Erase una vez, no hace mucho tiempo, un monstruo que llegó a la pequeña ciudad de Castle Rock, estado de Maine. Mató a una camarera llamada Alma Frechette en 1970, a una mujer llamada Pauline Toothaker y a una estudiante de la escuela secundaria, llamada Cheryl Moody, en 1971; a una preciosa muchacha llamada Carol Dunbarger en 1974, a una profesora llamada Etta Ringgold en otoño de 1975; y, finalmente, a una maestra de escuela primaria llamada Mary Kate Hendrasen a principios del invierno de aquel mismo año.

No era un hombre lobo, un vampiro, un espíritu demoníaco ni una criatura innominable del bosque encantado o de los yermos nevados; era simplemente un agente de policía llamado Frank Dodd con problemas mentales y sexuales. Un buen hombre llamado John Smith descubrió cómo se llamaba, merced a una especie de magia, pero, antes de que pudieran capturarle —tal vez fuera mejor así—, Frank Dodd se quitó la vida.

Hubo un poco de conmoción, claro, pero en aquella pequeña ciudad hubo sobre todo regocijo, porque el monstruo que había turbado tantos sueños había muerto, había muerto por fin. Las pesadillas de una ciudad quedaron enterradas en la tumba de Frank Dodd.

Y, sin embargo, en una época tan ilustrada como la nuestra, en la que tantos padres son conscientes del daño psicológico que pueden causar a sus hijos, debió de haber sin duda en algún lugar de Castle Rock un progenitor —o tal vez una abuela— que tranquilizó a los niños diciéndoles que, como no se andarán con cuidado, como no se portaran bien, Frank Dodd se los llevaría. Y sin duda debió producirse el silencio mientras los niños miraban por las oscuras ventanas y pensaban en Frank Dodd, con su lustroso impermeable negro de vinilo, en Frank Dodd que había estrangulado… y estrangulado… y estrangulado.

Está ahí fuera, puedo oír susurrar a la abuela mientras el viento silba por el conducto de la chimenea y resuella alrededor de la tapadera de la vieja marmita encajada en el quemador de la cocina. Está ahí fuera y, si no sois buenos, puede que veáis su cara, mirando por la ventana de vuestro dormitorio cuando todo el mundo en la casa esté durmiendo menos vosotros; puede que veáis su rostro sonriente, mirándonos desde el armario en mitad de la noche, con la señal de STOP que tenía en alto cuando ayudaba a los niños a cruzar la calle, en una mano, y la navaja que utilizó para matarse en la otra… por consiguiente, sssss, niños… sssss… sssss…

No obstante, para la mayoría de la gente, el final fue el final. Hubo pesadillas, desde luego, y niños que permanecían en vela, desde luego, y la casa vacía de Dodd (ya que su madre sufrió poco después un ataque y murió) adquirió rápidamente la fama de ser una casa habitada por fantasmas y la gente la evitaba; pero todo ello fueron fenómenos pasajeros… los efectos secundarios tal vez inevitables de una cadena de asesinatos absurdos.

Sin embargo, pasó el tiempo. Cinco años.

El monstruo se había ido, el monstruo había muerto. Frank Dodd se estaba convirtiendo en polvo en el interior de su ataúd.

Sólo que el monstruo nunca muere. Hombre lobo, vampiro, espíritu demoníaco, criatura innominable de los yermos. El monstruo nunca muere.

Regresó de nuevo a Castle Rock en el verano de 1980.

Tad Trenton, de cuatro años, se despertó una madrugada no mucho después de medianoche en mayo de aquel año, con necesidad de ir al lavabo. Se levantó de la cama y se encaminó medio dormido hacia la blanca luz que penetraba como una cuña por la puerta entornada, bajándose ya los pantalones del pijama. Orinó durante una eternidad, tiró de la cadena y volvió a la cama. Subió la colcha y fue entonces cuando vio a la criatura en su armario.

Agazapada en el suelo estaba, con sus enormes hombros sobresaliendo por encima de su cabeza ladeada y sus ojos parecidos a pozos de ámbar incandescente… una cosa que hubiera podido ser medio hombre y medio lobo. Y sus ojos le siguieron cuando se incorporó con un hormigueo en el escroto, el cabello de punta y el aliento como un tenue silbido invernal en la garganta; unos ojos enloquecidos que se reían, unos ojos que prometían una horrible muerte y la música de los gritos que no se oían; algo en el armario.

Oyó el ronroneo de su gruñido; percibió el olor de su dulzón aliento de carroña.

Tad Trenton se cubrió los ojos con las manos, respiró entrecortadamente y gritó.

Una exclamación en voz baja en otra habitación: su padre.

Un grito asustado de «¿Qué es eso?» desde la misma habitación: su madre.

Sus pasos, corriendo. Cuando entraron, miró por entre los dedos y lo vio allí en el armario, gruñendo, haciéndole la espantosa promesa de que tal vez vinieran, pero de que se irían sin duda y, cuando se fueran…

Se encendió la luz. Vic y Donna Trenton se acercaron a su cama, intercambiándose una mirada de preocupación por encima de su rostro blanco como la tiza y sus ojos desorbitados, y su madre dijo… no, gritó con irritación:

—¡Ya te dije que tres perros calientes eran demasiado, Vic!

Y después su papá se sentó en la cama, el brazo de papá alrededor de sus hombros, preguntándole qué ocurría.

Tad se atrevió a mirar de nuevo la puerta abierta del armario.

El monstruo se había ido. En lugar de la bestia hambrienta que había visto, vio dos montones desiguales de mantas, ropa de cama de invierno que Donna aún no se había tomado la molestia de subir al tercer piso de la vivienda aislado del resto de la casa. Los montones de ropa se encontraban sobre la silla en la que Tad solía subirse cuando necesitaba algo del estante superior del armario. En lugar de la peluda cabeza triangular, ladeada en una especie de inquisitivo gesto depredador, vio su osito de felpa sobre el más alto de los dos montones de mantas. En lugar de unos hundidos y funestos ojos de color ámbar, vio los amables globos de cristal marrón desde los que su osito contemplaba el mundo.

—¿Qué ocurre, Tadder? —volvió a preguntarle su papá.

—¡Hay un monstruo! —gritó Tad—. ¡En mi armario!

Y se echó a llorar.

Su mamá se sentó a su lado; ambos le abrazaron e intentaron tranquilizarle todo lo que pudieron, A continuación tuvo lugar el ritual de los padres. Le explicaron que no había monstruos; que simplemente había tenido una pesadilla. Su mamá le explicó que las sombras podían parecer a veces aquellas cosas feas que a veces enseñaban en la televisión o en las historietas ilustradas, y papá le dijo que todo estaba bien y en orden, que nada en aquella buena casa podía hacerle daño. Tad asintió y se mostró de acuerdo en que sí, aunque sabía que no.

Su padre le explicó que, en la oscuridad, los dos montones desiguales de mantas se le habían antojado unos hombros encorvados, que el osito le había parecido una cabeza ladeada y que la luz del cuarto de baño, reflejada en los ojos de vidrio de su osito, había hecho que éstos parecieran los ojos de un animal vivo.

—Verás —le dijo—. Mírame bien, Tadder.

Tad miró.

Su padre tomó los dos montones de mantas y los colocó al fondo del armario de Tad. Tad pudo oír el suave sonido metálico de las perchas, hablando acerca de papá en el lenguaje propio de las perchas. Resultaba divertido y sonrió un poco. Mamá captó su sonrisa y le sonrió a su vez, más tranquila.

Su papá emergió del interior del armario empotrado, tomó el osito y lo colocó entre los brazos de Tad.

—Y ahora, lo último aunque no lo menos importante —dijo papá, haciendo un ceremonioso gesto y una reverencia que provocaron la risa tanto de Tad como de mamá—. La chilla.

