Isak Krekula yace bocarriba en la habitación. Tiene los pies helados, tiene frío. En la cocina suena el pesado tictac del reloj de pared. Es como una máquina de la muerte. Primero lo colgó en una pared de la casa de sus padres. Cuando ellos fallecieron, entró en la casa que compartía con Kerttu. Cuando él muera, Laura se llevará el reloj a casa de Tore y escucharán el tictac mientras esperan que les llegue su turno.
LlamaaKerttu. «¿Dóndecoñosehametidoestamujer?»
—Oye. ¡Tule tänne!
Por fin viene. Isak resopla y se queja descontento mientras Kerttu le echa una manta por encima de los pies.
Lleva horas llamándola. ¿Por qué no se entera? Mujer, sorda y vieja.
—Voy a preparar café —dice Kerttu y se vuelve a meter en la cocina.
Él continúa moliendo su resentimiento como un molinillo. Si la llama, tiene que ir. ¿Le cuesta entenderlo? Él está postrado sin poder moverse.
—¿Me oyes? ¿Me escuchas? Maldita zorra.
Lo último lo añade en voz más baja. Siempre ha podido soltar cosas así libremente. Ha pagado la comida que se servía en la mesa y ha sido dueño y señor de su propia casa. Pero ¿qué puede hacer ahora ahí tumbado? Se ha vuelto dependiente.
Cierra los ojos, pero no se puede dormir. Tiene frío. Le grita a Kerttu que le lleve una manta, pero nadie aparece.
Su cabeza regresa a 1943. A un día caluroso de finales del verano. Él y Kerttu están en Luleå. Conversan con William Schörner, jefe de seguridad de las SS, delante del almacén militar alemán que hay junto a la catedral. Varios camiones están siendo cargados con sacos con el sello de un águila y con cajas de madera que hay que manipular con cuidado.
Como siempre, William Schörner va bien afeitado, con la ropa planchada y se muestra correcto. El jefe de almacén asentado en Luleå, el Oberleutnant Walther Zindel, se mete dos dedos en el cuello del traje para aliviar un poco el calor que tiene. Isak sólo lo ha visto estirar el brazo y hacer el saludo hitleriano cuando Schörner estaba cerca.
A Schörner y a Zindel se les ve presionados. A Alemania le ha cambiado la suerte en la guerra. Ahora todo es distinto. Suecia acoge cada vez a más judíos. La opinión pública contraria a los trenes con alemanes que circulan por el país, se ha acentuado durante la primavera y el verano. El escritor Vilhelm Moberg ha publicado artículos en la prensa en los que habla del constante ir y venir de los alemanes y de que no sólo se transportan soldados de permiso y sin armas por toda Suecia, sino soldados con bayoneta y pistola. A finales de julio el Gobierno sueco ha cancelado el acuerdo de paso con Alemania, y SJ, la empresa estatal de ferrocarriles, pronto dejará de transportar a soldados alemanes. La gente empieza a odiar a Hitler. En Berlín, cuatro ciudadanos suecos han sido condenados a muerte por espionaje. El submarino sueco Ulven es hundido en abril y aparecen datos que apuntan a que otro submarino sueco, el Draken, ha sido atacado por el buque mercante Altkirch. En julio los alemanes hunden dos pesqueros suecos en la costa noroeste de Jylland y doce marineros suecos fallecen. La gente enloquece cuando Berlín responde a las protestas suecas diciendo que los pesqueros eran culpables de sabotear las boyas de luz alemanas.
Tanto el jefe de almacén Zindel como el jefe de seguridad Schörner notan que su acogida en Luleå se ha vuelto más fría. En la oficina de Correos, en los restaurantes, en todas partes el ambiente es distinto. La gente baja la mirada. Las invitaciones a cenar a casa de las buenas familias burguesas han disminuido. La esposa sueca de Zindel se pasa la mayor parte del tiempo encerrada en su casa.
