Voy a activar a la fiscal Rebecka Martinsson y a Hjalmar Krekula.

Rebecka Martinsson está sentada en su despacho después de las vistas de la mañana.

Un caso de conducción ilegal, uno de conducción negligente, otro de agresión y uno de falsedad contra un organismo oficial. Hay que limpiar las actas y expeditar las resoluciones. Sabe que si se pone, no tardará más de media hora. Pero no le apetece, la apatía se lo impide.

El temporal ha pasado. Deprisa, como suele suceder en la montaña, justo cuando parecía que nunca se iba a terminar. Cuando el viento azotaba y empujaba, y la nieve pegajosa de abril penetraba fría y mojada en los cuellos de la gente. Sí, de repente se ha calmado. Las nubes han seguido su curso y el cielo se ha vuelto azul y claro.

Rebecka echa un vistazo a su teléfono con la esperanza de que el hombre la llame, o le escriba un mensaje. Al otro lado de la ventana el sol ilumina las fachadas de los edificios y los tejados, con toda la nieve que acaba de caer.

Dos urracas se sientan en el árbol de enfrente.

Graznan y la llaman, pero ella no es consciente.

Las personas no reflexionan sobre los pájaros. Se llenan de grandes sensaciones a través de ellos, pero nunca se preguntan por qué. Aunque veinte pajaritos posados en un abedul con sus canturreos y trinos puedan abrirte el pecho y hacer que la alegría fluya. El ladrido de un perro no despierta esa emoción. O cuando levantas la cabeza y miras al cielo y ves una línea de pájaros migratorios. Qué sensaciones. Como cuando un centenar de pájaros se juntan en un mismo sitio a armar barullo con la caída de la tarde. La llamada triste del búho o el colimbo en las noches de verano. O cuando la golondrina se mete debajo de las tejas para volver junto a sus alteradas crías.

Y tampoco piensan por qué el interés por las aves va en aumento a medida que una persona se hace mayor, a medida que se va acercando a la muerte.

No, hay muchas cosas que no se saben hasta que mueres.

Los cuervos graznan con energía y Rebecka Martinsson piensa que debería salir y aprovechar el buen tiempo. Y que hace mucho que no va a visitar la tumba de su abuela. Se pone en marcha.

Una bandada de cuervos aterriza en el patio de Hjalmar Krekula. Sus plumas y sus picos brillan con el sol.

«Qué grandes son», piensa Hjalmar cuando los ve por la ventana.

Tiene la impresión de que lo están mirando. Cuando sale al porche, los pájaros dan unos saltitos hacia un lado, pero ninguno emprende el vuelo. Gorgoritean y crascitan en voz baja. Hjalmar no sabe si le parece terrorífico o fascinante. Lo miran.

«Voy a ir a la tumba de Wilma —piensa—. A nadie se le hará raro. Soy del pueblo.»

La nieve cubre el cementerio de Kiruna. Entre las tumbas y en los caminitos hay montones blancos que los familiares han levantado a base de paladas. Es casi como pasear por un laberinto. Rebecka mira a su alrededor. Tarda unos minutos en orientarse. La nieve lo cambia todo. Casi nadie ha tenido tiempo de limpiar las tumbas después del temporal de la mañana. Permanecen ocultas bajo la nieve. El sol centellea en las superficies blancas y los abedules crean portales con sus ramas caídas con el peso de la nieve.

Normalmente lee las lápidas a medida que avanza, le gustan los viejos títulos: estanciero, capataz, contable eclesiástico. Y todos los nombres de antes: Gideon, Eufemia, Lorentz.

La tumba de los abuelos está cubierta de nieve. Ya estaba así antes del temporal. Rebecka siente remordimientos de conciencia cuando va a buscar la pala.

Empieza a quitar nieve. La de la superficie es virgen, ligera y porosa, pero la de debajo está apelmazada, húmeda y pesa como el plomo. El sol le molesta en los ojos pero le calienta la espalda. Piensa que nunca tiene la sensación de que su abuela esté especialmente presente cuando viene al cementerio. No, la abuela se le aparece en otros lugares: de repente en el bosque, o a veces en casa. Cuando va al cementerio es más un acto voluntario de querer que la cabeza y el corazón se centren en su abuela.

«Pero te gustaría que mantuviese esto arreglado», piensa dirigiéndose a su abuela y prometiéndose a sí misma cuidar mejor de la tumba de ahí en adelante.