Cerró firmemente la puerta del armario y después colocó la silla contra la puerta. Cuando regresó junto a la cama de Tad, papá estaba todavía sonriendo, pero sus ojos mostraban una expresión seria.

—¿De acuerdo, Tad?

—Sí —dijo Tad y después se obligó a sí mismo a decirlo—. Pero estaba allí, papá. Yo lo he visto. De veras.

—Tu imaginación ha visto algo, Tad —dijo papá mientras su mano grande y cálida acariciaba el cabello de Tad—. Pero no has visto un monstruo en el armario, un monstruo de verdad. No hay monstruos, Tad. Los hay tan sólo en los cuentos y en tu imaginación.

Él miró de su padre a su madre y viceversa… sus grandes y queridos rostros.

—¿De verdad?

—De verdad —dijo su mamá—. Ahora quiero que te levantes y vayas a hacer un pipí, como un chico mayor.

—Ya lo he hecho. Por eso me he despertado.

—Bueno —dijo ella, porque los padres nunca te creen—, pues dame ese gusto, ¿te parece?

Y entonces él fue y ella le miró mientras hacía cuatro gotas y le dijo sonriendo:

—¿Lo ves? Tenías ganas.

Resignado, Tad asintió. Regresó a la cama. Le arroparon. Aceptó besos.

Y, mientras su madre y su padre se encaminaban de nuevo hacia la puerta, el temor le envolvió de nuevo como una fría capa llena de bruma. Como un sudario que apestara a muerte irremediable. Oh, por favor, pensó; pero no hubo más, simplemente eso: Oh, por favor oh por favor oh por favor.

Tal vez su padre captó su pensamiento porque Vic se volvió con una mano en el interruptor de la luz y repitió:

—No hay monstruos, Tad.

—No, papá —dijo Tad porque, en aquel instante, los ojos de su padre le parecieron nublados y lejanos, como si necesitara que le convenciesen—. No hay monstruos. Excepto el de mi armario.

La luz se apagó.

—Buenas noches, Tad.

La voz de su madre le llegó leve y suavemente y, en su imaginación, él le gritó: ¡Ten cuidado, mamá, se comen a las señoras! ¡En todas las películas cogen a las señoras, se las llevan y se las comen! Oh por favor oh por favor oh por favor

Pero se habían ido.

Y entonces Tad Trenton, de cuatro años, se quedó tendido en la cama, todo alambres y rígidos tensores del Erector Set. Se quedó tendido con los cobertores subidos hasta la barbilla y apretando con un brazo el osito contra su pecho, y allí estaba Luke Skywalker en una pared; había una ardilla listada de pie sobre una licuadora en otra pared, sonriendo alegremente (SI LA VIDA TE OFRECE LIMONES, ¡haz limonada!, estaba diciendo la descarada y sonriente ardilla); había toda la abigarrada tropa de Sesame Street en una tercera: Big Bird, Bert, Ernie, Osear, Grover. Tótems buenos; magia benévola. Pero, ¡oh, el viento del exterior, chillando sobre el tejado y patinando por los negros canalones! Ya no podría dormir esa noche.

Sin embargo, poco a poco, los alambres se desenredaron y los rígidos músculos del Erector Set se relajaron. Su mente empezó a perderse…

Y entonces un nuevo grito, éste más cercano que el viento nocturno del exterior, le devolvió a un angustioso estado de vela.

Los goznes de la puerta del armario.

Criiiiiiii…

Un leve sonido, tan agudo que tal vez sólo los perros y los niños pequeños despiertos por la noche hubieran podido oír. La puerta de su armario se estaba abriendo lenta e inexorablemente, una boca muerta, abriéndose en la oscuridad, centímetro a centímetro.

El monstruo estaba en aquella oscuridad. Estaba agazapado en el mismo sitio de antes. Le sonreía y sus enormes hombros asomaban por encima de su cabeza ladeada y sus ojos tenían el brillo del ámbar, llenos de insensata astucia. Te dije que se irían, Tad, le susurró. Siempre lo hacen al final. Y entonces yo puedo volver. Me gusta volver. Tú me gustas, Tad. Ahora volveré todas las noches, creo, y todas las noches me acercaré un poco más a tu cama… y un poco más… hasta que una noche, antes de que puedas llamarles a gritos, oirás algo rugiendo, algo rugiendo justo a tu lado, Tad, y seré yo y me abalanzaré sobre ti y entonces te comeré y estarás en mí.

Tad contempló a la criatura de su armario con drogada y horrorizada fascinación. Había algo que… casi le resultaba familiar. Algo que casi conocía. Y eso era lo peor, el casi conocerlo. Porque…

Porque estoy loco, Tad. Estoy aquí. Siempre he estado aquí. En otros tiempos me llamaba Frank Dodd y mataba a las señoras y a lo mejor hasta me las comía. Siempre he estado aquí, me quedo cerca, mantengo el oído pegado al suelo. Soy el monstruo, Tad, el viejo monstruo, y muy pronto me apoderaré de ti, Tad. Mira cómo me estoy acercando… y acercando…

Tal vez la cosa del armario le estaba hablando con su propio aliento sibilante o tal vez su voz fuera la voz del viento. En cualquiera de ambos casos, o en ninguno, daba lo mismo. El escuchaba sus palabras, drogado de terror, a punto de sufrir un desmayo (pero completamente despierto); contemplaba aquel rostro ceñudo y tenebroso que casi conocía. Ya no dormiría más esta noche; tal vez ya nunca volviera a dormir.

Pero un poco más tarde, allá entre las doce y media y la una, quizá porque era pequeño, Tad volvió a sumirse en el sueño. Un sueño ligero en el que unas enormes criaturas peludas y de blancos dientes le perseguían se convirtió en un profundo amodorramiento sin sueños.

El viento mantenía largas conversaciones con los canalones del tejado. Una corteza de blanca luna de primavera se elevó en el cielo. Allá a lo lejos, en algún tranquilo prado de la noche o bien a lo largo de algún camino del bosque bordeado de pinos, un perro ladró furiosamente y después enmudeció.

Y, en el armario de Tad Trenton, algo con ojos de ámbar siguió montando guardia.

—¿Has vuelto a cambiar las mantas de sitio? —le preguntó Donna a su marido a la mañana siguiente.

Se encontraba de pie junto a la cocina, friendo e] tocino ahumado.

Tad estaba en la otra habitación, viendo The New Zoo Revue y comiéndose una escudilla de Twinkles. Los Twinkles eran unos cereales de la marca Sharp y los Trenton recibían gratis todos los cereales Sharp.

—¿Mmmm? —replicó Vic.

Estaba profundamente enfrascado en las páginas deportivas. Era un neoyorquino trasplantado que hasta entonces había resistido con éxito la fiebre de los Red Sox. Pero le complacía masoquísticamente comprobar que los Mets se habían lanzado a otro comienzo superlativamente bárbaro.

—Las mantas. En el armario de Tad. Estaban otra vez allí. La silla también estaba otra vez allí y la puerta volvía a estar abierta —llevó el tocino a la mesa, escurriendo en una servilleta de papel y todavía chirriando—. ¿Las volviste a poner tú en la silla?

—Yo no —dijo Vic, pasando una página—. Aquello huele a convención de bolas de naftalina.

—Es curioso. Debió de ponerlas él otra vez.

Vic apartó el periódico a un lado y la miró.

—¿De qué estás hablando, Donna?

—¿Recuerdas la pesadilla de anoche…?

—No es fácil olvidarla. Pensé que el niño se estaba muriendo. Que tenía una convulsión o algo por el estilo.

Ella asintió, encogiéndose de hombros.

—Le pareció que las mantas eran una especie de…

—Espantajo —dijo Vic, sonriendo.

—Supongo que sí. Y tú le diste el osito y colocaste las mantas al fondo del armario. Pero volvían a estar sobre la silla cuando entré para hacerle la cama —Donna se echó a reír—. Asomé la cabeza para mirar y, por un momento, me pareció…

—Ahora ya sé de dónde viene todo —dijo Vic, tomando de nuevo el periódico. Le dirigió a su mujer una mirada afectuosa—. Tres perros calientes, qué demonios.

