—Pondremos a Tore Krekula en busca y captura —les dice Anna-Maria Mella a Sven-Erik Stålnacke, Tommy Rantakyrö y Fred Olsson.
Están reunidos en comisaría.
—Para empezar avisad a los oficiales de guardia en Gällivare, Boden, Luleå, Kalix y Haparanda. Enviad un fax con la lista de todos los vehículos propiedad de la empresa de transportes y de los miembros de la familia.
Su móvil suelta un pitido y Anna-Maria abre el mensaje. Tiene uno en el buzón de voz. Marca el número y lo escucha.
—Mierda —dice.
Los compañeros levantan las cejas con curiosidad.
—Rebecka se ha ido a Piilijärvi para hablar con Hjalmar Krekula. Por lo visto la ha llamado y le ha dicho que quiere confesar.
Marca el número de Rebecka. No contesta.
—¡Cómo puede ser tan insensata! —exclama.
Los compañeros no dicen nada. Anna-Maria mira a Sven-Erik. Puede ver que está pensando en Regla. Si hay alguien insensato, ésa es Anna-Maria.
De pronto la invade un profundo cansancio y desánimo. Intenta mantener intacta la coraza por si Sven-Erik le dice algo, pero se siente expuesta y vulnerable, no tiene fuerzas para cerrar los puños, arremangarse y ponerse en guardia.
«Voy a renunciar al puesto —piensa—. No puedo más. Tendré otro hijo.»
Apenas pasan unos segundos, pero son más que suficiente para remover toda una serie de cosas. Anna-Maria mira a Sven-Erik. Sven-Erik mira Anna-Maria. Al final, él dice:
—Las cosas son como son y no hay más. Vámonos a Piilijärvi.
Y toda la culpa se desprende de Anna-Maria. Cae como la nieve, se desploma de los tejados en primavera.
«Las cosas son como son y no hay más.» Se refería a Regla.