Hjalmar bebe café de su taza. La sostiene con las dos manos. Vera le rasca la pierna con insistencia. No puede dejar de acariciarla.
—No pensaba en que era Wilma —le dice a Rebecka—. Era como si no tuviera fuerzas para pensar en ello. Murió allí. Yo estaba allí.
—Pero ¿después has pensado en ella?
—Sí —susurra—. Mucho.
—¿Cómo acabó en el río?
—Mi madre nos dijo que la cambiáramos de sitio. No quería que la encontraran en el lago. Por el avión, ya sabes. No podía salir a la luz. La sacamos. A él lo estuvimos esperando, pero nunca subió a la superficie.
Cierra los ojos. Una vez más se le repiten las imágenes de cuando destrozaron la puerta y echaron los trozos de madera en el agujero.
«Y no caímos en las mochilas —se dice—. Te crees que mantienes la cabeza fría, pero no.»
Se frota la cara con las manos y continúa:
—Fuimos en el todoterreno por el camino del bosque. Yo la llevé encima. Fue entonces cuando se me empezó a hacer insoportable. Y la sensación no se me quitó con el tiempo. Si no la hubiese tenido en mi regazo, entonces a lo mejor habría podido… no sé, olvidar, quizá. La metimos en su coche, detrás. Yo lo conduje hasta Tervaskoski. Allí el agua todavía no se había helado. La gasolina dio justo para llegar. Tore dejó a madre en casa. Después volvió con nuestro coche. La llevamos hasta los rápidos y la tiramos dentro. Escondimos las llaves del coche encima de la rueda.
—Tu madre —le dice Rebecka a Hjalmar—. Creo que estuvo vendiendo información a los alemanes durante la guerra.
Hjalmar asiente.
«Ya puede ser», piensa. Recuerda un baile al que fueron él y Tore de adolescentes. Recuerda a un chaval de su edad haciendo el saludo hitleriano para burlarse. El padre de aquel chico era comunista. La cosa acabó en una pelea de narices que siguió hasta que alguien gritó que la policía estaba de camino.
Recuerda los gritos de Kerttu desde la habitación cuando Tore desapareció en el bosque: «Es el castigo.»
Recuerda a Isak en la sauna y de eso no hacía mucho tiempo. Después de que Johannes Svarvare les dijera que le había contado a Wilma lo del avión. Después del infarto de Isak. Después de haberlos matado.
El ambiente en casa estaba cargado y enturbiado por todo lo que no se podía decir ni insinuar. A Kerttu le daban dolores más fuertes que nunca. Se quejaba a viva voz de lo difícil que era encargarse de Isak. Aunque entonces ya estaba mejor, en invierno. A principios de marzo hubo una mañana que no pudo levantarse. Los médicos dijeron que probablemente habría sufrido pequeños infartos durante la noche. A partir de ahí se quedó en cama. Pero en invierno estaba mejor.
—Huele mal —le dice Kerttu a Hjalmar.
Está sentada a la mesa de la cocina con el abrigo bonito y los zapatos puestos y el bolso sobre las rodillas, esperando a que Laura, la esposa de Tore, pase a recogerla para llevarla a la ciudad. Kerttu tiene que ir al médico. Son las únicas ocasiones en las que sale del pueblo: cuando tiene que ir al dotor, como ella dice. Sin la c.
Quizá por eso es tan consciente de cómo huele Isak. Porque ahora ella está recién duchada y perfumada, el cuerpo limpio.
Isak está en el pueblo. Va andando a pesar del grave infarto que sufrió en otoño. Como habitante del pueblo es algo que tiene que hacer de vez en cuando: darse una vuelta. Vas a casa de la gente, te sientas en la cocina, tomas café e intercambias información sobre lo último que ha pasado. Sólo hay unos pocos a los que puede ir a ver. Johannes Svarvare y alguno más, porque con la mayoría no se habla. Durante su vida, una persona acumula innumerables injusticias y hay muchos que han puesto fin a la amistad. Los negocios son los negocios, ha dicho Isak en varias ocasiones, y entonces siempre hay alguien que se cabrea y se siente engañado.
—No es fácil estar en casa cuidándolo, si es lo que os habéis pensado —se queja Kerttu incluyendo al ausente Tore en la conversación.
Su voz guarda un tono duro, contenido.
—Puedo cuidar de él, pero tú encárgate de lavarlo —añade tajante—. Si no, me niego.
Llega la esposa de Tore y pita un par de veces en el patio.
Hjalmar suspira. ¿Ahora tiene que pelearse con Isak por eso? ¿Qué va a hacer? ¿Atarlo bajo la ducha? ¿Repasarlo con el cepillo?
Una hora y media más tarde Isak vuelve a casa de su paseo. Hjalmar está sentado en la cocina.
—Estoy calentando la sauna —dice—. ¿Me haces compañía?
En la mesa hay un paquete de seis cervezas de medio litro.