Más tarde, una vez Vic se hubo largado al trabajo» Donna le preguntó a Tad por qué había vuelto a colocar la silla en el armario con las mantas encima si éstas le habían asustado tanto por la noche.

Tad la miró y su rostro normalmente animado y vivaracho pareció pálido y alerta… demasiado viejo. Tenía abierto delante el cuaderno de colorear de La guerra de las galaxias. Había estado pintando una escena de la cantina interestelar, utilizando el «Dac» o tiza verde para colorear a Greedo.

—Yo no he sido —dijo.

—Pero, Tad, si tú no has sido, y papá no ha sido y yo no he sido…

—Ha sido el monstruo —dijo Tad—. El monstruo de mi armario.

Y se inclinó para seguir pintando.

Ella se quedó mirándole, inquieta y un poco asustada. Era un niño listo y quizá con excesiva imaginación. No era precisamente una buena noticia. Tendría que hablar de ello con Vic esa noche. Tendría que mantener con él una larga conversación al respecto.

—Tad, recuerda lo que ha dicho tu padre —le dijo ahora—. Los monstruos no existen.

—De día no, por lo menos —dijo él, dirigiéndole una sonrisa tan sincera y tan bonita que ella se vio libre de sus temores.

Le despeinó el cabello y le dio un beso en la mejilla.

Tenía intención de hablar con Vic, pero después apareció Steve Kemp mientras Tad se encontraba en el jardín de infancia y se olvidó, y Tad volvió a gritar aquella noche, a gritar, diciendo que estaba en el armario, ¡el monstruo, el monstruo!

La puerta del armario estaba abierta de par en par, con las mantas encima de la silla. Esta vez Vic las subió al tercer piso y las guardó en el armario de allí.

—Las he guardado arriba, Tadder —dijo Vic, besando a su hijo—. Ahora ya está arreglado. Vuelve a dormir y que tengas un buen sueño.

Pero Tad pasó mucho rato sin dormir y, antes de hacerlo, la puerta del armario se soltó de su pestillo con un suave y furtivo rumor, la boca muerta se abrió en la negra oscuridad… la negra oscuridad en la que algo peludo aguardaba con sus afilados dientes y garras, algo que olía a sangre amarga y a oscura desgracia.

Hola, Tad, le susurró con su putrefacta voz, y la luna atisbo por la ventana de Tad como el blanco ojo rasgado de un muerto.

La persona más vieja de Castle Rock a finales de aquella primavera se llamaba Evelyn Chalmers, conocida como tía Evvie por los más viejos habitantes de la ciudad y como «aquella bruja charlatana» por George Meara, que tenía que entregarle la correspondencia consistente sobre todo en catálogos y ofertas del Reader’s Digest y en libritos de oraciones de la Cruzada del Cristo Eterno— y escuchar sus interminables monólogos. «Para lo único que sirve esta vieja bruja charlatana es para predecir el tiempo», se dice que reconocía George cuando tomaba unas copas en compañía de sus amigotes allá en el Tigre Borracho. Era un nombre estúpido para un bar, pero, dado que era el único de que podía presumir Castle Rock, parecía que no tenían más remedio que conformarse.

Todo el mundo estaba generalmente de acuerdo con la opinión de George. En su calidad de residente más antigua de Castle Rock, tía Evvie gozaba del privilegio de utilizar el bastón del Boston Post desde hacía dos años, desde que Arnold Heebert, que estaba tan adentrado en la vejez que tenía ciento un años y hablar con él constituía un reto intelectual análogo al que podía representar el hecho de hablar con una lata vacía de comida para gatos, había salido tambaleándose del patio de atrás de la residencia de ancianos de Castle Acres y se había roto el cuello exactamente veinticinco minutos después de haberse meado en los pantalones por última vez.

Tía Evvie no estaba ni mucho menos tan chocha como Arnie Heebert y no era ni mucho menos tan vieja como él, pero, a los noventa y tres años, era lo suficientemente vieja y, como le decía a gritos a un resignado (y, a menudo, bajo los efectos de la resaca) George Meara cuando éste le entregaba la correspondencia, no había sido tan estúpida como para perder su casa como le había ocurrido a Heebert.

Sin embargo, sabía predecir muy bien el tiempo. La opinión generalizada de la ciudad —entre las personas mayores interesadas por estas cosas— era que tía Evvie nunca se equivocaba en tres cosas: la semana en que se iba a segar el heno por vez primera en verano, lo buenos (o lo malos) que iban a ser los arándanos y cómo iba a ser el tiempo.

Un día de primeros de aquel mes de junio se dirigió arrastrando los pies al buzón de la correspondencia situado al final de la calzada cochera, apoyándose fuertemente en su bastón del Boston Post (que pasaría a Vin Marchant cuando aquella vieja bruja charlatana espichara, pensaba George Meara, y en buena hora te vayas, Evvie) y fumando un Herbert Tareyton. Le ladró un saludo a Meara —su sordera la había llevado, al parecer, al convencimiento de que todos los demás se habían vuelto sordos en solidaridad con ella— y después le gritó que iban a tener el verano más caluroso desde hacía treinta años. Caluroso al principio y caluroso al final, ladró Ewie desde sus pulmones coriáceos en la adormilada calma de las once de la mañana, y caluroso en medio.

—¿De veras?

¿Qué?

¡He dicho que si «de veras»!

Ésa era otra de las cosas que tenía tía Ewie; que te obligaba a gritar con ella. A un hombre podía estallarle un vaso sanguíneo.

¡Que sonría y bese a un cerdo si no es verdad! —chilló tía Ewie.

La ceniza de su cigarrillo cayó sobre el hombro de la camisa del uniforme de George Meara, recién lavada y recién puesta aquella mañana; él se la sacudió con aire resignado. Tía Ewie se apoyó en la ventanilla de su automóvil para mejor ladrarle al oído. Su aliento olía a pepinos ácidos.

¡Los ratones del campo han salido todos de sus escondrijos! ¡Y Tommy Neadeau ha visto venados por la zona del lago Moosuntic, desprendiéndose de la piel velluda de sus astas antes de que haya aparecido él primer petirrojo! ¡Había hierba bajo la nieve cuando ésta se derritió! ¡Hierba verde, Meara!

—Ah, ¿sí, Ewie?

—¿Qué?

AH, ¿, TÍA EWIE? —gritó George Meara.

La saliva se escapó de sus labios.

¡Ya lo creo! —aulló tía Evvie muy contenta—. ¡Y anoche muy tarde vi un relámpago de calor! ¡Mala señal, Meara! ¡El calor prematuro es una mala señal! ¡Habrá gente que morirá de calor este verano! ¡Va a ser muy malo!

—¡Tengo que irme, tía Evvie! —gritó George—. ¡Tengo una entrega urgente para Síringer Beaulieu!

Tía Ewie Chalmers echó la cabeza hacia atrás y soltó una temblorosa carcajada mientras contemplaba el cielo primaveral. Siguió riendo hasta casi sufrir un ataque, mientras la ceniza del cigarrillo le caía por la pechera de la bata de estar por casa. Escupió el último medio centímetro de cigarrillo de su boca y la colilla siguió humeando en la calzada junto a uno de sus zapatos de vieja, un zapato tan negro como una estufa y tan ajustado corro un corsé; un zapato para muchos siglos.

—¿Que tienes una entrega urgente para Franchute Beaulieu? ¡Pero si ni siquiera podría leer su nombre en la lápida de su propia tumba!

¡Tengo que irme, tía Evvie! —dijo George apresuradamente mientras ponía el vehículo en marcha.

¡Franchute Beaulieu es el mayor idiota de nacimiento que Dios haya creado jamás! —aulló tía Ewie, pero, en aquellos momentos, ya le estaba aullando al polvo levantado por George Meara; éste había logrado escapar.

