Anni se ha quedado dormida en el sofá del salón de invitados, que es un trasto de piel dada de sí, no especialmente bonito. Demasiado grande para esa habitación. Sobre el respaldo cuelgan pañitos blancos tejidos a mano, probablemente a modo de protección por si las personas que se sientan en el sofá llevan el pelo sucio o demasiado engominado.

Me siento en la butaca y la observo. Antes nunca entrábamos aquí. Se me hace extraño. Siempre estábamos hablando en la cocina. Y, cuando yo vivía, la tele estaba en el recibidor pequeño del piso de arriba. El salón de invitados sólo se ha utilizado para el café de los funerales o de los bautizos. Cuando el pastor venía de visita, se le ofrecía café en la vajilla de porcelana y se sentaban aquí.

Es tarde. El sol está muy bajo. La luz del salón es cálida y soñolienta.

Cuando morí, Anni le pidió a Hjalmar que bajara la tele al salón de invitados, y ahora ella está aquí tumbada, descansando. Supongo que ya no tiene fuerzas para estar subiendo y bajando escaleras. Se ha echado una manta de lana por encima de las piernas. Es una manta decorativa cuya única finalidad había sido siempre estar bien doblada sobre el apoyabrazos. No habría que usarla, así que Anni no la desdobla del todo, sino que la deja doblada por la mitad. Si pudiera, le abriría toda la manta. Dichosa Anni. ¿Para qué guarda las cosas?

Miro a mi alrededor. Aquí dentro está todo de lo más ordenado, pero no es muy del estilo de Anni. En esta sala es donde ha juntado sus objetos más bonitos. La librería barnizada de oscuro con libros, aunque no muchos, en filas alineadas. Objetos de decoración baratos, como un cisne hueco de cristal lleno de líquido rojo que debería subir por el cuello del cisne los días que hay alta presión, o un plato pintado de Tenerife puesto sobre un pie, regalo de alguien, Anni nunca ha estado allí. Fotografías de estudio en marcos sin polvo de miembros de su familia. Aquí hay una mía de cuando era pequeña, no tiene desperdicio, tengo el pelo recién lavado y bien peinado pero con la electricidad estática se me pega a la frente como un lametón. Me acuerdo de ese vestido, las costuras me rozaban la piel, los leotardos me quedaban a la altura de los muslos. ¿Cómo conseguían vestirme así? Debía de estar drogada.

Anni se ve tan pequeña debajo de un jersey y de dos rebecas… Sólo le quedan las piernas, prácticamente. Pero respira y ahora sus párpados tiritan. Las manos y las piernas se le mueven por acto reflejo como a un perro dormido. Tiene un morado en la mejilla, donde Kerttu le ha dado el cabezazo.

Estoy sentada en la butaca tratando de recordar si alguna vez le dije lo mucho que significaba para mí. Quiero darle las gracias por quererme de forma tan incondicional. Y le quiero dar las gracias por no tenerla siempre encima, por dejarme ir y venir como un gato, por estar siempre dispuesta a calentarme un poco de sopa de carne o hacerme unos sándwiches si tenía hambre. Mamá decía que me estaba malcriando. Es verdad. Lo hacía. Quiero darle las gracias por ello. Mamá era tan diferente, con todas sus neuras. Primero drama, berreos, gritos y maldiciones, al instante siguiente llorando, necesitada de cariño y con culpabilidad. «Perdóname, cariño de mi vida, si tú eres lo mejor que me ha pasado nunca, ¿me perdonas?» Al final me convertí en una adolescente fría y cortante. «Dame una bolsa para vomitar», le decía cuando le entraba esa flojera y se ponía a lloriquear y a hipar. Anni le dijo: «Claro que puede vivir conmigo, si necesita alejarse un poco. Podría empezar por estudiar mates.» Mamá creía que en el pueblo me volvería loca. «A mí me pasó», dijo. Pero se equivocaba.

Estoy sentada en la butaca de Anni pensando que la quiero. Nunca se lo dije, quizá porque soy alérgica a esa palabra, mamá me la ha dicho mil veces, pero ella es como una cría de pájaro con la boca siempre abierta. Aun así debería habérselo dicho. Todas las veces que Anni estuvo sentada en el sofá de la cocina con las piernas en alto intentando llegarse a los pies para masajeárselos, se lo tendría que haber hecho yo. Tendría que haberle cepillado el pelo. Tendría que haberle ayudado por las noches a subir las escaleras. No supe verlo. Me quedaba en la cama escuchando música.

