Rebecka Martinsson está sentada en una silla de cocina en la cabaña de Hjalmar Krekula. Alguien le ha quitado la ropa y la ha envuelto en una manta. El fuego arde con brío en la chimenea. Le han puesto una chaqueta de policía sobre los hombros. Todo su cuerpo tiembla de frío. Da brincos en la silla. Le castañetean los dientes. Le duelen las manos y los pies, los muslos y el culo. En la cabeza tiene un taladro perforando.

Le han puesto delante una taza con agua caliente.

Sven-Erik Stålnacke también está sentado a la mesa. De vez en cuando le pasa delicadamente una toalla por las manos heridas, por la cabeza y por la cara.

—Bebe —le exige.

Rebecka quiere beber, pero no se atreve. Cree que lo vomitará en cuanto le llegue al estómago.

—¿Tintin? —susurra.

—Krister Eriksson ha venido a buscarla.

—¿Bien?

—Seguro que sí, ya lo verás. Bebe un poco.

Anna-Maria Mella entra en la cabaña. Tiene el móvil en una mano. Con la otra se aprieta una bola de nieve contra la frente.

—¿Cómo va? —pregunta.

—Todo bien —dice Sven-Erik—. Todo tranquilo.

—Tengo a Måns al teléfono —le dice Anna-Maria a Rebecka—. ¿Puedes hablar? ¿Quieres?

Rebecka asiente con la cabeza y alarga el brazo para coger el teléfono, pero se le cae al suelo.

Anna-Maria tiene que aguantárselo.

—Sí —grazna.

—Sólo quieres llamar la atención —dice Måns.

—Sí —responde ella con una risa que le sale en forma de tos—. Hago cualquier cosa.

Måns se pone serio.

—Me han dicho que estabas en el río. Que te has metido debajo del hielo y que lo has atravesado para salir.

—Sí —dice Rebecka con su carrasposa y desangelada voz.

Después añade:

—Creo que tengo un aspecto horrible.

Hay silencio al otro lado de la línea. A Rebecka le parece oír que Måns está llorando.

—Ven —le ruega ella—. Ven, por favor, cariño mío, y abrázame.

—Sí —dice él, ahora con voz firme. Se aclara la garganta—. Estoy en un taxi de camino al aeropuerto de Arlanda.

Rebecka corta la llamada.

—Nos vamos —le dice Anna-Maria a Sven-Erik—. Vamos a grabar la confesión de Hjalmar Krekula.

—¿Dónde está? —pregunta Rebecka.

—Está sentado aquí fuera, en el porche. Nos hemos visto obligados a dejarlo descansar un poco.

—Espera.

Rebecka se pone a cuatro patas en el suelo. Le duele todo. Se mueve despacio. Aparta la alfombra y levanta el linóleo y el tablón de madera y saca el paquete de hule con los libros de matemáticas y las notas del bachillerato.

—¿Qué es eso? —pregunta Anna-Maria.

Rebecka no contesta. Sale con el paquete.

—¿Qué es eso? —vuelve a preguntar Anna-Maria con voz irritada, pero se calla cuando ve la mirada de Sven-Erik.

«Déjala», dicen sus ojos.

Rebecka sale tambaleándose al porche. Allí está Hjalmar.

Fred Olsson y Tommy Rantakyrö están a su lado. Rebecka deja el paquete en el regazo de Hjalmar.

—Gracias —dice él.

Y al mismo tiempo se da cuenta de que lleva muchos, muchos años sin utilizar esa palabra.

—Gracias —dice otra vez—. Te lo agradezco mucho, ¿me oyes?

Hjalmar acaricia el paquete de hule.

Rebecka vuelve a meterse en la cabaña. Tommy Rantakyrö le pone una mano con cuidado debajo del codo para que se apoye.