Ella se quedó de pie un minuto junto al buzón de la correspondencia, viéndole alejarse. No había correspondencia personal para ella; raras veces la había últimamente. Casi todas las personas que conocía y que podían escribirle ya habían muerto. Sospechaba que ella las seguiría muy pronto. La inminencia del verano le producía una sensación desagradable, una sensación angustiosa. Podía hablar de los ratones que habían abandonado muy pronto sus escondrijos, o de los relámpagos de calor en el cielo primaveral, pero no podía hablar del calor que percibía en algún lugar de más allá del horizonte, agazapado como una bestia escuchimizada pero fuerte, de pelaje sarnoso y rojizos ojos encendidos; no podía hablar de sus sueños, que eran cálidos, sin sombra y sedientos; no podía hablar de la mañana en que las lágrimas habían asomado a sus ojos sin razón, unas lágrimas que no le habían producido alivio sino que se habían quedado pegadas a sus ojos como un loco sudor de agosto. Aspiraba el olor de la locura en un viento que aún no había llegado.

—George Meara, eres un pelmazo —dijo tía Evvie, confiriendo a la palabra una jugosa resonancia de Maine que se convirtió en algo cataclísmico y ridículo a un tiempo: pelmaaaazo.

Empezó a regresar trabajosamente hacia la casa, apoyándose en el bastón del Boston Post que le habían entregado en el transcurso de una ceremonia en el Ayuntamiento simplemente por la estúpida hazaña de haber conseguido envejecer con éxito. No era de extrañar, pensó, que el maldito periódico se hubiera ido al carajo.

Se detuvo en el porche, contemplando un cielo que todavía era puro como la primavera y de un suave color pastel. Oh, pero ella estaba intuyendo su llegada: algo ardiente. Algo abominable.

Un año antes de aquel verano, cuando en el viejo Jaguar de Vic Trenton se había empezado a percibir un inquietante sonido metálico en algún lugar del interior de la rueda izquierda trasera, George Meara le había recomendado que lo llevara al garaje de Joe Camber, en las afueras de Castle Rock.

—Tiene una curiosa manera de hacer las cosas, tratándose de aquí —le dijo George a Vic aquel día, estando Vic de pie junto a su buzón de correos—. Te dice lo que un trabajo te va a costar, hace el trabajo y después te cobra lo que dijo que iba a costar. Curiosa manera de hacer las cosas, ¿verdad?

Y se alejó en su automóvil mientras Vic se preguntaba si el cartero habría hablado en serio o si él (Vic) habría sido el blanco de alguna oculta broma yanqui.

Pero había llamado a Camber y un día de julio (un julio mucho más frío que el que iba a producirse un año más tarde), él y Donna y Tad se habían dirigido juntos a casa de Camber. Estaba realmente lejos; dos veces tuvo Vic que detenerse para pedir indicaciones y fue entonces cuando empezó a atribuir a aquella lejana zona de las afueras de la ciudad el nombre de los Rincones de los Chanclos Orientales.

Penetró en el patio de Camber con la rueda de atrás produciendo un ruido más intenso que nunca. Tad, que entonces tenía tres años, estaba sentado en el regazo de Donna Trenton y la miraba riendo; un paseo en el «sin techo» de papá siempre le ponía de buen humor y la propia Donna se sentía también muy a gusto.

Un niño de ocho o nueve años estaba dándole en el patio a una vieja pelota de béisbol con un bate de béisbol todavía más viejo. La pelota surcaba el aire, daba en la pared lateral del establo, que Vic suponía que era también el garaje del señor Camber, y después regresaba rodando buena parte del camino.

—Hola —dijo el niño—. ¿Es usted el señor Trenton?

—Exacto —contestó Vic.

—Voy a llamar a mi papá —dijo el niño y entró en el establo.

Los tres Trenton descendieron del vehículo y Vic rodeó el Jag y se agachó junto a la rueda mala sin demasiada confianza. Tal vez hubiera sido mejor llevar a arreglar el automóvil a Portland. La situación de aquí no parecía muy prometedora; Camber ni siquiera tenía colgado un rótulo.

Sus meditaciones fueron interrumpidas por Donna que le llamó nerviosamente por su nombre. Y después:

—Oh, Dios mío, Vic…

Él se levantó y vio un perro enorme emergiendo del establo. Por un absurdo momento, se preguntó si sería realmente un perro o tal vez alguna extraña y fea variedad de caballito enano. Pero después, cuando el perro abandonó las sombras de la entrada del establo, vio sus tristes ojos y se dio cuenta de que era un San Bernardo.

Donna había tomado impulsivamente a Tad en sus brazos y se había retirado hacia la parte de la cubierta del motor del Jag, pero Tad se estaba agitando con impaciencia en sus brazos, en un esfuerzo por bajar.

—Quiero ver el perrito, mamá… ¡quiero ver el perrito!

Donna le dirigió una nerviosa mirada a Vic, el cual se encogió de hombros, presa también de inquietud. Después el niño regresó y acarició la cabeza del perro mientras se acercaba a Vic. El perro meneó una cola absolutamente enorme y Tad redobló sus esfuerzos.

—Puede dejarle en el suelo, señora —dijo el niño amablemente—. A Cujo le gustan los niños. No le hará daño. —Y después a Vic—: Mi papá sale en seguida. Se está lavando las manos.

—Muy bien —dijo Vic—. Vaya un perro tan grande, hijo. ¿Estás seguro de que no hay peligro?

—No hay peligro —convino el muchacho, pero Vic se acercó a su mujer, mientras su hijo, increíblemente pequeño, corría con paso inseguro hacia el perro.

Cujo mantenía la cabeza ladeada y estaba meneando lentamente el gran cepillo de su hermosa cola de uno a otro lado.

—No hay cuidado —dijo Vic, pensando en su fuero interno: espero.

El perro parecía lo bastante grande como para tragarse a Tadder de un solo bocado.

Tad se detuvo un instante, aparentemente indeciso. Él y el perro se miraron el uno al otro.

—¿Perrito? —dijo Tad.

—Cujo —dijo el niño de Camber, acercándose a Tad—. Se llama Cujo.

—Cujo —dijo Tad, y el perro se le acercó y empezó a lamerle la cara con unos grandes y babosos lametones de simpatía que provocaron su risa y le indujeron a tratar de apartarle. Se volvió a mirar a su madre y a su padre, riéndose como lo hacía cuando uno de ellos le hacía cosquillas. Adelantó un paso hacia ellos y se le enredaron los pies. Cayó y, de repente, el perro se le acercó y se detuvo encima de él y Vic, que estaba rodeando la cintura de Donna con su brazo, percibió y oyó el jadeo de su mujer. Hizo ademán de adelantarse… pero se detuvo.

Los dientes de Cujo habían apresado la parte posterior de la camiseta del Hombre Araña de Tad. Levantó al niño —por un instante, Tad pareció un gatito en la boca de su madre— y lo puso de pie.

Tad regresó corriendo junto a su madre y su padre.

—¡Me gusta el perrito! ¡Mamá! ¡Papá! ¡Me gusta el perrito!

El hijo de Camber lo estaba contemplando todo con expresión levemente divertida, con las manos metidas en los bolsillos de sus pantalones vaqueros.

—Desde luego, es un perro estupendo —dijo Vic. Le hacía gracia, pero el corazón seguía latiéndole apresuradamente. Por un instante, había creído realmente que el perro iba a arrancarle a Tad la cabeza como si fuera una amapola—. Es un San Bernardo, Tad.

—¡San… Bernardo! —gritó Tad y corrió de nuevo hacia Cujo, que ahora se había sentado a la entrada del granero como una pequeña montaña—. ¡Cujo! ¡Cujooo!

Donna volvió a ponerse en tensión al lado de Vic.

—Oh, Vic, ¿crees que…?

