Un cuarto de hora más tarde, Lars Pohjanen estaba de nuevo con la mano de Wilma en la suya. Le estaba sacando la huella dactilar. Siempre lo hacía cuando la identificación se veía entorpecida por graves daños en la cara, como era el caso. Cuando fue a presionar el dedo sobre el papel, la piel del pulgar izquierdo se desprendió de la carne y del hueso en un trozo entero. A veces pasaba y Pohjanen recurrió una vez más a su técnica habitual para no quedarse sin sacarle la huella: metió su propio dedo índice en la piel del dedo de la chica y apretó contra el papel. En ese momento oyó que había alguien en la puerta. Creyendo que era la inspectora jefe Anna-Maria Mella, en lugar de volver la cabeza dijo directamente:
—¿Sabes qué, Mella? Ya vale de corretear por aquí. Ya leerás el informe cuando lo haya terminado. Si es que puedo terminarlo.
—Perdón —dijo una voz que no era la de Anna-Maria.
Cuando se dio la vuelta se encontró con Rebecka Martinsson, la fiscal del distrito. Ya la conocía de antes, cuando le consultaron como especialista en una vista en la que ella era la fiscal. Se trataba de un caso de maltrato de una mujer por parte de su marido en el que las versiones de los dos cónyuges sobre cómo se había hecho las heridas diferían de buen grado. Pero nunca habían hablado fuera de la sala del tribunal. Vio que la mirada de Rebecka aterrizó directamente sobre el pellejo que se había colocado sobre el dedo índice.
Ella se presentó y le recordó que ya se conocían. Él le respondió que se acordaba y le preguntó qué quería.
—¿Ésa es Wilma Persson? —preguntó Rebecka.
—Sí, justo ahora le estoy tomando las huellas dactilares. Hay que aprovechar para trabajar ahora con ella. Cuando los sacas del agua empiezan a cambiar muy deprisa.
—Sólo me preguntaba si existe alguna manera de saber si realmente murió en el lugar donde la encontraron.
—¿Por qué lo quieres saber?
Parecía que estuviera cogiendo impulso. Apretó los labios, negó con la cabeza sus propias ideas, miró al forense rogándole que fuera paciente.
—He soñado con ella —dijo tras unos momentos de duda—. Soñé que me decía que la habían cambiado de sitio, que había muerto en otro lugar.
Pohjanen se la quedó mirando en silencio un buen rato. Lo único que se oía eran sus respiraciones cortas y el zumbido de los ventiladores.
—Por lo que me han dicho, se trata de un ahogamiento accidental. ¿Estás abriendo una investigación como fiscal?
—No, yo…
—¿Hay algo que debería saber? ¿Cómo coño voy a hacer mi trabajo cuando no se me explican las cosas? Si me decís que no hay sospecha de delito, yo parto de ahí cuando hago mi análisis. Después no quiero oír que se me ha escapado algo. ¿Entiendes?
—No he venido para…
—Siempre estáis merodeando por aquí, pero…
Rebecka levantó las dos manos.
—Olvídalo —dijo—. No me hagas caso. No debería haber venido. A veces se me va la cabeza.
—Sí, ya me lo habían dicho —apuntó Pohjanen con malicia.
Rebecka dio media vuelta y se marchó. La respuesta del forense quedó flotando en el aire, resonando como una campana de iglesia en la sala de autopsias.
—Que se cuide muy mucho de meter las narices —se defendió Lars Pohjanen.
El remordimiento de conciencia por las palabras que le habían salido le carcomía por dentro. Los muertos que tenía a su alrededor estaban extrañamente callados.
—A la mierda, todos —dijo.