Rebecka se sintió abatida en cuanto ella y Sivving cruzaron la puerta de la residencia de ancianos La Montaña. Se quitaron la nieve de encima lo mejor que pudieron en el portal amarillo, subieron las escaleras y caminaron por los suelos de sintasol gris encerado. Los tapetes tejidos y los muebles de madera prácticos y fáciles de limpiar eran señal de que estaban en una institución.
En la cocina había dos personas en silla de ruedas inclinadas sobre sus respectivos desayunos. Una de ellas estaba apuntalada con cojines para no caerse de lado. La otra repetía su «sí, sí, ¡sí!» de volumen ascendente hasta que un auxiliar sanitario le puso una mano tranquilizadora en el hombro. Sivving y Rebecka pasaron deprisa tratando de no mirar.
«Dios me libre —pensó Rebecka—. Dios me libre de acabar en una residencia con ancianos que se apagan, que se van agotando. Dios me libre de que me tengan que limpiar y de que me aparquen delante de la tele, rodeada de personal bueno de cara y malo de espaldas.»
Sivving iba delante lo más rápido que podía y se metió por el pasillo donde estaban las habitaciones. Él también parecía atosigado por el malestar.
—Venimos a ver a Karl-Åke Pantzare —le dijo Sivving—. Era amigo de mi primo. Perteneció a la resistencia durante los años de la guerra, mi primo también, pero ya está muerto. Y nunca hablaba de ello. Es aquí.
Se detuvo delante de una puerta en la que había una foto de un hombre mayor y un cartel que decía: «Aquí vive Kula.»
—Un segundo —dijo Sivving asiéndose del pasamanos que corría a lo largo de toda la pared para que los viejos que aún caminaban tuvieran donde agarrarse—. Tengo que recuperarme.
Se pasó la mano por la cara, jadeando.
—Este sitio me deprime —le dijo a Rebecka—. Joder. Y eso que ésta es buena. Las mozas que trabajan aquí son todas muy cariñosas, hay residencias que son infinitamente peores. ¡Pero aun así! ¿Esto es lo que nos espera? Prométeme que me pegarás un tiro. Oh, discúlpame.
—No te preocupes —dijo Rebecka.
—Se me olvida que tuviste que disparar… ¿sabes? Es como mentar la soga en casa del ahorcado.
—No tienes que vigilar lo que dices, te entiendo.
—Es que de verdad que me deprimo —dijo Sivving—. Compréndeme. Aunque intente no hacerlo, acabo pensando en esto. Y más ahora, con el brazo y todo.
Hizo un gesto hacia el lado defectuoso de su cuerpo, el que iba arrastrando, el lado cuya mano ya no era de fiar porque se le caían las cosas.
—Mientras pueda… —empezó Rebecka.
—Lo sé, lo sé.
Sivving agitó la mano para cortar el tema.
—Y ¿por qué les tienen que poner nombres tan pintorescos a estos sitios? —bufó—. La Montaña, Cuesta del Sol, Jardín de las Rosas.
Rebecka se rió.
—Claro del Bosque —añadió.
—Suena a revista de los Baptistas. Entremos. Te advierto de que su memoria reciente no es gran cosa así que no te dejes engañar si te parece un poco ido. La memoria de las cosas de hace tiempo la tiene intacta.
Llamó a la puerta y entró.
Karl-Åke Pantzare tenía el pelo blanco y lo llevaba repeinado hacia atrás. Las cejas y las patillas estaban muy pobladas con pelos duros y puntiagudos. Llevaba camisa, chaleco de punto y corbata. Los pantalones estaban impecables y planchados con raya. Era evidente que en su momento había sido un hombre atractivo. Rebecka le miró las manos. Tenía las uñas limpias y cortas.
El hombre saludó con alegría y amabilidad tanto a Sivving como a Rebecka. En el fondo de su mirada afable había cierta angustia. ¿Había visto antes a estas personas? ¿Debería reconocerlos?
Sivving se apresuró en acabar con su inseguridad.
