Johannes Svarvare invitó a Rebecka a café. Ella rechazó la vajilla fina y le pidió que se lo pusiera en una taza normal. Tampoco le aceptó un sándwich. Svarvare olía a sucio de hombre mayor. No debía de asearse a menudo. Llevaba camiseta y un chaleco de lana encima y un pantalón negro de traje con el culo desgastado que se sostenía con unos tirantes. Rebecka no podía evitar sentir que por nada del mundo quería llevarse a la boca algo que él hubiese tocado. ¿Cuándo se habría lavado las manos por última vez? Y sólo la idea de que había cogido la dentadura postiza con los mismos dedos que luego habían ido al pan y al embutido… sintió un escalofrío.

«Aunque puedo dejar que un perro desconocido me lama las comisuras de la boca», pensó después.

Sonrió y miró a Vera, que estaba olfateando por debajo de la mesa, engullendo restos secos de comida y migas. Pasaba la lengua por las patas del sofá, por donde algún líquido había rezumado y se había secado.

«Sobre todo a ti, marrana —pensó—. Hay que estar un poco mal…»

—Conocías a Wilma, ¿verdad? —le preguntó.

—Sí —dijo Johannes y le dio un sorbo al café.

«Le está dando vueltas a algunas preguntas que se cree que le voy a hacer —pensó Rebecka—. Empezaremos con las fáciles.»

—¿Me podrías hablar un poco de ella?

El viejo pareció sorprenderse con la pregunta. También se sintió aliviado.

—Era tan joven —dijo Johannes negando con la cabeza—. Demasiado joven. Pero te puedes imaginar lo agradable que es que gente joven venga a un pueblo como éste. Y cuando Wilma se mudó a casa de Anni también empezó a venir Simon Kyrö para visitar a su tío. Había como más vida. Aquí sólo quedamos viejos. Y ella y sus amigos. Ja, ja, parecían…

Levantó las dos manos y agarrotó los dedos mientras hacía una mueca que pretendía ser terrorífica.

—Con los ojos pintados de negro y la ropa negra… Pero eran divertidos. Y no eran malas personas. Una vez tomaron prestados los trineos de algunos viejos y fueron a dar una vuelta. Eran por lo menos diez. Se pasearon por todo el pueblo gritando, corrían y se llevaban unos a otros. Dicen que los jóvenes no salen de casa y que se pasan el día delante del ordenador, pero ella no.

—¿Venía a verte a menudo?

—Sí, le gustaba oír historias de los viejos tiempos. Para mí no son viejas, todo me parece que fue ayer. Ya lo entenderás. Sólo el cuerpo se hace mayor. Aquí dentro me siento… —Se golpeó la sien con la punta de los dedos y sonrió—. Como un chaval de diecisiete años.

—¿Le contaste algo de lo que te arrepientas?

Johannes Svarvare se quedó callado con la mirada fija en una muesca que había en la mesa de la cocina.

—¿Le tenías cariño?

Él asintió.

—Fue asesinada, ¿sabes? Ella y Simon hicieron una inmersión y luego alguien se ocupó de que no salieran. Por lo menos ella no salió. Oficialmente, él todavía está desaparecido, pero lo más probable es que esté en el lago Vittangijärvi.

—¿No la encontraron en el río Torneälven, por debajo de Tervaskoski?

Seguía mirando fijamente la muesca de la mesa.

—El pasado es mejor olvidarlo —añadió al fin.

La mano de Rebecka se adelantó por sí sola y tapó la muesca.

—Pero a veces el pasado te acaba atrapando —dijo—. Y ahora Wilma está muerta. Seguro que tienes tu honor —dijo—. Piensa en Wilma. Y en Anni Autio.

Lo último fue una apuesta ciega. No sabía qué relación mantenía con Anni.

El anciano se sirvió más café. Rebecka vio que se ponía la mano izquierda sobre la derecha para ayudar a mantenerla estable.

—Bueno —dijo—. Pero no digas que he dicho nada. Le hablé de un avión que cayó en alguna parte y desapareció en el cuarenta y tres. Y desde entonces he estado dándole vueltas al asunto. Dónde pudo caer. Le dije a Wilma que creo que se hundió en el lago Vittangijärvi o Harrijärvi o Övre Vuolusjärvi.

—¿Qué clase de avión?

