Sven-Erik Stålnacke y Airi Bylund se van a la cabaña que ella tiene en Puoltsa. Sólo van a darse una vuelta. Además, la tarde está preciosa.
En el coche, Sven-Erik le cuenta cómo él y Rebecka han hecho caer a Tore en la trampa.
Airi lo escucha, aunque quizá un poco distraída, y dice que qué bien.
Y Sven-Erik se pone de malhumor. Le viene como de ninguna parte. Piensa «qué suerte que por lo menos hay algo que hago bien».
Intenta dejar de pensar en cómo se estuvo paseando por la casa de Hjörleifur perorando sobre las causas de su muerte sin tener ni idea.
Le gustaría que Airi le dijera algo tipo «tú lo haces todo bien, cariño», pero ella no dice nada.
A Sven-Erik le inunda el sentimiento de que no le sirve a nadie. Se queda triste, abatido y callado.
Airi también guarda silencio.
No es un silencio de los que relajan. Normalmente se pueden quedar callados en un silencio cálido y acogedor, lleno de miradas y sonrisas y alegrías de haberse encontrado el uno al otro. Un silencio que de vez en cuando se ve interrumpido cuando Airi charla con los gatos o con las flores, consigo misma o con Sven-Erik.
Pero en este silencio, Sven-Erik oye el eco de sus cavilaciones: «Me va a dejar. Nada tiene sentido.»
Nota que Airi se ha cansado de su malestar con el trabajo. Ella opina que Sven-Erik siempre se está quejando de Anna-Maria, del fatídico tiroteo en Regla y, bueno, de todo un poco. Pero Airi no estuvo allí. No puede entenderlo.
Al final llegan a la cabaña. Airi se baja del coche y dice:
—Voy a preparar café. ¿Tú quieres?
Y Sven-Erik no consigue decir más que:
—Bueno, si vas a hacerlo…
Ella se mete en la cabaña mientras él se queda fuera sin saber qué hacer ni dónde meterse.
Le da una vuelta a la casita. En la parte de atrás Airi tiene un cementerio de gatos. Están todos los felinos de su pasado y también algunos de los de sus conocidos. Bajo la nieve hay pequeñas cruces de madera y piedras bonitas. En verano, cuando él estaba de baja, la ayudó a plantar un rododendro y se pregunta si habrá sobrevivido al invierno. Le gusta sentarse con Airi en el porche de atrás y que le hable de todos los gatos que hay allí enterrados.
Cuando está más sumido en sus pensamientos aparece Airi a su lado. Le pasa la taza de café.
Sven-Erik no quiere que dé media vuelta y vuelva a entrar, así que le dice:
—Háblame de Tigui-Tigre otra vez.
Como un niño que quiere escuchar su cuento preferido.
—¿Qué quieres que te cuente? —empieza Airi—. Él fue mi primer gato y en aquel tiempo yo no era muy amiga de los gatos, que digamos. Mattias tenía quince años y no paraba de insistir en que tuviéramos un gato o por lo menos un periquito. O lo que fuera. Pero yo le dije: ¡ni hablar! Pero entonces ese gato gris de rayas comenzó a visitarnos. Vivíamos en la calle Bangatan. Evidentemente, yo no lo dejé entrar ni una sola vez, pero cada día cuando volvía del trabajo me lo encontraba en el poste de la verja. Maullando. Se me encogía el corazón. Era a finales de otoño y el pobre estaba flaco como un año de carestía.
—Algunas personas —gruñe Sven-Erik— se buscan un gato y luego pasan de él como de la mierda.
—Me di una vuelta por el vecindario preguntando, pero nadie quiso reconocerlo. Y la verdad es que el gato me perseguía. Si me metía en el lavadero, se sentaba en el alféizar de la ventana mirándome desde fuera. Si estaba en la cocina, lo veía subido a un pedestal que teníamos en el jardín, también mirándome. Saltaba contra la puerta de entrada y se colgaba del reborde de la ventanita y empezaba a maullar. Me volvía loca. Tenía la casa asediada. Cada día cuando regresaba del trabajo pensaba: ojalá no esté el gato.
»Al final, una noche, Mattias llegó tarde a casa. El gato estaba sentado fuera maullando como un loco. «¿No podemos dejarlo entrar?», me pidió Mattias. Y entonces me rendí. «Hazlo, va —le dije—, pero se quedará a vivir abajo contigo.» Sí, sí. Ese gato me seguía fuera adonde fuera. Sólo se sentaba en mi regazo. Alguna vez, pocas, en el de Mattias. Pero cuando Mattias se fue de casa y yo estaba de viaje, se quedaba sentado mirando fijamente a Örjan. La cuarta noche solía tumbarse por fin en su regazo. Y cuando yo volvía, como cuando me fui a Marruecos, nunca lo olvidaré, me golpeó con la pata, me arañó lo justo para no hacerme daño, para enseñarme lo enfadado que estaba.
—Claro, te habías ido y lo habías dejado —dijo Sven-Erik.
—Sí, pero después me perdonó. Aunque primero siempre me pegaba. Me acuerdo de cuando Örjan estuvo deprimido y no quería hacer nada. Tigui-Tigre y yo hicimos la hoguera de San Juan juntos. Se pasó el día entero conmigo trabajando en el jardín. Luego nos sentamos los dos a mirar el fuego. Y menudo acróbata estaba hecho. Cuando quería entrar por la noche se colgaba con las patas del canalón del tejado y se columpiaba hacia la ventana, como llamando. Entonces había que abrírsela. Pegaba un salto hasta el alféizar y de allí entraba en casa. Yo tenía el alféizar lleno de flores. Nunca tiró una maceta. Ni una sola vez.
Se quedan en silencio un momento mirando el abedul donde Tigui-Tigre está enterrado.
—Y luego se hizo viejo y murió —termina Airi—. Él me convirtió en amante de los gatos.
—Les coges cariño —dice Sven-Erik.
Entonces Airi lo toma de la mano, como para mostrarle que a quien le tiene más cariño es a él.
—La vida es demasiado corta para discutirse y estar enfadado —dice ella.
Sven-Erik le abraza la mano. Sabe que Airi tiene razón. Pero ¿qué puede hacer con esa sensación de enojo que le presiona constantemente el pecho?