Sven-Erik Stålnacke y Rebecka Martinsson aparcaron en el patio de Tore Krekula el 28 de abril a las cinco y cuarto de la tarde. Su mujer les abrió la puerta.

—Tore no está en casa —dijo—. Creo que está en el garaje de los camiones. Puedo llamarlo.

—Iremos a verlo —dijo Sven-Erik en tono bonachón—. Podrías acompañarnos y enseñarnos dónde es.

—No tiene pérdida. Sólo hay que volver por el pueblo y…

—Vente —dijo Sven-Erik con una voz amable que no aceptaba negativas.

—Voy a coger la chaqueta.

—Bah —dijo Sven-Erik llevándosela de forma cariñosa—. El coche está caliente.

Hicieron el trayecto en silencio.

—Tendrás que disculpar el olor —dijo Rebecka—. Es la perra. Esta noche voy a lavarla.

Laura Krekula lanzó una mirada sin interés a Vera, que estaba tumbada en el maletero.

Rebecka envió un mensaje desde su teléfono. Era para Anna-Maria. «Laura Krekula fuera de casa», decía.

El garaje estaba hecho de bloques de hormigón celular. Fuera había algunos autobuses, quitanieves y un Mercedes E270 familiar recién estrenado.

—Entráis por ahí y la oficina está justo a la derecha —dijo Laura Krekula señalando una puerta que estaba sorprendentemente alta en la pared—. ¿Puedo volver? Me iré caminando, no hace tanto frío.

Rebecka sacó el teléfono para mirarlo. Mensaje de Anna-Maria. «Estamos delante», decía. Asintió de forma imperceptible con la cabeza.

—No hay problema —dijo Sven-Erik.

La señora Krekula volvió a pie por la calle central del pueblo. Sven-Erik Stålnacke y Rebecka Martinsson dieron una zancada para entrar por la puerta del personal. Se percibía un suave olor a diésel, goma y aceite.

A la derecha estaba la oficina. La puerta estaba abierta. No era más que un rinconcito lo suficientemente grande como para dar cabida a un escritorio con cajoneras y una silla. Tore Krekula estaba frente al ordenador. Cuando Rebecka y Sven-Erik entraron, giró la silla hacia la puerta.

—¿Tore Krekula? —preguntó Rebecka Martinsson.

Asintió en silencio. Sven-Erik parecía incómodo y clavó la mirada en el suelo. Tenía las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta. Rebecka era la que se encargaba de la charla.

—Soy la fiscal del distrito, Rebecka Martinsson, y él es el inspector Sven-Erik Stålnacke.

Sven-Erik saludó con la cabeza, las manos todavía en los bolsillos.

—Nos vimos ayer —le dijo Tore Krekula a Rebecka—. Y eres bastante famosa en la ciudad, así que es fácil retenerte en la memoria.

—Estoy investigando la muerte de Hjörleifur Arnarson —dijo Rebecka Martinsson—. Tenemos motivos para pensar que no se trata de un accidente. Y quería preguntarte si…

Empezó a sonarle el móvil y dejó la frase al aire. Lo sacó del bolsillo y miró la pantalla.

—Disculpa —le dijo a Tore Krekula—, tengo que cogerlo.

Él se encogió de hombros en señal de que le importaba realmente poco.

—Hola —dijo Rebecka al teléfono mientras salía por la puerta—. Sí, envié el material ayer…

La otra puerta se cerró y ya no la oyeron más.

Sven-Erik miró a Tore Krekula con una sonrisa de disculpa. Ninguno de los dos dijo nada durante un momento.

—Así que Hjörleifur Arnarson está muerto —dijo al final Tore Krekula—. ¿A qué se refiere con que no ha sido un accidente?

—Bueno, la verdad es que es toda una historia —dijo Sven-Erik—. Parece ser que alguien lo ha matado. Y no sé qué estamos haciendo aquí, pero mi jefa y la fiscal están del mismo bando…

Señaló en la dirección por donde se había ido Rebecka.

—Y por lo visto mosqueasteis a mi jefa —continuó Sven-Erik—. No sé cuánta verdad hay en todo lo que dice, pero se le da bastante bien llevarse mal con la gente.

Tore Krekula no decía nada.

—Tiene narices —suspiró Sven-Erik—. Supongo que ya has oído hablar del tiroteo de Regla.

—Sí —dijo Tore Krekula—. Salió mucho en los periódicos.

—Aquello fue todo responsabilidad suya, exclusivamente —añadió Sven-Erik con ímpetu—. Expone a su personal a situaciones de peligro sin pensárselo antes. Yo después estuve de baja…

Se interrumpió y pareció sumirse en los recuerdos del suceso.

—Y ahora no puede esperar a que los técnicos hagan su trabajo. Si alguien ha estado en casa de Hjörleifur Arnarson lo sabremos en cualquier momento. Joder, hoy en día basta con que se te caiga un pelo en algún sitio y lo acaban encontrando. Están repasando la casa de Hjörleifur Arnarson con lupa.

Tore Krekula se pasó la mano por la cabeza. Era un hombre que no había perdido pelo con los años.

—Aunque eso tampoco demuestra nada —continuó Sven-Erik mirando al techo, hablando como si se hubiese olvidado de que Tore estaba allí—. Puedes haber estado en casa de alguien, pero eso no quiere decir que lo hayas matado.

En ese momento se abrió la puerta y Rebecka volvió a entrar en la oficina.

—Disculpa —dijo con sobriedad—. Bueno, a lo que iba. Han encontrado a Hjörleifur Arnarson muerto en su casa. ¿Habéis estado allí? ¿Tú y tu hermano?

Tore Krekula la miró tranquilo.

—No lo niego —respondió al cabo de unos segundos—. Pero no lo matamos. Sólo queríamos saber lo que había visto. Quiero decir, la policía no nos explica una mierda a los del pueblo, y eso que los chicos eran de aquí. Mi tía Anni era la bisabuela de Wilma. Por lo menos a ella le podrían dar alguna información.

—O sea que estuvisteis allí. ¿Qué os dijo?

—Nada. Supongo que le daba miedo que os enfadarais si nos decía algo. Así que nada, volvimos con las manos igual de vacías.

Rebecka miró la hora.

—Son las diecisiete cincuenta y seis. Autorizo la orden para hacer un registro en la casa de Tore Krekula y Hjalmar Krekula, ambos sospechosos de la muerte de Hjörleifur Arnarson.

Se volvió hacia Tore Krekula.

—Quítate la ropa. Nos la llevamos. Los calzoncillos no hacen falta. En el coche tenemos ropa para que te la pongas mientras tanto.