Luego le vienen los recuerdos. Rebecka tiene quince años y está volviendo en ciclomotor a Kurravaara, los trece kilómetros que separan su casa de la ciudad. Entra en el patio con su Puch Dakota y con la mochila de la escuela al hombro. El fin del curso está cerca y en otoño empezará el instituto. Son las seis de la tarde. Su abuela está en el establo. Rebecka deja la chaqueta en el borde de la gran olla que hay allí. Es de hierro fundido, está rodeada de una pared por tres lados y debajo hay un fogón. En invierno su abuela la utiliza para calentar agua para las vacas. A veces empapa gavillas de ramas para que las vacas coman hojas de abedul con avena mojada. Rebecka se ha sentado muchas veces con su abuela a quitar la hojas húmedas de las ramas. Las manos de su abuela siempre están ásperas y tienen heridas. Cuando Rebecka era pequeña se bañaba en la olla del establo cada sábado. Pero primero ponían unas tablas de madera en el fondo para que no se quemara los pies.

«Todos aquellos sonidos —piensa Rebecka ahora que está junto a la tumba—. Todos los sonidos apacibles que nunca volveré a oír, las vacas masticando, la leche chocando contra el fondo del cubo cuando la abuela ordeña, las cadenas que restallan cuando las vacas se estiran para coger más paja, el zumbido de las moscas y el aleteo de las golondrinas entrando en el establo. La abuela diciéndome con tono severo que vaya a cambiarme, que no se puede entrar en el establo con la ropa limpia del colegio. Y yo le digo: “¿Qué más da?” y me pongo a cepillar a Punakorva.

»Ella nunca insistía. Su severidad sólo estaba en la voz. Me dejaba vivir mi vida en paz.

»Después murió sola. Mientras yo estaba en Uppsala estudiando para un examen. Pero todavía no estoy preparada para pensar en ello. Hay tantas cosas que no me puedo perdonar a mí misma. Y ésa es la peor.»

Rebecka Martinsson está sudando y clava la pala hasta el fondo cuando de pronto una sombra le cae encima. Alguien se le ha puesto detrás. Ella vuelve la cabeza.

Es Hjalmar Krekula.

Parece un fugitivo. Un hombre que ha dormido en alguna escalera con la ropa que lleva puesta, un hombre que ha estado hurgando en la basura y las papeleras en busca de latas para reciclar y sacarse unas monedas.

Al principio se asusta, pero luego su corazón se le expande en el pecho y le brota la compasión. Hjalmar tiene un aspecto realmente lastimoso. Se está viniendo abajo.

Rebecka no dice nada.

Hjalmar la mira. No esperaba encontrarse con la fiscal aquí. Iba caminando por la parte nueva del cementerio en dirección a la tumba de Wilma. Todas las tumbas nuevas estaban cuidadas y sin nieve. En cuanto había salido el sol, los familiares debían de haber ido corriendo. A la hora del almuerzo, para arreglarlas. «Añorado», ponía en casi todas las lápidas. Por un momento se preguntó qué pondría en la suya. Si Laura, la mujer de Tore, se la cuidaría. A lo mejor lo hacía, sólo por el qué dirán en el pueblo. Se quedó un rato atrapado delante de la tumba de un niño. Hizo un cálculo rápido con las fechas para saber la edad a la que murió Samuel. Dos años, tres meses y cinco días. En la esquina superior izquierda había una foto. Nunca había visto nada parecido. Aunque tampoco iba al cementerio muy a menudo. Había una corona con un osito de peluche, flores y un farolillo.

—Un chiquillo —dijo sintiendo una presión en el pecho—. Un chiquillo.

Después no fue capaz de pararse ante la tumba de Wilma, sino que pasó de largo por delante del cartel provisional, un palo de aluminio con una plancha de plástico en la que ponía «Persson, Wilma». Regalos, flores, varias velas encendidas. Volvió por la parte vieja y se preguntaba qué carajo había ido a hacer allí, cuando de pronto vio a la fiscal.

La reconoció por el abrigo y el pelo largo y oscuro. No sabe por qué se le acercó. Se detuvo a cierta distancia. Cuando ella giró la cabeza y lo vio justo detrás, la invadió el miedo. Hjalmar pudo percibirlo.

Ahora le gustaría decirle que no tema, pero las palabras no le salen. Se queda allí de pie como un idiota. Aunque eso es lo que ha sido toda la vida: un idiota al que la gente teme.

Ella no dice nada. El miedo se esfuma de su mirada y es reemplazado por otra cosa, por algo que él apenas puede soportar. No está acostumbrado. Tampoco está acostumbrado a que la gente esté callada. Normalmente es él quien no dice nada y deja hablar a los demás, deja que los otros elijan.

—A mí que me esparzan con el viento —dice al final.

Ella asiente con la cabeza.

—¿Tú saludas a los que has matado? —pregunta después.

Él lo sabe. Lo ha leído en los periódicos. Y la gente habla.

