—A ver si espabilas —dijo Tore Krekula.
Estaba en el dormitorio de Hjalmar mirando a su hermano en la cama con la manta subida hasta la cabeza.
—Sé que estás despierto. ¡No estás enfermo! ¡Ya vale!
Subió las persianas con tanta fuerza que sonó como si las cuerdas fueran a romperse. Él quería que se rompieran. Fuera la nieve se arremolinaba.
Al ver que Hjalmar no aparecía en el trabajo, Tore había decidido ir a buscarlo y había cogido la copia de la llave de su casa. No es que hiciera falta porque en el pueblo nadie cerraba con llave por la noche.
Hjalmar no contestaba. Yacía como un muerto bajo la manta. A Tore no le faltaban ganas de quitársela de un tirón. Pero algo lo frenaba. No se atrevía. La persona que había debajo era impredecible. Casi se podía oír una voz que decía: dame un motivo, dame un motivo.
Nada que ver con el Hjalmar al que se podía tratar de cualquier manera.
Tore se sintió impotente, una sensación difícil de encajar que le brotaba cuando alguien no hacía lo que él mandaba. No estaba acostumbrado. Primero la furcia de la mujer policía y ahora Hjalmar.
Y ¿con qué amenazaría ahora? Siempre había utilizado a Hjalmar.
Se dio una vuelta impaciente por la casa. Montañas de vajilla sucia. Bolsas de patatas fritas y paquetes de galletas vacíos. En la cocina olía a basura. Había botellas de plástico grandes, sin líquido. Ropa en el suelo. Calzoncillos, lo amarillo delante, lo marrón detrás.
Volvió al dormitorio. La manta seguía intacta.
—Joder —dijo—. Joder, cómo está esto. Vaya pocilga. Y tú, das asco. Como una ballena podrida en la playa. ¡Puaj!
Dio media vuelta y se marchó.
Hjalmar oyó la puerta cerrarse con un golpe.
«Ya no puedo más —pensó—. No hay salida.»
Al lado de la cama había una bolsa abierta de ganchitos. Cogió unos puñados.
En su cabeza sonaba una voz. La del profesor Fernström: «Tú decides sobre ti mismo.»
No, el profesor Fernström no lo entendía.
No quería pensar en ello. Pero de qué servía lo que él quisiera. Los recuerdos comenzaron a colarse como por una proa inclinada.
Hjalmar tiene trece años. Por la radio se oye a Kennedy debatiendo con Nixon de cara a las elecciones. Kennedy es un playboy, nadie cree que pueda ganar. Pero a Hjalmar no le interesa nada la política. Ahora está en la escuela, sentado con los codos apoyados en la tapa barnizada de su pupitre. La cabeza descansa en las manos, las palmas sostienen los pómulos. Sólo están él y el profesor Fernström. Cuando los demás niños se han ido a casa y el olor a lana húmeda y a establo ha desaparecido con ellos, el olor a escuela comienza a ocupar el espacio. Olor a polvo de libro y a paño viejo para borrar la pizarra, a detergente para el suelo y el olor característico del edificio.
Hjalmar nota que, de vez en cuando, el profesor Fernström deja de corregir las libretas y levanta la cabeza en su cátedra. Sus miradas no se cruzan. Los ojos de Hjalmar se deslizan por las vetas de la madera de la tapa de su pupitre. Una parece una mujer tumbada. Más a la derecha hay un animal fantástico, o quizá una perdiz de las nieves, y un ojo.
El rector Bergvall entra en el aula. El profesor Fernström cierra el cuaderno y aparta el trabajo de corrección a un lado.
El rector saluda.
—Bueno —dice—, he hablado con los médicos de Kiruna y con la madre de Elis Sevä. Le han dado siete puntos. La nariz no estaba rota, pero tiene una conmoción cerebral.
Hace una pausa y espera a que Hjalmar reaccione de alguna forma. Hjalmar hace como de costumbre, se queda callado, fija la mirada en cualquier otro sitio, en un mapa de Palestina, en el órgano, en los dibujos de los niños que cuelgan de la pared. Tore había cogido la bicicleta de Sevä. Elis Sevä le había dicho que la soltara de una puta vez. Tore le había contestado: «Venga, vamos, sólo es un momento.» Se había desatado una pelea. Uno de los amigos de Tore había ido corriendo a buscar a Hjalmar. Elis Sevä se había puesto como un loco.
