Hay baile en el cabo de Gültzau, enfrente de Luleå. Tocan los Swingers. Canciones como El sol también calienta cabañas pequeñas, Contigo en mis brazos, Ain’t Misbehavin’ y muchas otras. Los mosquitos se apuntan al vals de Sjösala y los cables telefónicos están repletos de golondrinas que contemplan la fiesta como desde unas gradas.

Los hombres jóvenes llevan trajes a los que se les ha dado la vuelta y se han vuelto a coser. Las mujeres llevan ropa recosida y miriñaques rellenos de celulosa en las faldas. Están todas delgadas como varillas de mimbre por los tiempos de racionamiento que corren.

Kerttu se siente un poco incómoda. No le gusta ir sola al baile y, además, Schörner no le ha dejado ponerse su mejor vestido.

—No puedes destacar demasiado —le había dicho—. Tienes que ser una chica normal, vienes de… de donde vengas.

—Piilijärvi —añadió ella.

—Pero no tienes novio y estás viviendo en casa de tu prima aquí en Luleå porque buscas trabajo.

Kerttu se compra un refresco y se queda pegada a la pista. Dos chicos se le acercan y la invitan a bailar, pero ella les dice que «quizá más tarde», que está esperando a su prima. Allí de pie se siente como gallina y princesa de hielo al mismo tiempo, y toma sorbitos pequeños del refresco para que no se acabe. Pero por el rabillo del ojo ve al hombre que Schörner tiene fichado. Le ha enseñado una foto a Kerttu. Axel Viebke.

Entonces llega Schörner. Ha tomado prestado el Auto-Union Wanderer del jefe del almacén. Los chiquillos que bordean la pista de baile y los que están subidos a los abedules como tordos, se acumulan alrededor del llamativo coche deportivo. Incluso funciona con gasolina.

Schörner, que con apenas un vistazo identifica al líder del grupo de chavales, le da una moneda de cinco coronas para que le eche un ojo al coche. No quiere ni un rasguño. Ni que ningún gracioso meta un terrón de azúcar en el tanque de combustible.

Después entra a la pista. Va vestido de uniforme. Irradia una rigidez furtiva.

Se compra un refresco, pero apenas lo toca. Entonces se acerca a Kerttu y le pregunta si quiere bailar.

—No, gracias —responde ella en voz alta—. No bailo con alemanes.

Schörner se queda blanco y tenso. Después hace chocar los tacones, vuelve a su coche y se marcha de allí.

Kerttu dirige la mirada a Axel Viebke. Lo mira, sigue mirando, directo a los ojos. Después baja la mirada. Y luego la vuelve a clavar en los ojos del muchacho.

Él se libera de su grupo de compañeros y se le acerca.

—¿Y bailas con chicos de Vuoleerim? —pregunta.

Ella se ríe enseñando sus dientes blancos y le dice que sí, que con ésos sí.

Mientras bailan, ella le explica que se ha ido a vivir con su prima de Luleå para buscar trabajo. Y parece que la prima se ha olvidado de que iban a encontrarse en la pista de baile, porque no aparece. Pero no importa, porque Axel Viebke y Kerttu bailan toda la noche.

Cuando termina el baile, él quiere acompañarla a casa. Ella le dice que sólo un trozo. Bajan hasta el río, pronto los abedules se pondrán amarillos, en breve se acabará el verano. Es melancólico y romántico.

Axel le dice que le ha impresionado su forma de rechazar al militar alemán que quería sacarla a bailar. ¡Quién se había creído que era, apareciendo así con su coche de lujo!

—Odio a los alemanes —afirma Kerttu.

Después se queda callada mirando al río.

Axel Viebke le pregunta en qué está pensando. Y ella le dice que si ha oído hablar de los tres prisioneros de guerra daneses que se han escapado de un buque en el puerto.

—Espero que se salven —dice—. ¿Dónde se van a meter?

Él la mira. Kerttu se siente como en una película. Como Ingrid Bergman.

—Lo harán —dice él y le acaricia la mejilla.

—¿Cómo lo sabes? —pregunta ella con una sonrisa.

Y aquella sonrisa contiene una pizca de arrogancia, como si ella no considerara a Axel más que un muchacho de pueblo que no sabe nada, aunque ella sea mucho más joven que él.

—Lo sé —dice—. Porque soy yo el que los ha escondido.

Entonces ella suelta una carcajada.

—Realmente, dices cualquier cosa para poder besar a una chica.

—Piensa lo que quieras —dice Axel—. La verdad es ésa.

—Entonces quiero conocerlos —dice Kerttu.

Dos días más tarde está sentada en el Auto-Union Wanderer de Walther Zindel junto con el jefe de seguridad Schörner. En el asiento de atrás van dos soldados alemanes. Han dejado las armas en el suelo del vehículo.

Es un día delicioso de finales de verano. En los prados se ven balas de paja en fila y se puede percibir el cálido olor que emanan al calentarse con el sol. En los campos que ya han sido cosechados hay vacas pastando las últimas briznas de hierba de la estación. Tienen que aminorar la marcha constantemente porque los campesinos van por los caminos con caballos y carros. Los serbales están cargados de racimos rojos y relucientes. Un padre y sus hijas vuelven a casa cargados de bayas del bosque. Por la forma de caminar del hombre se deduce que el canasto que lleva a la espalda va cargado. Las chicas llevan cubos esmaltados llenos de arándanos.

El último tramo lo hacen a pie. El sendero serpentea por el bosque y bordea varios campos con turbera. Al final llegan al henil de la abuela de Axel Viebke. Es pequeño y está sin pintar. Pero con aquel sol todo es bonito. Allí en el claro, la cabaña brilla como la plata.

William Schörner ordena guardar silencio y desenfunda su arma cuando se acerca a la casita.

Entonces, por primera vez, Kerttu toma ligera conciencia de que Axel Viebke va a sentir que ella lo ha traicionado. No lo había pensado hasta ahora. Se lo había tomado todo más bien como una aventura.

Schörner y los otros soldados se acercan a la cabaña. Al final entran. Al cabo de unos segundos vuelven a estar fuera.

—Aquí no hay nadie —dice Schörner decepcionado.

Mira acusador a Kerttu.

Ella abre la boca para defenderse. Ayer estuvo aquí con Axel y conoció a los daneses. Simpáticos los tres.

Pero en ese momento se oyen voces en el bosque. Una risotada. Se están acercando. Schörner y los demás se esconden rápidamente entre los árboles. Schörner se lleva a Kerttu y le susurra al oído que se tumbe y no haga el menor ruido.

Luego aparecen todos. Axel y los daneses. Es tan guapo, con su pelo rizado y su risa alegre. Han estado pescando. Axel lleva un lucio y tres percas. Les ha pasado una horquilla de mimbre por las branquias. En la otra mano tiene una pipa. Los daneses llevan cañas de pescar hechas con ramas de abedul.

Kerttu se pone contenta cuando ve a Axel. Después se le encoge el estómago.