La casa de la familia Krekula estaba al final del pueblo. Anna-Maria Mella se bajó del coche y se quedó allí de pie. De modo que aquí vivían los hermanos Tore y Hjalmar y sus padres. Intentó adivinar a quién pertenecía cada una de las tres casas. Todas estaban revestidas con tablas rojas de madera. Una de las casas era más vieja que las otras y tenía un establo anexo con tejado de chapa con algunos parches. Había cortinas de ganchillo en las ventanas. «Aquí deben de vivir los padres.»

Dudó. Una honda sensación de incomodidad se le echó encima. En un recinto vallado del terreno había un perro de caza tirándose contra la tela metálica y ladrando como un poseso. Enseñaba los colmillos. Mordía la valla. Daba dentelladas enérgicas al aire. Ladraba sin parar, incansable y agresivo.

En el límite del terreno los abetos crecían muy juntos y la casa quedaba en la sombra que proyectaban. Nadie parecía haberse molestado nunca en podarlos y abrir el espacio. Eran muy altos y estaban inclinados hacia delante. Su color negro y el aspecto enmarañado de la copa les daban un aire aterrador. Las ramas caían flácidas y delgadas hacia el suelo. Eran la imagen de un padre en el umbral de la puerta con el cinturón preparado en la mano. Eran una madre con los brazos colgando sin fuerzas para levantarlos.

«No entres», decía una voz en su interior.

Se le erizó el pelo de la nuca.

Después se acordaría de esta sensación, pero en este momento no la escuchaba.

El perro se aferraba a la valla metálica. El aire era una espesa sopa desagradable. En la ventana la cortina se movió con cuidado. Había alguien en casa.

En la puerta había un cartel que advertía: «Prohibido mendigos y vendedores.» Cuando llamó al timbre se abrió una fina rendija. Una cara vieja de mujer le preguntó qué quería. Anna-Maria se presentó.

«La hermana de Anni —pensó—. ¿Cómo le había dicho que se llamaba? Kerttu.» Trató de encontrar rasgos semejantes entre las dos hermanas. Quizá se parecían, pero Anna-Maria se percató de que se había fijado más en las marcas de edad de Anni. Su postura, todas sus arrugas, las manos huesudas. Anna-Maria intentó imaginarse el aspecto que habían tenido las hermanas a su edad. Anni tenía el pelo lacio, la cara alargada, igual que la de Anna-Maria. Kerttu Krekula todavía conservaba un pelo tupido y sus pómulos eran altos. Parecía haber sido la hermana guapa. Y también la menor.

Pero Anni era alegre, al menos cuando no estaba triste por Wilma.

Las comisuras de la boca de Kerttu se doblaban hacia abajo como si hubiese tenido un demonio en cada hombro estirándoselas con un bichero.

—No suelo dejar pasar a desconocidos —dijo—. Nunca se sabe.

—¿Verdad que eres la hermana de Anni Autio?

—Sí.

—¿Kerttu?

—Sí.

—Acabo de pasar por casa de Anni. Estaba haciendo bollos.

—Yo nunca hago bollos. ¿Qué sentido tiene? Pudiéndolos comprar. Además, tengo mal las manos.

«Ahora por lo menos habla», pensó Anna-Maria.

—¿Tienes baño? —le preguntó.

—Sí.

—¿Me dejarías utilizarlo? Me estoy haciendo pis y hay un trecho hasta la ciudad.

—Entra, antes de que todo el invierno se meta en casa —dijo Kerttu Krekula abriendo lo justo para que Anna-Maria pudiera colarse.

—No, Wilma no me gustaba demasiado. Le llenaba la cabeza de chaladuras a mi hermana, si me permites que te lo diga.

Estaban hablando sentadas a la mesa de la cocina. Anna-Maria había colgado el abrigo en el respaldo de la silla.

—¿Qué tipo de chaladuras?

—Bueno, de todo. En verano se bañaron desnudas en el lago. No después de la sauna, no, en pleno día, sin motivo. Anni con los pechos colgándole hasta la barriga. Asqueroso. Yo sentí vergüenza. Pero Wilma no parecía tener ningún problema en mostrarse a los hombres del pueblo. Le iba enseñando el coño y el tatuaje del culo a todo el mundo.

Fuera, el perro empezó a ladrar de nuevo. Una voz de hombre gritó «cállate», pero la intensidad de los ladridos no menguó lo más mínimo. Se oyó el ruido de pies pateando contra el suelo del porche para quitarse la nieve y después aparecieron dos hombres en la puerta de la cocina.

«Tore y Hjalmar», pensó Anna-Maria.

