Anni parece completamente transparente. Se ha quedado dormida en el sofá de la cocina. Yo estoy sentada al lado, mirando su pecho. Los músculos que hay dentro están cansados, sin fuerzas. Las respiraciones de Anni son poco profundas y rápidas. El sol de primavera entra abrasador por la ventana y le calienta las piernas. De repente abre los ojos y tengo la sensación de que me está mirando.

—¿Hago café? —pregunta.

Y me doy cuenta de que está hablando conmigo, aunque no me vea. Sin embargo, está lejos de imaginar que estoy aquí.

Se incorpora lentamente, con la mano izquierda busca apoyo detrás de la espalda y con la derecha se agarra al respaldo de madera blanca del sofá. Después tiene que emplear las dos manos para levantar las piernas y acercarlas al borde del sofá, hasta que quedan por fuera y las puede bajar al suelo. Mete los pies en las zapatillas, la mano se apoya en la mesa. Un suave gemido de esfuerzo y dolor, un eh-eh-eh sale de su boca cuando se levanta.

Pone agua en la cafetera, abre el tarro del café y echa unas cucharadas.

—Estaba pensando que podríamos llenar el termo y tomárnoslo fuera, en la escalera. Con el sol que hace…

Después tarda una eternidad en sacar el termo, llenarlo, ponerse el abrigo y salir al porche. Por no hablar de lo que le cuesta sentarse en las escaleras. Anni se ríe.

—Tengo el teléfono en el bolsillo. Así puedo llamar a alguien si me caigo y no consigo levantarme. Como tú no estás…

Se sirve café en una taza. Humea. Lo toma a sorbitos y disfruta del sol, que le calienta las mejillas y la nariz. Por primera vez desde que morí piensa con alegría que a lo mejor puede vivir un verano más. Sólo tiene que ir con cuidado de no caerse para no acabar en el hospital.

Los cuervos aterrizan en el patio. Primero dan unos rodeos como si fueran los amos del lugar. Con el sol, sus plumas y picos brillan y titilan. Giran la cabeza de un lado a otro sin decir gran cosa. Me da la impresión de que están haciendo teatro, de que están jugando a ser personajes importantes. Arrastran sus colas con forma de cuña por el suelo como si fueran pavos reales. Si estuviera aquí sentada de verdad haría unas bromas con Anni sobre los pájaros. Nos quedaríamos sentadas aquí en el porche tratando de descubrir de dónde vienen esos señores tan importantes. Anni no tardaría en decir que son tres predicadores laestadianos que han venido para convertirnos. Yo soltaría que son el de asuntos sociales, un director y un juez. «Se me acabó la fiesta», diría yo.

Anni se sirve más café. Aguanta la taza entre las manos.

Yo también quiero tener una taza de café humeante entre las manos. Quiero sentarme de verdad aquí en las escaleras junto a Anni. Quiero que Simon llegue con el coche. Oh, su sonrisa cuando me veía. Como si alguien le hubiese hecho un precioso regalo. La añoranza me duele. Mis manos no pueden tocar nada.

Casi me parece que es él cuando un coche entra en el patio. Pero es Hjalmar. Los cuervos se suben a los árboles.

Apaga el motor y se baja con pesadez del coche.

Ahora está delante de Anni y no tiene ni la menor idea de cómo va a sacar de dentro lo que tiene que decir. Al principio no importa. Anni habla un rato.

—Aquí, hablando con los muertos —dice—. Creo que me he vuelto un poco loca. Pero ¿qué le voy a hacer? Dentro de poco no conoceré a ningún vivo.

Se queda callada. Le viene a la memoria una tía segunda que siempre se quejaba de lo sola que estaba. Recuerda lo fastidioso que era ir a visitarla.

«Yo estoy siendo igual —piensa—. No se puede evitar.»

—¿Te vas a la cabaña? —le pregunta a Hjalmar por cambiar de tema.

Él asiente con la cabeza.

—Anni —consigue decir.

Hasta ese momento no se había dado cuenta de la cara que trae Hjalmar.

—¿Qué pasa? —pregunta—. ¿Es Isak?

Hjalmar niega con la cabeza.

—Pero ¿qué tienes, niño? ¿Poika, mikä sinulla on?

Él no puede evitar una media sonrisa al oír que ella lo sigue llamando «niño».

Anni se aferra con su garra a la barandilla de hierro y se pone en pie. Entonces Hjalmar lo suelta.

—Perdón.

Apenas le sale la voz, tan extraña. Y lo poco acostumbrado que Hjalmar está a esa palabra. Se abre paso por su boca, áspera, como si estuviera escrita en un papel que ha tenido en la boca tanto tiempo que se ha ido arrugando hasta hacerse una pelota.

La última vez que lo dijo debió de ser hace mucho tiempo, con alguna paliza de Isak. Y en aquella época significaba «piedad».

—¿Por qué? —pregunta Anni.

Aunque lo sabe.

Lo mira y lo sabe. Lo sabe, lo sabe.

Él entiende que lo sabe.

—¡No! —grita Anni con tanta fuerza que los cuervos baten las alas en los árboles.

Pero no levantan el vuelo.

Anni golpea a Hjalmar con su garra. No, no lo perdona.

—¡Por qué! —grita.

Su cuerpo flacucho arriba en el porche. Pero el aire que la rodea está vibrando de energía. Es una sacerdotisa con el puño cargado de maldición.

Hjalmar alarga una mano y se apoya en el coche. La otra la tiene en el corazón.

—Iban a buscar un avión hundido —dice—. Pero cuando papá se enteró… Fue entonces cuando le dio el infarto. No hay que hurgar en el pasado.

Oye su tono de voz. Parece que se esté defendiendo. No es lo que pretendía, pero tampoco sabe qué decir.

—¿Tú? —grita Anni—. ¿Solo?

Hjalmar niega con la cabeza.

—No es verdad —dice Anni.

Su voz ha perdido toda la fuerza. Se coge a la barandilla para no caerse.

—No puede ser verdad.

Después emite un sonido como si tuviera un animal en la garganta. Y cuando el animal ha soltado su lamento se gira hacia Hjalmar. Tiene fuego en la mirada. Las palabras brotan en un torrente de ira.

—¡Márchate! No te atrevas a presentarte aquí otra vez. ¿Me oyes?

Hjalmar se sube al coche. Forma un cuenco con las dos manos y esconde la cara en él. Enseguida se irá. Sólo tiene que recomponerse un poco.

Después sale del patio de Anni y pone rumbo al norte. En cuanto le haya desaparecido el nudo en la garganta llamará a la centralita de la policía. Pedirá que lo pongan con la fiscal, Rebecka Martinsson.