Isak no tiene ningunas ganas de tomar una sauna. Ha estado en casa de alguno tomando cosas más fuertes que café, Hjalmar puede notarlo. Pero el viejo mira las cervezas con codicia.
Hjalmar es hábil a la hora de manejar a su padre. No le insiste. No le pregunta dos veces. Hace como si a él también le importara un comino, Isak no puede sospechar en ningún caso que a Hjalmar se le ha encomendado la misión de lavarlo. Isak está de pie en el umbral de la puerta sin decir nada. Hjalmar coge las latas y una toalla, sólo una. Isak lo deja pasar. Hjalmar baja a la sauna.
Pone las cervezas en un cubo con nieve para que se mantengan frías. Pasa por la ducha y después se sienta en la sauna, echa un poco más de agua sobre las piedras calientes, que se evapora con un chisporroteo. La humareda asciende hasta el último banco, donde él está sentado. Le quema la piel. Hace un esfuerzo para dejar de pensar en que el estómago le descansa sobre los muslos. Joder, qué gordo se ha puesto.
Prefiere pensar en que se nota en cualquier detalle que la granja se ha convertido en la casa de dos viejos. Antes, cuando se calentaba la sauna, siempre brotaba un aroma seco a madera, a jabón ruso y al fuego que ardía en la estufa de leña. Ahora, cuando echa agua a las piedras, se desprende un olor a suciedad incrustada. Hace tiempo que nadie frota los bancos.
Casi se ha olvidado de Isak cuando oye un golpe en la puerta exterior. Se agacha y pesca una cerveza del cubo.
Isak entra y sube con pies y manos hasta el último banco, le pasan una cerveza, se la toma en pocos tragos, coge otra.
«No queda mucho del auténtico Isak —piensa Hjalmar—. Ese cuerpo viejo y enfermizo, el pelo fino y demasiado largo, la piel rígida y con pequeñas manchas. Hace nada los músculos se mostraban firmes cuando se arremangaba la camisa, hace nada desmontaba él solo la plataforma abatible de los camiones.»
«La ira», piensa Hjalmar. La ira es igual de fuerte en Isak que antes. Es el pilar que lo mantiene erguido. La ira contra los habitantes del pueblo, que cuchichean sin parar a sus espaldas, esos cabrones, la mitad estaría sin trabajo si no fuera por la empresa de transportes, la ira contra Hacienda, putos chupasangres, cagatintas que nunca se han manchado las manos, contra los políticos municipales, contra las compañías de seguros, contra los directores, contra los capullos de Estocolmo, contra los periódicos, contra los famosos, panda de drogadictos, contra los parados y los que están de baja, holgazanes de mierda que se escaquean y estafadores que viven del trabajo de los demás, unos cojones va a pagar la licencia, contra el que se encarga de la fruta en el súper ICA en Skaulo, esa bazofia podrida rodeada por una nube de moscas, contra los inmigrantes y los gitanos, contra los académicos, chusma engreída que van con un palo metido en el culo.
Contra Hjalmar. Cuando tenía trece años Isak dejó de darle palizas. Un bofetón de vez en cuando le siguió cayendo, o algún sopapo en la coronilla. Pero cuando cumplió dieciocho se acabó del todo.
La ira, en cambio, no. Sólo es la expresión de la misma lo que ha cambiado. Con la edad, el cuerpo de Isak se ha debilitado. Ya no puede levantar una silla de madera y golpearla contra el suelo partiendo los listones del respaldo. Su voz ha tenido que ser la transmisora de su ira. Se le ha vuelto más quejumbrosa, más chirriante. Y su vocabulario, más tosco. Hurga en busca de palabras en el fondo del estercolero. Se revuelca en palabrotas y juramentos como un perro en un cadáver.
Ahora la toma con Kerttu. Tiene que salir todo eso que Isak fermenta en su interior.
—Hostia puta. O sea que se ha ido al médico —empieza.
Hjalmar se hace el fuerte y le da un trago a la cerveza.
—No puede estar sin enseñarle las tetas a alguien —continúa Isak pegándole un buen trago a la lata.
«Sí, tiene suerte», sigue mascullando. De que haya gente que cobra por mirar a las viejas en pelotas, para que los demás no tengan que ver tetas colgando, barrigas caídas, chochos secos. No, tienen que ser chicas jóvenes, ¿verdad que sí, Hjalle? Coño, claro. De eso tú no tienes ni idea.
—Tú nunca has estado con nadie, ¿no?
Hjalmar quiere decir «déjalo ya», pero sabe que es mejor callarse.
De todos modos, Isak se da cuenta de lo incómoda que le está resultando la conversación. Le está afectando. Tanto las palabras sobre su madre como las palabras sobre su virginidad. Que nunca ha estado con nadie. Isak no puede saberlo con total seguridad, pero hurga en busca de la verdad.