Pero ahora tengo que mirarla un poco más de cerca. La habitación está enrarecida y no puedo ver si su pecho se mueve. ¿No está demasiado quieta?

«¿Estás aquí sentada?», oigo una voz desde la puerta, y cuando me doy la vuelta la veo en el umbral.

Tiene su aspecto de siempre, pero nada que ver con la Anni que está en el sofá.

«No —sonríe cuando intuye la pregunta que me estoy haciendo—. Sólo estoy durmiendo. Viviré dieciséis años más. Pero ya es hora de que tú te marches. ¿No te parece?»

«Sí», responde una voz en mi interior. Y de repente estamos de pie en la orilla del lago de Piilijärvi. Es verano. La playa al otro lado no se parece en nada a la real. Pero el bote es el de Anni, la vieja barcaza que su primo le construyó hace una eternidad. El agua chapotea contra la madera, huele a brea. Los reflejos del sol en los rizos del agua parecen brillantes cebos de pesca. Los mosquitos cantan sus monótonos salmos de verano y Anni suelta el amarre y sujeta el bote mientras yo me subo y pongo los remos en las horquetas.

Anni empuja el bote al agua y entra de un salto. Yo remo.

Mientras remo veo a Hjalmar.

Está de pie cantando en la sala de oraciones de la prisión. Él y siete internos más. El pastor de la prisión es un cuarentón de pelo lampiño. Toca bien la guitarra y ahora cantan Fe de Niño a viva voz. Las notas retumban contra las tristes paredes. Al pastor le gusta Hjalmar. Hjalmar es grande e infunde respeto y como algunos quieren llevarse bien con él, ahora acuden a las plegarias de los miércoles. Y el pastor puede mostrar los resultados de la actividad ante la parroquia y todo el mundo está contento. Porque es de lo más reconfortante ver cómo esos hombres manchados por el crimen reciben permiso para ir a la misa del domingo en la Iglesia Filadelfia. Son la viva prueba de la fe de Cristo y no titubean a la hora de explicar sus miserables vidas antes de la redención ante una parroquia emocionada.

Hjalmar es el que está más contento. En su celda hay libros nuevos de matemáticas.

Sus gruesas mejillas están sonrosadas. Le gusta cantar y coge ímpetu cuando llega el «Fe de niño, fe de niño, mi puente dorado directo al cielo».

Acostumbra a decir de broma que nunca pedirá el indulto al Gobierno.

Sigo remando. Dos cuervos aparecen volando sobre las copas de los abetos. Giran en círculo sobre nuestras cabezas. Giran, giran. Yo miro al cielo para observar sus negras, largas y desgarbadas alas, sus colas en forma de flecha. Oigo el ruido de su aleteo, y de pronto se deslizan hacia abajo y se posan en la borda del barco con la soltura de quien tiene un asiento reservado. No me extrañaría nada si de pronto se sacaran unas maletitas negras de debajo del ala. Su plumaje resplandece como el arco iris al sol, sus picos están tan llenos de fuerza, curvados y negros, con un bigotillo pegado a la raíz; tienen gruesos collares de plumas. Uno intenta cazar un tábano que ha bajado al agua. Parlotean entre ellos con su zureo y parece que estén diciendo cuervo, cuervo, cuervo. Pero de pronto uno de ellos empieza a sonar como un gallo y el otro parece romper a carcajadas. No sé qué pensar de estos pájaros.

Sigo remando. Dejo que la pala del remo se hunda bien y me obligue a tirar fuerte. Disfruto sintiendo mi cuerpo otra vez. El sudor me corre por la espalda. La madera del mango de los remos es suave por todos los años que mis manos la han usado. La sensación de los músculos de la espalda y los brazos con cada golpe de remo, la energía concentrada, el esfuerzo, el cansancio, la recuperación.

«Ahora ya te las puedes apañar tú sola —dice Anni y se pone de pie—. Yo tengo que volver. Te acompañarán un poco más.»

Veo que mira a los pájaros, que responden con un carraspeo.

Y luego desaparece. Los cuervos me observan con los botones negros y brillantes de cristal que tienen por ojos. No me queda otra que seguir remando.

El sol calienta. Los cuervos abren los picos. Pero calla. Me siento rebosante de felicidad. Me sube por dentro como la savia en el abedul.

Ahora los pájaros alzan el vuelo con un graznido. Se alejan con fuertes aleteos hacia el lugar donde vengo. Desaparecen en el cielo.

Sigo remando. Soy fuerte e indomable como un río y remo sin parar. Me aguanto con los pies y doy largos golpes de remo en el agua.

Ya voy, pienso con alegría. Voy para allá.