Había oído hablar de ellos. Una vez, mucho tiempo atrás, cuando acababa de volver a Kiruna después de la Academia de Policía, hubo una denuncia de agresión que la parte demandante decidió retirar. Anna-Maria recordaba el miedo en los ojos del chico agredido cuando le suplicaba al fiscal que retirara la demanda. Aquella vez fue Hjalmar el que se libró de la denuncia. Pero tenía alguna que otra condena por agresión. Dos o tres, se atrevió a apostar Anna-Maria. Y aparecía con frecuencia en los archivos de la policía. Alto, según había oído, y era cierto. Le sacaba la cabeza a su hermano. Era de complexión grande y, además, tenía un importante sobrepeso. Se apoyaba como desplomado contra el marco de la puerta. Tenía barba de cuatro días y la piel de la cara colgaba sin color de los pómulos.

«Poca fruta y verdura en ese cuerpo», pensó Anna-Maria.

Los dos hombres pasaban de los cincuenta y vestían mono de trabajo azul. Tore iba rapado. Parecía estar en constante movimiento. Tenía un aura inquieta alrededor.

—¿Tienes visita? —le preguntó Tore a su madre sin presentarse a Anna-Maria.

—Viene de la policía —dijo Kerttu Krekula escueta—. Está preguntando sobre Wilma y Simon.

—La policía —dijo Tore mirando a Anna-Maria como si fuera un milagro—. Hay que joderse. A vosotros no se os ve mucho el pelo. O ¿tú qué dices, Hjalle?

Hjalmar Krekula seguía apoyado en el marco de la puerta sin decir nada ni hacer la menor mueca que indicara que había oído a su hermano. Los ojos inexpresivos, la boca abierta. Anna-Maria sintió que se le erizaba el vello de la espalda.

—Cuando entraron a robar en la casa de verano de Stig Rautio nos costó tela marinera conseguir que por lo menos fuerais a ver lo que había pasado —continuó Tore—. Lo dijimos: mirad algunos coches registrados en Polonia y encontraréis sus cosas en menos de lo que canta un gallo. Ya se han dado cuenta de que no vale la pena subir hasta aquí arriba para recoger bayas. Pueden entrar en las casas de la gente y ganarse un buen dinerito, porque la policía… bueno, qué sé yo, parece que tenéis otras cosas que hacer antes que cazar ladrones. Bicicletas, motores de barco… puedes perder cualquier cosa, todo el mundo sabe que no vale la pena ir a la policía. Y a nuestros conductores les roban o les intentan robar cada dos por tres. Los ladrones cortan la lona y se llevan lo que quieren. Ni un solo robo resuelto en todos los años que llevo en la empresa.

Se inclinó sobre la mesa hasta pegar su cara a la de Anna-Maria.

—Pasáis de nosotros como de la mierda —dijo—. Los niñatos van por ahí destrozando coches y escaparates y lo peor que les puede pasar es que acaben sentados con una tía de asuntos sociales explicándole la infancia tan desgraciada que han tenido. Panda de frívolas. Para mí lo sois todas. Y tú, ¿a qué has venido a meter las narices?

—Si te apartas un poco te responderé con mucho gusto —dijo Anna-Maria echando mano del tono de voz lento y profesional que utilizaba cuando trataba con gente agresiva o ebria y alterada.

—¿Quieres que me aparte? —preguntó Tore Krekula y retrocedió un milímetro.

Golpeó con fuerza la mesa con el dedo índice delante de Anna-Maria.

—Yo pago tu sueldo, poli. Deberías tenerlo en cuenta. Yo, mi hermano, mi padre. Los que tenemos trabajos de verdad y hacemos algo útil y pagamos impuestos. Se podría decir que tú estás contratada por mí. Y opino que haces un trabajo lamentable. ¿Puedo opinar eso?

—Puedes —dijo Anna-Maria—. Y ahora, me voy.

Tore seguía con la cara pegada a la suya. Se apartó un poco y agitó la mano delante de la cara de Anna-Maria.

—El aire no es de nadie, ¿lo sabes, no? —dijo.

—¿No tenías que ir al baño? —preguntó Kerttu Krekula—. Has entrado porque querías ir al lavabo. En el pasillo, a la derecha.

Anna-Maria asintió con la cabeza. Hjalmar Krekula se apartó sin la menor prisa para que pudiera salir de la cocina.

En el baño respiró hondo. «Joder, qué tipos.»

Intentó recomponerse. Al cabo de un rato tiró de la cadena y dejó que el agua corriera del grifo.

Cuando salió, Hjalmar había desaparecido. Tore estaba sentado a la mesa de la cocina. Anna-Maria cogió su abrigo de la silla y se lo puso.

—Ahora no puedes salir —dijo Tore—. Hjalmar ha soltado a Reijo. Se te comerá.

