Rebecka Martinsson estaba bajando del coche delante de la comisaría cuando Anna-Maria Mella salió disparada por la puerta.
La inspectora tuvo una idea repentina. Podía pedirle a Rebecka Martinsson que la acompañara a hablar con Hjörleifur. No era buena idea ir sola, pero por el momento podía mantener al margen a sus compañeros.
—Hola —dijo—. ¿Quieres venir al bosque para hablar con el tipo más original del municipio de Kiruna? Tengo…
—Espera —dijo Rebecka buscando el móvil, que estaba sonando dentro del bolso.
Era Måns. Rechazó la llamada y apagó el teléfono.
«Después lo llamo», pensó.
—Dime —le dijo a Anna-Maria.
—Tengo que ir a hablar con Hjörleifur Arnarson —dijo la policía—. ¿Sabes quién es? ¿No? Se nota que has vivido mucho tiempo en Estocolmo. Vive cerca del lago Vittangijärvi y creo que fue allí donde Wilma y Simon estaban haciendo la inmersión cuando desaparecieron. Preferiría ir acompañada a verlo. Y mis compañeros están… ocupados con otros asuntos toda la mañana. ¿Te vienes? ¿O tienes vista?
—No, no tengo vista —dijo Rebecka pensando en la montaña de trabajo que tenía sobre la mesa.
Pero ya se quitaría de encima una buena parte por la tarde.
—O sea que nunca has oído hablar de Hjörleifur Arnarson —dijo Anna-Maria cuando ya estaban en el coche de camino a Kurravaara.
Habían cogido un remolque con la motonieve de la policía para poder llegar hasta Vittangijärvi.
—Cuéntame.
—A ver… por dónde empiezo. Cuando se vino a vivir a Kiruna se instaló primero en Fjällnäs. Por aquel entonces se le había metido entre ceja y ceja que quería engendrar una raza de cerdos ecológica. La idea era que los cerdos pudieran sobrevivir solos en el bosque y soportar el frío del exterior en invierno. Así que cruzó jabalí con cerdo de Linderöd. ¡Vaya animales salieron! ¿Para qué se iban a quedar en el bosque pudiendo ir a revolver los patatales de la gente? Se montó un cirio de narices. Los vecinos del pueblo estaban cabreadísimos, nos llamaban pidiéndonos que fuéramos a atrapar a los cerdos. Hjörleifur intentó meterlos en un cercado, pero se escapaban todo el tiempo. Los cerdos, vaya, no los vecinos. Al final uno del pueblo se los cargó a tiros. Sí, Cristo bendito, menudo circo.
Anna-Maria se rió con el recuerdo.
—Y hace unos años hubo unas importantes maniobras de la OTAN en los bosques al norte de Jukkasjärvi, la operación Tormenta del Norte. Entonces Hjörleifur hizo su contribución a la paz mundial y se puso a correr desnudo por el bosque donde estaban de maniobras. Tuvieron que interrumpir el ejercicio y dedicarse a buscarlo.
—¿Desnudo? —preguntó Rebecka.
—Sí.
—Pero la maniobra de Tormenta del Norte la hicieron en febrero, ¿no?
—Sí.
—Febrero. ¿Veinte, treinta grados bajo cero?
—Aquel invierno fue caluroso —se rió Anna-Maria—. Quizá no pasó de diez bajo cero. Cuando lo encontraron llevaba botas y una manta bajo el brazo. Es un hombre ohne textilen, pero sólo en verano. En realidad, supongo que hizo una excepción por la paz. En verano nunca lleva ropa. Dice que la piel aprovecha la energía solar, así que en verano apenas necesita comer.
—¿Cómo sabes todo eso?
—De cuando el vecino mató sus cerdos.
—Ya.
—Hubo juicio. Ejercicio arbitrario del propio derecho, o daños, no recuerdo bien, pero se celebró en verano. Deberías haber visto las caras del juez y del jurado cuando Hjörleifur apareció como parte demandante.
—Entiendo —se rió Rebecka—. ¿No te parece que hoy hace bastante sol?
—Nunca se sabe —sonrió Anna-Maria—. Habrá que ver.
A la casa de Hjörleifur Arnarson no llegaba ningún camino. Era una vivienda de madera de dos plantas pintada de rojo. En el patio había una vieja bañera y un montón de trastos: jaulas para conejos, trampas de distintos modelos y tamaños, balas de paja, un arado para caballos y diversos montajes de madera que parecían el inicio de proyectos de carpintería.
Unas pocas gallinas merodeaban libres y raspaban la nieve entumecida. Un perro simpático, posiblemente un cruce entre labrador y border collie, se les acercó moviendo la cola.
—Hola —gritó Anna-Maria—, ¿hay alguien?
Intercambió una mirada con Rebecka Martinsson. A lo mejor había sido un error traerla. De alguna forma, su aspecto era demasiado fino. Era fácil pensar que se sentía superior. Pero, por otro lado, si dejabas que un perro alegre te lamiera todo el maquillaje de la cara tal como ella estaba haciendo en ese momento, la cosa cambiaba.
Anna-Maria pensó en Sven-Erik. Él tenía un efecto tranquilizante en las personas.
«Lo echo de menos —se dijo, sorprendida por la claridad del sentimiento—. Estoy cabreada con él, pero lo echo en falta.»
—Hola —saludó un hombre que apareció detrás de una esquina.
Hjörleifur Arnarson. Llevaba un mono de trabajo azul indescriptiblemente sucio que colgaba holgado sobre su cuerpo escuálido. Tenía el pelo largo y rizado, pero era calvo por la parte superior de la cabeza. La cara, morena y curtida por el clima. Se parecía bastante al Hjörleifur que Anna-Maria recordaba de la última vez que lo vio. Como mínimo quince años atrás, haciendo un cálculo rápido. Llevaba una cesta con huevos en el brazo. Las gallinas se amontonaban fieles en torno a sus pies.
