Wilma está sentada en la cocina de Anni tirándose del pelo desesperada delante del libro de matemáticas. Tiene que estudiar mates y sueco para poder hacer el examen de acceso al instituto el año siguiente. Anni está fregando los platos y mira por la ventana. Fuera Hjalmar va y viene por el patio con el tractor quitando nieve. Un favor de sobrino.
Wilma maldice hasta que sale humo del libro. A los ángeles se les pone la piel de gallina con su forma de hablar.
—Hostia puta, joder, coño —dice enfadada.
—Oye, señorita —le advierte Anni.
—No quiero —gimotea Wilma—. Soy tonta del culo, no entiendo nada. Puta álgebra de las narices. «La regla de conjugación simplifica los binomios entre términos del mismo tipo.» Paso de esta mierda. Voy a llamar a Simon, a ver si nos vamos con la moto por la nieve.
—Vale.
—¡Ayyy! ¡Es que tengo que aprenderme esto!
—Pues no lo llames.
Anni ve que Hjalmar está a punto de acabar. Pone a hervir café. Cinco minutos más tarde Hjalmar asoma la cabeza por la puerta y dice que ya ha terminado. Anni no deja que se escape. Acaba de poner el café. Ella y Wilma no pueden tomárselo todo. Además, ha descongelado unos bollos.
Hjalmar se deja convencer y se sienta a la mesa de la cocina. No se quita la chaqueta, se baja la cremallera sólo hasta la mitad, dando a entender que no piensa quedarse mucho rato.
No dice nada. Es habitual en él, la gente está acostumbrada. Anni y Wilma se encargan de la conversación y saben que no vale la pena avasallarlo a preguntas para hacerlo participar.
—Ya basta, voy a llamar a Simon —dice Wilma al final y sale al recibidor. El teléfono está sobre una mesita de teca con un taburete al lado y un espejo detrás.
Anni se levanta para sacar un billete de cincuenta coronas de un tarrito de cacao en polvo que hay en el borde de la campana extractora. El ritual incluye intentar que Hjalmar acepte el dinero por la ayuda. Él siempre se niega pero suele llevarse por lo menos una bolsa de bollos, o un poco de estofado en una fiambrera. O algo. Mientras Anni hurga en el tarro de cacao, Hjalmar le echa un vistazo al libro de mates de Wilma. Lee rápidamente el texto y después resuelve en poco más de un minuto nueve operaciones de álgebra seguidas.
—Vaya —dice Anni mirando el libro—. Casi se me había olvidado que se te daban muy bien las matemáticas cuando ibas a la escuela. A lo mejor podrías ayudar a Wilma. Está desesperada.
Pero Hjalmar se levanta para marcharse. Se sube la cremallera, suelta una especie de gruñido a modo de gracias por el café y coge el billete de cincuenta para no tener que discutir.
Por la noche, Wilma se presenta en casa de Hjalmar. Lleva el libro de mates en la mano.
—¡Tú sabes de esto! —dice sin rodeos mientras se mete en su cocina y toma asiento—. Eres un genio.
—Qué va, no sé… —empieza Hjalmar, pero ella lo interrumpe.
—Tienes que enseñarme. No me entra.
—No, yo no puedo —intenta él quedándose sin aliento, pero Wilma ya se ha quitado el abrigo.
—¡Sí! —insiste—. ¡Sí puedes!
—Vale —acepta él—. Pero yo no soy como la señorita del colegio.
Ella lo mira rogándole, casi suplicándole. Así que no le queda otra que sentarse a su lado.
Después, se pasan más de una hora sudando los dos. Ella grita y suelta tacos, como hace siempre que algo se le resiste. Y para su sorpresa, él también grita. Da un puñetazo en la mesa y le dice que haga el puto favor de no mirar más por la ventana y que se concentre en el libro. ¿Está meditando o qué coño está haciendo? Y cuando Wilma se pone a llorar por el cansancio que le provocan las ecuaciones de segundo grado, Hjalmar le da unas palmaditas en la cabeza y le pregunta si le apetece un refresco. Y se toman una Coca-Cola.
Y al final Wilma entiende lo que tiene que hacer con «la puta raíz cuadrada».
Están agotados. La cabeza no les da más de sí. Hjalmar calienta un par de empanadas Gorby’s y de postre comen helado de nata.
—Joder, qué listo eres —dice Wilma—. ¿Por qué estás conduciendo camiones? Deberías ser profesor.
Él se ríe con el comentario.
—Profesor de mates de noveno curso.
Ella no podría entenderlo. Desde que resolvió los libros de mates que le robó al profesor Fernström de su coche, no ha parado con las mates. Ha pedido libros a las librerías universitarias y de ocasión. En álgebra está con el teorema de Lagrange y grupos de permutaciones. Tiempo atrás hizo los cursos por correo de Hermods, no sólo de matemáticas. Bajaba a Estocolmo para hacer los exámenes. Se inventaba que iba a Finlandia a comprar. O a Luleå para recoger un motor. A los veinticinco se sacó el título de bachillerato en Hermods. Y el fin de semana siguiente compró un botella de vino y se fue a la cabaña del bosque. Normalmente no bebía, y mucho menos vino. Pero aquella vez se la pasó con un vaso de Duralex lleno hasta el borde de vino tinto. Le supo a mierda. Hjalmar sonríe al recordarlo.
Siguen trabajando un rato más, pero llega el momento de irse a casa. Wilma se pone el abrigo.
—No digas nada —le dice antes de que salga por la puerta—. Ya sabes, a Tore… ni a nadie. Que sé de mates y eso.
—No, tranquilo —dice Wilma con alegría.
Ya tiene la cabeza en otra parte. Probablemente en Simon Kyrö. Le da las gracias por la ayuda y desaparece.