El profesor Fernström mira al rector y niega de forma imperceptible con la cabeza en señal de que no vale la pena esperar a que Hjalmar Krekula diga algo.
El rector se pone un poco rojo y se le altera la voz, provocado por el silencio de Hjalmar. Dice que aquello está mal, muy mal. Agresión, se llama, pegar a un compañero con una llave de cruceta, por el amor de Dios, hay leyes contra eso y esas leyes también rigen en la escuela.
—Ha empezado él —dice Hjalmar con rutina.
La voz del rector adquiere un tono más severo y dice que cree que Krekula está mintiendo para salvar el pellejo. Que quizá los compañeros respalden su historia por puro miedo.
—El señor Fernström asegura que Krekula tiene talento para las matemáticas —dice el rector.
Hjalmar guarda silencio. Mira por la ventana.
Al rector se le agota la paciencia.
—Si es que eso le va a servir de algo —continúa—, cuando suspende todas las demás asignaturas. Sobre todo orden y comportamiento.
Lo último lo dice dos veces:
—Sobre todo orden y comportamiento.
Entonces Hjalmar lo mira a los ojos con desprecio.
De pronto el rector teme que le vayan a romper las ventanas de su casa.
—Krekula debería controlar un poco su genio —dice en tono pacífico.
Y luego añade que Krekula tendrá que estar dos semanas paseando con el profesor de guardia. Salir un poco de la clase. Tener la oportunidad de recapacitar sobre su comportamiento.
Después el rector se marcha.
El profesor Fernström suspira. Hjalmar tiene la sensación de que suspira por el rector.
—¿Por qué te peleas? —le pregunta—. No eres un tonto. Y se te dan muy bien las matemáticas. Deberías seguir estudiando, Hjalmar. Todavía estás a tiempo de remontar en las otras asignaturas. Y podrías cursar el bachiller.
—¡Bah! —dice Hjalmar.
—¿Cómo, bah?
—Mi padre nunca me dejaría. Vamos a trabajar en la empresa de transportes, mi hermano y yo.
—Hablaré con tu padre. Tú decides sobre ti mismo. ¿Entiendes? Si dejas de pelearte y…
—Da igual —dice Hjalmar con violencia—. De todos modos no tengo ganas de estudiar. Es mejor trabajar y ganar dinero. ¿Me puedo ir?
El profesor Fernström vuelve a suspirar, y ahora lo hace por Hjalmar.
—Vete —dice—. Vete.
Aun así Fernström va a hablar con el padre. Un día, cuando Hjalmar vuelve a casa, Isak está furioso. Kerttu está haciendo tortitas con expresión contenida mientras Isak jura y maldice en la cocina.
—Que sepas que el profesor se ha ido borracho de esta casa —le grita a Hjalmar—. Ninguno de mis hijos se va a convertir en un cuentanúmeros con cara de muerto, así se lo he dicho. Mates, ¿eh? ¿Qué cojones te crees que eres? ¿Eres demasiado fino para trabajar en una empresa de transportes, eh? ¿No gusta al señorito prometedor? Esta empresa es la que te ha llevado la comida a la mesa toda tu vida.
Toma aire como si la rabia estuviera a punto de asfixiarlo, como si fuera una almohada que le tapara la boca.
—Si no te va bien hacerte responsable de tu familia, entonces ya no eres bienvenido, ¿te enteras? Tú estudia mates, si quieres, pero entonces tendrás que llenarte el estómago en otro sitio.
Hjalmar quiere decirle que no ha pensado en cursar el bachiller. Que todo eso se lo ha inventado el profesor Fernström, pero las palabras no salen de su boca. El miedo que le tiene a Isak las frena. También hay algo más. Algo que ha comprendido.
Ha comprendido que es bueno en matemáticas. Incluso tiene talento, tal como ha dicho el rector. Tiene talento para las mates. Fernström se lo ha dicho al rector y Fernström ha ido hasta Piilijärvi para decírselo a su padre.
