«Y si llego tarde —piensa Rebecka mientras conduce a toda velocidad por la E10 y gira a la izquierda por la carretera de Kuosanen hacia el río Kalix—. Y si se ha pegado un tiro. Y si está tirado en un charco de sangre. Y si se ha volado el cráneo. Y si se ha volado la cara. Puede que lo haya hecho. Puede ser. Puede pasar.»
Intenta llamar a Anna-Maria otra vez. Le salta el buzón de voz.
—Voy camino de la cabaña de Hjalmar Krekula —dice—. Ha confesado los asesinatos de Hjörleifur, Wilma y Simon. Y tengo un mal presentimiento. Estate tranquila, no hay peligro. Pero llámame. Si puedo, contestaré.
Después llama a Krister Eriksson.
—Hola —la saluda antes de que ella pueda decir nada.
Es un hola tan suave. Suena íntimo y lleno de alegría de que lo llame. Suena como el hola del segundo antes de deslizar la mano por debajo del pelo y alrededor de la nuca de su amada. Krister ha visto que era ella y se ha expresado así. Es un hola para un amor.
Rebecka se queda en blanco. Una corriente caliente fluye desde un punto entre las costillas hasta la pelvis.
—¿Cómo le va a mi chica? —pregunta Krister y Rebecka tarda un segundo en comprender que está hablando de Tintin.
Le dice que va todo bien y luego le suelta eso de que necesitaba salirse del rol de policía por un rato y sólo ser perra y que se ha estado revolcando en caca de caballo.
—Ésa es mi niña —se ríe Krister Eriksson con orgullo.
Después Rebecka le explica adónde se dirige y por qué.
—Hicimos un registro en su casa el martes —dice—. No sé cómo explicarlo.
Krister Eriksson se pone serio y presta atención. Pero no le dice que no debería ir sola.
—Cuando lo miré, vi a otra persona —continúa—. Era como si pudiera… no ayudarlo, exactamente… Pero conectamos de algún modo. Algo pasó. Tengo un dilema.
Hace todo lo que puede para transmitir la emoción con las palabras, pero de repente se siente estúpida.
—Entiendo —apunta Krister.
—Pero yo no creo en esas cosas —dice Rebecka.
—Tampoco hace falta. Tú haz lo que sientas que es lo correcto. Ocúpate también de Tintin.
—Nunca dejaría que le pasara nada.
—Lo sé.
Se hace un breve silencio. Hay muchas palabras que quieren ser pronunciadas, pero al final Krister suelta un adiós ameno que pone punto y final a la conversación.
La cabaña de Hjalmar Krekula junto a Saarisuanto está construida con maderas utilizadas y barnizadas. Los postigos de las ventanas y las puertas son azules, y los dos escalones que suben hasta la puerta es una obra sencilla de carpintería. El tejado es de metal corrugado y la chimenea de ladrillos. En la cuesta que baja hasta la playa del río crecen hermosos abetos. Bajo la nieve se ve un cobertizo rojo para barcos que se inclina de forma inquietante. Puede que sobreviva un verano más, pero nadie podría asegurarlo. No muy lejos del cobertizo, tocando el agua, está la sauna. Una chimenea redonda de hierro asoma por el techo. En tierra hay un pantalán de madera que sólo se ha deshelado hasta la mitad.
La barrera está levantada y han quitado la nieve del camino, pero no hasta la cabaña. El coche de Hjalmar está aparcado justo donde termina el camino. Rebecka tiene que hacer a pie el último trozo siguiendo las marcas de la motonieve. Alguien ha pasado por allí antes que ella. Supone que ha sido él. Las huellas avanzan con dificultad, se hunden cada tres o cuatro pasos.
Vera y Tintin se mueven felices sin despegar los hocicos del suelo. Hay huellas de renos que también han aprovechado el paso de las motos para ahorrar energías. Las perdices han correteado entre los abedules dejando un rastro enloquecedor. En un sitio se pueden ver pisadas de alce. Rebecka tarda alrededor de un cuarto de hora en cruzar el bosque hasta la cabaña.
Llama a la puerta. Cuando ve que nadie responde, decide abrir.
La cabaña se compone de una sola habitación. Junto a la puerta está la parte de la cocina. Siguiendo la pared de la izquierda hay unos fogones y una encimera, y por encima cuelgan viejos armaritos con puertecillas correderas. En la encimera hay una palangana de color naranja bocabajo con el cepillo de fregar cuidadosamente puesto a su lado.
Directamente a la izquierda hay una mesita de comedor con tres sillas de madera diferentes, pintadas con varias capas de pintura demasiado espesa, la última de azul intenso. Un poco más al fondo de la habitación hay un sofá. Los cojines de color hueso con franjas beis, verdes y marrones están de pie en el suelo, apoyados contra los apoyabrazos para evitar que se humedezcan demasiado y les salga moho por debajo.
Hay fuego en la chimenea, pero las brasas aún no han podido con el olor a cabaña húmeda.
