Por la noche, en las Noticias Regionales del Norte mostraron imágenes de Wilma Persson y Simon Kyrö. Explicaron que los jóvenes habían desaparecido en octubre, pero que acababan de encontrar el cuerpo de la chica. Anna-Maria estaba ante la cámara diciendo que la policía se dirigía a la población para encontrar pistas. Todo era de interés, puntualizó. ¿Sabía alguien dónde iban a hacer la inmersión? ¿Había hablado alguien con ellos antes de su desaparición?
—Que no os dé reparo llamar —dijo—. Es mejor recibir una llamada de más que una de menos.
Anna-Maria Mella estaba sentada en el sofá del salón de su casa viéndose a sí misma en las noticias. A su lado estaba Robert, cada uno con su cartón de pizza en el regazo. Jenny y Peter ya habían cenado. En la mesita de centro que tenían delante había cartones y latas de refresco vacíos. Gustav hacía rato que dormía en su cama.
Alrededor de Anna-Maria y Robert, a sus espaldas y en el suelo delante del sofá, había ropa limpia amontonada que había que separar y doblar. Robert había estado fuera con Gustav todo el día y habían comido en casa de su hermana.
«A él nunca se le ocurrirá ponerse a doblar la ropa limpia», pensó Anna-Maria con desilusión. El desorden era lamentable. Necesitaría unas vacaciones enteras para ponerse al día con la limpieza de la casa. Y habría preferido mil veces una cena de verdad en lugar de esa pizza asquerosa y grasienta. Soltó con desgana la porción que tenía en la mano y se quitó el cartón de encima.
Por el rabillo del ojo veía a Robert doblando pedazos de pizza que luego se embutía en la boca abierta al mismo tiempo que le acariciaba la espalda con un gesto mecánico.
Anna-Maria sintió rabia por esa caricia monótona y automática. Como si fuera un gato. En ese momento lo que necesitaba era que le hicieran mimos llenos de cariño. Las yemas de los dedos combinándose con la mano entera. Un mínimo de deseo, un beso en la nuca, una mano consoladora por el pelo.
Le había explicado a Robert lo ocurrido y él la había escuchado sin decir gran cosa. «No ha pasado nada», había sido su comentario. A ella le habría gustado gritarle: «¿Y si hubiese pasado? ¡Podría haber ocurrido una desgracia!»
«¿Siempre hay que llorar para que te consuelen? —pensó—. ¿Por qué me tengo que cabrear para que haga algo en casa?»
Y de alguna forma sentía que Robert se creía un tío muy legal porque no la acusaba de nada. Ella era la policía; si hubiese tenido otro trabajo lo de hoy nunca habría pasado. Anna-Maria estaba enfadada porque reprimiera los reproches, que él estuviera en su derecho de enojarse pero que como era tan majo y tan bueno la perdonaba. Ella no quería su perdón.
Retorció la espalda en un gesto de déjame en paz.
Robert apartó la mano. Hizo bajar el último bocado de pizza con lo que le quedaba de Coca-Cola, se levantó, recogió todos los cartones y se metió en la cocina.
Anna-Maria se quedó donde estaba. Se sentía abandonada y falta de amor. Una parte de ella quería salir corriendo tras Robert y pedirle que la abrazara fuerte. Pero no lo hizo. Siguió mirando la tele con apatía y sintiendo que se endurecía por dentro.