Hjörleifur estaba de pie en el patio mirando cómo Anna-Maria y Rebecka se marchaban. Rebecka lo había puesto de buen humor, pero ahora lo acosaba la angustia.
Iban a volver al día siguiente. ¿Y si llevaban esposas? ¿Y si se lo llevaban a comisaría y lo dejaban allí? Sin libertad. Sin poder salir. Encerrado entre paredes grises de hormigón.
Se metió en casa. Sacó un teléfono móvil de un cajón de la cocina. No lo usaba prácticamente nunca, pero aquélla era una situación de emergencia. Puso un trozo de papel de aluminio entre la cabeza y el aparato y llamó a Göran y Berit Sillfors.
—¿Qué le habéis dicho a la policía? —preguntó alterado en cuanto Göran Sillfors contestó.
Göran se sentó en un taburete de la cocina y se tomó todo el tiempo necesario para asegurarle que él y Berit no habían dicho nada y que de verdad nadie pensaba que Hjörleifur tenía nada que ver con la desaparición de Wilma y Simon.
Cuando Hjörleifur se hubo calmado un poco Göran no pudo abstenerse de preguntar:
—Y ¿tú? ¿Tú qué les has dicho?
Entonces Hjörleifur notó las ondas electromagnéticas del teléfono. Se le calentaba la oreja y le empezaba el dolor de cabeza.
—Nada, volverán mañana —dijo brevemente.
Y luego cortó la llamada.