Estoy sentada en el alféizar de Hjalmar Krekula. Lo miro y de pronto se despierta sobresaltado. La angustia lo golpea por dentro. La angustia es correosa y tiene los nudillos fuertes, como padre Isak. La angustia ha hecho que el cinturón se corra más allá de donde acaban los agujeros.
Duerme mucho. Está cansado. No tiene fuerzas para nada. Pero el sueño es intranquilo y desconfiado. La angustia lo pone en pie, a las tres o las cuatro de la madrugada, normalmente. Las noches son claras. Él maldice la luz y le echa la culpa, pero sabe que no es cierto. El corazón se le acelera; a veces tiene miedo de morirse de verdad. Aunque ya se está acostumbrando, sabe que al cabo de un rato los latidos se calman.
Me cuesta creer que yo ya no vaya a dormir nunca más.
A veces sueña conmigo. Me ve picando con el cuchillo por debajo del hielo hasta abrir un agujero. Sueña con el agua que salió por él cuando saqué la mano. En el sueño sale más y más agua y se acaba ahogando en ella. Se despierta de golpe boqueando.
Otras veces sueña que mi mano se agarra firmemente a la suya sin que pueda soltarse y que lo arrastro conmigo.
Sueña con hielo delgado, hielo que se raja bajo sus pies. Agua negra.
No se cuida. Vaya aspecto tenía el día de mi entierro: sin duchar y con el pelo grasiento.
Hjalmar Krekula miró la hora en el móvil. Las siete y diez. Tendría que estar en el trabajo desde hace mucho rato y Tore no lo había llamado para preguntarle dónde coño se había metido.
A lo mejor se podía coger el día libre, después de haber ayudado a… No, apartó las imágenes y los recuerdos de Hjörleifur Arnarson. Qué innecesario. Todo. Jodidamente innecesario.
«Siempre hago lo que Tore quiere —se dice—. Al principio estaba obligado. Después se convirtió en una costumbre. Sobre todo después de perdernos en el bosque. Dejé de pensar por mí mismo. Dejé de decidir. Me limité a hacer lo que se me mandaba.»