Rebecka Martinsson estaba sentada en el sofá de cocina en el cuarto de calderas de Sivving. Llevaba calcetines de lana y un jersey de punto que tiempo atrás había pertenecido a su padre.
Sivving estaba en los fogones con un delantal de MajLis que Rebecka nunca había visto. Era blanco con rayas azules y tenía un volante en el bajo y en los hombros.
En una sartén de hierro fundido había lucio ahumado; en el mango, una manopla de punto hecha por MajLis. En una cazuela de aluminio hervían las patatas.
—Tengo que hacer una llamada —dijo Rebecka—. ¿Me da tiempo?
—Diez minutos —dijo Sivving—. Después estará lista la cena.
Rebecka marcó el número de Anna-Maria Mella, lo cogió al primer tono. De fondo se oía el llanto de un niño.
—Perdona —dijo Rebecka—. ¿Llamo en mal momento?
—No, no te preocupes —dijo Anna-Maria con un suspiro—. Es Gustav. Acabo de meterme en el baño para hacer caca y leer Casa Actual tranquilamente y se ha colgado de la manilla por fuera y está histérico. Dame un segundo.
—¡Robert! —gritó—. ¿Puedes ocuparte de tu hijo?
Rebecka oyó una suave voz masculina que decía: «Gustav, Gustav, ven con papá.»
—Es evidente que no va a… ¡Llévatelo de la puerta! —gritó Anna-Maria—. ¡Antes de que me corte las venas!
Unos segundos más tarde Rebecka oyó que los gritos y llantos del niño se alejaban de la puerta del baño.
—Ahora —dijo Anna-Maria—. Ya podemos hablar.
Rebecka le resumió lo que le había sacado a Johannes Svarvare sobre el avión y que se sentía amenazado por los hermanos Krekula.
—Creo que tenías razón desde el principio —le dijo Rebecka a Anna-Maria—. Son los hermanos.
Anna-Maria emitió un leve sonido en señal de que estaba escuchando.
—Esta tarde he ido al archivo estatal —continuó Rebecka—, para tener un poco de información sobre la empresa de transportes.
—¿Y?
—Y he encontrado registros sobre otras empresas de transportes del municipio. Del tipo cuántos vehículos tenía en propiedad cada empresa y cuántos conductores había contratados. En 1940, la empresa de los Krekula tenían dos camiones; en 1942, cuatro; en 1943, ocho y en 1944, once.
—Ah…
—O sea que su actividad creció considerablemente durante esos años. Casi un quinientos por ciento. Además, durante el mismo período compraron cinco furgonetas refrigeradas. Cuando comparé con otras empresas del sector vi que ninguna se acercaba a ese crecimiento.
—Ya.
—Isak Krekula mantenía una buena relación con el Ejército alemán. En verdad no es nada raro, muchos la tenían. En Luleå, por ejemplo, los alemanes poseían almacenes enormes con armas y provisiones. Se necesitaban vehículos de transporte para llevar el material al frente del Este. He encontrado la copia de un acuerdo entre el Ejército alemán y ASG, la Central Sueca de Vehículos de Mercancías Sociedad Anónima. Como los soldados alemanes se morían de frío en la Laponia finlandesa durante el invierno de 1941-42, el agregado militar alemán en Suecia encargó unas barracas de madera de fabricación sueca. Y claro, necesitaban un contrato con alguna empresa de transportes para llevar las barracas hasta el frente del Este. Ése era el acuerdo de la ASG. O sea, que aquel invierno hubo un ir y venir constante de vehículos suecos entre Norrbotten y la frontera. La empresa de Isak Krekula aparece en el anexo del acuerdo entre la ASG y el Ejército alemán. El acuerdo se firmó con el beneplácito del ministerio de Asuntos Exteriores y el gobierno sueco.
—Ya veo —dijo Anna-Maria intentando no mirar el artículo sobre conservas que venía en Casa Actual.
—Cuando las barracas fueron entregadas, se continuó transportando para los alemanes. Incluidos cargamentos de armas, aunque en el acuerdo de la ASG eso no se mencionaba. Y —continuó Rebecka— he encontrado una carta del Oberleutnant Walther Zindel, el oficial del ejército emplazado en Luleå y responsable de los almacenes alemanes de la zona, dirigida a Martin Waldenström, vicedirector de la empresa minera LKAB. En la carta, Zindel exige se rescinda el contrato que Isak Krekula tiene con la LKAB, y hace referencia a cuatro camiones destinados a la mina, porque el Ejército alemán en la Laponia finlandesa quiere alquilar sus vehículos.