—Sivving Fjällborg —dijo—. De Kurravaara. De joven me llamaba Erik. Arvid Fjällborg es mi primo. O era. Murió hace muchos años. Y ella es Rebecka Martinsson. Nieta de Albert y Theresia Martinsson. De Kurravaara también. Pero no os conocéis.
Karl-Åke Pantzare se relajó.
—Erik Fjällborg —dijo contento—. Claro que me acuerdo de ti. Pero oye, qué viejo te has hecho.
Guiñó un ojo para dejar claro que estaba bromeando.
—Qué va —dijo Sivving como si se hubiera ofendido—. Sigo siendo un adolescente.
—Claro, claro —se burló Karl-Åke Pantzare—. Un adolescente. De eso sí que hace tiempo.
Sivving y Rebecka aceptaron la invitación a café y Sivving le recordó a Karl-Åke Pantzare una dramática jornada de pesca que el primo de Sivving y Karl-Åke tuvieron una vez en Jiekajaure.
—Arvid me solía contar que los sábados ibais en bici hasta la ciudad para acudir al baile. Decía que trece kilómetros desde Kurra no eran nada, pero que si conocías a alguna moza de Kaalasluspa, primero había que acompañarla en la bici hasta allí y luego, claro, la vuelta se hacía eterna. Y a las seis había que levantarse para ordeñar las vacas. A veces se quedaba dormido en el taburete; entonces mi tío Algott se ponía como una fiera.
Prosiguieron con el habitual repaso de los familiares que tenían en común. Una hermana de Karl-Åke había alquilado algo en Lahenperä. Sivving pensaba que era de los Utterström, pero Karl-Åke le dijo que era de los Holmqvist. Otro primo de Sivving, hermano de Arvid, y uno de los hermanos de Karl-Åke prometían en el esquí, e incluso habían competido en Soppero y habían ganado a chicos aventajados de Vittangijärvi. Mencionaron a los que estaban enfermos, a los que se habían ido al otro barrio o simplemente se habían mudado a Kiruna, y a los que, en ese caso, se habían quedado con la casa familiar.
Al final Sivving consideró que Karl-Åke Pantzare ya había entrado en calor y decidió ir al grano. Le dijo sin rodeos que sabía por su primo que tanto él como Karl-Åke Pantzare habían pertenecido a la resistencia en Norrbotten. Le explicó que Rebecka era fiscal y el caso de los chicos asesinados cuando hacían una inmersión buscando un avión alemán en Vittangijärvi.
—Te lo digo sin tapujos porque sé que quedará entre nosotros, pero hay motivos para pensar que Isak Krekula, el de la empresa de transportes de Piilijärvi, tiene algo que ver con el asunto.
—¿Por qué acudís a mí?
—Porque necesitamos ayuda —respondió Sivving—. No conozco a nadie más que pueda decirnos cómo estaban las cosas en aquella época.
—Es mejor no hablar de ello —dijo Karl-Åke Pantzare—. Arvid no te lo debería haber contado. ¿En qué estaría pensando?
Se levantó y fue a buscar un viejo álbum de fotos de la estantería.
—Os quiero enseñar algo —dijo.
Sacó un recorte de prensa que estaba suelto en el álbum. Tenía fecha de cinco años antes.
«Asesinan a dos jubilados para robarles», decía el título. El artículo explicaba que un anciano de noventa y seis años y su esposa de ochenta y dos habían sido asesinados en su casa, en las afueras de Boden. Rebecka leyó por encima que habían encontrado a la mujer con una almohada atada a la cara. Había sido torturada, había muerto por estrangulamiento y asfixia y después de muerta había sido «ultrajada».
«Ultrajada —pensó Rebecka—. ¿Qué quieren decir con eso?»
Como si le hubiese leído el pensamiento, Karl-Åke Pantzare dijo:
—Le introdujeron una botella rota de vidrio por los genitales.