—¿Le puedes pedir que lo encierre otra vez? —dijo Anna-Maria—. Me quiero ir.

—Sólo lo va a dejar que corra una vuelta alrededor de la casa. ¿Tienes prisa? ¿Mucho trabajo?

«No mostrarme con miedo», pensó Anna-Maria.

—¿Sabes dónde tenían pensado bucear Wilma y Simon? —preguntó con voz firme.

En la habitación de al lado se oyó un suave quejido. Era el sonido de alguien que dormía intranquilo. Un hombre mayor.

—¿Cómo está? —le preguntó Tore a su madre.

Ella respondió encogiéndose de hombros e hizo una pequeña mueca que parecía significar «como siempre».

Anna-Maria se preguntó si el que estaba allí dentro sería Isak Krekula. Supuso que sí. Debería preguntar sobre lo que Johannes Svarvare le había contado acerca de que Isak Krekula había sufrido un infarto apenas una semana antes de que los chicos desaparecieran. Pero no pudo. Tampoco fue capaz de repetir la pregunta de si alguno de ellos sabía dónde iban Simon y Wilma a hacer la inmersión. Sólo quería salir de allí, sudaba con el abrigo puesto.

La cocina era realmente fea, pintada de verde en tonos raros. Parecía que tuvieran pintura verde y que la hubieran diluido ellos mismos con pintura blanca. Casi no había superficies de trabajo y las pocas que había estaban repletas de objetos de decoración baratos y horrorosos.

La puerta se abrió y Hjalmar Krekula entró.

—¿Ya puede irse? —le preguntó Tore a su hermano en un tono extraño.

Hjalmar no respondió, ni siquiera miró a Anna-Maria.

—Adiós —dijo ella—. A lo mejor vuelvo.

Salió al patio. El perro ladraba sin parar. Los dos hermanos la siguieron afuera. Se quedaron observándola desde el porche.

—¿Qué cojones…? —dijo cuando vio el coche.

Las ruedas estaban pinchadas.

—Mis ruedas —dijo con torpeza.

—Hostia, sí —dijo Tore Krekula—. Habrán sido unos chavales.

Sonrió para que no cupiera ninguna duda de que estaba mintiendo.

«Alguien tiene que venir a buscarme», pensó Anna-Maria y metió la mano en el bolsillo interior para coger el teléfono. Primero pensó en Sven-Erik, pero no, imposible. Tendría que llamar a Robert, que cogiera a Gustav y subiera a recogerla.

El móvil no estaba en su sitio de siempre. Buscó en los otros bolsillos. Tampoco. ¿Se lo había dejado en el coche? Miró por la ventanilla. No.

Observó a los hermanos en el porche. Lo habían cogido ellos. Mientras estaba en el baño.

—Mi teléfono —dijo—. Ha desaparecido.

—Espero que no estés insinuando que te lo hemos cogido nosotros —dijo Tore—. Entonces me cabreo. Venir a acusar a la gente en su propia casa. ¿Necesitas que te llevemos a la ciudad?

—No. Necesito un teléfono.

Miró al perro. Corría de un lado a otro ladrando afónico. El típico perro que se largaría en cuanto tuviese la oportunidad. Hjalmar no lo había soltado. Si lo hubiese dejado suelto, a estas alturas estaría a varios kilómetros de allí. Además, la nieve alrededor del cercado no estaba pisada.

—El teléfono de mi madre está estropeado —dijo Tore—. Súbete al Volvo rojo. Hjalle y yo tenemos que ir de todos modos. Puedes venirte con nosotros.

«Están locos», pensó Anna-Maria.

Le vino una serie de imágenes a la cabeza. Tore se ha metido por un camino del bosque. Hjalmar abre la puerta de atrás y la saca del coche. La agarra por el pelo y le golpea la cabeza contra un árbol, la sujeta por los brazos mientras Tore la viola.

«Yo no me meto en un coche con esos dos —pensó—. Antes me voy caminando hasta Kiruna.»

—Me las arreglaré —dijo—. Volveré con unos compañeros a buscar el coche.

Dio media vuelta y comenzó a alejarse por la calle del pueblo con el rumbo fijado en la casa de Anni Autio. Cuando estaba a medio camino, Tore y Hjalmar pasaron por su lado con el coche en dirección a la ciudad. Temía que pararan y que Tore le preguntara una vez más si quería ir con ellos, pero la adelantaron sin aminorar la marcha. Anna-Maria se esforzó para caminar sin prisa.

«Usaré el teléfono de Anni», pensó.

Entonces se acordó de que le había prometido que volvería para ayudarla a bajar las escaleras.

«Por el amor de Dios —pensó—. Me había olvidado.»