Wilma Persson fue enterrada a las diez de la mañana el 28 de abril. Los asistentes al funeral estaban en el cementerio de pie alrededor de la tumba. Hjalmar Krekula miraba a su alrededor. Por la mañana ni siquiera había sacado el traje oscuro para mirarlo. Dios sabe cuántos años hacía que se le había quedado pequeño.

Se había plantado delante del espejo del lavabo, se había afeitado y pensado que con esto no puedo. Ya no puedo soportarlo más.

Después había hecho rebanadas de una hogaza de pan blanco para desayunar. Las había untado bien de mantequilla, se las había comido de pie junto a la encimera y al final se había tranquilizado. El corazón había dejado de golpearle en el pecho.

Ahora estaba junto al ataúd en el agujero sintiéndose incómodo vestido con los pantalones y la chaqueta de camuflaje, a pesar de haber tenido la sensatez de no coger la del trabajo. Había un gran grupo de jóvenes, todos con una rosa roja en la mano que luego depositarían sobre el ataúd. Toda aquella ropa negra y las joyas en las cejas, las narices y los labios, todo ese maquillaje negro en los ojos, no podían ocultar su piel tersa, sus mejillas redondas.

«Tan jóvenes —pensó—. Tan jóvenes, todos ellos. Wilma también.»

Del polvo venimos.

La madre de Wilma había subido desde Estocolmo. Lloraba intensamente. Gritaba «ay, Dios mío» una y otra vez. Una hermana la cogía por debajo de un brazo y un primo por debajo del otro.

Anni estaba como una hoja seca de otoño con la boca cerrada. Su tristeza no tenía cabida. La madre de Wilma ocupaba todo el espacio con sus gritos estridentes y su ruidoso llanto. A Hjalmar le dio rabia por Anni. Sintió que le habría gustado llevarse esos gritos para que Anni pudiera llorar.

Ahí estaba, dentro de ese ataúd.

La cabeza le iba a mil por hora. Tenía que marcharse pronto de allí. Antes de que él también se pusiera a gritar delante de todo el mundo.

Hace nada sus mejillas eran igual de redondas que las de las chicas que estaban un poco más allá cogiéndose de las manos. No se atrevía a mirarlas. Sabía lo que dirían sus miradas si de pronto veían que él las estaba observando: guarro, gordo, pederasta.

Hace nada Wilma estaba sentada a la mesa en su cocina. Su pelo, del mismo rojo que el de todas las mujeres de la familia, su madre, su abuela, la bisabuela Anni y su propia madre Kerttu. El pelo rojo de Wilma, que le caía por los dos lados de la cara mientras se peleaba con las tablas de multiplicar. Ella hablaba con él como con todo el mundo.

Después, las manos de Wilma golpeando el hielo bajo sus pies.

Ahora golpeaba la tapa del ataúd. El cráneo golpeaba por la parte de dentro.

«Pronto se habrá terminado —pensó Hjalmar—. Desde fuera no se ve.»

Más tarde, en el convite del funeral, se zampó varios trozos de tarta de sándwich. Se daba cuenta de que la gente lo miraba, que estaba pensando que debería abstenerse, que no era raro que estuviera tan gordo.

«Que miren», pensó y se metió unos terrones de azúcar en la boca. Los masticó y los dejó deshacerse. Lo aliviaban, lo calmaban. Con la comida se tranquilizaba.