Pero ahora Tad estaba de nuevo con Cujo, abrazándole primero de forma extravagante y después examinándole detenidamente la cara. Estando Cujo sentado (con la cola golpeando la grava del suelo y la rosada lengua colgándole de la boca), Tad podía casi contemplar los ojos del perro, poniéndose de puntillas.

—Creo que no pasa nada —dijo Vic.

Tad había introducido ahora una de sus pequeñas manos en la boca de Cujo y estaba examinando el interior de la misma como si fuera el dentista más pequeño del mundo. Ello le provocó a Vic otro momento de inquietud, pero entonces Tad regresó de nuevo corriendo junto a ellos.

—El perrito tiene dientes —le dijo a Vic.

—Sí —dijo Vic—, muchos dientes.

Se volvió a mirar al muchacho con el propósito de preguntarle de dónde había sacado aquel nombre, pero en aquel momento Joe Camber salió del establo, secándose las manos con un trapo para poder estrechar la mano de Vic sin mancharle de grasa.

Vic se sorprendió agradablemente al comprobar que Camber sabía exactamente lo que estaba haciendo. Éste prestó cuidadosa atención al sonido metálico mientras él y Vic se dirigían en el automóvil hasta la casa situada al pie de la colina y después volvían a subir hasta la casa de Camber.

—El cojinete de la rueda se está soltando —dijo Camber lacónicamente—. Ha tenido suerte de que aún no se le haya parado.

—¿Lo puede arreglar? —preguntó Vic.

—Desde luego. Se lo puedo arreglar ahora mismo, si no le importa esperar un par de horas.

—Me parece muy bien —dijo Vic. Miró a Tad y al perro. Tad se había apoderado de la pelota de béisbol con la que había estado jugando el hijo de Camber. La arrojaba todo lo lejos que podía (lo cual no era muy lejos) y el San Bernardo de Camber la recogía obedientemente y se la devolvía a Tad. La pelota estaba decididamente empapada de babas—. Su perro está entreteniendo a mi hijo.

—A Cujo le gustan los niños —dijo Camber, mostrándose de acuerdo—. ¿Es tan amable de introducir el coche en el establo, señor Trenton?

Ahora te visitará el médico, pensó Vic, divirtiéndose con la idea mientras conducía el Jaguar para introducirlo en el establo. Resultó que el trabajo sólo requirió una hora y media y el precio de Camber fue tan razonable que parecía sorprendente.

Y Tad se pasó toda aquella fría y nublada tarde repitiendo una y otra vez el nombre del perro:

—Cujo… Cujooo… aquí, Cujo…

Poco antes de que se fueran, el hijo de Camber, que se llamaba Brett, llegó a sentar a Tad sobre el lomo de Cujo y le sostuvo por la cintura mientras Cujo paseaba obedientemente dos veces por el patio cubierto de grava. Al pasar junto a Vic, los ojos del perro se cruzaron con los suyos… y Vic hubiera podido jurar que estaba riéndose.

Justo tres días después de la conversación a gritos de George Meara con tía Evvie Chalmers, una chiquilla que contaba exactamente la misma edad que Tad Trenton se levantó de su lugar junto a la mesa del desayuno —una mesa del desayuno colocada en el rincón del desayuno de una pulcra casita de Iowa City, Iowa— y anunció:

—Mamá, no me encuentro muy bien. Me parece que me voy a poner mala.

Su madre miró a su alrededor sin sorprenderse demasiado. Dos días antes, el hermano mayor de Marcy había sido enviado desde la escuela con un violento acceso de gripe estomacal. Ahora Brock estaba bien, pero había pasado unas veinticuatro horas terribles, con el cuerpo expulsando entusiásticamente por ambos extremos el lastre que lo agobiaba.

—¿Estás segura, cariño? —preguntó la madre de Marcy.

—Oh, yo… —gimió Marcy en voz alta, corriendo hacia el pasillo de la planta baja al tiempo que se comprimía el estómago con las manos.

Su madre la siguió, vio a Marcy entrar a toda prisa en el cuarto de baño y pensó: Vaya, otra vez lo mismo. Será un milagro que yo no lo pille.

Oyó los ruidos de las arcadas y entró en el cuarto de baño, con la mente ya centrada en los detalles: dieta líquida, descanso en la cama, el orinal, algunos libros; Brock podría subir el televisor portátil a su habitación cuando regresara de la escuela y…

Miró y todas esas ideas se alejaron de su mente con la fuerza de un gancho de boxeo.

La taza del excusado en la que su hija había vomitado estaba llena de sangre; sangre salpicada en el borde de porcelana blanca de la taza; gotas de sangre en los azulejos.

—Oh, mamá, no me encuentro bien…

Su hija se volvió, su hija se volvió, se volvió y había sangre en toda su boca, bajándole hasta la barbilla, manchándole el vestido marinero azul, sangre, oh, Dios mío, Jesús, José y María, cuánta sangre

—Mamá…

Y su hija volvió a hacerlo, un enorme revoltijo sanguinolento, escapando de su boca y mojándolo todo como una siniestra lluvia y entonces la madre de Marcy la tomó en brazos y corrió con ella, corrió hacia el teléfono de la cocina para marcar el número del servicio de urgencias.

Cujo sabía que era demasiado viejo para cazar conejos.

No era viejo; no, ni siquiera para un perro. Pero, a los cinco años, había rebasado con mucho la edad infantil en la que una simple mariposa bastaba para desencadenar una ardua persecución por los bosques y prados de detrás de la casa y el establo. Tenía cinco años y, si hubiera sido un ser humano, hubiera estado entrando en la fase inicial de la mediana edad.

Pero era el dieciséis de junio, una preciosa mañana en sus primeras horas, con el rocío todavía sobre la hierba. El calor que tía Ewie le había predicho a George Meara ya había llegado —eran los primeros días de junio más calurosos que se registraban desde hacía muchos años— y, a las dos de aquella tarde, Cujo se tendería en el patio de entrada (o en el establo, en caso de que EL HOMBRE le dejara entrar, cosa que a veces le permitía cuando estaba bebiendo, lo cual ocurría bastante a menudo últimamente), jadeando bajo el ardiente sol. Pero eso sería más tarde.

Y el conejo, que era grande, pardo y rollizo, no tenía ni la menor idea de que Cujo estaba allí, hacia el fondo del campo de cultivo del norte, a un kilómetro y medio de la casa. El viento estaba soplando en dirección adversa para el conejo Brer.

Cujo se fue hacia el conejo, más por deporte que por la carne. El conejo estaba mascando alegremente los nuevos tréboles que un mes después iban a estar asados y quemados bajo el implacable sol. Si hubiera cubierto tan sólo la mitad de la distancia inicial entre él y el conejo cuando el conejo le vio y pegó un brinco, Cujo lo hubiera dejado correr. Pero estaba tan sólo a quince metros cuando la cabeza y las orejas del conejo se levantaron. Por un instante, el conejo no se movió en absoluto; era la congelada escultura de un conejo con sus negros ojos estrábicos cómicamente desorbitados. Después emprendió la huida.

Ladrando furiosamente, Cujo inició la persecución. El conejo era muy chico y Cujo era muy grande, pero la posibilidad de la cosa infundía una ración adicional de energía en las patas de Cujo. Éste llegó a acercarse hasta el extremo de rozar al conejo con su pata. El conejo se movió en zigzag. Cujo se lanzó con más fuerza, hundiendo las patas en la oscura tierra del prado, perdiendo un poco de terreno al principio, pero recuperándolo rápidamente. Los pájaros levantaron el vuelo al oír sus poderosos y agitados ladridos; si es posible que un perro sonría, Cujo estaba sonriendo en aquellos momentos. El conejo se desplazó en zig-zag y después cruzó en línea recta el campo de cultivo del norte. Cujo lo persiguió enérgicamente, empezando a sospechar que no iba a ganar la carrera.