Hjalmar Krekula está sentado en el sofá. No ha puesto ningún cojín, sino que está sentado sobre la estructura. Todavía lleva puesta la chaqueta y el gorro con visera de piel sintética de castor.
—¿Qué haces aquí? —pregunta él.
—No lo sé —dice Rebecka sin moverse del sitio—. Oye, tengo dos perras ahí fuera que se están cargando tu puerta. ¿Pueden entrar? Van llenas de estiércol.
—Déjalas pasar.
Rebecka les abre. Con el frenesí por llegar la primera hasta Hjalmar para saludarlo, Vera casi vuelca la mesita de centro. Tintin hace caso omiso, da unas vueltas olfateando el lugar, ignora a Hjalmar y se tumba delante del fuego.
Hjalmar no puede evitar acariciar a Vera y ella interpreta esa benevolencia como una señal de que puede subirse al sofá.
Rebecka dice «Vera» con voz estricta y quiere hacerla bajar, pero Hjalmar le hace un gesto con la mano indicándole que no se moleste. Entonces Vera considera que ha llegado el momento de llevar la relación a un nivel superior y se le sube encima. Le resulta un poco difícil hacerse sitio, su barriga es demasiado grande, pero al final lo consigue y le da unos cariñosos lametones en la boca.
—Oye, tú —dice Hjalmar intentando parecer severo.
Pero enseguida se pone a quitarle pegotes de nieve del pelo. A Vera le gusta. Se apoya sobre Hjalmar con todo su peso y le vuelve a lamer las comisuras.
—Se acaba de comer una musaraña —dice Rebecka—. Por si te interesa saberlo.
—Oh, joder —dice Hjalmar con risa en la voz.
—Soy inocente —dice Rebecka—. No la he educado yo.
—Ah, vale —dice Hjalmar—. Bueno, chica, ya está, ¿me oyes? ¿Y quién te ha educado?
Rebecka se queda callada.
«Sin mentiras», piensa luego.
—Es la perra de Hjörleifur Arnarson —dice.
Hjalmar asiente pensativo con la cabeza mientras le acaricia las orejas a Vera.
—Nunca me di cuenta de que tenía perro —dice—. ¿Quieres un café?
—Sí, gracias.
—Quizá podrías prepararlo tú misma. Yo estoy un poco ocupado, como ves. El café está en el armario.
Rebecka se pone con ello. La cafetera es italiana. Echa el agua y luego el café. Al lado de los fogones hay una biblia abierta. Lee en voz alta los versos subrayados.
—«Ya se apaga el aliento en mí, mi corazón por dentro enmudece.» ¿Te gusta el Libro de los Salmos?
—No, pero a veces lo leo. Es que es el único libro que hay aquí.
Rebecka coge la biblia y la hojea. Es pequeña y negra con las hojas finas y doradas en los bordes. La letra es tan diminuta que apenas se puede leer.
—Lo sé —dice Hjalmar como si le hubiese leído el pensamiento—. Utilizo una lupa.
A Rebecka se le hace agradable sostenerla en la mano. Le asombra la calidad del papel. Impresa en 1928 y ni siquiera amarillea. Olisquea las páginas. Huele bien. A iglesia, a su abuela, a otros tiempos.
—¿Tú la lees? —pregunta él.
—A veces —reconoce—. No tengo nada en contra de la biblia. Es la Iglesia lo que…
—¿Qué lees?
—Bueno, diferentes cosas. Me gustan los profetas. Son tan perspicaces. Me gusta el idioma. Y también son tan humanos. Jonás, por ejemplo. Es tan exageradamente quejica. Y de poco fiar. Dios le dice: «Parte hacia Nínive y predica.» Y Jonás lo hace pero en dirección totalmente opuesta. Y al final, cuando ha estado tres días en el vientre de un pez, predica la destrucción de Nínive. Pero cuando los habitantes de la ciudad prometen enmendarse y mejorar y Dios se arrepiente y decide no aniquilarlos, Jonás se cabrea porque ha predicado la decadencia y considera que queda mal ante la población cuando la devastación que ha profetizado no se cumple.
—El vientre de la ballena.
—Sí, lo interesante es que tenga que morir antes de cambiar. Y después tampoco es un hombre ilustrado, bueno, no ha cambiado del todo ni para siempre. No deja de ser un viaje recién empezado. ¿Tú qué lees?
Abre la biblia por donde la corta el cordel que va atado al lomo.
—Job —dice Rebecka entornando los ojos para leer los versos subrayados—. «¡Ojalá en el šeol me escondieras, me ocultaras mientras pasa tu ira…»
—Sí. —Hjalmar asiente también con la cabeza como un laestadiano en el reclinatorio.
«Un hombre atormentado lee sobre otro hombre atormentado», se dice Rebecka.
—A veces pienso que Dios es igual que mi padre: cogen los mismos cabreos —dice Hjalmar rascando a Vera en la barriga.
Sonríe como para dejar claro que está bromeando, pero Rebecka permanece seria.
