Me llamo Wilma Persson. Estoy muerta. Todavía no sé muy bien qué implica eso.
Hjalmar Krekula está de rodillas en su patio y se aprieta un puñado de nieve contra la cara. No quiere pensar más en aquello. Nunca más.
«Ya basta, ya basta», se dice a sí mismo.
Paso a ver a Anni. Está durmiendo de lado en la cama. Ha colgado su ropa con cuidado en el respaldo de una silla del dormitorio. Duerme con una mano bajo la mejilla. Es como un cuenco en el que deja descansar la cabeza. La otra la tiene abierta sobre el pecho. Me recuerda al zorro que se acurruca cuando cae la noche. Se enrosca en torno a sí mismo, calentándose con su propia cola.
La policía Anna-Maria Mella está despierta en su cama. Su marido se ha girado dándole la espalda y está roncando. Se siente sola y no puede calentarse a sí misma como el zorro. Le gustaría que él la estuviera abrazando. Así no se sentiría tan abandonada y enfadada. Hoy su vida ha sido frágil.
Me siento a su lado en la cama y le pongo la mano sobre el corazón.
«Si quieres dormir entre sus brazos, pégate a él», le digo.
Y al cabo de un momento se acerca a Robert, se arrima a su espalda, lo rodea con los brazos. Él se despierta, sólo lo suficiente para darse la vuelta y pasarle un brazo por encima.
—¿Cómo estás? —pregunta con voz ronca.
Ella contesta: «No muy bien.» Robert la acaricia, la abraza, le besa la frente. Primero ella piensa que tiene narices que haya tenido que pedírselo, ir a buscarlo. Pero al final no tiene fuerzas para darle más vueltas. Se relaja y se queda dormida.