Pero lo intentó con todas sus fuerzas y estaba dando nuevamente alcance al conejo cuando éste se introdujo en un pequeño agujero de la ladera de un suave y pequeño altozano. El agujero estaba cubierto de altas hierbas y Cujo no vaciló. Agachó su enorme cuerpo atezado como si fuera una especie de peludo proyectil y se dejó llevar por su propio impulso… quedando inmediatamente encajonado como un tapón de corcho en una botella.

Joe Camber era propietario de la Granja de los Siete Robles del final de Town Road, en el número 3, desde hacía diecisiete años, pero no tenía idea de la existencia de aquel agujero. Lo hubiera descubierto sin duda si las faenas agrícolas hubieran sido su oficio, pero no lo eran. No había cabezas de ganado en el gran establo rojo; éste le servía de garaje y de taller. Su hijo Brett correteaba a menudo por los campos y bosques de la parte de atrás de la casa, pero nunca se había percatado del agujero, pese a que, en varias ocasiones, había estado a punto de introducir el pie en el mismo, lo cual tal vez hubiera sido causa de que se rompiera un tobillo. En los días despejados, el agujero podía confundirse con una sombra; en los días nublados, cubierto de hierba como estaba, desaparecía por completo.

John Mousam, el anterior propietario de la granja, conocía la existencia del agujero, pero no se le había ocurrido mencionárselo a Joe Camber cuando Joe compró la granja en 1963. Tal vez se lo hubiera mencionado como medida de precaución cuando Joe y su esposa Charity tuvieron un hijo en 1970, pero para entonces el cáncer ya se había llevado al viejo John.

Era mejor que Brett nunca lo hubiese encontrado. No hay nada en el mundo más interesante para un muchacho que un agujero en el suelo y éste se abría a una pequeña cueva natural de piedra caliza. Tenía seis metros de profundidad y hubiera sido muy fácil que un chiquillo travieso lograra introducirse en el mismo, se deslizara hasta el fondo y después no consiguiera salir. Eso les había ocurrido a animales de pequeño tamaño en el pasado. La superficie de piedra caliza de la cueva permitía deslizarse hacia abajo con facilidad, pero dificultaba la subida y su fondo estaba tapizado de huesos: una marmota americana, una mofeta, un par de ardillas listadas, un par de ardillas vulgares y un gato doméstico. El gato doméstico se llamaba Mr. Clean. Los Camber lo habían perdido hacía dos años y habían supuesto que había sido atropellado por un automóvil o que simplemente había huido. Pero allí estaba, junto con los huesos del ratón de campo al que había perseguido hasta el interior de la cueva.

El conejo de Cujo se había revuelto, deslizándose hasta el fondo y ahora estaba allí, temblando, con las orejas levantadas y el hocico vibrando como un diapasón, mientras los furiosos ladridos de Cujo llenaban el lugar. El eco de los ladridos hacía que éstos parecieran pertenecer a toda una jauría de perros.

La pequeña cueva había atraído también a veces a los murciélagos… nunca demasiados porque era una cueva pequeña, si bien la aspereza de su techo la convertía en un lugar perfecto para que éstos pudieran colgarse boca abajo y pasar el día durmiendo. Los murciélagos eran otra buena razón para que Brett Camber hubiera tenido suerte, sobre todo este año. Este año, los pardos murciélagos insectívoros que habitaban en la pequeña cueva eran portadores de una variedad de rabia especialmente virulenta.

Cujo había quedado atrapado por los hombros. Agitó furiosamente las patas posteriores sin el menor resultado. Hubiera podido hacer marcha atrás y retroceder, pero aún seguía queriendo pillar al conejo. Intuía que éste se encontraba acorralado y que lo tenía a su disposición. Su vista no era muy aguda y, de todos modos, su enorme cuerpo impedía casi totalmente la penetración de la luz y él no podía percibir la pendiente que había más allá de sus patas delanteras. Podía olfatear la humedad y podía olfatear los excrementos de los murciélagos, antiguos y recientes… pero, sobre todo, podía olfatear el conejo. Cálido y sabroso. La comida está servida.

Sus ladridos despertaron a los murciélagos. Éstos se aterrorizaron. Algo había invadido su hogar. Empezaron a volar chillando en masa hacia la salida. Pero su sistema de sonar registró un lamentable y desconcertante hecho: la abertura de la entrada ya no existía. El depredador ocupaba el lugar de la entrada.

Los murciélagos empezaron a revolotear en círculo y a descender en picado, produciendo con sus alas membranosas un rumor análogo al de unas piezas de ropa de pequeño tamaño —pañales tal vez—, tendidas en una cuerda y agitadas por ráfagas de viento. Por debajo de ellos, el conejo se encogió, esperando que todo se resolviera satisfactoriamente.

Cujo notó el revoloteo de varios murciélagos contra el tercio de su cuerpo que había logrado introducirse en el agujero, y se asustó. No le gustaba su olor ni su rumor; no le gustaba el extraño calor que parecía emanar de ellos. Ladró con más fuerza, tratando de atrapar con la boca las cosas que estaban revoloteando y chillando alrededor de su cabeza.

Sus mandíbulas se cerraron sobre un ala pardo-negra. Unos huesos más frágiles que los de la mano de un niño pequeño empezaron a crujir. El murciélago se agitó y le mordió, desgarrando la piel del sensible hocico del perro en una larga herida curva en forma de signo de interrogación. Un momento después resbaló a saltitos y bajó rodando por la pendiente de piedra caliza, ya moribundo. Pero el daño ya estaba hecho; la mordedura de un animal rabioso es más grave en la zona de la cabeza puesto que la rabia es una enfermedad del sistema nervioso central. Los perros, más vulnerables que sus propietarios humanos, ni siquiera pueden abrigar la esperanza de una protección absoluta con la vacuna de virus inactivo que todos los veterinarios administran. Y a Cujo no le habían vacunado contra la rabia ni una sola vez en su vida.

Sin saberlo, pero sabiendo, en cambio, que la cosa invisible que le había mordido tenía un sabor horrible y repugnante, Cujo decidió que el juego no merecía la pena. Echando fuertemente los hombros hacia atrás, consiguió retirarse del agujero al tiempo que provocaba una pequeña avalancha de tierra. Se sacudió para eliminar de su pelaje la tierra y los restos de maloliente piedra caliza. La sangre le manaba del hocico. Se sentó, levantó la cabeza hacia el cielo y emitió un único y débil aullido.

Los murciélagos abandonaron el agujero en una pequeña nube parda, se agitaron confusamente bajo el brillante sol de junio por espacio de dos segundos y después volvieron a entrar para seguir durmiendo. Eran cosas sin cerebro y, en dos o tres minutos, olvidaron todo lo concerniente al intruso ladrador y se durmieron de nuevo, colgados de las patas y con las alas alrededor de sus cuerpecitos de roedores como los pañolones de las viejas.

Cujo se alejó, trotando. Volvió a sacudirse. Se tocó inútilmente el hocico con la pata. La sangre ya se estaba secando y formando una costra, pero le dolía. Los perros tienen un sentido del propio yo totalmente desproporcionado en relación con su inteligencia y Cujo estaba molesto consigo mismo. No quería volver a casa. Si volviera, uno de los componentes de su trinidad —EL HOMBRE, LA MUJER o EL NIÑO— vería que se había hecho algo. Era posible que uno de ellos le llamara PERROMALO. Y, en aquel preciso momento, él se consideraba sin duda un PERROMALO.

Por consiguiente, en lugar de regresar a casa, Cujo bajó al arroyo que separaba las tierras de Camber de la propiedad de Gary Pender, el vecino más próximo de los Camber. Vadeó corriente arriba; bebió mucho; se revolcó en el agua, tratando de librarse del desagradable sabor que le había quedado en la boca, tratando de librarse de la tierra y del húmedo color verde de la piedra caliza, tratando de librarse de aquella sensación de PERROMALO.

