Rebecka Martinsson abrió las pesadas puertas del ayuntamiento. Le encantaba tocar los picaportes tallados como tambores de chamán.
Una vez dentro, el enorme vestíbulo se le mostró en toda su belleza, con su altísimo techo, sus hermosas paredes de ladrillo y el tapiz del Tambor del sol con los colores de la montaña en verano y primavera.
Se presentó en recepción.
—Voy al archivo estatal —le dijo al chico de detrás del mostrador.
Él le pidió que esperara y al cabo de un rato apareció un hombre que vestía tejanos y americana negros. Llevaba zapatos de piel marrón. Tenía el pelo castaño y peinado hacia atrás.
—Jan Viinikainen, director de archivo —dijo alargándole la mano al estilo sueco—. Bueno, ¿en qué puedo ayudar a las fuerzas de orden?
Rebecka levantó interrogante las cejas.
—Ah —dijo él—. Eres famosa en la ciudad. Se habló mucho de ti cuando mataste a los pastores. En defensa propia, lo sé.
Rebecka reprimió el deseo de dar media vuelta y marcharse.
«No lo entiende —pensó—. La gente no lo entiende, se cree que puede decir cualquier cosa y que no me va a afectar.»
—No estoy segura de lo que estoy buscando —tanteó—. Quiero saberlo todo sobre una vieja empresa de transportes de Piilijärvi, la de la familia Krekula.
Enseñó las manos y se encogió de hombros en un gesto de impotencia.
—¿Período de tiempo? —preguntó él.
—Empezó en los años cuarenta, dame lo que tengas.
El hombre caviló un momento. Después hizo un gesto con la mano para indicarle que lo acompañara. Bajaron por la escalera de caracol hasta la planta subterránea y cruzaron por lo que debía de ser el lugar de trabajo de Viinikainen, justo delante de la verja pintada de blanco que impedía el paso al archivo. Abrió la cerradura de la verja para acceder al santuario e invitó a Rebecka con un barrido de mano a que entrara antes que él.
Pasaron filas y filas de estanterías de hierro gris. Por todas partes había carpetas de distintos tamaños y modelos, se veían lomos de tela, de plástico, de metal. Había libros cosidos, libros encuadernados, viejos documentos atados delicadamente con cuerda y sello que colgaba por fuera de los borde de las estanterías. Encima de robustos archivadores de encina estaban las máquinas de escribir eléctricas de la casa Triumph y Facit que ya no se usaban. Los mapas de la ciudad estaban en grandes sistemas de cajoneras. Había ficheros apretujándose entre archivadores marrones de cartón. Por aquí y por allá se veían tubos de papel de todos los tamaños. En una de las salas internas había estanterías móviles de metal con un mecanismo semiautomático que el señor Viinikainen accionó.
—Se controlan así —dijo tirando de una palanca negra con un botón. La estantería que tenían más cerca comenzó a deslizarse hacia un lado—. Yo de ti miraría el registro de actividad económica. O el calendario de ventas. Allí al fondo tienes el material del Instituto Técnico.
Rebecka se quitó el abrigo y Jan Viinikainen se retiró a su despacho.
«Como buscar una aguja en un pajar —pensó ella—. Ni siquiera sé lo que estoy buscando.» Se dio una vuelta por las estanterías, paseó la mirada por colecciones de artículos sobre frenología de los años treinta y cuarenta, los libros de subsidios del Consejo de Atención a los Pobres de Jukkasjärvi o el archivo escolar de los libros de trabajos manuales.
«Deja de quejarte —se ordenó a sí misma—. Arremángate y empieza.»
Una hora y diez minutos más tarde encontró el nombre de Transportes Krekula. Era un registro de transportistas del municipio de Kiruna, el número total y el tipo de vehículo que llevaban, los nombres de los propietarios y sus direcciones.
Buscó sin escatimar energías: desató cintas que llevaban sesenta años intactas, arrugando la nariz cuando los nudos disparaban nubecillas de polvo; abrió cajoneras que llevaban cerradas el mismo tiempo. Al final tenía un dolor de cabeza penetrante por todo el polvo y la celulosa desintegrada que había estado respirando.
El director del archivo entró y le preguntó cómo le había ido.
—Bien —dijo—. Por lo menos he encontrado algo.