Vera suelta un largo suspiro y Tintin responde con otro junto al fuego. Así es como debería ser la vida de un perro.
Rebecka continúa leyendo en silencio. «Como monte que acaba derrumbándose, como rocas desplazadas de su sitio, como agua que erosiona las piedras, como aluvión que arrastra el barro, así acabas tú con la esperanza del hombre. Lo aplastas para siempre.»
Mira a su alrededor. En las paredes de madera amarillenta hay varias objetos decorativos puestos de cualquier manera. Un óleo sin firma que representa un molino de viento en una cala en la que se pone el sol, una navaja sami y una vaquita de madera, bastante mal tallada, una ardilla paliducha disecada sobre una rama de árbol, un reloj hecho con una sartén de cobre con las agujas fijadas en la base, y en el alféizar hay un ramo de flores hechas a mano en un jarro de cerámica. Al lado hay unas pocas fotografías.
—Te voy a enseñar mi secreto —dice Hjalmar levantándose de repente. Vera baja resignada al suelo de un salto.
Hjalmar aparta la alfombra y levanta un trozo cuadrado del linóleo. Debajo hay una madera que esconde un paquete. Dentro hay tres libros de matemáticas envueltos en hule de cuadros blancos y rojos. También hay una carpeta de plástico. Abre el paquete y lo pone todo sobre la pequeña encimera delante de Rebecka.
Ella lee los títulos en voz alta: Análisis multidimensional, Discrete Mathematics, Mathematics Handbook.
—Los mismos que se estudian en la universidad —dice Hjalmar no sin orgullo en la voz.
Después añade con rabia:
—No soy idiota, si es lo que pensabas. Mira en la carpeta y lo verás.
—No pensaba nada en concreto. ¿Por qué los tienes escondidos en el suelo?
Hjalmar hojea los libros.
—Mi padre y mi hermano —dice con tristeza—. Mi madre también. Se armaría una buena.
Rebecka abre la carpeta. Dentro hay unas notas de la escuela a distancia Hermods.
—Me sentaba aquí en mi tiempo libre —dice Hjalmar—. En esta misma mesa. Leyendo y luchando. Con las otras asignaturas. Las mates siempre han sido fáciles, se me dan bien. Con esas notas podría haber entrado en la universidad, pero…
Su mente vuelve al verano de 1972. Tiene veinticinco años. Todo ese verano se lo pasa planteándose seriamente si contarle a su padre y a Tore que quiere dejar la empresa de transportes. Pedir la beca de estudios y matricularse en la universidad. Se pasa las noches despierto imaginándose que se lo está explicando. A veces les asegura que es temporal y que empezará en la empresa otra vez cuando haya terminado de estudiar. Otras veces les dice que se pueden ir a la mierda y que prefiere dormir bajo un puente antes que volver. Pero la cosa acaba en que no les dice nada.
— Simplemente, no ocurrió —le dice a Rebecka Martinsson.
Ella lo mira. Puede ver el dolor que tiene acumulado. Hay algo que lo está destrozando por dentro. Hjalmar necesita sentarse. La silla de madera junto a la mesa de cocina es lo que está más cerca.
Al instante siguiente las perras están con él, las dos. Le lamen las manos.
Hjalmar llora. La tristeza brota caliente de su cuerpo.
—Joder —dice—. Mi vida. Joder. Siempre he sido un gordo y siempre trabajando. Ésa ha sido mi única… —Señala los libros de matemáticas.
Se tapa la boca con la mano, pero no puede parar, el llanto le sale a golpes, con ruido.
—¿Traes grabadora? —pregunta como puede—. ¿Por eso has venido?
—No —responde Rebecka.
Y ella lo mira, lo mira, lo mira. Una testigo de su penuria cuando ésta lo desborda. No lo toca. Vera le pone la patita en la rodilla. Tintin se tumba sobre sus pies.
Después Rebecka aparta la mirada. Hjalmar se levanta y vuelve a meter los libros debajo de la madera del suelo. Mientras tanto, ella contempla una foto en blanco y negro de un hombre y una mujer en un porche. En el primer escalón hay dos niños sentados. Deben de ser Hjalmar y Tore y sus padres. Isak y, cómo se llamaba la madre, Kerttu. La mujer le resulta familiar. Intenta recordar si ha visto esa foto en casa de Anni Autio. O en casa de Johannes Svarvare. No.
Después la reconoce. Esa mujer aparecía en el álbum de Karl-Åke Pantzare. Es la chica que estaba entre Karl-Åke y su compañero Axel Viebke. Sí, seguro que es ella.
«Kerttu», se dice.
Y después observa que Hjalmar y Tore tienen el pelo blanco como sólo se les pone a las personas pelirrojas. Se les nota que eran pelirrojos y con la piel muy clara.
«El Zorro —piensa Rebecka—. ¿No dijo Karl-Åke Pantzare que los ingleses llamaban el Zorro al informador de los alemanes? Kettu significa zorro en finlandés. Kettu. Kerttu.»