Estoy en casa de Anni. Ha sacado el trineo y ha bajado hasta la playa del lago. El sol está oculto detrás de las copas de los árboles. Ha habido deshielo durante el día y ahora una niebla embrujada descansa sobre el lago.

En la otra orilla se oyen los gritos de una liebre que recuerdan al llanto de un bebé. A través de la niebla adquieren un tono fantasmagórico. Seguramente, la ha cazado algún zorro; durante la época de celo las liebres se vuelven descuidadas.

«Por amor, algunos están dispuestos a pagar con la vida», piensa Anni.

En cuanto termina de formular la idea se percata de que tiene a su hermana detrás.

Kerttu Krekula. También llega en trineo, aparca al lado de Anni y mira hacia el lago.

—No tienes que hablar con la policía —dice—. No los dejes entrar.

Anni no dice nada. Intento meterme entre las dos mujeres, pero entre hermanas corren demasiados hilos.

Anni no gira la cabeza. Prefiere mirar a Kerttu por dentro, imaginársela. La Kerttu que aparece es joven y mediocre. No le parece tan lejano, pero han pasado más de sesenta años.

Mayo de 1943. Kerttu va por casa con la cabeza llena de rulos mientras espera a que Isak Krekula pase a recogerla con su camión. Tiene dieciséis años. Aún falta mucho para que se ponga a llorar porque su hijo ha desaparecido en el bosque. Isak Krekula tiene veintidós, pero ya es propietario de una empresa de transportes con ocho camiones y tiene a sus propios trabajadores. Durante muchos años ha sido el héroe del pueblo. Ha llevado mercancías al otro lado de la frontera con Finlandia, tanto para las tropas alemanas como para las finlandesas, durante la Guerra de Invierno y la Guerra de Continuación.

Siempre volvía al pueblo cargado de aventuras que contar. Se sentaba en las cocinas de las casas y decía que la causa finlandesa era nuestra e incluso puede que exagerara un poco, es cierto, pero lo invitaban. Le preparaban café de verdad y le sacaban bollos para que mojara y se reían cuando Isak les contaba cómo bromeaba con los soldados finlandeses y alemanes para levantarles el ánimo. Habla los dos idiomas con fluidez, como todos los del pueblo.

«Llegué a Kuusamo. Joder, qué frío tenían los muchachos. Y hambre. Les dije: “Ahora los rusos están cagados de frío, ¿a que sí? Y perkele, el hambre que tienen.” Entonces no podían evitar reírse. Pero después descargábamos comida y tabaco y armas, y tengo que decir que entonces les faltaba poco para que se echaran a llorar.»

La gente del pueblo se pegaba a la radio a escuchar las noticias del frente, y las mujeres tejían sin descanso guantes, jerséis y calcetines de punto para los voluntarios. Enviaban la ropa directamente con Isak, porque era aún más agradable cuando volvía explicando que los muchachos casi se peleaban por los jerséis y que les mandaban recuerdos y les daban las gracias a las mujeres del pueblo.

«Y me preguntaban si la próxima vez no podría llevar conmigo alguna que otra muchacha soltera y simpática.»

Los voluntarios suecos han sido recibidos de vuelta con desfiles y recepciones en los ayuntamientos y en las grandes iglesias.

Isak tiene los bolsillos llenos de dinero. Se gana bien la vida con los transportes. La empresa crece. Pero antes del invierno de 1943 no hay nadie que le envidie por ello.

Entonces la suerte alemana da un giro después de Estalingrado. El ministro sueco Günther, de Asuntos Exteriores, quien opinaba que Suecia debería escoger el mismo camino que Finlandia, se ha equivocado. Suecia se amolda a los aliados. La causa finlandesa no nos incumbe en absoluto.

Ahora los voluntarios son recibidos en silencio y volviéndoles la cara. Isak sigue cruzando la frontera, pero ya no se sienta en ninguna cocina del pueblo. En sus viajes se lleva a Kerttu en el camión. Mantienen una relación estable desde que ella tiene catorce y es la chica más bonita que uno se pueda imaginar. Se pasa horas delante del tocador y se escaquea tanto de sus tareas que a Anni le dan ganas de darle un bofetón. Isak no entra casi nunca para saludar, prefiere quedarse esperando en la calle. Padre Matti aparta la mirada y gruñe incómodo cuando Kerttu se despide a toda prisa y sale corriendo. Mantiene a la familia con la agricultura y la pesca. Siente la vergüenza del pobre cuando la hija vuelve a casa con un vestido nuevo que Isak le ha comprado, o una mantilla o un jabón perfumado. Anni y madre resultan invisibles ante toda esa sutileza. Si el nivel de vida en la casa hubiese sido un poco mejor, quizá Kerttu no estaría tan perdidamente enamorada, pero ¿qué le puede hacer?

Sin embargo, Kerttu camina por el pueblo con la cabeza erguida sin importarle lo que dice la gente. Tampoco es que se atrevan a decir gran cosa, porque algunos hombres del pueblo son conductores de Isak y otros le están construyendo un nuevo garaje, y sea como sea, todos tienen que ganarse la vida.

Pero Anni sabe lo que se murmura. Un día, mientras está en casa de una de las familias del pueblo, la hija menor ve a Kerttu por la ventana. Empieza a cantar: «¿Queréis ver una estrella? Miradme a mí.» Una de sus hermanas la hace callar de inmediato y cruza una mirada con Anni, una mirada llena de vergüenza y desafío al mismo tiempo. No pide perdón. Anni entiende que esa tonadilla suele sonar a espaldas de Kerttu.

A la intérprete de aquella canción, Zarah Leander, la han dejado en el frío, odiada por su puterío con los nazis. En cambio, Karl Gerhard vuelve a sonar por la radio. El viento cambia enseguida. Kerttu es la pequeña Zarah Leander del pueblo.

Todos esos hilos están entre las dos hermanas. Anni tiene más de ochenta y Kerttu está a punto de cumplirlos. No se atreven a mencionar palabra de todo lo que piensan y sienten. Al final, Anni dice que va a entrar en casa y entonces Kerttu toma impulso con el trineo para dar la vuelta y se marcha.

Anni se queda un rato mirando la niebla. De repente se percata de mi presencia.

—Wilma —dice en voz alta.

Me gustaría poder tocarla, pero me limito a recordarle aquella vez cuando nadamos en el lago. Incluso se atrevió a nadar por debajo del agua. Salió resoplando.

—No sabía que todavía podía hacerlo —se regocijó—. ¿Por qué dejas de hacerlo sólo porque te haces mayor?

Le respondí gritando desde lejos:

—Pues yo no dejaré de hacerlo. ¡Nadaré hasta que tenga noventa!

Y más tarde, en casa, delante de la cocina de leña, cuando estábamos cada una enrollada en su toalla de felpa, Anni sonrió y dijo:

—Así que dejarás de nadar cuando llegues a los noventa. ¿Por qué?

Ahora la veo llorar mientras da media vuelta y se esfuerza en subir otra vez hasta la casa.

Yo sigo mi camino.