Fred Olsson, Tommy Rantakyrö y Sven-Erik Stålnacke se llevaron ropa de la casa de Hjalmar Krekula e inspeccionaron el garaje en busca de una posible arma del crimen. Al cabo de hora y media ya habían terminado.

Rebecka Martinsson observaba a Hjalmar Krekula apoyado contra la ventanilla del coche. Casi parecía que fuera a quedarse dormido, tenía los párpados medio caídos.

Entonces, como si notara que ella lo estaba observando detenidamente, poco a poco fue girando la cabeza hasta que sus miradas se cruzaron.

La fiscal reaccionó por dentro. La mirada de Hjalmar la azotó como cuando el lucio, sin pensárselo, cierra de golpe sus fauces para atrapar el cebo. Y la mirada de Rebecka le devolvió el golpe, como cuando el anzuelo atraviesa la mandíbula del pez.

Pasan fotogramas a toda prisa por su conciencia.

Nadie ha tocado a Hjalmar desde que era un niño muy pequeño. El sufrimiento y el dolor se mezclan con toda esa grasa. No se puede redimir lo que pasa comiendo. Está al final del camino.

«Pero yo lo he tocado —pensó, aunque en verdad no era una idea racional sino instintiva—. Él era pequeño. Yo tampoco era muy mayor, quizá unos quince. Lo cogí por debajo de los brazos y lo levanté hacia el cielo. El sol en su zenit. Tierra seca bajo mis pies descalzos. Él dormía sobre mi brazo. ¿Era mi hermano pequeño? ¿Mi hijo? ¿Mi hermanita?»

El corazón de la fiscal se partía de compasión. Deseaba poner la mano sobre la ventanilla, dejar que él pusiera la suya al otro lado del vidrio.

—Hola, hola —dijo Fred Olsson a su lado—. He dicho que ya hemos acabado.

El policía siguió la mirada de la mujer y llegó hasta Hjalmar Krekula.

—Qué puto desgraciado —dijo Olsson entre dientes—. Que se joda. ¿Se creían que podrían jugársela a Mella y salirse con la suya? Se merece estar ahí sin pantalones.

Rebecka Martinsson asintió distraída con la cabeza. Después se acercó al coche de Sven-Erik y abrió la puerta de atrás.

—Hemos acabado —le dijo a Hjalmar Krekula.

Él la miró, sentado con su cuerpo grasiento. Sven-Erik había dejado una manta sintética de cuadros negros y rojos sobre sus piernas desnudas.

«Le pincharon las ruedas a Anna-Maria, la pusieron en solfa. Le robaron el teléfono y engañaron a Jenny para que fuera al parque Järnväg y que se cagara de miedo. Tengo que mantener la cabeza fría.»

—Tendrás que acompañarnos a comisaría para un interrogatorio —le dijo—. No estás detenido, así que después alguien te traerá de vuelta a casa.

Retuvo como pudo el sentimiento de compasión. No dejó que se le notara. Su mirada se fijó en un cuervo que se había posado en el tejado del porche.

—Vamos a buscarte unos pantalones.