Domingo por la tarde en el garaje de los camiones. Estoy sentada sobre una cabina mirando a Hjalmar Krekula. Ha levantado la plataforma de uno y está engrasando los pistones hidráulicos. Dirige la pistola a los engrasadores y los rellena. No oye a Tore cuando entra. De pronto su hermano está al lado del camión dando gritos.

—¿Qué coño estás haciendo?

Hjalmar lo mira un momento sin interrumpir su tarea. Tore corre a buscar unas falcas y las pone debajo de la plataforma.

—Menuda estupidez —dice—. No puedes trabajar debajo de la plataforma sin asegurarla, supongo que hasta ahí llegas.

Hjalmar no responde. ¿Qué puede decir?

—Yo solo no puedo dirigir la empresa. —Tore se recrea—. Ya tengo bastante con que padre esté en cama y ya no pueda ni llevar la contabilidad. Muerto o inválido no me sirves de nada. ¿Lo entiendes?

Tore está alterado. Escupe cuando habla.

—¡No me traiciones ahora! —grita señalando a Hjalmar.

Y cuando ve que Hjalmar no contesta dice:

—¡Idiota!

Da media vuelta y se va.

«No —piensa Hjalmar—. Nada de traiciones. Otra vez, no.»