—No —responde Rebecka—. Vengo a visitar a mi abuela. Bueno, y a mi abuelo.

Señala la tumba que está desenterrando bajo la nieve.

Después le resuena la pregunta que él le ha hecho. Había un «también» que se ha quedado sin pronunciar. Pero estaba. ¿Tú también saludas a los que has matado?

Gira la cabeza y señala más lejos. Añade con voz tranquila:

—Los que maté están allí y allí. Pero Thomas Söderberg no está enterrado aquí.

—Te declararon inocente —dice él.

—Sí —responde—. Dijeron que fue en defensa propia.

—¿Tú cómo te sentiste?

Remarca el «tú». No levanta la vista, la clava en la nieve como si estuviera en la iglesia, delante del altar, haciendo una reverencia.

«¿Qué quiere?», se preguntó Rebecka.

—No lo sé —tantea—. Al principio no sentía gran cosa. Tampoco recordaba demasiado. Pero después fue peor. No podía trabajar. Intentaba espabilarme, pero al final cometí un error que le costó una fortuna al bufete de abogados, aparte de la reputación. Tenían un buen seguro, pero igualmente. Me dieron la baja por depresión. Y estuve dando vueltas y vueltas en casa. No quería salir. Dormía mal. Comía mal. El piso era un caos.

—Sí —dice él.

Se quedan un momento callados porque otra visitante pasa por su lado. Rebecka la saluda con la cabeza. Hjalmar no parece verla.

Rebecka piensa que a lo mejor confiesa. ¿Qué coño haría entonces? Pedirle que la acompañara a comisaría, claro. Pero ¿y si se niega? ¿Y si confiesa y luego se arrepiente y la mata?

Pero Rebecka lo mira fijamente a los ojos durante un momento y se acuerda de uno de los clientes de Meijer & Ditzinger, una prostituta dueña de un considerable número de inmuebles. La mujer no ocultaba su profesión, pero había contratado al bufete por un asunto fiscal. En alguna ocasión en la que habían salido a tomar algo con ella, Måns había bebido más de la cuenta y sin ningún recato le había preguntado si nunca había tenido miedo de alguno de sus clientes. Coqueto, adulador, fascinado. Rebecka sintió vergüenza y prefirió clavar la mirada en la mesa. La mujer era amable, pero también había mostrado una gran integridad. Se le notaba que estaba acostumbrada a esa clase de curiosidad. Le contestó que no, que no tenía miedo. Solía mirar a sus clientes a los ojos largo y tendido. «Así te das cuenta —había dicho— de si tienes que tener miedo o no.»

Rebecka mira a Hjalmar a los ojos. Y no, no debe tenerle miedo.

—Estuviste en un psiquiátrico —dice él.

—Sí, al final sí. Me volví loca. Fue cuando Lars-Gunnar Vinsa mató a su hijo y luego se pegó un tiro. No pude soportar otra muerte. Fue como si se abrieran todas las puertas que había intentado mantener cerradas.

Hjalmar siente que apenas puede respirar. «Es exactamente así», le gustaría decir. Primero Wilma y Simon. Aquello ya había sido duro, pero lo superó. Sin embargo después, con Hjörleifur Arnarson…

—¿Te hundiste del todo? —pregunta—. ¿Tocaste fondo?

—Supongo que sí. Aunque no me acuerdo de lo peor. Estaba muy mal.

«Me dieron electroshock —piensa—. Y me vigilaban. No quiero hablar de eso.»

Allí están los dos, de pie, Rebecka Martinsson y Hjalmar Krekula. Para él es difícil preguntar. Para ella es difícil contestar. Ambos luchan por avanzar en la conversación como dos excursionistas en una tormenta de nieve. Pelean contra el viento con la cabeza gacha.

—No me acuerdo —continúa Rebecka—. Pienso que si recuerdas una vez en la que estabas muy triste y te concentras en la tristeza, puedes sentir cómo te vuelve a llenar por dentro. Y si recuerdas alguna vez en la que estabas muy contento, la alegría también vuelve. Pero si recuerdas una situación de angustia, no revives la sensación. Es como si el cerebro dijera basta. No quiere retroceder. Recuerdas la escena, pero no puedes recuperar el sentimiento.

«¿Triste? —piensa Hjalmar—. ¿Tristeza? ¿Alegría?»

Se quedan en silencio.

—Y ¿tú? —pregunta al final Rebecka—. ¿A quién vienes a ver?

—A ella.

Rebecka entiende que se refiere a Wilma.

—¿La conocías? —le pregunta.

Sí, su boca se mueve, aunque no emita ningún sonido, pero Hjalmar también asiente con la cabeza.

—¿Cómo era?

—Era simpática —dice y luego añade con una sonrisa—: tenía problemas con las mates.