—Mujeres —exclamó con alegría.
—Hmm, sí —dijo Anna-Maria—. De la policía.
Se presentó primero ella misma y luego a Rebecka.
—No importa —aseguró Hjörleifur—. ¿Queréis unos huevos? Son ecológicos. Aumentan la fertilidad. ¿Tienes hijos?
—Sí —rió Anna-Maria, a quien la pregunta la había pillado por sorpresa—. Cuatro.
—¡Cuatro!
Hjörleifur Arnarson la miró con admiración.
—¿Con el mismo hombre?
—Sí.
—Eso es malo. Lo óptimo es tener hijos con tantos hombres como sea posible. Enriquece la variación genética y hay más posibilidades de conseguir un pleno biológico. ¿Tú tienes hijos?
Se dirigió a Rebecka.
—No —reconoció.
—Eso no es bueno. ¿Voluntario o involuntario? Perdona que sea tan sincero, pero las mujeres infértiles no tienen ningún valor para la humanidad.
—A lo mejor podemos dedicarnos a trabajar —propuso Rebecka—. Mientras los demás engendráis niños.
—Podemos trabajar nosotros mismos —dijo Hjörleifur con rotundidad—. Y tener hijos. Pero yo creo que tú eres fértil. Quizá sólo seas una de esas mujeres que hacen carrera. Con el hombre adecuado podrías tener muchos hijos.
—Dirás con los hombres adecuados —no pudo resistirse a señalar Anna-Maria, y le hizo gracia la mirada desaprobatoria que le lanzó Rebecka.
—Pero de uno en uno —dijo Hjörleifur mirándola con deseo—. Entrad.
Rebecka miró a Anna-Maria como preguntando: «¿Entrad y sed fecundadas, o qué?»
—Sólo queríamos —empezó Anna-Maria, pero para entonces Hjörleifur ya se había metido en la casa.
No les quedaba otra que seguirlo.
En la cocina, Hjörleifur puso los huevos que aumentaban la fertilidad en una huevera de cartón sobre la encimera. En cada uno fue anotando meticulosamente la fecha con un bolígrafo. Anna-Maria echó un vistazo a su alrededor con una mezcla de espanto y alegría. Que una cocina pudiera estar tan desordenada y sucia. Al lado de ésta, la suya parecía sacada de una revista de decoración.
Delante de la cocina de leña había una gruesa capa de cortezas de árbol y virutas de madera. En el suelo había una alfombra de corcho, pero debajo de tanta suciedad resultaba imposible identificar de qué color era. Una alfombra de trapos que había bajo la mesa tenía el mismo tono grisáceo que el suelo. En la mesa, un mantel endurecido. En las ventanas había un círculo más o menos limpio en el centro para poder mirar fuera. En vez de cortinas, Hjörleifur había montado unas repisas justo encima de las ventanas en las que había puesto filas de latas de conserva que hacían de maceta para las plantas. En medio del suelo había una antigua palangana de zinc y delante de la estufa de leña, ropa tendida. Los platos sucios estaban amontonados por todas partes. Anna-Maria sospechó que Hjörleifur no fregaba, sino que cuando le tocaba comer, simplemente utilizaba el plato y la taza que tenía más cerca. En el sofá había un saco de dormir amarillo verdoso. El techo estaba negro de hollín y el polvo y las telarañas cubrían el quinqué que colgaba.
Las dos mujeres rechazaron educadamente una infusión ecológica.
—¿Seguro? —preguntó Hjörleifur Arnarson—. La preparo yo mismo. Ya es hora de que empecéis a comer ecológico, si no lo hacéis ya. Sólo un diez por ciento de los que estamos vivos en este momento tendremos una prole lo bastante viable como para que nuestra herencia genética se transmita más de tres generaciones.
—Sueles bajar a bañarte al lago Vittangijärvi —dijo Anna-Maria, a quien le parecía que ya tocaba entrar en materia.
—Sí.
—¿Has visto a estas dos personas por allí?
Le enseñó a Hjörleifur una foto de Wilma y Simon.
Él la observó y negó con la cabeza.
—Creo que hicieron una inmersión en el lago el nueve de octubre. Probablemente, se acababa de helar. ¿Los has visto o te has cruzado con ellos? ¿Has visto algo en el lago? ¿Sabes algo de la puerta de la leñera de Göran y Berit Sillfors? Desapareció en invierno.
De pronto Hjörleifur Arnarson parecía estar de mal humor.
—Preguntas, preguntas —dijo.
Anna-Maria se quedó esperando en silencio.
—Puede que hayan sido asesinados —dijo al final—. Es muy importante que nos cuentes lo que sabes.
Hjörleifur se quedó callado apretando los labios como un niño.
—Venid mañana —dijo al cabo de un momento—. A lo mejor veo algo.
—Vamos, hombre —intentó Anna-Maria—, yo…
—A lo mejor no veo nada —dijo Hjörleifur Arnarson.
Miró a la inspectora con rebeldía. Era evidente que por el momento no conseguiría sacarle nada más.
Anna-Maria rechinó los dientes.
«Viejo burro obstinado», pensó.
Abrió la boca para decir algo que pudiera persuadirlo a contar lo que sabía, pero Rebecka Martinsson se le adelantó:
—Gracias por querer ayudarnos —dijo—. Estaremos encantadas de volver mañana.
Le sonrió. El labio superior dejó al descubierto su hilera perfecta de dientes. Los ojos acompañaban.
—¿Cómo se llama tu perro? Es precioso —dijo Rebecka.
—Vera —respondió contento—. Genial. Venid mañana. Coceré unos huevos para ti.