Cuando Isak Krekula bajó a Luleå, iba con la idea de renegociar la tarifa de sus servicios. Ahora que SJ había anulado los transportes, los alemanes dependerían por completo de los servicios en camión para llevar suministros a sus tropas en la Laponia finlandesa y el norte de Noruega. Además, él mismo nota el rechazo de la gente por su relación con los alemanes y quiere ser compensado por ello.
Pero en cuanto se baja del coche delante del almacén sabe que no habrá renegociación. William Schörner está en Luleå. Isak prefiere no tener que tratar con él, pero cuando Schörner está en Luleå, lo cual es bastante frecuente, se hace cargo de toda la actividad. La última vez que tenía que pagarle retiró el sobre con el dinero justo cuando Isak lo iba a coger. Isak se quedó allí con el brazo estirado sintiéndose como un bobo.
—Isak —le dijo—. Un nombre muy judío, ¿nicht war? ¿No será usted judío?
E Isak tuvo que asegurarle que no lo era.
—No puedo hacer negocios con judíos, ¿comprende?
E Isak le aseguró otra vez que no era de origen judío.
Schörner estuvo mucho rato en silencio mirándolo a los ojos.
—Está bien —dijo al final y le pasó el sobre con el dinero.
Pero no parecía convencido del todo.
Ahora William Schörner es como un polvorín con piernas. Tiene las contrariedades de la guerra y la indulgencia de los suecos para con los aliados todo dentro, como un campo de minas. Por ejemplo, la semana anterior había oído que tres submarinos polacos presionaban en el lago Mälaren delante de Mariefred, sin embargo nadie hacía nada, ni siquiera el Gobierno alemán. Schörner se muestra tranquilo y flirtea con Kerttu, como de costumbre, pero a su alrededor hay un campo energético que tiembla de la carga que lleva. Está a punto de explotar. Sí, se muere de ganas de explotar.
El ministro de Asuntos Exteriores sueco ha expresado sus temores en cuanto a la ruptura del acuerdo de tránsito con las palabras «los últimos golpes del predador herido pueden ser devastadores». William Schörner es el predador.
Pero Kerttu no se percata de nada de esto. Isak la mira conteniéndose mientras ella ronronea y se deja halagar con los cumplidos de Schörner. El pelo castaño le cuelga un poco por encima de un ojo, como a Rita Hayworth. Lleva un vestido de verano de color azul con topos blancos, acampanado y de cintura alta. Schörner le dice que debe ir con cuidado: un buen día alguien se la comerá.
William Schörner tiene a Kerttu en buena consideración. Ella le ha hecho algunos favores durante los últimos años. Le ha contado cosas que ha ido oyendo por aquí y por allá. Hace más o menos un año, un avión mensajero con metralletas alemán hizo un aterrizaje de emergencia en alguna parte de los bosques del interior. Kerttu e Isak estaban en Luleå y Kerttu aprovechó para ir a la peluquería. Cuando salió de allí sabía dónde se había estrellado el avión. Se lo había contado la mujer del propietario de unas tierras. El hombre no había informado a la policía de su hallazgo. A lo mejor tenía pensado ganarse un dinerillo extra, el piloto y los pasajeros habían perecido en el accidente. Otra vez pudo facilitarle datos sobre un periodista que había sacado unas fotos a vagones de carga llenos de armas alemanas. Cosas así. Grandes y pequeñas. Kerttu tiene esa habilidad. La gente quiere hablar, quiere que ella los mire con esos ojos entre verdes y pardos. Que te mire una muchacha joven y hermosa te reaviva el alma. Schörner acostumbra a anotar la información que le da en una libretita con unas tiras de cuero negro que siempre lleva consigo; escribe con bolígrafo. Después se guarda la libreta en el macuto. Si los datos resultan ser ciertos y de provecho, Kerttu suele cobrar por la ayuda prestada. La vez que le contó lo del avión mensajero le dio mil coronas. Era más dinero de lo que su padre Matti veía en un año.