—Perdona si soy un poco corta… —dijo Anna-Maria.
—No eres corta. Eso no significa nada. Pero yo había pensado lo siguiente: ¿Cómo pudo la empresa de Krekula crecer porcentualmente tan rápido en comparación con la competencia? Los transportes fueron un negocio lucrativo durante la guerra. Está claro que todos querían invertir y crecer. ¿De dónde sacó los medios para invertir? Sólo con el negocio de los transportes no pudo haber generado todo ese capital, porque entonces por lo menos alguna empresa de la competencia hubiera crecido al mismo ritmo. Y mi vecino Sivving dice que la familia Krekula son campesinos desde hace varias generaciones, no había dinero en la familia.
—¿Crees que estuvo haciendo algo ilegal?
—Puede ser. De algún sitio salía el dinero y me pregunto de dónde. También me pregunto por qué el teniente Zindel le pidió al vicedirector de la mina romper el contrato de tres años que tenía con Krekula. ¿Por qué precisamente el suyo? Había más transportistas contratados por la LKAB.
—¿Entonces?
—No lo sé —suspiró Rebecka—. Ni siquiera sé qué habría que hacer para descubrir qué clase de tipo era Isak Krekula o las desavenencias que tenía con Walther Zindel. Además, tampoco nos serviría de mucho. Aunque descubriéramos que estuvo metido en asuntos irregulares, no demostraría que Tore y Hjalmar Krekula hayan tenido algo que ver con las muertes de Wilma Persson y Simon Kyrö.
—Si es que Simon Kyrö está muerto —dijo Anna-Maria de forma mecánica.
—Claro que está muerto —dijo Rebecka impaciente—. En cuanto el hielo desaparezca en Vittangijärvi lo encontraremos.
—Gracias, es que me he obligado a dejar abiertas todas las posibilidades. Como que haya podido matarla él.
—¿Y después a Hjörleifur Arnarson? Difícil, ¿verdad? Vamos a tomar esta línea de trabajo, por desgracia no tenemos todos los recursos que quisiéramos.
—Habrá que esperar a ver qué ocurre —dijo Anna-Maria—. Crucemos los dedos para que la autopsia de Hjörleifur Arnarson y el examen técnico de su casa o de la ropa de Hjalmar y Tore Krekula den algo de sí. Con un poco de suerte encontraremos la puerta y a Simon Kyrö cuando se funda el hielo, y esperemos que haya huellas dactilares o algo que ayude.
Sivving carraspeó y miró ceñudo a Rebecka.
—Tengo que colgar —dijo Rebecka—. Nos vemos mañana a primera hora.
—Johannes Svarvare me dijo que Isak Krekula sufrió un infarto apenas una semana antes de que Wilma y Simon desaparecieran —dijo Anna-Maria—. Y cuando lo dijo tuve la sensación de que quería contar algo más, pero algo se lo impedía.
—Les tiene miedo —dijo Rebecka.
—Me pregunto si le dio el infarto porque se enteró de que iban a hacer una inmersión en busca del avión. Hay algo con ese avión. Es una putada que el hielo esté así, no se le puede poner un pie encima. Tenemos que esperar. Y odio esperar.
—Yo también odio las esperas.
—¡Y yo! —apuntó Sivving y dejó la cacerola de patatas con un golpe sobre la mesa—. Odio tener que esperar mientras se enfría la comida.
Anna-Maria se rió.
—¿Qué vais a cenar?
—Lucio ahumado.
—Lucio ahumado, nunca lo he probado.
—¡Muy rico! ¿Y vosotros?
—Ya hemos cenado —dijo Anna-Maria—. Le hemos dejado escoger a Gustav, así que ha tocado salchicha de «falo» en lugar de «Falun».
—Oye —dijo Sivving cuando Rebecka colgó el teléfono—. ¿Cómo os va?
—Sin más —dijo Rebecka—. Creo que los hermanos Krekula son culpables, pero…
Se encogió de hombros.
—Tenemos esperanzas en el examen técnico.
Sivving comió en silencio. Había oído a Rebecka hablar de Transportes Krekula y los alemanes durante la guerra. Él sabía con quién podría hablar para enterarse de alguna que otra cosa. La cuestión era si esa persona estaba dispuesta a decir algo.