Rebecka continuó leyendo. El hombre aún estaba vivo a las siete de la mañana, cuando el enfermero que los atendía fue para ponerle la insulina a la mujer. Estaba gravemente herido, había recibido patadas y golpes y murió más tarde en el hospital. Según el artículo, la policía había hablado con los vecinos de la zona, pero sin obtener resultados. Por lo que se había podido averiguar, en casa de la pareja no había grandes sumas de dinero ni objetos de valor.
—Era uno de los nuestros —dijo Karl-Åke Pantzare—. Yo lo conocía. Y un rábano que fue por robo, eso lo tengo muy claro. Fueron unos neonazis o seguidores del NRK u otra gente de extrema derecha que se enteraron de que perteneció a la resistencia. Uno no está seguro aunque haya pasado tanto tiempo. Los jóvenes nazis impresionan a los viejos de esa forma. Hicieron que el pobre hombre viera cómo torturaban a su mujer hasta matarla. ¿Por qué iba un ladrón a ultrajarla? Querían atormentarlo. Todavía nos están buscando. Y si nos encuentran… —Terminó la frase negando con la cabeza.
«No me extraña que esté asustado —pensó Rebecka—. Es más fácil jugarse la vida cuando eres joven, fuerte y te crees inmortal que cuando estás aquí encerrado sin poder hacer más que esperar.»
—Estábamos obligados a hacer algo —continuó como hablando solo—. Los alemanes no paraban de meter barcos y barcos en Luleå. Muchos no se apuntaban en los registros del puerto. Se exportaba mineral, claro, y se descargaban víveres, equipamiento y soldados. La versión oficial era que los soldados estaban de permiso. ¡Y una porra! He visto unidades de las SS subiendo y bajando de aquellos barcos. Iban en tren hasta Noruega o eran transportados hasta la frontera del Este. Muchas veces pensamos sabotearlos, pero habríamos iniciado una guerra contra nuestro propio país. Los agentes de aduanas, los policías y militares que vigilaban tanto los puertos como los almacenes eran suecos, y los que revisaban los transportes, también. Si hubiésemos sido ocupados habría sido otra cosa. Con Noruega, que sí estaba ocupada, los alemanes tenían muchos más problemas con la resistencia y por el terreno escarpado. A diferencia de Suecia, llana y supuestamente neutral.
—¿Y qué nos puedes contar de Isak Krekula y su empresa? —insistió Sivving.
—No lo sé, había tantas empresas de transportes. Pero aquí arriba, el dueño de alguna de esas empresas hacía de informador para los alemanes. Por lo menos uno, vaya. No sabíamos quién, pero nos llegaron rumores de que era un transportista. Eso nos asustaba un poco, porque buena parte de nuestro trabajo era construir y servir a Kari.
—¿Qué es Kari? —preguntó Rebecka.
—La resistencia noruega, el XU, tenía una base informativa en territorio sueco, no muy lejos de la ciénaga de Torneträsk. Se llamaba Kari. La estación de radio que había dentro se llamaba Brunhild. Kari proporcionaba información a Londres procedente de diez estaciones menores del norte de Noruega. Funcionaba con energía eólica, pero estaba construida en una depresión, así que sólo la podías descubrir si estabas a menos de quince metros.
—¿Había una base informativa en Suecia?
—Había varias. Las bases Sepal en territorio sueco se dirigían con apoyo del Secret Service británico y la OSS estadounidense. Se ocupaban del servicio informativo, sabotaje, reclutamiento y adiestramiento en armas, minas y explosivos.
—Gracias a esas bases los británicos pudieron hundir el Tirpitz —le dijo Sivving a Rebecka.