Poco a poco, empezó a sentirse mejor. Salió del riachuelo y se sacudió, mientras la rociada de agua formaba un momentáneo arco iris de estupefacta claridad en el aire.

La sensación de PERROMALO se estaba desvaneciendo, al igual que el dolor del hocico. Empezó a subir hacia la casa para ver si EL NIÑO estaba por allí. Se había acostumbrado al gran autocar escolar de color amarillo que acudía a recoger al NIÑO todas las mañanas y le devolvía a media tarde, pero esta última semana el autocar escolar no había aparecido con sus ojos encendidos y su vociferante cargamento de niños. EL NIÑO estaba siempre en casa. Por regla general, estaba en el establo, haciendo cosas con EL HOMBRE. Tal vez el autocar amarillo hubiera vuelto. Tal vez no. Ya vería. Ya había olvidado el agujero y el desagradable sabor del ala del murciélago. El hocico apenas le dolía ahora.

Cujo se abrió fácilmente camino a través de la crecida hierba del campo del norte, obligando a levantar el vuelo a algún que otro pájaro, pero sin tomarse la molestia de perseguirlo. Ya había cazado bastante por hoy y su cuerpo lo recordaba aunque su cerebro lo hubiera olvidado. Era un San Bernardo en la flor de la vida, cinco años, casi cien kilos de peso y ahora, la mañana del 16 de junio de 1980, en la fase pre-hidrofóbica.

Siete días más tarde y a cuarenta y cinco kilómetros de la Granja de los Siete Robles de Castle Rock, dos hombres se reunieron en un restaurante del centro de Portland llamado el «Submarino Amarillo». En el «Sub» servían una amplia variedad de bocadillos gigantes, pizzas y «dagwoods» en bolsas libanesas. Había un billar romano automático en la parte de atrás. Había un rótulo por encima del mostrador en el que se decía que, si podías comerte dos «Pesadillas del Sub Amarillo», comerías gratis; debajo, entre paréntesis, se había añadido el codicilo SI VOMITAS, PAGAS.

Por regla general, nada solía apetecerle más a Vic Trenton que un bocadillo gigante de albóndigas del Sub Amarillo, pero hoy sospechaba que no iba a conseguir otra cosa más que un episodio de ardor en toda regla, provocado por un exceso de acidez.

—Parece que vamos a perder la pelota, ¿verdad? —le dijo Vic al otro hombre, que estaba contemplando su jamón danés con una acusada falta de entusiasmo.

El otro hombre se llamaba Roger Breakstone y, cuando contemplaba la comida sin entusiasmo, se podía adivinar la inminencia de alguna especie de cataclismo. Roger pesaba ciento treinta kilos y sus rodillas quedaban ocultas cuando se sentaba. Una vez que ambos se encontraban en la cama víctimas de un ataque de risa propio de chiquillos en un campamento, Donna le había dicho a Vic que pensaba que a Roger le habían volado las rodillas de un disparo en Vietnam.

—La situación parece bastante asquerosa —reconoció Roger—. Parece tan cochinamente asquerosa que no te lo podrías creer, Víctor, viejo amigo.

—¿Crees de veras que, haciendo este viaje, vamos a resolver algo?

—Tal vez no —dijo Roger—, pero perderemos con toda seguridad la cuenta de Sharp si no vamos. Tal vez podamos salvar algo. Quizá consigamos introducirnos de nuevo.

Le dio un mordisco al bocadillo.

—El hecho de cerrar durante diez días nos va a perjudicar.

—¿Crees que ahora no nos estamos perjudicando?

—Claro que nos estamos perjudicando. Pero tenemos que filmar estos «spots» de los Book Folks en Kennebunk Beach…

—De eso puede encargarse Lisa.

—No estoy demasiado convencido de que Lisa pueda encargarse de su propia vida amorosa y no digamos de los «spots» de la Book Folks —dijo Vic—. Pero, incluso suponiendo que pueda hacerlo, la serie de los Yor Choice Blueberrys aún está en el tejado… el Casco Bank and Trust… y tienes que reunirte con el presidente de la Asociación de Corredores de fincas de Maine…

—Ya, ya, eso te corresponde a ti.

—Y un cuerno me corresponde a mí —dijo Vic—. Me desintegro cada vez que pienso en aquellos pantalones rojos y aquellos zapatos blancos. Me dan ganas de mirar en el armario para ver si le encuentro a ese tío un cartelón de anuncios para que se lo cuelgue sobre el pecho y la espalda.

—No importa, y tú lo sabes. Ninguna de esas cuentas vale una décima parte que la de la Sharp. ¿Qué más te puedo decir? Sabes que Sharp y el chico van a querer hablar con nosotros dos. ¿Te reservo pasaje o no?

La idea de pasar fuera diez días, cinco en Boston y cinco en Nueva York, provocaba a Vic un leve ataque de sudor frío. Él y Roger habían pasado seis años trabajando en la Agencia Ellison de Nueva York. Vic había establecido ahora su residencia en Castle Rock.

Roger y Althea Breakstone vivían en la cercana localidad de Bridgton, a unos veinticuatro kilómetros de distancia.

Vic había adoptado la decisión de no volver nunca más la cabeza. Tenía la sensación de que jamás había vivido plenamente, de que jamás había sabido lo que buscaba, hasta que él y Donna se habían trasladado a vivir a Maine. Y ahora experimentaba la morbosa sensación de que Nueva York había pasado los últimos tres años esperando volver a apresarle en sus garras. El avión patinaría en la pista y quedaría envuelto en una rugiente nube de fuego de combustible de alto octanaje. O se produciría una colisión en el puente de Triborough y su Checker quedaría aplastado como un sangrante acordeón amarillo. Un atracador utilizaría el arma en lugar de limitarse simplemente a apuntar con ella. Estallaría una tubería del gas y la tapa de una boca de acceso le decapitaría como si fuera un disco de cincuenta kilos. Algo. En caso de que regresara, la ciudad le mataría.

—Rog —dijo, posando en el plato su bocadillo de albóndigas tras un pequeño bocado—, ¿has pensado alguna vez que quizá no sería ninguna catástrofe perder la cuenta de Sharp?

—El mundo seguirá adelante —dijo Roger, vertiendo una Busch por fuera de una jarra de cerveza—, pero, ¿y nosotros? A mí me quedan diecisiete años de una hipoteca de veinte y unas gemelas que tienen el corazón puesto en la Academia de Bridgton. Tú también tienes tu hipoteca, tu hijo y tu viejo Jaguar deportivo que te matará a fuerza de costarte sus buenos dólares.

—Sí, pero la economía local…

—¡Que se vaya a la mierda la economía local! —exclamó Roger violentamente mientras posaba con fuerza la jarra de cerveza.

Un grupo de cuatro individuos sentados junto a la mesa de al lado, tres de ellos con camisetas de tenis de la UMP y el cuarto luciendo una descolorida camiseta con la frase DARTH VADER ES MARICA en la pechera, empezó a aplaudir.

Roger agitó la mano hacia ellos con gesto de impaciencia y se inclinó hacia Vic.

—No vamos a conseguir nada haciendo campañas publicitarias por cuenta de los Yor Choice Blueberries y los Corredores de Fincas de Maine, y tú lo sabes. Si perdemos la cuenta de Sharp, vamos a hundirnos sin remedio. Por otra parte, si podemos conservar aunque sólo sea una parte de la Sharp en el transcurso de los próximos dos años, estaremos en situación de participar del presupuesto del Departamento de Turismo e incluso tal vez tengamos alguna oportunidad con la lotería del estado si para entonces no la han echado a perder y se ha hundido en el olvido. Unos pasteles muy sabrosos, Vic. Podremos despedirnos de la Sharp y de sus cereales de mierda y habrá finales felices por todas partes. El gran lobo malo tendrá que irse a buscar la comida a otra parte y estos cerditos estarán a salvo.