—Ni siquiera un polvo de borrachera, ¿verdad?
No cabe duda de que le sirve para descargarse. La presión dentro de Isak disminuye a medida que somete a Hjalmar al sufrimiento. Hjalmar se observa la enorme tripa que se esparce sobre sus muslos.
—Ya has hablado bastante de mamá —dice y echa más agua sobre las piedras. El vapor resopla y chisporrotea.
Isak detiene su cháchara un momento. Hjalmar no suele contestarle. Pero después no se puede aguantar:
—Tú te piensas —suelta, y ahora se notan los combinados que se ha tomado en el pueblo y las cervezas que se está tragando—, tú te piensas que tu madre es una santa.
Se apoya en la pared de la sauna y suelta una flatulencia.
—Una santa en el infierno —dice—. Si tú supieras. Verano del cuarenta y tres. La resistencia sueca escondía a hombres de la resistencia danesa y noruega y a desertores finlandeses. Tu madre era la hostia en hacer que la gente hablara. Guapa y joven e inofensiva. Una vez había unos resistentes daneses que se habían escapado de trabajos forzados en un carguero de mineral en el puerto de Luleå. Eran tres. Tu madre fue a un baile y consiguió que un chico se lo contara todo. Todo. Maricón. Estaban en un pajar. No les fue muy bien, que digamos.
Hjalmar siente un malestar que le hormiguea y le revuelve el estómago. ¿Qué? ¿Qué le está contando?
Isak se gira para mirar a su hijo. En su cara hay algo parecido a una sonrisa. Una mueca. Hjalmar piensa que le recuerda a una serpiente, algo vivo, algo que encuentras cuando le das la vuelta a una piedra. Los dientes amarillos de viejo le sobresalen de la boca. No lleva dentadura postiza, pero la suya original no vale gran cosa.
—¿Dónde se han metido Wilma y Simon? —pregunta Isak.
Hjalmar se encoge de hombros. Nadie le ha contado nada. Pero algo sospecha, no cabe duda. Ahora el alcohol le hace preguntar. Le enfurece haberse quedado fuera, que lo hayan apartado. Lo han metido en la carpeta de los viejos, aquellos a los que hay que proteger, aquellos de los que no te puedes fiar. No le dejan saber nada. No le dejan conducir. La ira lo carcome por dentro como un parásito.
—Arderá en el infierno —dice—. Tú piensas que yo lo haré, pero te aseguro que ella acabará unas plantas más abajo. Ya lo verás.
Le cambia la voz. Se queda ensimismado.
—Ya lo verás, ya lo verás —repite.
Después se calla. Parece que tenga remordimientos por haber hablado demasiado.
—Bah —dice irritado—. Aquí no hace bastante calor. Has preparado mal el fuego. Todavía hay demasiado frío dentro de las paredes.
Se baja del banco y se va al cuarto de la tina. Hjalmar lo oye chapotear. Después, el golpe de la puerta exterior.
—¿Y Hjörleifur Arnarson? —pregunta Rebecka—. ¿Qué pasó con él?
—Fue Tore —dice Hjalmar—. Lo golpeó con un leño. No podíamos arriesgarnos a que hubiese visto algo. Lo cambiamos de sitio. Tiramos la escalerita al suelo. Abrimos el armario de la cocina y metimos una de las mochilas. Tenía que parecer un accidente.
Cierra los ojos y recuerda cómo Tore le dijo que levantara la cabeza ensangrentada de Arnarson para que no quedara un rastro en el suelo mientras él lo arrastraba por las piernas.
«Gracias a Dios —piensa Rebecka—. Entonces podemos encerrar a Tore. Salpicaduras de sangre en su chaqueta y el testimonio de Hjalmar. No hay ninguna fisura.»
—¿Qué piensas hacer ahora? —le pregunta—. No habrás pensado en pegarte un tiro.
—No.
Rebecka empieza a hablar más deprisa.
—Porque si te lo has planteado… —dice—. No podría con ello después de lo de Lars-Gunnar Vinsa. Yo estaba allí cuando mató a Nalle, su hijo, y luego se suicidó. Primero me había encerrado en el sótano.
—Lo sé. Lo leí en la prensa. Pero no lo haré.
Se queda mirando la taza de café y niega con la cabeza.
—Pero hubo unos días en que lo pensé.
Mira a Rebecka.
—Me dijiste que me fuera al bosque y lo hice. Allí pasó algo que no sé explicar. Un oso me miró. Lo tenía casi encima.
—Vaya.
—Fue como algo más grande que yo mismo. Y no me refiero al oso. Después sentí claramente que tenía que confesar. Tenía que sacármelo de dentro. Las mentiras.
Rebecka lo mira dudosa.
—¿Y por qué has venido aquí?
—Pensé que lo mejor sería venir y esperar.
—¿Esperar qué?
—No lo sé. Lo que venga. Lo que tiene que pasar.