Al mediodía Anna-Maria Mella apareció por la puerta de la sala de autopsias. Registró la mirada irritada de la ayudante forense Anna Granlund, a quien no le gustaba ni pizca que nadie fuera a molestar a su jefe.
La forma en que esa mujer cuidaba al médico forense Lars Pohjanen le recordaba a Anna-Maria las atenciones que recibe un luchador de sumo. No era que Pohjanen se pareciera en forma alguna a un luchador de sumo, flaco y paliducho como era, pero aun así. Anna Granlund se encargaba de que comiera, llamaba a su esposa para avisarla si Pohjanen tenía que salir de viaje durante el servicio. Si se quedaba dormido en el sofá de la cafetería lo tapaba con la manta y le quitaba el cigarro incandescente de la mano. Intentaba liberarlo de todas las tareas posibles. Y nadie debía estresarlo ni discutir con él.
—Tendría que poder hacer en paz lo que se le da mejor y no perder el tiempo con nada más —solía decir.
La ayudante no hacía ningún comentario sobre el vicio de fumador de su jefe. Oía pacientemente su respiración carrasposa, esperaba sin inmutarse a que se terminaran sus largos ataques de tos y siempre tenía a mano un pañuelo que le daba para que pudiera escupir las flemas que le subían.
Pero Anna-Maria Mella no se andaba con reparos. Si querías resultados tenías que estar encima, recordar, insistir, discutir. Si durante el fin de semana aparecía un caso de sospecha de asesinato, Anna Granlund siempre pretendía esperar hasta el lunes para la autopsia y no quería que Pohjanen trabajara por las noches. Por esas cuestiones, a veces había confrontaciones entre ellas.
—Y tenemos que enseñarles que darle prioridad a la policía de Luleå tiene un precio —solía decirles Anna-Maria a sus compañeros—. Y si se la dan, se arrepentirán.
—¿Qué quieres? —preguntó Lars Pohjanen en tono quejumbroso.
Estaba de pie, inclinado sobre el cuerpo nervudo de Hjörleifur Arnarson. Le había serrado el cráneo y sacado el cerebro, que estaba en una fuente de metal en un carrito.
—Quiero saber cómo va la cosa —respondió Anna-Maria.
Se quitó el gorro y los guantes y entró en la sala. Anna Granlund se cruzó de brazos y se tragó mil palabras que querían salir. Allí hacía el mismo frío de siempre. Olor a hormigón húmedo, acero inoxidable y cuerpos inertes.
—No creo que se tratara de un accidente —dijo ella señalando a Hjörleifur con la cabeza.
—He oído que se cayó de un taburete-escalera —dijo Pohjanen sin levantar la mirada.
—¿Quién te ha dicho eso? —preguntó irritada Anna-Maria—. ¿Sven-Erik?
Pohjanen se puso derecho y la miró.
—Yo tampoco creo que haya sido un accidente —dijo—. Los daños en el cerebro apuntan a un fuerte trauma en la cabeza, pero no de una caída.
Anna-Maria prestó atención.
—¿Un golpe? —preguntó.
—Es muy probable. En una caída, siempre aparecen daños por el contrecoup…
—¿Me dejas que llame a un intérprete? Han pasado varias vidas desde que hablé latín por última vez y…
—Si me dejas que termine, Mella, a lo mejor puedes aprender algo. Piensa que el cerebro está colgado como en una caja. En una caída recibes un golpe en la corteza cerebral del lado contrario. Una lesión en el polo opuesto, en el otro lado. Aquí no la hay. Y, además, en la herida había trozos de corteza de árbol.
—¿Un golpe con un leño?
—Puede. ¿Qué han dicho los técnicos?
—Dicen que el marco de la puerta ha sido limpiado, se veía claramente, en general estaba muy sucio pero muy limpio en un sitio que estaba a la altura idónea para que alguien que hubiera puesto allí la mano si se apoyaba…
Anna-Maria se interrumpió. De pronto le vino la imagen de Hjalmar Krekula de pie en el umbral de la puerta de la cocina de Kerttu Krekula.
—¿Sí? —preguntó Pohjanen.
—Y parece que han movido el cuerpo. Llevaba un mono azul de trabajo. La parte de atrás estaba subida hacia la nuca de una forma que hace pensar que lo han arrastrado por las piernas. Pero no se puede saber con total seguridad. Ya sabes. A lo mejor no mueres al instante. Intentas ponerte de pie, o quizá son espasmos reflejos.
—¿Sangre en el suelo?
—Un sitio había sido limpiado.
Anna-Maria Mella observó a Hjörleifur Arnarson. Era turbador verlo muerto, pero se trataba de investigar el caso y nada más. Ahora había motivos para aparcar otros y dedicarse exclusivamente a éste. A Sven-Erik le supondría un pequeño revés. Ella había tenido razón y él había estado paseándose por la escena del crimen provocando que los técnicos se pusieran negros.
«Pero yo no voy a responsabilizarme de ello —pensó—. Y, si quiere, que se ponga a trabajar con otra cosa.»
Se subió la cremallera del abrigo.
—Tengo que irme —dijo.
—Ah —dijo Pohjanen—. ¿Adónde?…
—Rebecka Martinsson. Necesito una orden de registro.
—Oye, esa Rebecka Martinsson —dijo Lars Pohjanen con curiosidad—. ¿Cómo se las gasta?
Pero Anna-Maria ya había desaparecido por la puerta.