—Había que suministrar tanto a las estaciones de radio como a los aerogeneradores —continuó Karl-Åke—, provisiones y equipamiento. Necesitábamos transportistas y era estresante iniciar a alguien nuevo, sobre todo a sabiendas de que entre ellos había un informador. ¡Buf! Me acuerdo de una vez que tuve que ir con un transportista nuevo, un chico de Råneå, a Pältsa. Llevábamos metralletas entre la carga, ¿sabes? Cruzamos la carretera de Kilpisjärvi por un atajo que los alemanes vigilaban y nos detuvieron en un puesto de control. De repente, el transportista se puso a hablar en alemán con el oficial. Yo pensé que me estaba delatando, ni siquiera sabía que el chico hablaba alemán, estuve a punto de saltar del camión y salir corriendo. Pero el alemán se rió y nos dejó pasar después de darle unos paquetes de cigarrillos. El chico le había contado un chiste. Después le eché la bronca. ¡Me podría haber dicho que sabía alemán! Aunque en aquella época muchos lo hablaban; era la lengua extranjera que se enseñaba en la escuela. Ya sabes, como el inglés para vosotros. Aquella vez salió bien.
Karl-Åke Pantzare se quedó callado. Una sombra de pesadumbre se reflejó en su cara.
—¿Había veces que no salía tan bien? —preguntó Rebecka.
Karl-Åke Pantzare cogió con firmeza el álbum de fotos y lo abrió por una página.
Señaló una foto que parecía estar tomada en los años cuarenta. Era de un hombre joven, sonriente, y salía de cuerpo entero. Estaba apoyado en un abeto. Debía de ser verano. El sol le iluminaba el pelo rubio y rizado. Iba vestido cómodo, con la camisa arremangada y los pantalones holgados con dobladillos mal hechos. Con una mano se cogía el antebrazo y en la otra tenía una pipa.
—Axel Viebke —dijo Karl-Åke Pantzare—. Estaba en la resistencia.
Soltó un profundo suspiro y siguió hablando:
—Tres presos de guerra daneses se escaparon de un buque de carga alemán cuando estaba atracado en el puerto de Luleå. Los encontramos. El tío de Axel tenía un henil al este de Sävast. Estaba vacío y se los llevó allí. Se quemaron dentro, se dijo que había sido un accidente.
—¿Tú qué crees que pasó en realidad? —preguntó Sivving.
—Creo que fue una ejecución en toda regla. Los alemanes se enteraron de que estaban allí y los mataron. Nunca descubrimos quién se había ido de la lengua.
Karl-Åke Pantzare apretó los labios.
Rebecka echó un vistazo al álbum, lo abrió al azar.
En una foto salían Axel Viebke y Karl-Åke Pantzare, cada uno a un lado de una hermosa mujer que llevaba un vestido de flores. Era muy joven. El pelo le caía por encima de un ojo en un peinado que se veía elaborado.
—Y aquí salís otra vez —dijo—. ¿Quién es la chica?
—Oh, supongo que sería alguna novia —dijo Karl-Åke Pantzare sin mirar la foto—. Axel tenía debilidad por las mozas. Iban y venían.
Rebecka volvió a mirar la foto de Axel junto al abeto, habían abierto aquella página a menudo: la esquina estaba gastada y era más oscura que las demás. La sombra del fotógrafo aparecía en la foto.
«Un conquistador —pensó—. Está realmente posando. Apoyado con indolencia en el abeto y la pipa en la mano.»
—¿Tú eras el fotógrafo? —preguntó.
—Sí —respondió Karl-Åke Pantzare con voz ronca.
Rebecka paseó la mirada por la habitación. Karl-Åke Pantzare no tenía fotos de niños ni foto de bodas.
«Te gustaba más que como amigo», pensó y miró a Karl-Åke Pantzare.
—A él le habría gustado que hablaras con nosotros —intentó—. Que siguieras siendo valiente.
Karl-Åke Pantzare asintió en silencio y sus ojos brillaron.
—No sé gran cosa —dijo—. Sobre el transportista, quiero decir. Los ingleses nos dijeron que había un transportista que estaba informando a los alemanes y que fuéramos con cuidado. Lo que más les preocupaba eran las bases informativas. Lo llamaban el Zorro. Y es cierto que Isak Krekula se llevaba bien con los alemanes, pero había muchos que trabajaban para ello y entonces lo único que contaba era el dinero.