—No lo sé, nunca lo vi. Era alemán. Los alemanes tenían grandes almacenes en Luleå. Uno estaba pegado a la catedral. El Oberleutnant Walther Zindel era el jefe de los almacenes. Las tropas alemanas en el norte de Noruega y la Laponia finlandesa necesitaban equipamiento y provisiones, así que los alemanes utilizaron el puerto de Luleå. Los británicos tenían una flota superior y nadie se atrevía a confiar en el aprovisionamiento por la costa noruega.

—Sé que les dejaron utilizar nuestra red ferroviaria —dijo Rebecka despacio—. Para tráfico permanente.

Johannes Svarvare se chupó la dentadura y miró a Rebecka como si fuera tonta.

—Sí —continuó—. Isak Krekula era transportista. Yo acabé la escuela a los doce años y empecé a trabajar para él. Era fuerte y podía cargar. De vez en cuando también conducía, entonces no estaba tan controlado. Bueno, pues aquella noche del otoño del cuarenta y tres, Isak llevaba él mismo uno de los camiones a Kurravaara, y yo le acompañaba. La ferroviaria SJ había dejado de transportar para los rusos aquel verano, así que nunca nos faltaba trabajo, aunque antes tampoco había faltado. Había que abastecer a las tropas. Estuvimos esperando y esperando. Yo, Isak y algunos chicos del pueblo a los que había contratado para ayudarnos a descargar y luego cargar. Por la mañana nos rendimos. Isak le pagó a uno de los chicos del pueblo para que se quedara vigilando si venía el avión y que lo llamara si aparecía. Pero fue como si se lo hubiese tragado la tierra. Más tarde Isak se enteró de que nunca apareció. Pero de esas cosas no se hablaba. Ni entonces ni, mucho menos, después. Era un tema delicado.

«¿Cómo de delicado? —se preguntó Rebecka—. ¿Lo suficiente como para matar a dos personas jóvenes y evitar remover el asunto? Me cuesta creerlo.»

—Hace tanto tiempo —dijo Johannes Svarvare—. Pasó y ha quedado atrás. Nadie quiere pensar en ello. Y dentro de poco, todos los que lo recuerden se habrán ido. Las chicas que se ponían junto a la vía a saludar a los soldados alemanes que subían en tren camino de Narvik, todos los que celebraron el atentado contra el diario Llama de la Aurora Boreal, todos los que acogían a los alemanes que estaban estacionados en Norrbotten… Joder, lo que vitoreaban al cónsul Weiler. Todos los mineros que se libraron del servicio militar porque les vendíamos acero a los alemanes, ésos no se lamentaban lo más mínimo. No, fue más tarde cuando se empezó a decir que estábamos con la soga al cuello. Hasta el mismísimo rey era simpatizante.

Se secó una gota de café que se le había escapado por la comisura de la boca.

—Pensé que a los chicos les podía parecer interesante buscar un avión desaparecido.

Rebecka se quedó pensativa.

—Me has pedido que no le diga a nadie que has hablado conmigo —dijo—. ¿A quién no quieres que se lo diga? ¿Hay alguien en especial a quien le tengas miedo?

Johannes guardó silencio unos segundos, después se enderezó en el sofá y la miró a los ojos.

—Los Krekula —dijo—. Isak siempre hacía lo que se le antojaba. Podría prenderle fuego a tu casa mientras estás durmiendo. Los chicos son iguales. Se pusieron hechos una furia cuando les dije que le había contado a Wilma lo del avión. No querían que dijera ni una palabra más. He trabajado para ellos todos estos años, los he ayudado con todo lo habido y por haber. Siempre me he ofrecido. Siempre. Y luego vienen y…

Dejó caer la mano sobre la mesa para terminar la frase. Vera, que se había tumbado debajo, levantó la cabeza y soltó un ladrido.

—¿Por qué? ¿Tenía algo especial ese avión?

—No lo sé. Tienes que creerme. Te he contado todo lo que sé. ¿Crees que los Krekula tuvieron algo que ver con la muerte de Wilma?

—¿Tú lo crees?

A Johannes Svarvare le brotaron lágrimas de los ojos.

—Nunca debería haberle contado nada. Yo sólo quería llamar la atención, que le pareciera divertido hablar conmigo. Es tan triste estar siempre tan solo. Todo es culpa mía.

Cuando salió al porche, Rebecka respiró hondo.

«Qué pena —pensó—. Yo no quiero morir sola.»

Miró a Vera, que la estaba esperando expectante al lado del coche.

«No basta con un perro», pensó.

Encendió el móvil. Eran las siete y diez. Ningún mensaje. Ninguna llamada perdida.

«Pues a la mierda —se dijo pensando en Måns—. Fóllate a cualquier otra si te apetece.»