En el aparcamiento tenía a Vera esperándola en el coche. La perra se puso de pie en el maletero enjaulado y meneó contenta la cola cuando Rebecka se subió al vehículo.

—Gracias por tu paciencia —dijo Rebecka—. Vamos a dar un paseo.

Subió por Luossavaara y dejó salir a la perra, que en cuanto tocó el suelo se puso a orinar.

—Lo sé, preciosa, lo siento —dijo Rebecka con remordimiento.

—¿Mala conciencia? —oyó que le decía una voz a sus espaldas.

Era Krister Eriksson. Llevaba un chándal de deporte y una chaqueta paravientos naranja que contrastaba con su cara apergaminada de color rosado.

Krister le sonrió y se le vieron los dientes, blancos y alineados. Era la única parte de su cuerpo que no había sido dañada por el fuego.

—Pero ¿quién eres tú? —dijo mirando a Vera—. Tintin se pondrá celosa.

—Es la perra de Hjörleifur Arnarson. Tuve que quedármela, si no le habrían dado un billete de ida al cielo canino.

Él asintió con gravedad.

—Y tú has cogido el mando del caso. Wilma Persson estará contenta.

—No creo en esas cosas —dijo Rebecka un poco a regañadientes.

Krister negó con la cabeza y le guiñó un ojo.

—¿Has salido a correr? —preguntó Rebecka para cambiar de tema.

—Mmm, suelo entrenarme por la cuesta que sube al antiguo acceso. Pero hoy ya he terminado.

Rebecka alzó la vista hacia la montaña para mirar la boca de la mina abandonada, profunda y gris.

«Si las casas pueden cobijar a fantasmas, ésta se lleva la palma —pensó—. Seguro que por la noche les dice buuu a las personas que pasan cerca.»

—¿A que es chulo? —dijo Krister como si le hubiese leído el pensamiento—. ¿Te apetece subir un trozo? —le preguntó—. Me irá bien relajar un poco los músculos. Si me esperas, voy un momento al coche a ponerme algo para no enfriarme.

Volvió con un mono barato de color verde menta que parecía haberse comprado hacía veinte años y que tenía una infinidad de lavadoras a la espalda.

«Dios mío —se dijo Rebecka—. Pero puede que su aspecto hace que le importe una mierda la ropa que lleva.»

«Qué pena», pensó luego cuando Krister se adelantó unos metros jugando con Vera.

Tenía un cuerpo delgado y atlético al que le quedaría bien todo tipo de ropa. Menos los monos desechados de Susan Lanefelt.

—¿De qué te ríes? —preguntó Krister alegre.

—De esto —mintió espontánea—. Me encanta Luossavaara y la vista desde aquí.

Se detuvieron y miraron la ciudad bajo sus pies. Veían la mina al fondo, con sus cimas de roca gris que bajaban en terrazas hasta la urbe. El monte Ädnamvaara quedaba al noroeste con su perfil de pirámide, los molinos eólicos instalados en la Viscaria y la mina de cobre cerrada. Desde allí se veía también la iglesia roja de madera de pino que pretendía imitar una cabaña lapona y el ayuntamiento, con su característico campanario negro, un armazón de hierro decorado con puntas irregulares. Siempre le había recordado a los abedules árticos negros en invierno o los cuernos de un rebaño de renos. También se veía el garaje de las locomotoras en forma de herradura y las casitas rojas de los trabajadores de la línea ferroviaria, los bloques de viviendas de la avenida Gruvvägen y la calle Högalidsgatan.

—¡Mira! Hoy se ve el macizo de Kebnekaise.

Krister señaló hacia la sierra azulada que quedaba al noroeste.

—Nunca sé cuál es el Keb —continuó—. Me han dicho que no es la que parece más alta.

Rebecka apuntó con el dedo. Él acercó su cabeza a la de ella para seguir mejor la dirección que estaba señalando.

—¿Ves Tuolpagorni? —preguntó—. El del cráter pequeño. La montaña de la derecha es el Kebne.

Krister se apartó.

—Perdona —dijo—. Yo aquí pegándome a ti con la peste a sudor.

—No pasa nada —dijo Rebecka y una ola le recorrió todo el cuerpo.

—La montaña más alta de Suecia —dijo Krister alegre mirando con los ojos entornados la cordillera.

—El edificio más bonito de Suecia de 2010 —añadió Rebecka señalando la iglesia.

—El edificio más bonito de Suecia de 1964 —continuó Krister señalando el ayuntamiento.

—La ciudad más bonita de Suecia —replicó ella riendo—. El arquitecto que la diseñó realmente pretendía dibujarla como si fuera una obra de arte. En aquella época todavía se construían las ciudades con las calles en red, con avenida hasta la plaza y el ayuntamiento, pero las calles de Kiruna corrieron libres siguiendo la montaña.

—No consigo asimilar que vayan a cambiar toda la ciudad de sitio —dijo él.

—Yo tampoco. Haukivaara es una montaña perfecta para levantar una ciudad.

—Pero si la lengua de mineral pasa por debajo de la ciudad…

—… hay que cambiarla de sitio.

—A ver —dijo Krister—. Yo no soy de la ciudad, pero la verdad es que me da la impresión de que a la gente no le importa mucho. Cuando le pregunto a alguien qué opina del cambio de sitio, se encogen de hombros y eso es todo. Mi vecino, que tiene ochenta años, dice que le gustaría que la trasladaran hacia el oeste porque así el súper le quedaría más cerca. Me resulta muy raro. El único que parece tener un objetivo con el traslado estará criando malvas cuando se haga.

—Yo creo que a la gente sí le importa —dijo Rebecka al cabo de un rato—, pero en Kiruna siempre se ha tenido muy claro que si estamos aquí es gracias a la mina. Y cuando la mina ya no sea rentable, entonces no tendremos nada de qué vivir. Así que si la empresa necesita cambiar la ciudad de sitio, pues no hay nada que discutir. Lo aceptamos. Y si aceptamos, no vale lamentarse.

—Pero una cosa no quita la otra.

—No, ya lo sé. Pero creo que tiene que pasar un tiempo para que la gente se dé cuenta. Para que entienda que aunque no haya otra opción, tenemos derecho a llorar por nuestra ciudad, que nunca más será la misma.

—Habría que hacer conciertos de despedida delante de cada casa que se vaya a derribar —filosofó Krister Eriksson—. La fiesta de la lágrima. Música. Recitales. Clases de historia.

—Yo me apunto —sonrió Rebecka.

Recordó aquella vez que subió a Luossavaara con Måns. Él tenía frío y estaba inquieto. Ella quería ir señalando y comentando. Como ahora.