Y cuando Isak grita: «¿Cómo lo harás?» Hjalmar no responde. Isak le da un guantazo, dos, y Hjalmar empieza a oír un silbido y latidos en la cabeza. Entonces Hjalmar cae en la cuenta de que podría convertirse en un «cuentanúmeros con cara de muerto». Y que es algo que está fuera del alcance del resto de la familia y que hace que a Isak se le forme espuma en la boca por la rabia que siente.
Después está sentado en la playa. Tiene que evitar que el sol de otoño le dé en la mejilla azotada porque le quema.
Ve dos cuervos que juegan a quitarse un palo. Uno hace acrobacias aceleradas con el palo en el pico, el otro lo sigue de cerca. Dibujan tirabuzones, dan vueltas sobre su propio eje, caen en picado hacia el agua y luego vuelven a ascender.
El que tiene el palo se mete directo en la copa de un árbol, parece que vaya a chocar contra el tronco o alguna rama y que se partirá el cuello, pero al instante sale por el otro lado. Como una daga voladora de color negro, ha encontrado un camino para atravesar el ramaje. Sale volando por encima del lago y emite un arrogante graznido. Como es de suponer, pierde el palo, y los dos cuervos sobrevuelan el lago antes de decidir renunciar y marcharse surcando las copas de los abetos.
Aterrizo en el pantalán al lado de Hjalmar. Ya ha cumplido los trece y tiene la mejilla enrojecida. Las lágrimas corren por su cara aunque esté pensando que no tiene que llorar. Y luego siente ira. Le brota con tal fuerza que empieza a temblar. Odia a Isak, que hace un momento estaba gritando tanto que escupía. Odia a Kerttu, que se limitó a dar la espalda, como siempre. Odia al profesor Fernström, ¿por qué coño tenía que ir a hablar con su padre? Hjalmar no se lo había pedido. Nunca se le había pasado por la cabeza cursar el bachiller. Le han arrebatado algo que ni siquiera tenía. ¿Por qué llora?
La ira que le corre por dentro es hierro incandescente. Se pone de pie, se tambalea. Va a buscar a Tore, que está reparando su Zündapp, cambiándole las boquillas del carburador.
—Vente a Svappis —se limita a decirle.
El Volkswagen negro del profesor Fernström está aparcado en el sitio de siempre, a cien metros de la escuela.
Hjalmar lleva un martillo pata de cabra. Empieza con los faros delanteros y traseros. En apenas unos segundos los cristales están esparcidos por el asfalto como diamantes, pero no es suficiente, todavía tiene mucha ira temblándole en los músculos que pide salir, salir. Rompe el parabrisas, las lunas, el cristal de atrás. Suenan como un disparo cuando estallan, los cristales salpican, Tore retrocede unos metros. Unos niños pasan por allí.
—Si os chiváis, la próxima vez serán vuestras cabezas. —Y los críos desaparecen como musarañas asustadas.
Tore apoya el pie en una de las puertas sin luna y se sube al techo, da unos cuantos saltos hasta abombarlo, baja de un salto sobre el capó.
Transcurre muy rápido, en menos de tres minutos han acabado y tienen que marcharse.
—Vamos —grita Tore, que ya se ha alejado unos metros montado en el ciclomotor.
Hjalmar tiene los brazos cansados y está sudando. Ya se siente mejor, más tranquilo. No va a llorar nunca más.
Abre la puerta del coche y revisa el macuto que hay en el asiento del copiloto. Tore lo vuelve a llamar, temeroso de que algún adulto se acerque. No hay ningún monedero, sólo tres libros de mates: Gran libro de cálculo de Tekno, Aritmética práctica, Libro de texto de geometría, y un cuaderno que lleva por título: Turning Points in Physics — a Series of Lectures Given at Oxford University. Hjalmar se los guarda dentro de la chaqueta, bueno, excepto el Gran libro de cálculo, que es demasiado grueso y se lo tiene que llevar bajo el brazo.
Los dejo allí. Me elevo con una columna térmica. Arriba, arriba.