—Todo depende de que podamos conservar algo —dijo Vic—, lo cual es una probabilidad tan remota como la de que los Indians de Cleveland ganen la Serie Mundial este otoño.

—Creo que será mejor que lo intentemos, amigo.

Vic permaneció sentado en silencio, contemplando el bocadillo que se le estaba apelmazando mientras él pensaba. Era totalmente injusto, pero él podía soportar la injusticia. Lo que realmente le dolía era el carácter insensatamente absurdo de toda la situación. Había aparecido en el cielo despejado como un tornado asesino que deja un reguero zigzagueante de destrucción y después se desvanece. Él y Roger y la Ad Worx eran candidatos a formar parte del número de víctimas con independencia de lo que hicieran; podía leerlo en el rostro redondo de Roger, que nunca había estado tan pálidamente serio desde que él y Althea habían perdido a su hijo Timothy a causa del síndrome de la muerte en la cuna cuando el chiquillo apenas contaba nueve días. Tres semanas después de haber ocurrido el hecho, Roger se había venido abajo y había llorado, comprimiéndose el mofletudo rostro con las manos en una especie de terrible dolor desesperado que a Vic le había partido el corazón. Aquello había sido muy malo. Pero el incipiente pánico que ahora estaba viendo en los ojos de Roger también era malo.

En el sector publicitario los tornados surgían de vez en cuando como de la nada. Una gran empresa como la Agencia Ellison, que facturaba por valor de varios millones, los podía resistir. En cambio, a una empresa pequeña como la Ad Worx le era sencillamente imposible. Habían estado llevando un gran cesto con muchos huevecitos y otro cesto con un solo huevo de gran tamaño —la cuenta de la Sharp— y ahora estaba por ver si el huevo grande se había perdido por completo o si, por lo menos, se podía hacer revuelto. Ellos no habían tenido en absoluto la culpa, pero las agencias publicitarias suelen convertirse en chivos expiatorios.

Vic y Roger habían formado equipo con la mayor naturalidad desde su primer esfuerzo conjunto en la Agencia Ellison hacía seis años. Vic, alto y delgado y más bien tranquilo, había sido un yin perfecto para el gordo, feliz y extrovertido yang de Roger Breakstone. Se habían compenetrado muy bien tanto desde el punto de vista personal como profesional. Su primer encargo había sido modesto: organizar una campaña publicitaria en revistas por cuenta de la Unión de Parálisis Cerebral.

Habían creado un anuncio en blanco y negro en el que aparecía un niño con unos enormes y crueles aparatos ortopédicos en las piernas, de pie fuera de la banda, junto a la línea de la primera base de un campo de béisbol de la Liga Infantil. Llevaba en la cabeza un gorro de los Mets de Nueva York y su expresión —Roger siempre había sostenido que la expresión del muchacho había sido la que había conseguido vender el anuncio— no era triste en absoluto; era simplemente soñadora. Más aún, casi feliz. El texto rezaba simplemente: BILLY BELLAMY NUNCA PODRÁ MANEJAR EL BATE. Debajo: BILLY SUFRE PARÁLISIS CEREBRAL. Y debajo, en tipo más pequeño: ¿Quieres echarnos una mano?

Los donativos destinados a combatir la parálisis cerebral experimentaron un considerable incremento. Bueno para ellos y bueno para Vic y Roger. El equipo de Trenton y Breakstone ya estaba lanzado. Siguieron media docena de afortunadas campañas en las que Vic solía encargarse del proyecto en general y Roger de la puesta en práctica efectiva.

Para la Sony Corporation, la imagen de un hombre sentado con las piernas cruzadas en la franja intermedia de separación de una superautopista de dieciséis carriles, enfundado en un traje de calle, con una radio Sony de gran tamaño sobre las rodillas y una sonrisa seráfica en el rostro. El texto decía: LA BANDA DE LA POLICÍA, LOS ROLLING STONES, VlVALDI, MlKE WALLACE, EL KINGSTON TRÍO, PAUL HARVEY, PATTI SMITII, JERRY FAIWELL. Y debajo: ¡OH, LA LA!

Para los de la Voit, fabricantes de equipos de natación, un anuncio en el que aparecía un hombre que era la antítesis absoluta del fanfarrón de playa de Miami. Arrogantemente derrengado en la dorada playa de algún paraíso tropical, el modelo era un hombre de cincuenta años con unos tatuajes, un vientre abultado a causa de cerveza, unos brazos y piernas de músculos atrofiados y una arrugada cicatriz en la parte superior ce un muslo. Este quebrantado aventurero acunaba en sus brazos un par de aletas para bucear de la marca Voit. SEÑOR —decía el texto del anuncio—, YO ME GANO LA VIDA BUCEANDO. A MÍ QUE NO ME VENGAN CON HISTORIAS. Había muchas más cosas debajo, aquellas a las que Roger se refería siempre como el bla-bla-bla, pero el texto en negrita era el verdadero gancho. Vic y Roger hubieran querido poner QUE NO ME VENGAN CON PUÑETAS, pero no habían logrado convencer a los de la Voit. Lástima, gustaba de comentar Vic mientras tomaba unas copas. Hubieran podido vender muchas más aletas.

Y después vino la Sharp.

La Sharp Company de Cleveland ocupaba el duodécimo lugar en la lista de la Gran Bollería Americana cuando el viejo Sharp acudió a regañadientes a la Agencia Ellison de Nueva York tras más de veinte años con una agencia de publicidad local. La Sharp superaba a la Nabisco antes de la segunda guerra mundial, gustaba de señalar el viejo. Y su hijo gustaba también de señalar que la segunda guerra mundial había terminado hacía treinta años.

La cuenta —al principio, con un período de prueba de seis meses— se la habían asignado a Vic Trenton y Roger Breakstone. Al término del período de prueba, la Sharp había pasado del duodécimo al noveno lugar en el mercado de los bollos-pasteles-cereales. Un año más tarde, cuando Vic y Roger fueron a Maine para establecerse por su cuenta, la Sharp Company había subido al séptimo lugar.

Su campaña había sido arrolladora. Para los Pastelillos Sharp, Vic y Roger crearon al Tirador de Precisión de Pastelillos, un inepto guardia del Oeste cuyos seis fusiles disparaban pastelillos en lugar de balas, con la ayuda de los del departamento de efectos especiales… en algunos «spots» Chocka Chippers, en otros Ginger Snappies y en otros Gachas de Avena. Los «spots» terminaban siempre con el Tirador de Precisión tristemente de pie sobre un montón de pastelillos y con los fusiles a la vista. «Bueno, el malo se me ha escapado —les decía más o menos diariamente a millones de norteamericanos—, pero tengo los pastelillos. Los mejores pastelillos del Oeste… y de cualquier otro lugar, me imagino». El Tirador de Precisión hinca el diente en un pastelillo. Su expresión denota que está experimentando el equivalente gastronómico del primer orgasmo de un muchacho. La imagen se disuelve.

Para los pasteles preparados —dieciséis variedades distintas, desde el bizcocho sencillo a la empanada y el pastel de queso—, se había creado el «spot» que Vic denominaba de George y Gracie. Aparecen George y Gracie abandonando un fabuloso banquete en el que la mesa del buffet muestra toda clase de exquisiteces. Se pasa a un pequeño y modesto apartamento, fuertemente iluminado. George se encuentra sentado junto a una sencilla mesa de cocina, cubierta con un mantel a cuadros. Gracie saca un Bizcocho Sharp (o un Pastel de Queso o una Empanada) del congelador de su viejo frigorífico y lo coloca sobre la mesa. Ambos lucen todavía sus atuendos de etiqueta. Se miran sonrientes a los ojos con afecto, amor y comprensión, dos personas en perfecta sintonía. Se disuelve la escena con estas palabras sobre un fondo negro: A VECES LO ÚNICO QUE HACE FALTA ES UN PASTEL SHARP. No se pronunciaba ni una sola palabra en todo el «spot». Con este «spot» habían ganado un Clío.