En la comisaría de Kiruna, Anna-Maria Mella le hizo una breve exposición del informe forense preliminar de la autopsia de Hjörleifur Arnarson a la fiscal del distrito, Rebecka Martinsson. Los compañeros Sven-Erik Stålnacke, Fred Olsson y Tommy Rantakyrö también estaban presentes.
Vera se había tumbado a los pies de Rebecka. Tommy Rantakyrö se la había llevado de la casa, la había dejado en el despacho de Rebecka y luego se había pasado por el supermercado ICA a comprar comida para perros. Vera no había querido comer nada, sólo tomó un poco de agua y después se quedó tumbada.
«Y hablando de perros —pensó Rebecka mirando a los policías que se apretujaban en su despacho—, vaya jauría.»
La energía que ahora envolvía a Anna-Maria Mella era totalmente distinta de la de la última vez que se habían visto. Volvía a ser la perra alfa del grupo, con ansias de caza en toda su presencia, ni siquiera se había quitado el gorro, no podía estar sentada, sino que hizo toda la exposición de pie. Fred Olsson y Tommy Rantakyrö meneaban la cola entusiasmados. La lengua les colgaba expectante de la boca y los dos tiraban de la correa. Sólo Sven-Erik se mostraba apático, sentado en la silla de visitas y mirando al vacío a través de la ventana.
—Además nos han respondido del laboratorio respecto a las escamas de pintura de las uñas de Wilma Persson. Coinciden con la pintura de la puerta de Göran y Berit Sillfors. Y Göran Sillfors utilizó la misma para la puerta de la leñera que les habían robado. Así que ya podemos decir con seguridad que alguien usó la puerta para tapar el hoyo donde Wilma Persson y Simon Kyrö hicieron la inmersión. Fueron asesinados.
—Simon Kyrö sigue desaparecido —dijo Rebecka.
—Como quieras. Y ahora Hjörleifur Arnarson. Quiero una orden de registro para las viviendas de Hjalmar y Tore Krekula.
Rebecka Martinsson suspiró.
—Tiene que haber motivos justificados para sospechar de ellos —dijo.
—Sí, ¿y? —exclamó Anna-Maria—. Es el grado más bajo de sospecha. Vamos, Martinsson. No los quiero detener ni nada, pero aparentemente son sospechosos. Sería suficiente con que… yo qué sé… que hubieran comprado en la misma tienda Konsum que la víctima. Vamos, a Alf Björnfot esto no le habría supuesto ningún problema.
El fiscal jefe Alf Björnfot era el superior de Rebecka. Ahora trabajaba sobre todo en Luleå y dejaba que Rebecka llevara los asuntos del distrito de Kiruna.
—Ya, pero ahora estoy yo y no él —dijo Rebecka sin ninguna prisa.
Fred Olsson y Tommy Rantakyrö dejaron caer las colas. Caza anulada.
—Me han amenazado y han intentado asustarme para que abandone el caso —dijo Anna-Maria.
—No podemos demostrarlo —dijo Rebecka Martinsson.
—Llamé a Göran Sillfors. Me dijo que le había contado a un vecino de Piilijärvi que le habíamos hecho una visita a Hjörleifur. ¡Es un pueblo! ¡Lo que sabe uno, lo saben todos! Tore y Hjalmar Krekula deben de haberse enterado de que estuvimos hablando con Hjörleifur Arnarson. Seguro que fueron directos después de que nos los encontráramos aquí en el aparcamiento.
—Pero no tenemos pruebas —replicó Rebecka—. Si lo puedes demostrar, si alguien los ha visto en las proximidades o incluso en Kurravaara tendrás tu orden.
—Pero… ¡Oh! —se quejó Anna-Maria.
Toda la jauría menos Sven-Erik miraba a Rebecka Martinsson con ojos suplicantes.
—Nos echarían encima al ombudsman —dijo Rebecka—. Y eso les encantaría a los hermanos Krekula.
—Nunca los cogeremos —dijo Anna-Maria Mella desanimada—. Al final será otro Peter Snell.
Quince años antes, Ronja Larsson, una niña de trece años, había desaparecido un sábado por la tarde al salir de casa de unos amigos. Peter Snell era un conocido de la familia. Un amigo de la chica contó que el hombre se le había insinuado alguna vez y que Ronja había dicho que le «daba miedo». A la mañana siguiente de que Ronja hubiera desaparecido, Peter Snell echó gasolina en el maletero de su coche y le prendió fuego en medio del bosque. Durante un interrogatorio, Peter Snell negó que tratara de ocultar un delito, pero no pudo dar una explicación de por qué había quemado su propio coche.
—Tampoco tiene por qué hacerlo —le había dicho el fiscal jefe Alf Björnfot a Anna-Maria Mella—. Cada uno es libre de quemar su coche si le da la gana. No demuestra nada.
En vano se intentó encontrar ADN entre los restos carbonizados. Y el cuerpo nunca apareció. El caso se cerró, se consideró policialmente resuelto. Se sabía quién era el asesino, pero no podían obtenerse pruebas suficientes para acusarlo. Peter Snell era dueño de una empresa de grúas de transporte. Antes del caso Ronja Larsson, la policía había contratado a dicha empresa en algunos accidentes y demás. Después de lo de Ronja Larsson dejaron de hacerlo y entonces él los amenazó con demandarlos.
Rebecka permaneció callada durante unos segundos. Después sonrió traviesa a los policías de Kiruna.
—Nos las arreglaremos —dijo—. Los vinculamos al lugar del crimen y luego hacemos el registro domiciliario.
—¿Cómo? —preguntó Anna-Maria recelosa.
—Me lo contarán de forma voluntaria —dijo Rebecka—. ¿Sven-Erik?
Sven-Erik levantó la cabeza sorprendido.
—¿Tienes mi número grabado en el móvil?