podían ir en autocar.

Pensó: En noviembre pasado, él quiso llevarse a Brett a cazar.

Pensó: ¿Y si pudieran hacer un trato?

El frío se apoderó de ella, llenando los huecos de sus huesos con vidrio hilado. ¿Podría ella acceder realmente a semejante trato? ¿Que Joe se llevara a Brett a Moosehead en otoño a cambio de que él accediera a su vez a dejarles ir a Stratford en autocar…?

Había dinero suficiente —ahora sí—, pero el dinero por sí solo no bastaba. Él cogería el dinero y ella no lo volvería a ver. A menos que supiera jugar las cartas con mucha precisión. Con mucha… precisión.

Su mente empezó a moverse con más rapidez. Los golpes del exterior cesaron. Vio a Brett saliendo al trote del establo y experimentó una leve sensación de gratitud. En una especie como de premonición, estaba convencida de que, en caso de que el muchacho llegara a sufrir algún daño grave, ello iba a ocurrir en aquel lóbrego lugar con el serrín esparcido sobre la grasa que cubría las tablas de madera del suelo.

Había un medio. Tenía que haber un medio.

En caso de que ella estuviera dispuesta a correr el riesgo.

Entre sus dedos tenía un billete de la lotería. Lo manoseó una y otra vez mientras reflexionaba, de pie junto a la ventana.