Hjalmar Krekula va esquiando por el bosque. El sol de mediodía le calienta el cuerpo. En los árboles hay bolas de nieve virgen, pero han empezado a derretirse y caen gotas. Lo observo sentada entre las perlas de agua de los abedules. Me muevo de árbol en árbol. La ingravidez me permite posarme en las ramas más delgadas. En invierno se vuelven negras y se congelan. Ahora tienen reflejos violetas. El color de la primavera. Subo trepando como un lince por un tronco que huele a resina. La corteza es del dorado oscuro de las galletas de jengibre de Anni. Las ramas visten su rebeca verde de punto; me escondo en ella y acecho a Hjalmar.

Deben de haber pasado por lo menos veinte años desde la última vez que se puso unos esquís. Los que lleva son aún más viejos, igual que las botas. Listones de madera sin encerar con fijaciones Rottefella. Apenas se deslizan. De vez en cuando tiene que parar a quitar la nieve que se les ha pegado. Se hunden completamente a pesar de que va por el surco dejado por las motonieves. Las botas de cuero están agrietadas y se mojan enseguida. Los pantalones también.

Los palos atraviesan la nieve y cuesta sacarlos. El disco, más que anticuado, es un aro redondo sujeto al palo con cintas de cuero y se encalla abajo. Cuando saca los palos salen con un cilindro de nieve encima del disco.

Hjalmar se dice que le está costando horrores avanzar, pero sin los esquís habría sido imposible. Y si su padre y sus amigos podían ir con esos esquís, ¿por qué no iba a poder él? Por no hablar de los lapones, que antiguamente corrían de un lado a otro por los bosques con material muchísimo peor y con un solo palo.

De vez en cuando mira hacia arriba y ve las gotas de agua tiritando en las ramas.

El sudor le corre por la frente y le escuecen los ojos.

Acaba de llegar al refugio que construyeron él y su hermano hace veinte años al sur de Ripukkavaara.

Se sienta dentro y coge el termo del café y los sándwiches. El sol le calienta la cara.

Al sacar los bocadillos de la fiambrera le invade un fuerte cansancio. Los deja a un lado.

El viento se mueve con un zumbido soñoliento entre las copas de los abetos, como una pala de madera en una cazuela. Las ramas se balancean de un lado a otro sin resistirse, se dejan mecer. Hace un momento, los sonidos de los pájaros le penetraban estridentes en los oídos, como cuchillos afilándose. Ahora suenan diferente. Canturrean y gorgoritean. Un pájaro carpintero taladra un tronco en la distancia.

Se tumba de lado. Del techo del refugio caen gotas.

Le viene una frase a la cabeza: «Ya se apaga el aliento en mí, mi corazón por dentro enmudece.» ¿De dónde es? ¿Lo ha leído en la Biblia que tiene en la cabaña en Saarisuanto?

¿Por qué le da tantas vueltas a lo que pertenece al pasado? Como cuando su padre le metió la cabeza en el hoyo del hielo. Hace más de medio siglo. Si nunca suele pensar en ello, ¿por qué ahora?

Se le cierran los ojos. La nieve suspira cansada en el bosque. El sol quema. Hjalmar se queda dormido en el calor del refugio.

Lo despierta una presencia. Abre los ojos y primero solamente ve una sombra delante del sol. Peluda y negra.

De pronto cae en la cuenta. Es un oso.

Se yergue sobre las patas traseras ante su mirada. Ahora no le ve sólo la silueta. El hocico, el pelaje, las garras. Se queda inmóvil durante tres segundos, mirándolo directamente a los ojos.

«Se acabó», piensa Hjalmar.

Tres segundos más. Y durante ese breve lapso de tiempo, siente una perfecta quietud interior.

Dios está mirando a Hjalmar a través de los ojos del oso.

Después el animal da media vuelta, cae sobre las cuatro patas y se marcha tranquilamente.

El corazón del hombre late con energía. Son latidos de vida. Son las puntas de los dedos del chamán percutiendo la piel del tambor. Es la lluvia repicando contra el techo de chapa de su cabaña en Saarisuanto, una noche de otoño mientras está en la cama y el fuego crepita en la chimenea.

La sangre le corre por las venas. Es agua de primavera que se desprende del hielo, que fluye bajo la nieve, que sube por los árboles, que baja y se precipita por las rocas.

El alma le entra y le sale de los pulmones. Es el viento que levanta al cuervo cuando juega, que arremolina la nieve en la montaña, que con cuidado encrespa el lago por las tardes y luego se calma y deja que todo se quede inmóvil.

«Dios mío —pide Hjalmar a falta de alguien más, de otra cosa a la que dirigirse por esa sensación de indulto que le ha caído encima—. Quédate, quédate.»

Pero sabe que esa emoción no se puede experimentar por mucho tiempo. Permanece quieto hasta que se desvanece.

Luego descubre que los sándwiches han desaparecido. Era lo que había atraído al oso.

Vuelve a casa alegre.

«Que pase lo que tenga que pasar —piensa—. Soy libre. El oso podría haberme matado. Se podría haber acabado todo.»

Quiere coger la Biblia de la cabaña e intentar encontrar aquellos versos: «Mi corazón por dentro enmudece.»