Así consigue unos ahorros. Y esos ahorros no se los gasta. Vive gratis en casa de sus padres y le ha prestado el dinero a Isak, que lo ha invertido en la empresa de transportes. Isak cobra bien del Ejército alemán. Pregunta poco y la mercancía llega a su destino.
Ahora Schörner se lleva a Isak y a Kerttu a un lado y le pregunta a Isak si consideraría la posibilidad de dejar que Kerttu hiciera una pequeña misión.
Kerttu se hace la ofendida y le dice al señor Schörner si no cree que antes debería preguntarle a ella si quiere hacerlo. No es propiedad de Isak Krekula.
Schörner se ríe y dice que Kerttu es una aventurera y que sabe lo que quiere.
Isak asegura que Kerttu decide por sí misma, pero le gustaría saber de qué se trata.
Sí, explica Schörner: la cuestión es que hay tres prisioneros de guerra daneses que se han escapado de un buque alemán que ha estado atracado en el puerto de Luleå.
—Quiero encontrarlos —dice Schörner, que sonríe y pestañea.
Los invita a un cigarrillo. Isak entiende que detrás de esa sonrisa Schörner está hecho una furia. Durante el verano, la resistencia en Dinamarca se ha organizado muy bien y los alemanes tienen serios problemas con el sabotaje y todo tipo de acciones antialemanas.
Hay que responder con mano dura, Schörner lo sabe, ojo por ojo. En Noruega, los alemanes han ido incrementando el terror de la población civil, lo cual es del todo necesario para mantener a la gente en jaque después de que la 25 División Panzer abandonara Noruega y se trasladara a Francia.
—Alguien los ha escondido —dice Schörner—. Aquí también hay grupos de resistencia. Y tengo una corazonada con un hombre joven que creo que sabe dónde se han metido esos daneses. Y ese caballero tiene una debilidad: le gustan las muchachas hermosas.
Y luego les explica lo que ha pensado. Promete una buena suma de dinero.
A Isak se le llena la cabeza de imágenes. Se imagina a Kerttu volviendo de su misión con briznas de paja en la espalda y el pelo revuelto. Pero al mismo tiempo es mucho dinero. Y Kerttu dice que sí sin ni siquiera mirarlo. ¿Y qué puede hacer Isak? Nada.
Isak tiene ochenta y cinco años. Está tumbado bocarriba en el cuartito diciéndose, como lleva diciéndose toda la vida: «No podía detenerla.»
Vuelve a llamarla. Dice que tiene sed. Que todavía tiene frío.
Kerttu aparece en la puerta con un vaso de agua en la mano. Cuando Isak la mira, ella se toma el agua de un trago.
—Siempre me has dado asco —le dice—. Lo sabes, ¿verdad?
Y justo cuando acaba de decirlo llaman a la puerta. Es la policía. Es esa inspectora jefa rubia, Anna-Maria Mella. Y hay dos hombres más en el patio. Anna-Maria pregunta por Tore.
Kerttu Krekula ve que la cosa va en serio. Los policías no mencionan nada sobre una orden de detención. Tampoco tienen por qué hacerlo. Kerttu se pone como una loca. Como una loca.
—¿Estás mal de la cabeza? —grita—. ¿Por qué nos perseguís? ¿Qué queréis de él?
Y empieza a chillar como si estuviera empalada de arriba abajo mientras los agentes entran en la casa a echar un vistazo.
—Mi niño —grita—. ¡Mi pobre niño!
Y cuando los policías se marchan se desploma sobre la mesa de la cocina con la frente sobre el brazo. Con el otro se tapa la cabeza.
Isak grita desde la habitación.
—¿Qué coño ha sido eso? —quiere saber—. ¿Quiénes eran ésos?
Kerttu no responde.
Aterrizo sobre la encimera y me quedo sentada como un gato. Esto quiero verlo. Puta Kerttu. En la cocina sólo estamos ella y yo. La acompaño hasta la pista de baile en el cabo de Gültzau, enfrente de Luleå. La acompaño hasta el 28 de mayo de 1943.