Sonja, de la centralita, pasa una llamada al teléfono móvil de Rebecka.
La fiscal ha salido a dar un paseo con las perras. El sol de la tarde calienta. Tintin y Vera merodean por allí y se familiarizan con el patio. Vera remueve frenética el suelo junto al montón de leña. La tierra húmeda y el musgo salpican a su alrededor. Seguro que debajo de las raíces hay una musaraña asustada, con el corazón palpitando a mil por hora y pensando que le ha llegado la hora. Tintin se dirige al cercado donde el vecino tiene los caballos. Están acostumbrados a los perros, así que ni siquiera se molestan en mirarla. La perra encuentra una fantástica montaña de bostas, engulle la mitad y luego se revuelca en los restos. Rebecka decide no decirle nada. Después ya las duchará a las dos y hará que se tumben delante del fuego para que se sequen. Por un momento piensa en llamar a Krister Eriksson y contarle lo que su educada señorita hace en cuanto le da la espalda, hacerle la broma de que, sin duda, necesita unas vacaciones para poder comportarse como la perra que es.
Justo cuando termina de pensarlo le suena el teléfono. Primero cree que quizá Krister le haya leído el pensamiento, pero enseguida ve que es la centralita de la policía. Sonja le dice que tiene una llamada y después oye a un hombre aclarándose la garganta.
—Sí, hola. Soy Hjalmar Krekula. Quería reconocer —dice.
Se corrige:
—Confesar.
—Sí —dice Rebecka.
«Mierda, mierda —piensa—. Sin grabadora ni nada.»
—Yo los maté. A Wilma Persson. Y a Simon Kyrö.
Hay algo que no está bien, Rebecka lo presiente en todo el cuerpo. Oye que va en coche. ¿Adónde se dirige?
Le vienen recuerdos. Veloces como culebras escurridizas. Lisa Stöckel, que se empotró en un camión. El padre de Nalle, que se pegó un tiro.
—Vale —dice guardando la calma—. Me gustaría grabarlo. ¿Podríamos vernos en comisaría?
Aparta el teléfono y traga saliva. No puede dejar que la oiga nerviosa ni asustada.
—No.
—Podemos ir nosotros a tu casa. ¿Estás allí?
—No. Basta con esto. Ya lo he dicho. Ahora ya lo sabes.
No, no. No puede colgar. Rebecka se imagina a un niño con rastros de lágrimas en la cara.
—No, no es suficiente —intenta—. ¿Cómo sé que dices la verdad? Siempre hay gente que llama confesando…
Pero para entonces él ya ha colgado.
—¡Mierda! —grita, y las perras levantan la cabeza para mirarla.
Pero en cuanto comprenden que no está enfadada con ellas siguen con lo suyo. Vera ha encontrado una piña y la deja delante de las patas de Tintin. Retrocede unos pasos y baja la parte delantera del cuerpo. Vamos, le está diciendo. Vamos a jugar un poco. A ver si la puedes coger antes que yo. Tintin bosteza demostrativa.
Rebecka intenta hablar con Anna-Maria Mella, pero no le coge el teléfono.
—Llámame ya, en cuanto puedas —deja grabado en el buzón de voz.
Mira a las dos perras. Vera tiene tierra y barro en las patas y en la barriga. Tintin se ha perfumado el cuello y las orejas con excremento de caballo.
—Cerdas —les dice—. Delincuentes. ¿Qué coño hago ahora?
Y en cuanto termina la frase, lo sabe. Tiene que ir a casa de Hjalmar. Para que no… Para que no… Las perras. Tendrá que llevárselas, enmerdadas y embarradas como están.
—Os venís conmigo.
Pero en casa de Hjalmar Krekula nadie abre la puerta. Rebecka rodea la casa, caminando con dificultad por la nieve apelmazada y mira a través de todas las ventanas. Incluso llama a los cristales. La conclusión que saca es que Hjalmar no está. De hecho, su coche tampoco está en el patio.
Anni Autio. Puede que ella lo sepa.
En casa de Anni tampoco le abre la puerta nadie.
Una bandada de cuervos vuela en círculos y más círculos por encima de la casa.
«¿Qué les pasa?», piensa Rebecka.
La puerta no está cerrada con llave, así que decide entrar.
Anni está tumbada en el sofá de la cocina con los ojos cerrados.
—Perdone y discúlpeme —dice Rebecka.
Anni abre un ojo.
—He… no estaba cerrado con llave, así que he… Estoy buscando a Hjalmar Krekula. Anni, usted es su tía, ¿verdad? ¿Sabe dónde está?
—No.
Cierra el ojo.
«Si fuera yo —piensa Rebecka—, me iría a la cabaña.»
—¿Tiene alguna cabaña en alguna parte?
—Si te explico dónde está y te dibujo un mapa, ¿me dejarás tranquila? No quiero oír su nombre. No quiero hablar con nadie. Ayúdame a levantarme. Tienes papel y lápiz al lado de la báscula, en la encimera.